F. Scott Fitzgerald
(Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, California, 1940)
La tarde de un escritor
(“Afternoon of an Author”)
(en su Ledger, Fitzgerald lo describe com un “Sketch”,
pero también escribió “Story?”, ¿cuento?, en paréntesis);
originalmente publicado en la revista Esquire (agosto de 1936);
Afternoon of an Author: A Selection of Uncollected Stories and Essays
(Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1957, 226 págs.)
I
Cuando despertó
se sentía mejor de lo que se había sentido en muchas semanas: simplemente no se
sentía enfermo. Se apoyó un momento en el marco de la puerta que separaba su
dormitorio y el baño hasta que estuvo seguro de que no se había mareado. Ni
siquiera un poco, ni siquiera cuando se puso a buscar una zapatilla debajo de la
cama.
Era una luminosa
mañana de abril, no tenía ni idea de qué hora era porque su reloj llevaba mucho
tiempo parado, pero cuando cruzó el apartamento y llegó a la cocina vio que su
hija había desayunado y se había ido y que había llegado el correo, así que eran
ya más de las nueve.
—Creo que saldré
hoy —dijo a la criada.
—Le sentará bien,
hace un día estupendo.
Ella era de Nueva
Orleans, con las facciones y tez de una árabe.
—Quiero dos
huevos fritos como ayer y una tostada, jugo de naranja y té.
Él se entretuvo
un rato en el cuarto de su hija y leyó el correo. Eran cartas desagradables, sin
una pizca de alegría, facturas en su mayor parte y el boletín del colegio
masculino de Oklahoma con su asombroso álbum de autógrafos. Sam Goldwyn haría
una película de ballet con Spessiwitza, o quizá no la hiciera: habría que
esperar a que el señor Goldwyn volviera de Europa con media docena de ideas
nuevas. La Paramount quería una autorización para usar un poema que
había aparecido en uno de sus libros, aunque no sabían si era suyo o era una
cita. Quizá lo usaran para el título de una película. De todos modos aquella
obra ya no le pertenecía: había vendido los derechos para una película muda
hacía muchos años y para la versión sonora hacía un año.
“Nunca tendrás
suerte con las películas”, se dijo a sí mismo. “Ya tuviste bastante con la
última.”
Mientras
desayunaba, miraba por la ventana a los estudiantes que cambiaban de clase en el
campus de la universidad, al otro lado de la calle.
—Hace veinte años
yo estaba cambiando de clase -dijo a la criada, que se rió con su risa de
debutante.
—Necesitaré que
me deje un cheque —dijo ella—, si va a salir.
—Ah, no voy a
salir todavía. Tengo que trabajar dos o tres horas. Saldré por la tarde.
—¿A dar un paseo
en coche?
—No volveré a
conducir ese viejo cacharro. Lo he vendido por cincuenta dólares. Iré en el
autobús, en el piso de arriba del autobús.
Después de
desayunar se recostó quince minutos. Luego se puso a trabajar en su despacho.
El problema era
un cuento para una revista que hacia la mitad le había parecido tan flojo que
había estado a punto de romperlo. La trama era como subir por unas escaleras
interminables, había agotado su repertorio de golpes de efecto, y los
personajes, que tan airosamente habían dado sus primeros pasos hacía solo dos
días, no alcanzaban el nivel de un folletín.
“Sí, la verdad es
que necesito salir”, pensó. “Me gustaría llegar hasta el valle del Shenandoah, o
ir a Norfolk en el ferry.”
Pero ambas ideas
eran imposibles: requerían tiempo y energía, dos cosas que a él no le sobraban.
Lo que le quedaba debía reservarlo para el trabajo. Repasó el manuscrito
subrayando con lápiz rojo las frases acertadas y, después de guardarlas en una
carpeta, rompió el resto muy despacio y lo tiró a la papelera. Luego se puso a
pasear por la habitación mientras fumaba y hablaba consigo mismo de vez en
cuando.
“Bueeeno,
veamos…”
“Ahora, lo
siguiente sería…”
“Veamos, ahora…”
Un rato después
se sentó, pensando:
“Estoy cansado.
No debería haber tocado un lápiz durante dos días.”
Revisaba el
apartado “Ideas para cuentos” de su cuaderno, cuando la criada lo interrumpió
para decirle que la secretaria llamaba por teléfono, una secretaria que
trabajaba por horas y lo ayudaba desde que cayó enfermo.
—No hay nada
—dijo—. Acabo de romper todo lo que había escrito. No valía nada. Voy a salir
esta tarde.
—Le sentará bien.
Hace un día muy bueno.
—Mejor será que
venga mañana por la tarde. Tengo muchas cartas y facturas pendientes.
Se afeitó y,
precavido, se dio un respiro de cinco minutos antes de vestirse.
La idea de salir
lo inquietaba: no tenía ganas de que los ascensoristas le dijeran que se
alegraban de verlo y decidió bajar en el montacargas, donde no lo conocía nadie.
Se puso su mejor traje, el que tenía la chaqueta y los pantalones de distinto
color. Solo se había comprado dos trajes en seis años, pero eran los mejores
trajes: solo la chaqueta del que acababa de ponerse le había costado ciento diez
dólares. Ya que debía tener un destino —no era bueno ir a ningún sitio sin
haberse fijado un destino— se metió un tubo de champú en el bolsillo para que lo
usara el barbero y también una ampolla de luminol.
“El perfecto
neurótico” se dijo, mirándose al espejo. “Subproducto de una idea, escoria de un
sueño.”
II
Fue a la cocina y
se despidió de la criada como si se fuera a Little America. Una vez en la guerra
había requisado por pura fanfarronería un vehículo y lo había conducido de Nueva
York a Washington para estar en el cuartel a la hora de pasar revista. Ahora
esperaba en la esquina de la calle a que cambiara el semáforo, mientras los
jóvenes, con prisa, se le adelantaban, indiferentes al tráfico. En la esquina de
la parada del autobús, bajo los árboles, hacía fresco y pensó en las últimas
palabras de Stonewall Jackson: “Crucemos el río y descansemos a la sombra de los
árboles”. Los jefes de aquella guerra civil parecían haberse dado cuenta de
repente de lo cansados que estaban: Lee, marchitándose hasta dejar de ser quien
era; Grant, escribiendo desesperadamente sus recuerdos antes de morir.
El autobús era
tal como se había imaginado: solo había otro viajero en el piso de arriba y las
ramas verdes golpeaban sin cesar en las ventanillas. Probablemente tendrían que
podar aquellas ramas, lo que le parecía una pena. Había mucho que mirar: intentó
definir el color de una hilera de casas y solo le vino a la cabeza el color de
una capa de su madre que parecía de muchos colores y no era de ningún color:
solo reflejaba la luz. En algún sitio, las campanas de una iglesia tocaban
Venite adoremus, y se preguntó por qué, pues hacía ocho meses que había
terminado la Navidad. No le gustaban las campanas, pero se había
emocionado mucho cuando tocaron Maryland, mi Maryland en el funeral del
gobernador.
En el campo de
fútbol de la universidad había hombres pasando el rastrillo y se le ocurrió un
título: “El hombre que cuidaba el césped” o incluso “Crece la hierba”, algo
acerca de un hombre que trabaja cuidando el césped durante años y consigue que
su hijo vaya a la universidad y juegue en el equipo de fútbol. Entonces el hijo
muere en plena juventud y el hombre se va a trabajar al cementerio, a sembrar
césped sobre su hijo en lugar de bajo sus pies. Sería el tipo de relato que
aparece en todas las antologías, pero no era lo suyo: solo era una antítesis
hinchada, algo tan estereotipado como un cuento de revista popular y tan fácil
de escribir. Pero muchos lo considerarían excelente porque era melancólico,
tenía enjundia y era fácil de comprender.
El autobús pasó
una desvaída estación de ferrocarril de estilo neoclásico a la que daban vida
las camisas azules y gorras rojas de los mozos. La calle se estrechaba al llegar
a la zona comercial y de repente aparecieron chicas vestidas de colores
chillones, todas bellísimas: pensó que nunca había visto tantas chicas guapas.
También había hombres, pero todos parecían un poco ridículos, como él cuando se
miró al espejo, y había viejas, más bien feas, y también, de repente, chicas
vulgares y desagradables; pero en general eran bonitas, vestidas de todos los
colores, entre los seis y los treinta años, y sus caras no transparentaban
ningún proyecto, ningún conflicto, solo un estado de dulce suspensión,
provocativo y sereno. Durante un instante amó la vida con todas sus fuerzas, y
no sintió el menor deseo de renunciar a ella. Pensó que quizá había cometido un
error al salir a la calle tan pronto.
Se apeó del
autobús, agarrándose cuidadosamente a la barandilla, y recorrió una manzana
hasta la barbería del hotel. Pasó ante una tienda de deportes y miró el
escaparate, pero solo le interesó un guante de béisbol que ya estaba ennegrecido
por la palma. Al lado había una camisería, y se paró un buen rato a mirar las
camisas de tonos intensos y las escocesas. Diez años atrás, durante un verano en
la Riviera, el escritor y algunos más habían comprado camisas de obrero de
color azul oscuro, y probablemente habían creado aquella moda. Le gustaron las
camisas a cuadros, llamativas como uniformes, y deseó tener veinte años e ir a
un club de playa con el cielo pintado como un ocaso de Turner o un amanecer de
Guido Reni.
La barbería era
espaciosa, llena de luz, perfumada: hacía meses que el escritor no iba al centro
de la ciudad para semejante cometido y se encontró con que su barbero de siempre
estaba enfermo, con artritis; así que le explicó a su compañero cómo usar el
champú, rechazó el periódico y se sentó, casi feliz, sensualmente satisfecho al
sentir los fuertes dedos en el cuero cabelludo, mientras le venía a la memoria
el recuerdo agradable y entremezclado de todos los barberos que había conocido.
Una vez había
escrito un cuento sobre un barbero. En 1929 el propietario de su barbería
favorita en la ciudad donde vivía entonces había ganado una fortuna de
trescientos mil dólares gracias a las confidencias de un industrial de la zona y
estaba a punto de retirarse. El escritor se despreocupó del asunto, porque
estaba a punto de irse a Europa a pasar unos años con lo que tenía ahorrado, y
aquel otoño, al oír cómo aquel barbero había perdido toda su fortuna, se decidió
a escribir un cuento, disfrazando con cuidado los detalles pero girando siempre
sobre la idea de un barbero que prospera para luego hundirse. Llegó a sus oídos,
sin embargo, que en la ciudad habían reconocido la historia y había provocado
cierta irritación.
El lavado
terminó. Cuando salió al vestíbulo, una orquesta empezó a tocar en el bar del
otro lado de la calle y se detuvo un momento en la puerta para oírla. Hacía
tanto que no bailaba, dos noches quizá en cinco años, aunque una reseña de su
último libro había mencionado que era un fanático de los cabarés; la misma
reseña decía también que era infatigable. Algo, cuando aquella palabra resonó en
su mente, le hizo daño y sintió que le acudían a los ojos lágrimas de debilidad,
y se fue. Era como al principio, hacía quince años, cuando decían que tenía “una
facilidad terrible”, y él trabajaba como un esclavo en cada frase para no darles
la razón.
“Otra vez me
estoy amargando”, se dijo. “Y no es bueno, no es bueno. Tengo que volver a
casa.”
El autobús tardó
mucho tiempo en llegar, pero no le gustaban los taxis y todavía esperaba que le
sucediera algo en el piso de arriba del autobús mientras pasaba entre los
árboles de la avenida. Cuando por fin llegó el autobús le costó algún trabajo
subir los escalones, pero valió la pena porque lo primero que vio fue a dos
alumnos de preuniversitario, un chico y una chica, sentados sin ninguna timidez
en el pedestal de la estatua del general Lafayette, con toda la atención
concentrada en sí mismos. El aislamiento de los dos chicos lo emocionó y pensó
que debería aprovecharlo profesionalmente, aunque solo fuera para compararlo con
el creciente retraimiento de su vida y la necesidad cada vez mayor de cosechar
en un campo ya muy cosechado. Necesitaba una reforestación y era absolutamente
consciente de ello, y esperaba que el terreno soportara una nueva siembra. Nunca
había sido el mejor terreno posible, pues había tenido un temprana debilidad por
lucirse en lugar de escuchar y observar.
Ahí estaba el
edificio de apartamentos. Miró hacia arriba, a las ventanas de su casa, en el
último piso, antes de entrar.
“La residencia
del escritor de éxito”, se dijo. “Me gustaría saber qué libros maravillosos
estará escribiendo. Debe ser magnífico disfrutar de un don semejante: pasar la
vida sentado con un lápiz y un papel. Trabajar cuando quieres, ir a donde te dé
la gana.”
Su hija todavía
no había llegado, pero la criada salió de la cocina y dijo:
—¿Se lo ha pasado
bien?
—Perfecto —dijo—.
He estado patinando, he ido a la bolera, he jugado con el abominable hombre de
las nieves y he terminado en un baño turco. ¿He recibido algún telegrama?
—Nada.
—¿Puede traerme
un vaso de leche?
Atravesó el
comedor y entró en su despacho, y por un momento lo cegó el reflejo del último
sol de la tarde sobre sus dos mil libros. Estaba bastante cansado. Se echaría
diez minutos y luego vería si se le ocurría alguna idea en las dos horas que
faltaban para cenar.
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