F. Scott Fitzgerald
(Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, California, 1940)


Sueños de invierno
(“Winter Dreams”)
Originalmente publicado en Metropolitan Magazine, 56 (diciembre de 1922);
All the Sad Young Men
(Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1926, 267 págs.)


I

      Algunos de los caddies del campo de golf eran más pobres que las ratas y vivían en casas de una sola habitación con una vaca neurasténica en el patio, pero el padre de Dexter Green era el dueño de la segunda droguería de Black Bear —la mejor era El Cubo, que contaba entre sus clientes a los más ricos de Sherry Island—, y Dexter era caddie sólo por ganar algún dinero para sus gastos.
       En otoño, cuando los días se volvían crudos y grises, y el largo invierno de Minnesota caía como la blanca tapadera de una caja, los esquís de Dexter se deslizaban sobre la nieve que ocultaba las calles del campo de golf. En días así el campo le producía una sensación de profunda melancolía: le dolía que los campos se vieran condenados al abandono, invadidos durante la larga estación por gorriones harapientos. Y era triste que en los tees, donde en verano ondeaban los alegres colores de las banderolas, sólo hubiera ahora desolados cajones de arena medio incrustados en el hielo. Cuando Dexter cruzaba las colinas el viento soplaba helado como la desdicha, y, si brillaba el sol, Dexter caminaba y entrecerraba los ojos frente a aquel resplandor duro y desmesurado.
       En abril el invierno acababa de repente. La nieve se derretía y fluía hacia el lago Black Bear, sin esperar apenas a que los primeros jugadores de golf desafiaran a la estación con pelotas rojas y negras. Sin alegría, sin un instante intermedio de húmeda gloria, el frío se iba.
       Dexter adivinaba algo lúgubre en aquella primavera nórdica, como intuía en el otoño algo maravilloso. El otoño lo obligaba a frotarse las manos, a tiritar, a repetirse a sí mismo frases estúpidas, a dirigir bruscos y enérgicos ademanes de mando a públicos y ejércitos imaginarios. Octubre lo colmaba de esperanzas que noviembre elevaba a una especie de éxtasis y triunfo, y, en aquel estado de ánimo, se alimentaba de las efímeras y brillantes impresiones del verano en Sherry Island. Conquistaba el campeonato de golf y derrotaba al señor T. A. Hedrick en una magnífica partida jugada cien veces en los campos de golf de su imaginación, una partida de la que Dexter cambiaba los detalles sin cansarse nunca: a veces vencía con una facilidad casi ridicula, a veces remontaba una desventaja extraordinaria. Y, apeándose de un automóvil Pierce-Arrow, como el señor Mortimer Jones, entraba glacialmente en los salones del Club de Golf de Sherry Island, o quizá, rodeado por una multitud de admiradores, ofrecía una exhibición de fantásticos saltos de trampolín en la piscina del club. Entre quienes lo miraban boquiabiertos y maravillados estaba el señor Mortimer Jones.
       Y sucedió un buen día que el señor Jones —el mismísimo señor Jones y no su sombra— se acercó a Dexter con lágrimas en los ojos y le dijo que Dexter era, maldita sea, el mejor caddie del club, y seguro que no le importaba seguir siéndolo si el señor Jones le pagaba como se merecía, porque todos los caddies del club, sin excepción, maldita sea, le perdían una pelota en cada agujero.
       —No, señor —respondió Dexter con decisión—. No quiero seguir siendo caddie —y añadió tras un instante de silencio—: Ya soy demasiado mayor.
       —Sólo tienes catorce años. ¿Por qué diablos has decidido precisamente esta mañana que te quieres ir? Habías prometido que la semana próxima me acompañarías al torneo del Estado.
       —He pensado que ya soy demasiado mayor.
       Dexter devolvió su insignia de caddie de primera categoría, recibió del jefe de caddies el dinero que le debían y regresó andando a su casa, en Black Bear.
       —¡El mejor caddie que he visto en mi vida, maldita sea! —gritaba aquella tarde el señor Mortimer Jones mientras se tomaba una copa—. Jamás perdía una pelota! ¡Voluntarioso! ¡Inteligente! ¡Tranquilo! ¡Honrado! ¡Agradecido!
       La responsable de todo era una chica de once años: era maravillosamente fea, como suelen serlo todas las chiquillas destinadas a ser, pocos años después, indeciblemente bellas, y a causar desdichas sin fin a un número incontable de hombres. Pero la chispa ya era perceptible. Había algo pecaminoso en el modo en que descendían las comisuras de sus labios cuando sonreía, y —¡Dios nos asista!— en el brillo, casi apasionado, de sus ojos. La vitalidad nace antes en este tipo de mujeres. Ya era evidente: fulguraba a través de su cuerpo delgado como una especie de resplandor.
       Había llegado impaciente al campo a las nueve con una niñera de uniforme blanco y cinco pequeños bastones de golf en una bolsa de lona blanca que llevaba la niñera. Dexter la vio por primera vez cerca del vestuario de los caddies; estaba nerviosa e intentaba disimularlo manteniendo con la niñera una conversación evidentemente poco espontánea, que aderezaba con muecas sorprendentes que no venían a cuento.
       —Bueno, hace un día verdaderamente espléndido, Hilda —la oyó decir Dexter. Descendieron las comisuras de sus labios, sonrió, miró furtivamente a su alrededor, y la mirada, de paso, se detuvo un instante en Dexter.
       Entonces dijo a la niñera:
       —Bueno, me temo que no hay mucha gente esta mañana.
       Y volvió a sonreír: la misma sonrisa, radiante, descaradamente artificial, convincente.
       —No sé qué vamos a hacer —dijo la niñera sin mirar hacia ningún sitio en particular.
       —Ah, no te preocupes. Ya decidiré yo.
       Dexter permanecía absolutamente inmóvil, con la boca entreabierta. Sabía que si daba un paso adelante ella se daría cuenta de cómo la miraba, y si retrocedía dejaría de verle la cara. No se había dado cuenta inmediatamente de lo joven que era la chica. Ahora se acordaba de que la había visto varias veces el año anterior: llevaba pantalones.
       De pronto, sin querer, Dexter se rió —una risa breve y brusca—, y luego, sorprendiéndose a sí mismo, dio media vuelta y empezó a alejarse de prisa.
       —¡Chico!
       Dexter se detuvo.
       —¡Chico!
       No había duda: lo estaba llamando. Y no era sólo eso: le dedicaba aquella absurda sonrisa, aquella sonrisa insensata que muchos hombres recordarían cuando dejaran de ser jóvenes.
       —Chico, ¿sabes dónde está el profesor de golf?
       —Está dando clase.
       —¿Sabes dónde está el caddie mayor?
       —No ha venido esta mañana.
       —Ah —aquella noticia pareció desconcertarla. Se apoyaba alternativamente en el pie derecho y en el pie izquierdo.
       —Nos gustaría conseguir un caddie —dijo la niñera—. La señora de Mortimer Jones nos ha mandado a jugar al golf, y no sabemos cómo vamos a jugar si no encontramos un caddie.
       La interrumpió una mirada ominosa de la señorita Jones, a la que siguió inmediatamente una sonrisa.
       —El único caddie que hay soy yo —dijo Dexter a la niñera—, y no puedo moverme de aquí hasta que no vuelva el jefe.
       —Ah.
       La señorita Jones y su séquito se alejaron entonces, y, cuando estuvieron a una distancia conveniente de Dexter, se enredaron en una acalorada conversación que terminó cuando la señorita Jones empuñó uno de los palos de golf y golpeó el suelo con violencia. Para poner más énfasis, volvió a empuñarlo, y estaba a punto de descargarlo sobre el pecho de la niñera, cuando la niñera agarró el palo y se lo quitó de las manos.
       —¡Maldito vejestorio asqueroso! —gritó la señorita Jones con rabia.
       Se desató una nueva discusión. Dexter, que apreciaba los aspectos cómicos de la escena, estuvo varias veces a punto de echarse a reír, pero aguantó las carcajadas antes de que llegaran a ser audibles No podía resistirse al convencimiento monstruoso de que la chiquilla tenía motivos para pegarle a la niñera.
       La aparición fortuita del caddie mayor resolvió la situación: la niñera lo llamó inmediatamente.
       —La señorita Jones necesita un caddie, y ese muchacho dice que no puede acompañarnos.
       —El señor McKenna me dijo que esperara aquí hasta que usted llegara —se apresuró a decir Dexter.
       —Pues ya ha llegado —la señorita Jones sonrió alegremente al jefe de los caddies, dejó caer la bolsa y se dirigió con pasos remilgados y arrogantes hacia el primer tee.
       —¿Y bien? —el jefe de los caddies se volvió hacia Dexter—. ¿Qué haces ahí parado como un maniquí? Coge los palos de la señorita.
       —Me parece que hoy no voy a trabajar.
       —¿Cómo?
       —Creo que voy a dejar el trabajo.
       La enormidad de la decisión lo asustó. Era uno de los caddies preferidos por los jugadores, y en ningún otro sitio de la zona del lago conseguiría los treinta dólares mensuales que ganaba durante el verano. Pero había sufrido un choque emocional demasiado fuerte, y estaba tan perturbado que necesitaba desahogarse violenta e inmediatamente.
       Y había algo más. Como tantas veces ocurriría en el futuro, Dexter se había dejado llevar inconscientemente por sus sueños de invierno.

II

       Con el tiempo, como es natural, variaron las características y la intensidad de aquellos sueños invernales, pero no cambió su esencia. Algunos años más tarde, los sueños convencieron a Dexter para que renunciara a un curso de Economía en la universidad del Estado su padre, que había prosperado, le habría pagado los estudios—, a cambio de la dudosa ventaja de estudiar en una universidad del Este, más antigua y famosa, donde pasó verdaderos apuros con el dinero. Pero no hay que ceder a la impresión de que, puesto que sus primeros sueños invernales solían girar en torno a los ricos, el muchacho era un vulgar caso de esnobismo. No deseaba relacionarse con cosas fulgurantes y personas fulgurantes: deseaba el fulgor. A menudo perseguía lo mejor sin saber por qué, y a veces tropezaba con las misteriosas negativas y prohibiciones que la vida se permite. De una de aquellas negativas, y no de la carrera de Dexter, trata esta historia.
       Ganó dinero: de un modo asombroso. Cuando terminó los estudios universitarios, se fue a la ciudad de donde procedían los ricos clientes del lago Black Bear. Sólo tenía veintitrés años y sólo llevaba en la ciudad dos, y ya les gustaba decir a algunos: «Este chico sí que vale». A su alrededor los hijos de los ricos jugaban a la bolsa precariamente, o invertían precariamente sus patrimonios, o perseveraban en los innumerables volúmenes del Curso Comercial George Washington, pero Dexter, con el aval de su título universitario y de su labia segura de sí misma, consiguió un préstamo de mil dólares y compró una participación en una lavandería.
       Era una lavandería pequeña cuando entró en el negocio, pero Dexter se especializó en aprender cómo los ingleses lavaban los calcetines de golf sin que encogieran, y un año después ofrecía sus servicios a los usuarios de prendas deportivas. Los hombres exigían que llevaran sus calcetines y jerséis de lana a la lavandería de Dexter, como habían exigido un caddie capaz de encontrar las pelotas. Y no tardó mucho en ocuparse también de la lencería de sus mujeres y abrir cinco sucursales en diferentes puntos de la ciudad. Antes de cumplir veintisiete años poseía la más importante cadena de lavanderías de la región. Fue entonces cuando lo vendió todo y se fue a Nueva York. Pero la parte de la historia que nos interesa se remonta a los días en que Dexter logró su primer gran éxito.
       Cuando tenía veintitrés años, el señor Hart —uno de aquellos señores de pelo cano a quienes gustaba decir: «Este chico sí que vale»— lo invitó a pasar un fin de semana en el Club de Golf de Sherry Island. Así que una mañana estampó su firma en el registro y pasó la tarde jugando al golf por parejas con los señores Hart, Sandwood y T A. Hedrick. No le pareció necesario comentar que una vez, en aquel mismo campo de golf, le había llevado los palos al señor Hart, y nue conocía cada dificultad y cada pendiente con los ojos cerrados, pero se sorprendió observando de reojo a los cuatro caddies que los seguían, intentando descubrir una mirada o un gesto que le recordara a sí mismo y disminuyera el vacío que se extendía entre el presente y el pasado.
       Fue un día raro, salpicado de impresiones inesperadas, huidizas, familiares. De pronto tenía la sensación de ser un intruso, y, apenas unos segundos después, se sentía infinitamente superior al aburrido señor T. A. Hedrick, que además no sabía jugar al golf.
       Entonces el señor Hart perdió una pelota cerca del green número diecisiete y sucedió algo extraordinario. Mientras buscaban entre la hierba áspera del rough, oyeron gritar con claridad, desde una colina a sus espaldas: «¡Cuidado!». Y cuando, interrumpiendo bruscamente la búsqueda, los cuatro se volvían, salió disparada de la colina una pelota nueva y reluciente que golpeó al señor T. A. Hedrick en el abdomen.
       —¡Dios santo! —gritó el señor T. A. Hedrick—. ¡Deberían expulsar a todas esas locas del campo! Es una vergüenza.
       Una cabeza y una voz surgieron en la colina.
       —¿Les importa que continuemos?
       —¡Me ha golpeado en el estómago! —protestó el señor Hedrick, furioso.
       —¿De verdad? —la joven se acercó al grupo—. Lo siento. He gritado «Cuidado».
       Fue mirando, con indiferencia, a cada uno de los hombres. Luego escudriñó la calle, buscando la pelota.
       —¿Ha caído entre malas hierbas?
       Era imposible saber si la pregunta era ingenua o maliciosa. Pero inmediatamente la joven resolvió todas las dudas, porque, al aparecer su compañera de juego en la colina, gritó alegremente:
       —¡Estoy aquí! Iba directa al green si no hubiera tropezado con algo.
       Mientras la joven se disponía a golpear la pelota con el hierro número cinco, Dexter la miró con atención. Llevaba un vestido de algodón azul, con un ribete blanco en el cuello y en las mangas cortas que acentuaba su bronceado. Ya no existía aquel rasgo de exageración, de delgadez, que a los once años volvía absurdos los ojos apasionados y la curva descendente de los labios. Era impresionantemente bella. El color de las mejillas era perfecto, como el color de un cuadro: no un color subido, sino una especie de calidez flucruante y febril, un color tan esfumado que se diría que en cualquier momento iba a disminuir, a desaparecer. Este color y la movilidad de la boca daban una sensación incesante de cambio continuo, de vida intensa, de apasionada vitalidad, equilibrada sólo en parte por el fulgor triste de los ojos.
       Impaciente, sin interés, blandió el hierro número cinco y lanzó la pelota a la fosa de arena, más allá del green. Y, con una sonrisa rápida y falsa y un despreocupado «Gracias», la siguió.
       —¡Esta Judy Jones! —observó el señor Hedrick en el siguiente tee, mientras esperaban a que la joven se alejara—. Lo único que necesita es que le estén dando azotazos en el culo seis meses y luego la casen con un capitán de caballería de los de antes.
       —Dios mío, ¡es guapísima! —dijo el señor Sandwood, que apenas tenía treinta años.
       —¡Guapísima! —exclamó el señor Hedrick con desprecio—. ¡Parece como si siempre estuviera deseando que la besaran, encandilando con ojos de vaca a cualquier ternero de la ciudad!
       Era dudoso que el señor Hedrick se refiriera al instinto maternal.
       —Si se lo propusiera, jugaría muy bien al golf—dijo el señor Sandwood.
       —No tiene estilo —dijo el señor Hedrick solemnemente.
       —Tiene un tipo precioso —dijo el señor Sandwood.
       —Agradezcámosle a Dios que no golpee la pelota con más fuerza —dijo el señor Hart, guiñándole un ojo a Dexter.
       Aquella tarde el sol se puso entre un bullicioso torbellino de oro y azules y escarlatas, y le sucedió la seca, susurrante noche de los veranos occidentales. Dexter miraba desde la terraza del club de golf, miraba cómo la brisa rizaba las aguas, melaza de plata bajo la luna llena. Y entonces la luna se llevó un dedo a los labios y el lago se transformó en una piscina clara, pálida y tranquila. Dexter se puso el bañador y nadó hasta el trampolín más lejano, y allí se tendió, goteando, sobre la lona mojada de la palanca.
       Saltaba un pez y una estrella brillaba y resplandecían las luces alrededor del lago. Lejos, en una oscura península, un piano tocaba las canciones del último verano y de los veranos recientes, canciones de comedias musicales como Chin-chin, El conde de Luxemburgo y El soldado de chocolate, y, porque el sonido de un piano resonando en una superficie de agua siempre le había parecido maravilloso, Dexter permaneció absolutamente inmóvil, a la escucha.
       La melodía que el piano estaba tocando había sido alegre y nueva cinco años antes, cuando Dexter estudiaba segundo curso en la universidad. La habían tocado una vez en uno de los bailes que organizaban en el gimnasio, cuando no podía permitirse el lujo de los bailes, y se había quedado fuera de la fiesta, oyendo. La melodía le provocaba una especie de éxtasis, y en aquel éxtasis veía lo que le estaba sucediendo en aquel instante: era un estado de percepción intensísima, la sensación de hallarse, por una vez, en extraordinaria armonía con la vida, la sensación de que todo irradiaba a su alrededor una claridad y un esplendor que jamás volvería a conocer.
       Una forma baja, alargada, pálida, surgió de repente de la oscuridad de la isla, escupiendo el reverberante sonido del motor de una lancha de carreras. Tras la barca se desplegaron dos serpentinas blancas de agua hendida y, casi al instante, la barca estuvo junto a él, sofocando los cálidos acordes del piano con el zumbido monótono de su espuma. Dexter se levantó un poco, apoyándose en los brazos, y vislumbró una figura en el timón, dos ojos oscuros que lo miraban por encima de la superficie, cada vez más extensa, de agua. La lancha se había alejado y trazaba un inmenso e inútil círculo de espuma en el centro del lago. Apartándose uniformemente del centro, uno de los círculos se dilató, dirigiéndose hacia el trampolín.
       —¿Quién está ahí? —gritó una joven, apagando el motor. Estaba tan cerca ahora, que Dexter podía adivinar un bañador rosa.
       La proa de la lancha chocó contra el trampolín, que se inclinó peligrosamente: Dexter se precipitó hacia la muchacha. Se reconocieron, con diferente grado de interés.
       —¿No eres uno de los que jugaban al golf esta tarde? —le preguntó.
       Lo era.
       —Bueno, ¿sabes pilotar una lancha? Es que me gustaría coger la tabla de surf. Soy Judy Jones —le dedicó una absurda sonrisa o, mejor, lo que intentaba ser una sonrisa: con la boca exageradamente torcida, no era grotesca, sino simplemente bella—, y vivo en una casa en la Isla, y en esa casa me está esperando un hombre. En cuanto su coche ha llegado a la puerta, he cogido la lancha y me he ido, porque dice que soy su mujer ideal.
       Saltaba un pez y una estrella brillaba y resplandecían las luces alrededor del lago. Dexter se sentó junto a Judy Jones, que le explicó cómo se conducía la lancha. Y al poco estaba Judy en el agua, nadando hacia la tabla de surf con un sinuoso estilo crol. Los ojos no se cansaban de mirarla: era como mirar una rama que tiembla al viento o una gaviota que vuela. Sus brazos, bronceados, color de aceite de nueces, se movían sinuosamente entre las ondas de platino apagado, el codo aparecía primero al echar hacia atrás el antebrazo con un ritmo de agua que cae, extendiéndose y recogiéndose, como sables que fueran abriendo camino.
       Se dirigieron al centro del lago; volviéndose, Dexter vio que se había arrodillado en la parte posterior de la tabla inclinada.
       —Acelera —grito—, acelera todo lo que puedas.
       Dexter, obediente, movió la palanca y la espuma alcanzó la altura de la proa. Cuando volvió a mirarla, la chica estaba de pie sobre la tabla en movimiento, a la máxima velocidad, con los brazos extendidos al aire, mirando a la luna.
       —¡Qué frío más espantoso! —gritó—. ¿Cómo te llamas?
       Se lo dijo.
       —Bueno, ¿por qué no vienes a cenar mañana?
       El corazón de Dexter giró como el volante de la lancha y, por segunda vez, un capricho de Judy cambió el rumbo de su vida.


III

       La tarde siguiente, mientras esperaba a que Judy bajara, Dexter imaginó el porche, la galena y el gran recibidor invadidos por todos los hombres que habían querido a Judy Jones. Sabía qué tipo de hombres eran: los mismos que, cuando empezó a ir a la universidad, habían llegado de los grandes colegios privados con trajes elegantes y el bronceado profundo de los veranos saludables. Se había dado cuenta de que, en cierto sentido, él era mejor que aquellos hombres. Era más nuevo, más fuerte. Aunque se confesara a sí mismo que deseaba que sus hijos fueran como ellos, reconocía que él era el sólido material en bruto del que ellos surgirían eternamente.
       Cuando le llegó el momento de vestir buenos trajes, sabía quiénes eran los mejores sastres de Estados Unidos, y los mejores sastres de Estados Unidos habían hecho el traje que llevaba aquella tarde. Había adquirido esa escrupulosa circunspección típica de su universidad, que tanto la distinguía de las demás universidades. Se daba cuenta de la importancia de aquel peculiar amaneramiento y lo había hecho suyo; sabía que el descuido en las maneras y el vestir exigía mayor confianza en uno mismo que el ser cuidadoso. Sus hijos podrían permitirse ser descuidados. El apellido de su madre había sido Krimslich. Era una campesina de Bohemia que sólo había chapurreado el inglés hasta el fin de sus días. Su hijo debía atenerse a inflexibles modelos de comportamiento.
       Judy Jones bajó poco después de las siete. Llevaba un sencillo vestido de seda azul, y Dexter se sintió desilusionado porque no se hubiera puesto algo más elegante. Esta sensación se acentuó cuando, después de un breve saludo, Judy se acercó a la puerta de la cocina y, abriéndola, dijo: «Puedes servir la cena, Martha». Dexter esperaba que un mayordomo anunciara la cena, que hubieran tomado un cóctel. Pero olvidó estas reflexiones cuando se sentaron en un sofá y se miraron.
       —Papá y mamá no están en casa —dijo, pensativa.
       Dexter recordaba la última vez que había visto al padre de Judy, y se alegraba de que los padres no estuvieran en casa aquella noche: se hubieran preguntado quién era aquel Dexter. Había nacido en Keeble, una aldea de Minnesota ochenta kilómetros más al norte, y siempre decía que había vivido en Keeble, y no en Black Bear. Los pueblos del interior quedaban muy bien como lugar de procedencia, siempre que no fueran demasiado conocidos y usados como apeadero próximo a algún lago de moda.
       Hablaron de la universidad donde Dexter había estudiado, y que Judy había visitado con frecuencia durante los dos últimos años; y hablaron de la ciudad vecina, que abastecía a Sherry Island de clientes, y donde al día siguiente esperaban a Dexter sus prósperas lavanderías.
       Durante la cena Judy fue cayendo en una especie de abatimiento que le hacía sentirse incómodo. Le molestaban las impertinencias que Judy soltaba con su voz ronca. Y, aunque Judy sonriera —a él, a un higadillo de pollo, a nada—, lo turbaba que aquella sonrisa no hundiera sus raíces en la alegría, o, por lo menos, en algún instante de diversión. Cuando las comisuras escarlata de sus labios se curvaban hacia abajo, era menos una sonrisa que una invitación a los besos.
       Después de la cena, lo llevó a la galería en penumbra y deliberadamente cambió la atmósfera.
       —¿Te importa que llore un poco? —dijo.
       —Temo que te estoy aburriendo —respondió Dexter.
       —No. Me caes simpático. Pero ha sido una tarde terrible. Me interesaba un hombre, y esta tarde me ha dicho de buenas a primeras que es pobre como una rata. Antes ni siquiera me lo había insinuado. ¿No te parece horriblemente vulgar?
       —Le daría miedo decírtelo.
       —Eso me figuro —contestó—. No lo hizo bien desde el principio. Mira, si yo hubiera sabido que era pobre… He perdido la cabeza por montones de hombres pobres y siempre he tenido la intención de casarme con ellos. Pero, en este caso, no se me había ocurrido una cosa así, y mi interés no era tan fuerte como para sobrevivir al golpe. Es como si una chica le dijera tranquilamente a su chico que era viuda. No es que el chico tuviera nada contra las viudas, pero… Vamos a empezar bien las cosas —se interrumpió de pronto—. ¿Tú qué eres?
       Dexter titubeó un instante. Luego dijo:
       —No soy nadie. Mi carrera es, en gran medida, cuestión de futuro.
       —¿Eres pobre?
       —No —dijo francamente—. Posiblemente estoy ganando más dinero que cualquiera de mi edad en el Noroeste. Sé que es una afirmación despreciable, pero me has aconsejado que empiece bien las cosas.
       Callaron un instante. Luego Judy sonrió y las comisuras de sus labios se curvaron y un balanceo casi imperceptible la acercó a Dexter. Lo miraba a los ojos. Dexter sentía un nudo en la garganta y esperó, aguantando la respiración, el experimento: probar el compuesto imprevisible formado misteriosamente con los elementos de los labios de Judy. Y lo probó. Judy le transmitía su excitación, pródigamente, profundamente, con besos que no eran una promesa, sino un cumplimiento. No le provocaban una ansiosa necesidad de renovarlos, sino una saciedad que exigía más saciedad: besos que, como la caridad, producían deseo porque no obtenían nada a cambio.
       No necesitó muchas horas para admitir que deseaba a Judy Jones desde que era un chiquillo orgulloso y ambicioso.


IV

       Así empezó, y así continuó, con distintos grados de intensidad, en el mismo tono, hasta el desenlace. Dexter entregó una parte de sí mismo a la persona más abierta y con menos principios que jamás había conocido. Judy conseguía, gracias al poder de su encanto, cualquier cosa que pudiera desear. Y no recurría a distintas estrategias y maniobras para conseguir posiciones o efectos premeditados: en sus asuntos amorosos contaba muy poco el aspecto racional. Sólo se preocupaba de que los hombres fueran conscientes del alto grado de su belleza física. Dexter no quería que Judy cambiara. Una energía apasionada superaba todos sus defectos, trascendiéndolos y justificándolos.
       Cuando, apoyando la cabeza en el hombro de Dexter, aquella primera noche murmuró: «No sé qué me pasa. Anoche creía que estaba enamorada de un hombre y esta noche creo que estoy enamorada de ti», a él le parecieron palabras hermosas y románticas. Dexter aún podía dominar aquella emotividad deliciosa. Pero una semana después no tuvo más remedio que mirar de manera distinta la misma cualidad. Judy lo llevó en su descapotable a una comida en el campo, y después de la comida desapareció con otro en el mismo descapotable. Dexter, de muy mal humor, apenas si fue capaz de tratar con un mínimo de eduación a los demás invitados. Y, cuando Judy le aseguró que no había besado al otro, supo que mentía, pero le alegró que se molestara en mentirle.
       Era, como descubrió antes de que el verano acabara, uno de los muchos que daban vueltas alrededor de Judy. Todos habían sido alguna vez el favorito, y la mitad todavía se consolaba con ocasionales renacimientos sentimentales. Si alguno daba señales de retirarse tras un largo periodo de indiferencia, Judy le dedicaba una hora escasa de ternura que lo animaba a resistir un año o mucho más. Semejantes incursiones contra los indefensos y derrotados las emprendía sin malicia y, desde luego, sin apenas darse cuenta de que había algo perverso en lo que hacía.
       Cuando aparecía en la ciudad un hombre nuevo, se olvidaba de todos: todas las citas eran canceladas automáticamente.
       Era inútil pretender hacer algo al respecto, porque Judy lo hacía todo. No era una chica que pudiera ser conquistada, en el sentido cinético del término: estaba hecha a prueba de astucias y hechizos; si alguno se lanzaba al asalto con demasiado ímpetu, Judy resolvía inmediatamente el asunto en el plano físico, y bajo la magia de su esplendor físico tanto los impetuosos como los avispados acababan aceptando plenamente su juego. Sólo se divertía satisfaciendo sus deseos y ejercitando sus encantos. Puede que, asediada por tanto amor juvenil y tantos jóvenes enamorados, hubiera terminado, en defensa propia, alimentándose exclusivamente de sí misma.
       A la euforia inicial de Dexter siguieron el desasosiego y el disgusto. El éxtasis, irremediable, de perderse en Judy era más un opiáceo que un tónico. Fue una suerte para su trabajo durante el invierno que fueran raros aquellos momentos de éxtasis. Cuando se conocieron, en los primeros días, parecía existir una profunda atracción recíproca: aquel primer agosto, por ejemplo, tres días de largos anocheceres en la terraza, a oscuras, y aquellos besos tristes y extraños, a la caída de la tarde, en rincones sombríos, o en el jardín, tras el emparrado del cenador, y mañanas en las que era fresca como un sueño y casi tímida, cuando se encontraban en la claridad del nuevo día. Vivían el éxtasis de un noviazgo, un éxtasis fortalecido por la consciencia de que no era un noviazgo. Por primera vez, durante aquellos tres días, Dexter le pidió que se casara con él. Ella dijo: «Quizá algún día», ella dijo: «Bésame», ella dijo: «Me gustaría casarme contigo», ella dijo: «Te quiero»…, ella dijo… nada.
       Aquellos tres días fueron interrumpidos por la llegada de un tipo de Nueva York, invitado a pasar la mitad de septiembre en casa de Judy. Corrió el rumor de que eran novios, para dolor de Dexter. Era el hijo del presidente de una gran empresa. Pero a final de mes se decía que Judy bostezaba. En un baile pasó la noche sentada en una motora con un galán local, mientras el neoyorquino la buscaba frenéticamente por el club. Judy le dijo al galán local que su invitado la aburría, y dos días después el invitado se fue. Los vieron juntos en la estación, y se decía que el neoyorquino tenía un aspecto verdaderamente lastimoso.
       Así acabó el verano. Dexter tenía veinticuatro años y cada vez se sentía más capaz de conseguir todo lo que se propusiera. Se había hecho socio de dos clubes de la ciudad y vivía en uno de ellos. Aunque no formaba parte de los grupos de hombres sin pareja, procuraba asistir a los bailes en los que era probable que apareciera Judy Jones. Hubiera podido brillar en sociedad cuanto hubiera querido: ya era un soltero cotizado y apreciado por los padres de las mejores familias de la ciudad. Su confesada devoción por Judy Jones había contribuido a solidificar su posición. Pero no tenía aspiraciones sociales y despreciaba a los fanáticos del baile, siempre listos para la fiesta del jueves y el sábado, y para llenar un hueco en las cenas con las parejas más jóvenes de recién casados. Le estaba dando vueltas a la idea de irse al Este o a Nueva York. Y quería llevarse a Judy Jones. Ninguna desilusión procedente del mundo en el que Judy había crecido podría curarle la ilusión que le causaba su atractivo.
       Conviene recordarlo, porque sólo a esta luz es comprensible lo que hizo por ella.
       Dieciocho meses después de haber conocido a Judy Jones, se comprometió con otra chica. Se llamaba Irene Sheerer, y su padre era de los que siempre habían creído en Dexter. Irene tenía el pelo claro y era dulce y honesta, y un poco gorda, y tenía dos pretendientes a los que delicadamente abandonó cuando Dexter le pidió formalmente que se casara con él.
       Un verano, un otoño, un invierno, una primavera, otro verano y otro otoño: así de grande era el trozo de vida plena que había entregado a los incorregibles labios de Judy Jones. Judy lo había tratado con interés, aprobación, malicia, indiferencia, desprecio. Le había infligido los innumerables desaires y afrentas que suelen darse en semejantes casos: como si quisiera vengarse de haberle tenido cariño. Lo había atraído, se había aburrido, lo había vuelto a atraer, y Dexter, muchas veces, había respondido con amargura y malas caras. Judy le había dado una arrebatada felicidad y una angustia intolerable. Había sido causa de molestias indecibles y de no pocos problemas. Lo había insultado y pisoteado, había contrapuesto el interés por ella al interés por su trabajo sólo por divertirse. Le había hecho todo tipo de cosas, excepto hablar mal de él —nunca lo hizo—, porque, según Dexter, aquello hubiera manchado la absoluta indiferencia que le demostraba y que sinceramente sentía.
       Cuando pasó el segundo otoño, Dexter reconoció que jamás conquistaría a Judy Jones. Tuvo que metérselo a la fuerza en la cabeza, pero por fin acabó convenciéndose. Una noche, antes de dormirse, reflexionó. Recordó los problemas y el dolor que le había causado, y enumeró sus evidentes defectos como esposa. Luego se dijo que la quería, y se durmió. Durante una semana, para no imaginarse su voz ronca al teléfono o sus ojos frente a él mientras comían juntos, trabajó mucho, hasta muy tarde, y de noche iba a su despacho y planeaba el futuro.
       Y, cuando llegó el fin de semana, fue a una fiesta y la invitó a bailar cuando hubo cambio de pareja. Puede que fuera la primera vez desde que se conocían que no le pidió que salieran a la terraza ni le dijo que estaba preciosa. Le dolió que Judy ni se diera cuenta, pero no sintió nada más. No se puso celoso cuando vio que aquella noche iba con un nuevo acompañante. Hacía tiempo que era inmune a los celos.
       Se quedó en el baile hasta muy tarde. Pasó una hora con Irene Sheerer, hablando de libros y música. Dexter entendía poco de esas cosas. Pero ahora empezaba a ser dueño de su tiempo, y se le ocurrió la idea, un poco pedante, de que él —el joven y ya fabulosamente próspero Dexter Green— debería entender un poco de semejantes asuntos.
       Fue en octubre, cuando tenía veinticinco años. En enero Dexter e Irene se hicieron novios. El compromiso se haría público en junio, y tres meses después se casarían.
       El invierno de Minnesota se alargó interminablemente, y casi era mayo cuando por fin los vientos se apaciguaron y la nieve se derritió en el lago Black Bear. Por primera vez, desde hacía más de un año, Dexter disfrutaba de cierta paz de espíritu. Judy Jones había estado en Florida, y en Hot Springs, y en algún sitio se había prometido, y en algún sitio había roto el compromiso. Al principio, cuando había renunciado definitivamente a ella, lo entristecía que la gente creyera que todavía estaban enamorados y le preguntara por Judy, pero, cuando empezaron a sentarlo en las comidas junto a Irene, dejaron de preguntarle por Judy: ahora le contaban cosas de Judy. Dexter había, dejado de ser una autoridad en la materia.
       Y llegó mayo. Dexter paseaba de noche por las calles, cuando la oscuridad era húmeda como la lluvia, maravillándose de que una pasión tan grande lo hubiera abandonado tan pronto, sin demasiado esfuerzo. Mayo, el año anterior; había estado marcado por la turbulencia arrebatadora, inolvidable pero olvidada, de Judy: había sido uno de esos raros periodos en que Judy imaginaba que podía quererlo. Dexter había cambiado aquellas monedas de felicidad pasada por un poco de paz. Sabía que Irene sólo sería unos visillos que se cierran, una mano que se mueve entre relucientes tazas de té, una voz que llama a los niños: la pasión y la belleza se habían ido para siempre, la magia de las noches y la maravilla incesante de las horas y las estaciones. Labios suaves, curvados, posándose en sus labios y transportándolo al paraíso de las miradas: todo lo llevaba muy adentro. Y Dexter era demasiado fuerte y estaba demasiado vivo para que aquello muriera sin más.
       A mediados de mayo, cuando el clima se estabilizó durante unos días en el puente inconsistente que conducía al corazón del verano, Dexter llegó una noche a casa de Irene. Su compromiso sería anunciado dentro de una semana, y no sorprendería a nadie. Aquella noche, sentados juntos en el salón del Club Universitario, pasarían una hora mirando a las parejas que bailaban. Estar con Irene le daba una sensación de solidez: todos la admiraban tanto, era tan intensamente grande.
       Subió las escaleras de la casa de piedra oscura y entró.
       —Irene —llamó.
       La señora Sheerer salió del cuarto de estar para recibirlo.
       —Dexter —dijo—, Irene se ha subido a su cuarto con un dolor de cabeza terrible. Quería salir contigo, pero la he mandado a la cama.
       —Espero que no sea nada importante…
       —Claro que no. Mañana jugaréis al golf. Puedes pasar sin ella una noche, ¿no, Dexter?
       Su sonrisa era agradable. Se tenían simpatía. Charlaron un rato en la sala de estar antes de que Dexter se despidiera.
       Volvió al Club Universitario, donde tenía un apartamento, y se entretuvo un rato en la entrada, mirando a las parejas que bailaban. Se apoyó en el quicio de la puerta, saludó con la cabeza a un par de conocidos, bostezó.
       —Hola, querido.
       La voz familiar, a su lado, lo sobresaltó. Judy Jones había dejado a su acompañante y había atravesado el salón para acercarse a Dexter: Judy Jones, delgada muñeca de porcelana vestida de oro: dorada la cinta del pelo, dorados los zapatos que asomaban bajo el traje de noche. El fulgor frágil de su cara pareció alcanzar la plenitud cuando le sonrió a Dexter. Una brisa cálida y luminosa sopló en el salón de baile. Las manos de Dexter se cerraron espasmódicamente en el bolsillo del esmoquin. Se había emocionado de repente.
       —¿Cuando has vuelto? —preguntó con naturalidad.
       —Ven y te lo diré.
       La siguió. Había estado lejos: Dexter tenía ganas de llorar por la maravilla de que hubiera regresado. Había recorrido calles encantadas, había hecho cosas que eran como una música excitante. Todo misterio y toda esperanza renovadora y vivificante se habían ido con ella, y con ella acababan de volver.
       Se detuvo a la salida.
       —¿Tienes aquí el coche? Si no, yo he traído el mío —dijo Judy.
       —Tengo el descapotable.
       Subió al coche con un frufrú de tela dorada. Dexter cerró la puerta. A cuántos coches habría subido… como éste… como ahora… la espalda contra el cuero… así… el codo descansando en la puerta… a la espera. Hacía mucho que estaría manchada si algo que no fuera ella misma hubiera podido mancharla, pero aquellos gestos sólo eran una efusiva manifestación de su personalidad.
       Con esfuerzo, se obligó a arrancar el coche y salir del aparcamiento. Debía recordar que aquello no significaba nada. Judy ya había hecho lo mismo otras veces, pero Dexter no se lo tenía en cuenta, como si hubiera tachado un error en sus libros de contabilidad.
       Condujo hacia el centro, despacio, y, haciéndose el distraído, atravesó las calles desiertas de los barrios comerciales: había gente que salía de un cine, jóvenes tísicos o fuertes como boxeadores perdían el tiempo ante las salas de billar. El tintineo de los vasos y el ruido de las palmadas sobre el mostrador escapaba de los bares, claustros de vidrio esmerilado y luz amarilla y sucia.
       Judy lo miraba con atención y el silencio era embarazoso, pero Dexter no logró encontrar una sola palabra que profanara aquel instante. Dio la vuelta donde pudo, en un zigzag, para volver al Club Universitario.
       —¿Me has echado de menos? —preguntó Judy de pronto. —Todos te hemos echado de menos.
       Dexter se preguntó si conocía a Irene Sheerer. Había vuelto hacía apenas un día: su ausencia casi había coincidido con su noviazgo. —¡Vaya respuesta! —Judy reía tristemente, pero sin melancolía. Lo miraba con ojos escrutadores. Dexter se concentró en el cuadro de mandos.
       —Estás más guapo que antes —dijo pensativamente—. Dexter, tienes unos ojos inolvidables.
       Dexter se podría haber echado a reír, pero no se rió: cosas así les decían a los alumnos de segundo. Fue como una puñalada.
       —Estoy terriblemente cansada de todo, querido —les llamaba querido a todos, repartiendo la palabra cariñosa con camaradería despreocupada, muy personal—. Quiero que te cases conmigo.
       Tanta franqueza lo desarmó. Tendría que haberle dicho que iba a casarse con otra, pero no fue capaz. Y hubiera podido jurar, con la misma facilidad, que no la había querido nunca.
       —Creo que no nos llevaríamos mal —continuó Judy en el mismo tono—, aunque quizá me hayas olvidado y te hayas enamorado de otra.
       Su seguridad era, evidentemente, extraordinaria. Había dicho, en realidad, que le parecía increíble una cosa así, y que, si fuera verdad, Dexter había cometido una imprudencia infantil, probablemente por despecho. Lo perdonaría, porque sólo habría sido un desliz, al que no había que darle la menor importancia.
       —Claro que no podrías querer a nadie sino a mí —continuó—. Me gusta cómo me quieres. Ay, Dexter, ¿ya no te acuerdas del año pasado?
       —Sí, me acuerdo.
       —¡Yo también me acuerdo!
       ¿Estaba verdaderamente conmovida… o se dejaba llevar por la fuerza de su interpretación?
       —Me gustaría que todo volviera a ser igual —dijo, y Dexter se vio obligado a contestar:
       —No creo que sea posible.
       —Me lo figuro… Me han dicho que te dedicas a perseguir a Irene Sheerer.
       Pronunció el nombre de Irene sin el menor énfasis, pero Dexter sintió vergüenza de repente.
       —¡Llévame a casa! —exclamó Judy de improviso—. No quiero volver a ese baile idiota, con esos niñatos.
       Y entonces, mientras enfilaban la calle que subía hasta el barrio residencial, Judy empezó a llorar, tranquila, en silencio, para sí misma. Nunca la había visto llorar.
       La calle oscura se iluminó: las casas de los ricos surgieron a su alrededor, y Dexter detuvo el descapotable frente a la casa, blanca e inmensa, de Mortimer Jones, soñolienta, suntuosoa, sumergida en la claridad húmeda de la luna llena. Lo sorprendió su solidez. Los muros consistentes, el acero de las vigas, su magnitud, fortaleza y magnificencia sólo servían para resaltar el contraste con la belleza juvenil que tenía al lado. Y era difícil subrayar su fragilidad: como lo hubiera sido señalar qué corriente de aire generaría el ala de una mariposa.
       Dexter permanecía completamente inmóvil en su asiento, con los nervios crispados, temiendo que, si se movía, se la encontraría irresistiblemente entre los brazos. Dos lágrimas habían resbalado por la cara de Judy y le temblaban en el labio superior.
       —Soy más guapa que nadie —dijo de repente—. ¿Por qué no puedo ser feliz? —sus ojos húmedos quebrantaban la firmeza de Dexter; una tristeza honda le curvaba poco a poco los labios—: Me gustaría casarme contigo si me quisieras, Dexter. Me figuro que no me consideras digna, pero por ti sería la más bella, Dexter.
       Un millón de frases de indignación, orgullo, pasión, odio y ternura pugnaron por salir de los labios de Dexter. Y entonces lo atravesó una oleada de emoción, que arrastró un sedimento de sabiduría, convenciones, dudas y sentido del honor. Era su chica la que le hablaba, toda suya, su belleza, su orgullo.
       —¿No quieres entrar?
       A Dexter le pareció percibir un sollozo.
       Ella estaba esperando.
       —De acuerdo —le temblaba la voz—, entraré.


V

       Fue extraño: Dexter nunca se arrepintió de aquella noche, ni cuando todo acabó, ni mucho tiempo después. Viendo las cosas desde la perspectiva que dan diez años, parecía insignificante que el arrebato que Judy sintió por él apenas durara un mes. Tampoco importaba que con su docilidad se hubiera infligido a sí mismo el más profundo dolor y hubiera ofendido gravemente a Irene Sheerer y a sus padres, que le habían ofrecido su afecto. No había habido detalles suficientemente gráficos en la aflicción de Irene para que se le grabaran en la memoria.
       Dexter era en el fondo testarudo. La actitud de la ciudad ante su acción no le importaba, y no porque pensara irse de la ciudad, sino porque cualquier actitud ajena sobre la situación parecía superficial. La opinión pública le era indiferente por completo. Ni siquiera cuando se dio cuenta de que todo era inútil, que de que no poseía la fuerza suficiente para conmover de verdad a Judy Jones, para retenerla, le guardó rencor. La quería, y la hubiera querido hasta el día en que fuese demasiado viejo para querer, pero no podía poseerla. Así saboreó el dolor profundo que está reservado a los fuertes, como había saboreado por un momento la más profunda felicidad.
       Ni siquiera la falsedad absoluta de los motivos por los que Judy acabó con el noviazgo, porque «no quería quitárselo a Irene» —Judy, que no había deseado otra cosa—, le pareció repugnante. Estaba más allá de toda repulsión y de toda burla.
       Se fue al Este en febrero con la intención de vender las lavanderías y establecerse en Nueva York, pero Estados Unidos entró en la guerra en marzo y cambiaron todos sus proyectos. Volvió al Oeste, le confió la dirección de los negocios a su socio, y a finales de abril ingresó en el primer campo de instrucción para oficiales. Fue uno de los miles de jóvenes que recibieron la guerra con cierto alivio, agradeciendo que los liberara de las telarañas de los sentimientos enmarañados.

VI

       Conviene recordar que esta historia no es su biografía, aunque en ella se deslicen anécdotas que no tienen nada que ver con sus sueños juveniles. Y poco queda que contar de Dexter y sus sueños: apenas un episodio que sucedió siete años después.
       Tuvo lugar en Nueva York, donde a Dexter le iba bien, tan bien que para él no existían barreras demasiado altas. Había cumplido treinta y dos años, y, con excepción de un viaje en avión recién acabada la guerra, hacía siete años que no había vuelto al Oeste. Un tal Devlin, de Detroit, lo visitó en su despacho por asuntos de negocios, y allí y entonces ocurrió el episodio que cerró, por así decirlo, este capítulo de su vida.
       —Así que eres del Medio Oeste —dijo el tal Devlin con despreocupada curiosidad—. Tiene gracia: creía que los hombres como tú sólo podían nacer y crecer en Wall Street. ¿Sabes? La mujer de uno de mis mejores amigos de Detroit es de tu ciudad. Fui testigo en la boda.
       Dexter esperó, sin ponerse en guardia, lo que venía a continuación.
       —Judy Simms —dijo Devlin sin especial interés—; de soltera se llamaba Judy Jones.
       —Sí, la conocí.
       Una impaciencia subterránea se iba apoderando de Dexter. Ya sabía, desde luego, que se había casado, pero, quizá deliberadamente, no había llegado a saber más.
       —Una chica terriblemente simpática —meditó Devlin en voz alta, irreflexivamente—. Me da un poco de pena.
       —¿Por qué? —algo en Dexter se había despertado, alerta, receptivo.
       —Ah, yo diría que Lud Simms no va por muy buen camino. No digo que la trate mal, pero bebe y sale mucho.
       —¿Ella no sale?
       —No. Se queda en casa con los niños.
       —Ah.
       —Quizá sea demasiado mayor para él —dijo Devlin.
       —¡Demasiado mayor! —exclamó Dexter—. Pero, hombre, sólo tiene veintisiete años.
       Sentía un deseo intensísimo de correr a tomar el tren a Detroit. No pudo dominarse: se puso de pie.
       —Me figuro que estás ocupado —se disculpó Devlin—. No me había dado cuenta…
       —No, no estoy ocupado —dijo Dexter, intentando mantener firme la voz—. No tengo absolutamente nada que hacer. Nada. ¿Has dicho que tenía… veintisiete años? No. Lo he dicho yo.
       —Sí, has sido tú —asintió Devlin, cortante.
       —Sigue, entonces. Sigue.
       —¿Cómo?
       —Sigue hablándome de Judy Jones.
       Devlin lo miró indeciso.
       —Bueno, es… No hay mucho más que decir. La trata fatal. No, no se divorciarán ni nada por el estilo. Cuando Lud es especialmente aborrecible, Judy lo perdona. La verdad es que me inclino a pensar que lo quiere. Era mona cuando llegó a Detroit.
       ¡Mona! A Dexter la expresión le pareció ridicula.
       —¿Ya no es… mona?
       —Ah, no está mal.
       —Mira —dijo Dexter, sentándose de pronto—, no te entiendo. Has dicho que era mona y ahora dices que no está mal. No te entiendo: Judy Jones no era mona, en absoluto. Era una belleza. Yo la conocí, la conocí. Era…
       Devlin se echó a reír amablemente.
       —No quiero llevarte la contraria —dijo—. Creo que Judy es simpática, y la aprecio. No puedo entender cómo un hombre como Lud Simms pudo enamorarse perdidamente de ella, pero así fue —y añadió—: Le cae simpática a casi todas las mujeres.
       Dexter miró fijamente a Devlin, pensando, insensatamente, que debía de tener alguna razón para hablar de aquella manera, una insensibilidad innata o algún rencor secreto.
       —Montones de mujeres se marchitan así —Devlin chasqueó los dedos—. Tú mismo lo habrás comprobado. Tal vez he olvidado lo guapa que estaba en la boda. Después la he visto demasiado, ¿sabes? Tiene los ojos bonitos.
       Una especie de torpeza, de flojedad, envolvía a Dexter. Por primera vez en su vida le entraron ganas de emborracharse de verdad. Se dio cuenta de que se reía a carcajadas de algo que Devlin había dicho, pero no sabía qué había dicho ni por qué tenía tanta gracia. Cuando, minutos después, Devlin se fue, se echó en el diván y contempló a través de la ventana el horizonte de los edificios de Nueva York, donde el sol se hundía entre pálidas, hermosas tonalidades rosa y oro.
       Había creído que, al no quedarle nada más que perder, por fin era invulnerable: pero ahora sabía que acababa de perder algo más, tan cierto como si se hubiera casado con Judy Jones y la hubiera visto marchitarse día a día.
       El sueño había terminado. Algo le había sido arrebatado. Con algo parecido al pánico se apretó los ojos con las manos e intentó rescatar una imagen de las aguas que lamían Sherry Island, y la terraza a la luz de la luna, y los trajes de algodón en los campos de golf, y el sol árido y el color dorado de la delicada nuca de Judy. Y los labios de Judy húmedos de sus besos, y sus ojos doloridos de melancolía, y su frescor, por la mañana, como de sábanas de lino finas y nuevas. ¡Todo aquello ya no formaba parte del mundo! Había existido y ya no existía.
       Por primera vez en muchos años se le saltaban las lágrimas. Pero ahora lloraba por él. No le importaban los labios, los ojos, las manos que acarician. Quería que le importaran, pero no le importaban. Porque se había ido de aquel mundo, y no podría volver jamás. Las puertas se habían cerrado, el sol se había puesto, y la única belleza que quedaba era la belleza gris del acero que resiste al tiempo. Incluso el dolor que podía haber sentido había quedado atrás, en el país de las ilusiones, de la juventud, de la plenitud de la vida, donde habían florecido sus sueños de invierno.
       —Hace mucho, mucho tiempo —dijo—, existía algo en mí, y ahora eso ha desaparecido. Ahora eso ha desaparecido, eso ha desaparecido. No puedo llorar. No puedo lamentarlo. Ha desaparecido y no volverá nunca.


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