F. Scott Fitzgerald
(Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, California, 1940)
Último beso
(“Last Kiss”)
Originalmente publicado en Collier’s Magazine (16 de abril 1949);
Bits of Paradise: 21 Uncollected Stories by F. Scott and Zelda Fitzgerald
(selección de Matthew J. Bruccoli)
(Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1973, 385 págs.);
The Short Stories of F. Scott Fitzgerald: A New Collection
(Old Tappan, New Jersey: Scribner, 1989, 775 págs.)
I
Era una sensación agradabilísima estar en la cima.
Tenía la certeza de que todo era perfecto, de que las luces brillaban sobre
bellas damas y hombres valientes, de que los pianos nunca desafinaban y de que
los labios jóvenes cantaban para corazones felices. Todos aquellos rostros
hermosos, por ejemplo, debían ser absolutamente felices.
Y entonces, al son de una rumba crepuscular, un rostro
que no era suficientemente feliz pasó ante la mesa de Jim. Ya había pasado
cuando Jim llegó a semejante conclusión, pero permaneció en su retina unos
segundos más. Era la cara de una chica casi tan alta como él, de ojos opacos y
castaños y mejillas tan delicadas como una taza de porcelana china.
—Ya ves —dijo la mujer que lo había acompañado a la
fiesta, siguiendo su mirada y suspirando—. Yo lo llevo intentando años, y a
otras sólo les cuesta un segundo.
Jim se quedó con las ganas de responder: “Pero tú
tuviste tu momento, tres maridos. ¿Qué me dices de mí? Treinta y cinco años y
todavía sigo comparando a todas las mujeres con un amor perdido de la
adolescencia, buscando todavía en cada chica las semejanzas y no las
diferencias”.
Cuando las luces volvieron a diluirse deambuló entre
las mesas para salir al vestíbulo. Los amigos lo llamaban desde todas partes,
más numerosos que nunca, porque la noticia de su contrato como productor la
había publicado el Hollywood Reporter aquella mañana, pero Jim ya había
escalado posiciones otras veces, y estaba acostumbrado. Era un baile benéfico y
en la barra, preparado para su actuación, había un hombre con un traje hecho con
papel pintado, y Bob Bordley, vestido de hombre anuncio, con un cartel que
decía:
Esta noche a las diez
En el estadio de Hollywood
Sonja heine patinará
Sobre sopa caliente
A su lado Jim vio al productor al que le quitaría el
puesto al día siguiente, bebiéndose sin ningún tipo de suspicacia una copa con
el agente que había contribuido a su ruina. Y con el agente estaba la chica cuya
cara le había parecido triste mientras bailaba la rumba.
—Ah, Jim —dijo el agente—, Pamela Knighton, tu futura
estrella.
La chica lo miró llena de ilusión profesional. Lo que
el agente le había dicho era: “Atención. Este es alguien”.
—Pamela se ha unido a mi cuadra —dijo el agente—.
Quiero que cambie su nombre por el de Boots.
—Creía que habías dicho Toots —rió la chica.
—Toots o Boots. Es por el sonido de la doble o: el
sonido doble o. Se te queda. Pamela es inglesa. Su verdadero nombre es Sybil
Higgins.
Jim se dio cuenta de que el productor destituido lo
miraba con algo infinito en la mirada. No era odio, no era envidia, sino un
asombro profundo que parecía preguntar: “¿Por qué? ¿Por qué? Por Dios bendito,
¿por qué?”. Más preocupado por aquella mirada que por su enemistad, Jim se
sorprendió a sí mismo invitando a bailar a la chica inglesa. Y cuando se miraron
en la pista de baile se sintió exultante.
—Hollywood está bien —dijo, como para anticiparse a
alguna crítica—. Le gustará. A la mayoría de las chicas inglesas les gusta: no
esperan demasiado. He tenido suerte al trabajar con inglesas.
—¿Es usted director?
—He hecho de todo… desde agente de prensa en adelante.
Acabo de firmar un contrato para trabajar como productor a partir de mañana.
—Me gusta esto —dijo la chica al cabo de unos
segundos—. Siempre se tienen esperanzas. Y si no se cumplen, siempre podré
volver a dar clases en el colegio.
Jim se apartó un poco para mirarla: la impresión era de
escarcha rosa y plata. Se parecía tan poco a una maestra de escuela, a una
maestra de escuela del Oeste, que se echó a reír. Y otra vez notó que había algo
triste y un poco perdido en el triángulo que formaban sus labios y sus ojos.
—¿Con quién ha venido? —preguntó Jim.
—Con Joe Becker —era el nombre del agente—. He venido
con otras tres chicas.
—Tengo que salir media hora. Tengo que ver a alguien…
No me lo estoy inventado. Créame. ¿Quiere acompañarme y tomar un poco el aire?
Ella asintió.
Camino de la puerta pasaron junto a la mujer que lo
había acompañado a la fiesta: dedicó una mirada inescrutable a la chica y a Jim
un gesto apenas perceptible con la cabeza. Fuera, en la noche clara de
California, Jim apreció por primera vez su gran coche nuevo: le gustaba más que
el hecho de usarlo. Las calles por las que pasaban estaban tranquilas a aquella
hora y la limosina se deslizaba silenciosamente a través de la oscuridad. La
señorita Knighton esperó a que Jim hablara.
—¿De qué daba clases en el colegio? —preguntó.
—Enseñaba a sumar. Dos y dos son cinco y todo eso.
—Es un buen salto, de la escuela a Hollywood.
—Es una larga historia.
—No puede ser muy larga: no debe de tener más de
dieciocho años.
—Veinte. ¿Cree que soy demasiado mayor? —preguntó con
ansiedad.
—¡No, por Dios! Es una edad estupenda. Yo lo sé: yo
tengo veintiuno y la arteriosclerosis sólo está en sus comienzos.
Lo miró muy seria, calculando su edad, pero sin
decirla.
—Me gustaría oír esa larga historia.
La chica suspiró.
—Bueno, todos los hombres mayores se enamoraban de mí.
Mayores, muy mayores. Era la novia de un viejo.
—¿Vejestorios de veintidós años?
—Andaban entre los sesenta y los setenta. Es
absolutamente cierto. Así que me convertí en una aventurera y los exprimí bien
hasta que tuve el dinero suficiente para irme a Nueva York. El primer día, Joe
Becker me vio en el Veintiuno.
—¿Así que nunca ha trabajado en el cine?
—Ah, sí; he hecho una prueba esta mañana.
Jim sonrió.
—¿Y no le remuerde la conciencia por haberles sacado el
dinero a todos esos viejos? —inquirió.
—Pues no —dijo, con sentido práctico—. Disfrutaban
dándomelo. Y ni siquiera era dinero. Cuando querían hacerme un regalo, los
mandaba a un joyero que yo conocía y luego yo devolvía el regalo y el joyero me
daba las cuatro quintas partes de lo que valía.
—¡Vaya, es usted una pequeña estafadora!
—Sí —admitió muy tranquila—; me enseñó una amiga. Y
estoy dispuesta a conseguir todo lo que pueda.
—¿Y no les importaba… a los viejos, me refiero… que no
se pusiera las joyas que le regalaban?
—Ah, me las ponía… una vez. Los viejos no ven muy bien,
o se les olvidan las cosas. Por eso no tengo ninguna joya —calló—. Creo que aquí
las puedes alquilar.
Jim volvió a mirarla y se echó a reír.
—Yo no me preocuparía por eso. California está llena de
viejos.
Habían torcido hacia una zona residencial. Al doblar la
esquina Jim le avisó al chofer.
—Pare aquí —se volvió hacia Pamela—: Tengo que
solucionar un asunto feo.
Jim miró su reloj, se apeó del coche y atravesó la
calle hacia un edificio con la placa de un consultorio médico. Dejó atrás la
placa, despacio, y entonces un individuo salió del edificio y lo siguió. En la
oscuridad, entre dos farolas, Jim se le acercó, le dio un sobre y le dijo algo.
El hombre se alejó en dirección contraria y Jim volvió al coche.
—Voy a cargarme a todos los viejos —explicó—. Hay cosas
peores que la muerte.
—Ah, pero ahora no estoy libre —le aseguró—. Tengo
novio.
—Ah… —y un momento después preguntó—: ¿Un inglés?
—Claro, naturalmente. ¿No le parece que…? —se detuvo
demasiado tarde.
—¿Que los norteamericanos somos poco interesantes?
—No, no… —su tono despreocupado lo empeoró. Y cuando
sonrió, en el momento en que una luz voltaica la iluminó y envolvió su belleza
en un fulgor blanco, resultó aún más impertinente—. Ahora cuéntemelo —dijo—.
Cuénteme el misterio.
—Dinero —contestó Jim casi ausente—. Ese medicucho
griego le ha dicho a cierta dama que tiene mal el apéndice… y nosotros la
necesitamos para una película. Así que lo hemos comprado. Es la última vez que
hago el trabajo sucio de otro.
La chica frunció el entrecejo.
—Pero ¿necesita que la operen de apendicitis?
Jim se encogió de hombros.
—Probablemente no. Por lo menos esa rata no lo sabe. Es
su cuñado y quiere el dinero.
Después de una larga pausa, Pamela sentenció:
—Un inglés no haría eso.
—Algunos lo harían —respondió Jim lacónicamente—, y
algunos norteamericanos no.
—Un caballero inglés no lo haría.
—Me parece que está empezando con mal pie —sugirió Jim—
si lo que quiere es trabajar aquí.
—Ah, los norteamericanos me encantan, los civilizados.
Por su manera de mirarlo, Jim dedujo que lo incluía en
ese grupo, pero, lejos de tranquilizarlo, aquello le pareció un ultraje.
—Se la está jugando —dijo—. La verdad es que no sé cómo
se ha atrevido a acompañarme. Podría llevar un penacho de plumas bajo el
sombrero.
—No lleva sombrero —dijo la chica, muy tranquila—.
Además, Joe Becker me lo dijo. Que a lo mejor conseguía algo.
Después de todo era productor, y jamás se llega a nada
importante perdiendo la calma, salvo si es a propósito.
—Estoy seguro de que algo conseguirá —dijo, y mientras
hablaba se daba cuenta de que un tono traidor y rastrero le cambiaba
furtivamente la voz.
—¿De verdad? —preguntó la chica—. ¿Cree que destacaré,
o sólo soy una del montón?
—Ya está destacando —continuó Jim en el mismo tono—. En
el baile todo el mundo la miraba —se preguntaba si lo que estaba diciendo se
acercaba a la verdad. ¿O era una invención suya que la chica era única?—. Usted
es un nuevo tipo de mujer —continuó—. Una cara como la suya le daría a las
películas norteamericanas un… un aire más civilizado.
Había apuntado bien, pero para su inmensa sorpresa la
flecha rebotó.
—¿Lo cree de verdad? —exclamó—. ¿Va a darme una
oportunidad?
—Por supuesto —no podía creer que su ironía estuviera
errando el blanco—. Pero, claro, después de esta noche tendré tantos
competidores que…
—Ah, yo preferiría trabajar con usted —declaró—. Se lo
diré a Joe Becker.
—No le diga nada —la interrumpió.
—Muy bien, no se lo diré. Haré lo que usted me diga.
Tenía los ojos muy abiertos, expectantes. Trastornado,
Jim sentía que las palabras acudían a sus labios y se le escapaban sin querer.
Cuánta inocencia y cuánto afán de rapiña podía cobijar aquella dulce voz
inglesa.
—La desperdiciarían en papeles sin importancia —empezó
a decir—. Se trata de conseguir un gran papel —se interrumpió y volvió a
empezar—: Tiene usted una personalidad tan arrolladora que…
—¡No, por favor! —Jim vio un destello de lágrimas en la
comisura de sus ojos—. Déjeme que lo consulte con la almohada. Llámeme por la
mañana, o cuando me necesite.
El coche se detuvo ante la larga alfombra roja que
conducía a la fiesta. Al ver a Pamela, la multitud se arremolinó grotescamente
bajo el chorro de luz deslumbradora de los focos. Tenían los cuadernos de
autógrafos preparados, pero, incapaces de reconocerla, volvieron a suspirar tras
el cordón de seguridad.
A través de la pista, bailando, Jim acompañó a la chica
hasta la mesa de Becker.
—No diré una palabra —murmuró. Sacó del bolso una
tarjeta con el nombre de un hotel escrito a lápiz—. Si me llegan otras ofertas
las rechazaré.
—No, por favor —se apresuró a decir Jim.
—Por favor, sí —le dedicó una sonrisa luminosa y,
durante algunos segundos, Jim revivió lo que había sentido al verla por primera
vez. En aquel momento la cara de la chica daba una impresión de cálida simpatía,
de juventud y sufrimiento a la vez. Se preparó para asestarle una rápida
cuchillada final que reventara la burbuja apenas inflada.
—Dentro de un año más o menos… —empezó. Pero la música
y la voz de la chica lo acallaron.
—Esperaré su llamada. Usted es… Usted es el
norteamericano más civilizado que he conocido nunca.
Ella le dio la espalda como apurada por la
magnificencia de aquel cumplido. Jim se dirigía a su mesa, pero, viendo que la
mujer que lo había acompañado a la fiesta hablaba con alguien a través de su
silla vacía, se desvió. La sala, la noche, le parecían de repente excesivamente
ruidosas: la mezcla de música y voces era estridente, sin armonía, y cuando
recorrió la sala con la mirada, sólo encontró envidias y odios, egos que
redoblaban como tambores en una fanfarria. Y él, en contra de lo que había
pensado, no estaba al margen de la batalla.
Iba hacia el guardarropa y pensaba en la nota que le
mandaría con un camarero a su acompañante: “Estabas bailando, así que yo…”.
Entonces se dio cuenta de que estaba muy cerca de la mesa de Pamela Knighton y,
desviándose de nuevo, se dirigió hacia la puerta por otro camino.
II
Un productor de cine puede actuar sin inteligencia
creativa pero no sin tacto. En aquel momento el tacto absorbía a Jim Leonard,
con exclusión de todo lo demás. Quizá el poder debería haberle permitido pasar
la diplomacia a un segundo plano, dejándole actuar a su aire, pero en lugar de
eso aumentó sus relaciones humanas: con los altos cargos, con los directores,
guionistas, actores y técnicos asignados a su unidad, con los jefes de
departamento, censores y, por fin, con los “hombres del Este”. Pero mantener a
raya a una solitaria chica inglesa, que no disponía de otras armas que el
teléfono y una nota que le hizo llegar desde recepción, no tendría que haber
supuesto ningún problema.
Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y de nuestro paseo en coche.
He recibido algunas ofertas pero sigo dándole largas a Joe Becker. Si cambio
de hotel, le avisaré.
Una ciudad llena de juventud y esperanza pronunciaba
aquellas palabras, con sus dos mentiras transparentes y la valiente falsedad de
su tono. A la chica no le importaban ni el dinero ni la gloria que protegían los
muros inexpugnables. Pasaba por allí simplemente. Simplemente pasaba por allí.
Eso fue dos semanas después. A la semana siguiente, Joe
Becker se dejó caer por su despacho.
—¿Te acuerdas de la chica inglesa, Pamela Knighton?
¿Qué te pareció?
—Muy agradable.
—No sé por qué no quiere que hable contigo —Joe miraba
por la ventana—. Así que me imagino que no la pasaron demasiado bien aquella
noche.
—Claro que la pasamos bien.
—La chica tiene novio, ¿sabes?, un inglés.
—Me lo contó —dijo Jim, molesto—. No intenté ligármela,
si es lo que estás insinuando.
—No te preocupes, yo entiendo esas cosas. Sólo quería
decirte algo sobre ella.
—¿No le interesa a nadie?
—Sólo lleva un mes aquí. De los comienzos nadie se
libra. Sólo quería decirte que cuando entró en el Veintiuno aquel día todos los
clientes acudieron como… como moscas. ¿Sabes?, inmediatamente se convirtió en el
tema de conversación de todo el restaurante.
—Fantástico, ¿no? —dijo Jim secamente.
—Sí. Y LaMarr también estaba allí ese día. Fíjate: Pam
estaba completamente sola, imagino que vestida a la inglesa, nada que llamara la
atención: pieles de conejo. Pero brillaba como un diamante.
—No me digas.
—Mujeres duras derramaban lágrimas en su vichysoisse.
Elsa Maxwell…
—Joe, tengo que trabajar.
—¿Verás su prueba?
—Las pruebas se hacen para los maquilladores —dijo Jim,
impaciente—. De las pruebas que salen bien no me fío. Y de las malas tampoco.
—Tú tienes tus ideas, ¿no?
—A ese respecto, sí. Se han cometido muchas
equivocaciones en las salas de proyección.
—Y en los despachos también —dijo Joe poniéndose de
pie.
Una semana después llegó otra nota.
Ayer llamé por teléfono y una secretaria me dijo
que había salido, y otra que estaba reunido. Si me está dando largas,
dígamelo. No voy a rejuvenecer. Es evidente que tengo veintiún años, y parece
que usted se ha cargado a todos los viejos.
La cara de la chica se había difuminado. Jim recordaba
las mejillas delicadas, los ojos atormentados, como si los hubiera visto en una
película hacía mucho tiempo. Sería fácil dictar un carta que hablara de un
cambio de planes, de una futura prueba, de imprevistos que harían imposible…
No se sentía satisfecho, pero por lo menos había
terminado con aquel asunto. Aquella noche, mientras se tomaba un bocadillo en un
bar cercano a su casa, le pareció que su primer mes en el trabajo había sido
satisfactorio. Le sobraba tacto. Su equipo funcionaba como la seda. Las sombras
que decidían su destino no tardarían en apreciarlo.
Había pocos clientes en el bar. Pamela Knighton era la
chica que leía el periódico. Lo miró, sorprendida, por encima del Illustrated
London News.
Recordando la carta que tenía en la mesa de su despacho
a la espera de firma, Jim pensó hacer como que no la había visto. Dio media
vuelta conteniendo la respiración, con el oído atento. Pero nada sucedió, aunque
la chica lo había visto, y, avergonzado de su cobardía típica de Hollywood, de
nuevo dio media vuelta y la saludó levantando el sombrero.
—Se acuesta tarde, ¿no? —dijo.
Pamela dejó de leer inmediatamente.
—Vivo a la vuelta de la esquina —dijo—. Acabo de
mudarme: le he escrito hoy.
—Yo también vivo cerca de aquí.
Ella dejó la revista en el anaquel de los periódicos.
El tacto de Jim desapareció. Se sintió repentinamente viejo y agobiado, e hizo
la pregunta equivocada.
—¿Cómo van las cosas?
—Ah, muy bien —dijo—. Trabajo en una comedia, una
auténtica comedia en el teatro Nuevos Valores de Pasadena. Para ir cogiendo
experiencia.
—Me parece muy sensato.
—Estrenamos dentro de dos semanas. Esperaba que
viniera.
Salieron juntos y se detuvieron bajo el resplandor del
luminoso rojo. En la otra acera de la calle otoñal los vendedores de periódicos
gritaban los resultados del fútbol.
—¿Hacia dónde va? —preguntó la chica.
“En dirección contraria a la tuya”, pensó Jim, pero
cuando ella le indicó hacia dónde iba, la acompañó. Hacía meses que no pisaba
Sunset Boulevard, y la mención de Pasadena le recordó la primera vez que llegó a
California, hacía diez años. Era el recuerdo de algo nuevo y fresco.
Pamela se detuvo ante unas casitas minúsculas en torno
a un patio central.
—Buenas noches —dijo—. No se preocupe si no puede
ayudarme. Joe me ha explicado cómo están las cosas, con la guerra y todo eso. Sé
que a usted le gustaría ayudarme.
Jim asintió solemnemente, despreciándose a sí mismo.
—¿Está casado? —preguntó la chica.
—No.
—Entonces deme un beso de buenas noches —como Jim
dudaba, añadió—: Me gusta que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.
La abrazó tímidamente y se inclinó para acercarse a sus
labios, apenas rozándolos… y pensó de pronto que ya no podría mandarle la carta
que tenía sobre la mesa… y le gustó abrazarla.
—Ya ve que no es nada —dijo ella—, sólo como amigos.
Para darnos las buenas noches.
Camino de la esquina Jim dijo en voz alta:
—Bueno, me condenaré.
Y siguió repitiéndose la siniestra profecía hasta
después de haberse acostado.
III
Tres noches después del estreno de la obra de Pamela,
Jim fue a Pasadena y sacó una entrada para la última fila. Entró en un teatro
diminuto y fue el primero en llegar, prescindiendo de los acomodadores que
revoloteaban por la sala y el parloteo que se mezclaba con los martillazos entre
bastidores. Pensó en emprender una discreta retirada, pero lo tranquilizó la
llegada de un grupo de cinco personas, entre las que se encontraba el ayudante
de Joe Becker. Las luces se apagaron; sonó un gong; para un público de seis
personas comenzó la obra.
Jim observaba a Pamela; delante de él, los otros cinco
espectadores juntaban sus cabezas y cuchicheaban después de cada escena en la
que aparecía la chica. ¿Era buena? No le cabía la menor duda. Pero, entre tantas
películas como se exhiben en medio mundo, el don natural del talento era una
rareza. Existía alguna remota posibilidad, y suerte. Él era la suerte. Quizá
fuera la suerte para esa chica, si confirmaba que lo que ella le hacía sentir
por dentro era universal. Las estrellas ya no se creaban por el capricho de un
hombre, como en los días del cine mudo, pero seguía habiendo aspirantes,
pruebas, oportunidades. Cuando cayó el telón, con el aire doméstico de una
persiana, fue a los bastidores por el simple procedimiento de atravesar una
puerta lateral. Ella lo estaba esperando.
—Hubiera preferido que no viniera esta noche —dijo—. Ha
sido un fracaso. La noche del estreno hubo lleno, y estuve mirando a ver si lo
veía.
—Ha estado usted muy bien —dijo Jim tímidamente.
—No, no. Tendría que haberme visto el otro día.
—He visto suficiente —dijo—. Le voy a dar un pequeño
papel. ¿Puede venir al estudio mañana?
Observaba la expresión de Pamela. En su mirada, en la
curva de los labios, brilló una pena repentina y abrumadora.
—Ay —dijo—. Lo siento muchísimo. Joe invitó a alguna
gente y al día siguiente firmé un contrato con Bernie Wise.
—¿De verdad?
—Sabía que usted estaba interesado y al principio no me
di cuenta de que usted sólo era una especie de supervisor. Creí que tenía más
poder… —se interrumpió antes de asegurarle con fastidio—: Usted me cae mejor. Es
mucho más civilizado que Bernie Wise.
Sintió una punzada de dolor y contrariedad. Muy bien,
por lo menos era civilizado.
—¿Puedo llevarla hasta Hollywood? —le preguntó.
Atravesaron una noche de octubre suave como si fuera de
abril. Al cruzar un puente, Jim hizo un gesto señalándole las alambradas que
coronaban el pretil, y Pamela asintió.
—Sé lo que es —dijo—. ¡Qué estupidez! Los ingleses no
se suicidan si no consiguen lo que quieren.
—Lo sé. Se vienen a Estados Unidos.
Pamela se echó a reír y lo miró, como apreciando su
valor. Sí, podría hacer con él lo que quisiera. Apoyó la mano en la mano de Jim.
—¿Hay beso esta noche? —sugirió Jim un rato después.
Pamela miró al chofer, aislado en su compartimiento.
—Hay beso esta noche —dijo ella.
Al día siguiente viajó al Este en avión, en busca de
jóvenes actrices que fueran exactamente igual que Pamela Knighton. Tenía tanto
interés, que cualquier mirada que sugiriera melancolía, cualquier voz con claro
acento inglés, lo predisponían. Parecía un intento desesperado de encontrar a
alguien exactamente igual que aquella chica. Entonces, cuando un telegrama
reclamó que volviera urgentemente a Hollywood, se encontró con que Pamela caía
en sus manos.
—Tienes una segunda oportunidad, Jim —dijo Joe Becker—.
No la desaproveches.
—¿Qué ha pasado?
—No tenían un papel para ella. Aquello es un desastre.
Así que rompimos el contrato.
Mike Harris, el jefe de los estudios, investigó el
asunto. ¿Cómo un cineasta inteligente como Bernie Wise quería prescindir de
ella?
—Bernie dice que no sabe actuar —le informó Harris a
Jim—. Y además crea problemas. Sigo pensando en Simone y en las dos chicas
austriacas.
—La he visto actuar —insistió Jim—. Y tengo trabajo
para ella. No pretendo darle nada importante todavía. Me gustaría probarla en un
pequeño papel para que la vieras.
Una semana después Jim empujaba la puerta acolchada y
entraba preocupado en el plató III. Los extras, en traje de noche, lo miraron en
la penumbra; las pupilas se dilataban.
—¿Dónde está Bog Griffin?
—En ese camerino, con la señorita Knighton.
Estaban sentados en un sofá a la luz de una lámpara de
tocador, y por el gesto de contrariedad de Pamela, Jim dedujo que el problema
era serio.
—No pasa nada —insistía Bob, todo amabilidad—. Somos
como una pareja de gatitos. ¿A que sí, Pam?
—Hueles a cebolla —dijo Pamela.
Griffin volvió a intentarlo.
—Hay una manera inglesa de hacer las cosas y una manera
norteamericana. Estamos buscando un feliz término medio, eso es todo.
—Hay una manera correcta y una manera estúpida —resumió
Pamela—. No quiero empezar pareciendo una imbécil.
—¿Te importa dejarnos solos, Bob? —dijo Jim.
—Claro. Todo el tiempo del mundo.
Jim no la había visto aquella agotadora semana de
pruebas, pruebas de vestuario y ensayos, y ahora se daba cuenta de lo poco que
sabía acerca de ella, y ella de ellos.
—Parece que estás de Bob hasta la coronilla —dijo.
—Quiere que diga cosas que no diría una persona en su
sano juicio.
—De acuerdo, quizá sea así —asintió—. Pamela, ¿desde
que estás trabajando aquí has exagerado alguna vez tu papel?
—Bueno… Todo el mundo lo hace alguna vez.
—Escucha, Pamela, Bob Griffin gana casi diez veces más
que tú. Por una sencilla razón. No porque sea el director más brillante de
Hollywood, que no lo es, sino porque jamás exagera su papel.
—Él no es actor —dijo, confundida.
—Me refiero a su papel en la vida real. Lo escogí para
esta película porque de vez en cuando yo exagero mi papel. Pero Bob, no. Firmó
un contrato por una suma desproporcionada, que no se merece, que nadie se
merece. Pero cobra eso porque tener mano izquierda es la cuarta dimensión de
este negocio y Bob ha aprendido a no pronunciar nunca la palabra “yo”. Gente que
le triplica en talento, productores, actores y directores, se van a pique porque
no llegan nunca a aprender eso.
—Sé que me estás echando un sermón —dijo Pamela,
insegura—. Pero creo que no te entiendo. Una actriz tiene su propia
personalidad…
Jim asintió.
—Y nosotros le pagamos cinco veces lo que podría
conseguir en cualquier otro sitio: con tal de que sea capaz de no estorbar al
resto del equipo. Tú nos estás estorbando a todos, Pamela.
“Creí que eras mi amigo”, dijeron los ojos de Pamela.
Le habló durante algunos minutos más. Todo lo que dijo
lo decía de corazón, pero como había besado esos labios dos veces, supo que era
ayuda y protección lo que esperaban de él. Todo lo que había conseguido era
sorprenderla por no estar de su parte. Sintiéndose un poco desconcertado, y
triste al verla sola, se asomó a la puerta del camerino y gritó:
—¡Eh, Bob!
Jim fue a resolver otros asuntos. Volvió a su despacho,
donde Mike Harris lo estaba esperando.
—Esa chica vuelve a crear problemas.
—Acabo de estar allí.
—Me refiero a hace cinco minutos —gritó Harris—. Desde
que te fuiste ha estado causando problemas. Bob Griffin ha tenido que suspender
el rodaje por hoy. No podía más.
Bob entró.
—Hay gente con la que no parece haber manera de… con la
que no encuentras cómo…
Se produjo un momento de silencio. Mike Harris,
disgustado por la situación, sospechó que Jim tenía un lío con la chica.
—Denme de plazo hasta mañana por la mañana —dijo Jim—.
Creo que puedo resolver el asunto.
Griffin titubeó pero vio en la mirada de Jim una
petición personal, un ruego tras el que había diez años de relaciones.
—De acuerdo, Jim —dijo.
Cuando se fueron, Jim llamó a Pamela por teléfono.
Sucedió lo que casi había esperado, pero el alma se le cayó a los pies cuando le
contestó una voz de hombre.
IV
A excepción de las enfermeras, una actriz es la presa
más fácil para un hombre sin escrúpulos. Jim había aprendido que en el fondo de
los problemas o fracasos de una actriz muchas veces existía un timador bien
hablado pero indigno de confianza, que hacía valer su masculinidad por la vía
del entrometimiento, los regaños a medianoche y los malos consejos. La técnica
del individuo consistía en empequeñecer el trabajo de la mujer y en poner en
cuestión incesantemente las razones y la inteligencia de las personas para
quienes ella trabajaba.
Cuando Jim llegó al hotel de Beverly Hills al que
Pamela se había mudado, eran más de las seis. En el patio, una fuente fresca
salpicaba agua estúpidamente entre la niebla de diciembre, y Jim oyó la fuerte
voz del mayor Bowes que sonaba en tres radios distintas.
Cuando se abrió la puerta del apartamento, Jim se quedó
asombrado. El hombre era viejo: un inglés encorvado y mustio, con la cara
colorada, un color invernal que se iba apagando. Iba en bata —una bata vieja— y
zapatillas, e invitó a Jim a sentarse con aire de estar en su casa. Pamela
llegaría enseguida.
—¿Es usted familia? —preguntó Jim, perplejo.
—No. Pamela y yo nos hemos conocido aquí, en Hollywood,
extranjeros en tierra extraña. ¿Trabaja usted en el cine, señor… señor…?
—Leonard —dijo Jim—. Sí, actualmente soy el jefe de
Pamela.
La mirada del hombre cambió: los ojos lagrimosos se
aguzaron, los párpados viejos se endurecieron al entornarse. La boca se curvó
hacia abajo, se tensó: Jim contemplaba una expresión de absoluta perversidad.
Inmediatamente, las facciones volvieron a suavizarse, a ser los rasgos de un
anciano.
—Espero que traten a Pamela como se merece.
—¿Usted ha trabajado en el cine? —preguntó Jim.
—Hasta que me falló la salud. Pero sigo en la lista de
actores de los estudios y conozco perfectamente el mundo del cine y el alma de
sus dueños y…
Calló de repente. La puerta se abrió y entró Pamela.
—Vaya, hola —dijo, sorprendida—. ¿Se conocen? El
honorable Chauncey Ward… El señor Leonard.
Su radiante belleza, que apareció como arrebatada al
clima y al viento, le cortó la respiración a Jim unos segundos.
—Pensaba que ya me habías recordado mis pecados esta
tarde —dijo Pamela, con cierto tono de desafío.
—Quería hablar contigo fuera de los estudios.
—No aceptes que te bajen el salario —dijo el viejo—. Es
un truco muy viejo.
—No es eso, señor Ward —dijo Pamela—. El señor Leonard
ha sido amigo mío hasta ahora. Pero hoy el director pretendía que yo hiciera el
ridículo y el señor Leonard lo ha apoyado.
—Están todos de acuerdo —dijo el señor Ward.
—Me pregunto si… —empezó a decir Jim—. ¿Podríamos
hablar a solas?
—El señor Ward es de confianza —dijo Pamela, frunciendo
el ceño—. Lleva aquí veinticinco años y se puede decir que es mi representante.
Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido
aquella relación.
—Me han dicho que ha vuelto a haber problemas en el
plató —dijo.
—¡Problemas! —Pamela abrió mucho los ojos—. El ayudante
de Griffin me insultó y yo lo oí. Y me fui. Y si Griffin me manda disculpas
contigo, no las acepto. A partir de ahora nuestra relación será estrictamente
profesional.
—Griffin no te pide disculpas —dijo Jim, incómodo—. Te
da un ultimátum.
—¡Un ultimátum! —exclamó Pamela—. Tengo un contrato y
tú eres su jefe, ¿no?
—Hasta cierto punto —dijo Jim—; pero está claro que las
películas se hacen en equipo y…
—Déjame entonces que pruebe con otro director.
—Lucha por tus derechos —dijo el señor Ward—. Es lo
único que les impresiona.
—Se ha empeñado usted en destruir a esta chica —dijo
Jim sin levantar la voz.
—No nos asusta —gritó Ward—. Conozco bien a la gente
como usted.
Jim volvió a mirar a Pamela. No podía hacer nada. Si
estuvieran enamorados y le pareciera aquel momento la ocasión de avivar la
chispa de pasión que compartían, habría podido influir sobre ella. Pero era
demasiado tarde. Era como si sintiera que, fuera de aquellas cuatro paredes, los
rápidos engranajes de la industria giraban en la oscuridad de Hollywood. Sabía
que, cuando el estudio abriera a la mañana siguiente, Mike Harris tendría nuevos
proyectos en los que Pamela no figuraba.
Titubeó unos minutos más. Era un hombre apreciado,
joven todavía, respetado por todos. Podría responsabilizarse de aquella chica,
ponerle un profesor de arte dramático. Le dolía verla cometer semejante error.
Y, por otra parte, temía que ciertas personas le hubieran aguantado demasiadas
cosas, echándola a perder para una carrera como la que había elegido.
—Hollywood no es un lugar demasiado civilizado —dijo
Pamela.
—Es una jungla —ratificó el señor Ward—. Es un nido de
alimañas al acecho.
J
im se levantó.
—Bueno, uno que se va a acechar a otra parte —dijo—.
Pam, lo siento mucho. Si piensas así, creo que lo más sensato sería que
volvieras a Inglaterra y te casaras.
Hubo un destello de duda en los ojos de Pamela. Pero la
confianza en sí misma y la egolatría juvenil pesaban más que la razón: no se
daba cuenta de que en aquel preciso momento se le presentaba una oportunidad que
iba a perder para siempre.
Porque ya la había perdido cuando Jim dio media vuelta
y se fue. Aquello sucedió semanas antes de que llegara a darse cuenta de lo que
había pasado. Recibió el salario de varios meses —Jim se preocupó de que así
fuera—, pero no volvió a pisar aquel plató. Ni ningún otro. Sin mediar palabra,
había sido incluida en la lista negra que no está escrita en ningún papel pero
que funciona durante las partidas de backgammon que siguen a la cena o camino de
las carreras de caballos. Hombres influyentes la miraban con interés, se fijaban
en ella en algún restaurante, pero todas las averiguaciones que hacían
terminaban en el mismo punto muerto.
Resistió durante meses: incluso mucho después de que
Becker se desinteresara de sus asuntos y ella desapareciera de esos lugares a
los que la gente va para que la vean. Y ni el dolor ni el desaliento la mataron:
murió en junio de muerte natural.
V
Cuando Jim se enteró no podía creerlo. Supo por
casualidad que estaba en el hospital con neumonía, llamó por teléfono y le
dijeron que había muerto. Sybil Higgins, actriz, inglesa, de veintiún años.
Había dado el nombre del viejo Ward como la persona que
debía ser informada y Jim le mandó dinero para cubrir los gastos del entierro,
con el pretexto de algún salario retrasado. Temiendo que Ward sospechara la
procedencia del dinero, no fue al funeral, pero visitó la tumba una semana
después.
Era un espléndido e interminable día de junio, y se
quedó una hora. La ciudad estaba llena de jóvenes que se contentaban con
respirar y ser felices y era un sinsentido que la chica inglesa no estuviera
entre ellos. Seguía dándoles vueltas y vueltas a las cosas, en busca de algo que
hubiera podido salvarla, pero era demasiado tarde. Aquella escarcha rosa y plata
se había disuelto. Dijo adiós en voz alta y prometió volver.
En el estudio reservó una sala de proyección y pidió
las pruebas que Pamela había hecho y los metros de película que le había dado
tiempo de rodar. Se acomodó en la oscuridad en un sillón de piel y apretó el
botón para que empezara.
En la prueba Pamela vestía el traje de noche que
llevaba en el baile donde la conoció. Parecía muy feliz, y Jim se alegró de que
por lo menos hubiera gozado de aquella felicidad. Llegaron las imágenes de la
película, entrecortadas, con la voz de Bob Griffin al fondo y las claquetas que
señalaban el número de cada secuencia. Entonces llegó la última toma y Jim se
sobresaltó: Pamela dejaba de mirar a la cámara y murmuraba:
—Preferiría morirme antes que hacer eso.
Jim se levantó y volvió a su despacho, y buscó y leyó
una vez más las tres notas que ella le había mandado.
…Pasaba por el estudio y me he acordado de usted y
de nuestro paseo en coche.
Pasaba por el estudio. En primavera lo había llamado
dos veces por teléfono, lo sabía, y le hubiera gustado verla. Pero no podía
ayudarla, y le hubiera dolido decírselo.
“No soy muy valiente”, se dijo Jim. Incluso en aquel
momento tenía metido el miedo en el corazón, miedo de que aquello acabara
obsesionándolo, poseyéndolo, como aquel recuerdo de la juventud. No quería ser
desdichado.
Y unos días después se quedó trabajando hasta muy tarde
en la sala de doblaje, y luego fue a tomar un bocadillo al bar que había cerca
de su casa. Era una noche de calor y había muchos jóvenes bebiendo refrescos.
Estaba pagando cuando vio a alguien en la estantería de los periódicos, que lo
miraba por encima de una revista abierta. Se detuvo. No quería volverse a mirar,
para llevarse la desilusión de un simple parecido. Pero tampoco quería irse.
Oyó cómo pasaban una página, y vio por el rabillo del
ojo la portada de la revista: The Illustrated London News.
No sintió miedo: pensaba con demasiada rapidez, con
demasiada desesperación: si aquello fuera real y pudiera asirse a ella para
recuperarla, y volver a empezar desde aquel mismo instante, desde aquella noche.
—Aquí tiene la vuelta, señor Leonard.
—Gracias.
Sin atreverse a mirar, se dirigió a la puerta y
entonces la revista se cerró, y la dejaron en la estantería, y oyó la
respiración de alguien a su lado, muy cerca. Los vendedores de periódicos
voceaban un número extra en la acera de enfrente, y entonces tomó la dirección
contraria a su casa, el camino de ella, y oyó cómo ella lo seguía: las pisadas
eran tan claras que aminoró el paso con la sensación de que a ella le costaba
seguirlo.
Frente al patio de los apartamentos la abrazó para
sentir más cerca su radiante belleza.
—Dame un beso de buenas noches —dijo ella—. Me gusta
que me den un beso de buenas noches. Duermo mejor.
“Duerme entonces”, pensó mientras daba la vuelta y se
alejaba. “Duerme. Fue imposible: cuando me encontré con tu belleza, no quise
malgastarla, pero la malgasté, no sé cómo. Duerme. Es lo único que te queda.”
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