F. Scott Fitzgerald
(Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, California, 1940)


Corto viaje a casa
(“A Short Trip Home”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post, 200 (17 de Diciembre de 1927);
Taps at Reveille
(Nueva York: C. Scribner’s Sons, 1935, 341 págs.)


I

       Yo estaba cerca de ella porque me había rezagado a propósito para acompañarla a dar un breve paseo: desde el cuarto de estar a la puerta de la calle. Ya era bastante, pues ella había florecido de repente y yo, a pesar de ser un hombre y un año mayor, no había florecido en absoluto, y apenas si me había atrevido a acercarme a ella en la semana que habíamos pasado en casa. No pensaba decirle nada en aquel paseo de tres metros, ni tocarla; pero tenía la vaga esperanza de que ella hiciera algo, organizara una pequeña y alegre escaramuza del tipo que fuera, en cuanto nos quedáramos solos.
      De repente era capaz de hechizarte con ese centelleo de cabellos cortos en la nuca, con esa tajante confianza en sí misma que alrededor de los dieciocho años empieza a intensificarse, a hacerse notar en cualquier chica guapa americana. La luz de la lámpara se abastecía en sus trenzas rubias.
      Y ahora se deslizaba hacia otro mundo: el mundo de Joe Jelke y Jim Cathcart, que nos esperaban en el coche. Dentro de un año se olvidaría de mí para siempre.
      Mientras esperaba y oía a los otros en la calle, en la noche de nieve, sintiendo la emoción de la Navidad y la emoción de que Ellen estuviera allí, sin dejar nunca de florecer, llenando la habitación de sex appeal —expresión despreciable para designar algo absolutamente distinto—, una criada salió del comedor, le dijo en voz baja algo a Ellen y le entregó una nota. Ellen la leyó y sus ojos perdieron el brillo, como cuando la electricidad baja de tensión en las zonas rurales, sin llegar a apagarse. Luego me dirigió una mirada extraña —aunque probablemente ni me veía— y, sin una palabra, siguió a la criada hacia el comedor y las profundidades de la casa. Yo me senté a hojear una revista durante un cuarto de hora.
      Joe Jelke entró con la cara roja de frío y la bufanda blanca de seda reluciendo en el cuello de su abrigo de piel. Estaba en el último curso en New Haven, donde yo estudiaba segundo. Era todo un personaje, miembro de la más prestigiosa hermandad de estudiantes, y, a mi modo de ver, guapo y elegantísimo.
      —¿No viene Ellen?
      —No lo sé —respondí con prudencia—. Estaba lista.
      —¡Ellen! —llamó—. ¡Ellen!
      Jelke había dejado la puerta de la calle abierta y una gran nube de aire helado penetraba en la casa. Subió la mitad de las escaleras —era de confianza— y volvió a llamar a Ellen, hasta que la señora Baker se asomó a la baranda y dijo que Ellen estaba abajo. Entonces la criada, un poco nerviosa, apareció en la puerta del comedor.
      —Señor Jelke —llamó en voz baja.
      La cara de Jelke se ensombreció cuando se volvió hacia la criada, presintiendo malas noticias.
      —La señorita Ellen dice que se vaya usted a la fiesta. Ella irá más tarde.
      —¿Qué pasa?
      —No puede ir ahora. Irá más tarde.
      Jelke titubeó, confuso. Era el último gran baile de las vacaciones, y estaba loco por Ellen. Había querido regalarle un anillo en Navidad, y, como no había sido posible, logró que aceptara un bolso de malla dorada que le había costado doscientos dólares. Jelke no era el único —había tres o cuatro en el mismo estado de desesperación, y eso que Ellen sólo llevaba diez días en casa—, pero él era el que tenía mayores posibilidades, pues era rico y amable y, en aquel momento, el chico más deseable de Saint Paul. Para mí era imposible que Ellen pudiera preferir a otro, pero se rumoreaba que Ellen consideraba a Joe demasiado perfecto. Me figuro que Ellen lo encontraba falto de misterio, y cuando a un hombre se le presenta semejante problema con una chica que todavía no piensa en los aspectos prácticos del matrimonio... En fin...
      —Está en la cocina —dijo Joe, enfadado.
      —No, no está —la criada, un poco asustada, se comportaba de un modo insolente.
      —Está.
      —Ha salido por la puerta de servicio, señor Jelke.
      —Voy a ver.
      Lo seguí. Las criadas suecas que lavaban platos levantaron los ojos cuando nos acercamos y un estruendo de cacerolas acompañó nuestro paso por la cocina. La puerta abierta, sin el pestillo, se agitaba al viento, y cuando salimos al patio nevado vimos las luces traseras de un coche que doblaba la esquina al fondo del callejón.
      —La voy a seguir —dijo Joe con calma—. No entiendo lo que pasa.
      Yo estaba demasiado horrorizado por el desastre para discutir. Corrimos al coche y emprendimos un infructuoso y desesperado viaje zigzagueante a través de la zona residencial, mirando dentro de cada coche que encontrábamos por las calles. Joe tardó media hora en empezar a sospechar la futilidad del empeño —Saint Paul es una ciudad de cerca de trescientos mil habitantes—, y Jim Cathcart le recordó que había que recoger a otra chica. Como un animal herido, se hundió en una melancólica masa de piel en un rincón, y de vez en cuando se erguía de golpe y se balanceaba adelante y atrás, desesperado e irritado.
      La chica de Jim estaba lista e impaciente, pero después de lo que había sucedido su impaciencia no parecía importante. Y estaba encantadora. Las vacaciones de Navidad tienen algo especial: una sensación excitante de crecimiento y cambio y aventuras exóticas que transforma a la gente que conoces de toda la vida. A Joe Jelke, que era demasiado educado para mostrar su aturdimiento ante la chica, le dio un ataque de risa —carcajadas cortas, ruidosas y estridentes fueron toda su conversación—, y continuamos en coche hacia el hotel.
      El chófer se equivocó de dirección al acercarse al hotel —tomó la dirección contraria al aparcamiento para invitados— y, gracias a esto, nos vimos de repente frente a Ellen Baker, que se apeaba de un pequeño coche de dos puertas. Incluso antes de que nos detuviéramos, Joe Jelke, nerviosísimo, saltó del coche.
      Ellen nos dirigió una mirada ligeramente inquieta —quizá de sorpresa, pero nunca de alarma—; de hecho, no parecía demasiado consciente de que fuéramos nosotros. Joe se le acercó con una dura, digna, ofendida y, a mi juicio, absolutamente justificada expresión de reproche. Yo lo seguí.
      Sentado en el coche —no se había apeado para ayudar a salir a Ellen— había un hombre de cara afilada, endurecida, de unos treinta y cinco años, con aire de hombre marcado, una cicatriz y una leve sonrisa siniestra. Sus ojos eran una especie de insulto burlón al género humano: eran los ojos de un animal, soñolientos e indiferentes a la presencia de otras especies. Era una mirada de desamparo, pero brutal; desesperanzada, pero confiada. Era como si los ojos se consideraran a sí mismos impotentes para desarrollar una actividad propia, pero infinitamente capaces para aprovecharse del menor gesto de debilidad ajeno.
      Vagamente lo catalogué dentro de esa clase de hombres que desde el principio de mi juventud me habían parecido haraganes, ésos que apoyan el codo en los mostradores de los estancos y observan, aunque Dios sabe a través de qué resquicio de la mente, a la gente que entra y sale deprisa. Cerca de los garajes, donde hacen en voz baja oscuros negocios, cerca de las barberías y las entradas de los teatros: en lugares así situaba al tipo de hombres, si era un tipo, que aquel individuo me recordaba. De vez en cuando su cara aparecía inesperadamente en uno de los tebeos más escalofriantes, y siempre, desde el principio de mi juventud, he lanzado una mirada nerviosa a la turbia zona fronteriza donde vive el personaje, y he visto cómo me observaba con desprecio. Una vez, en un sueño, dio unos pasos hacia mí, echando hacia atrás la cabeza con un movimiento brusco y murmurando: «Mira, chaval» , con lo que intentaba ser una voz tranquilizadora, y yo huí aterrorizado. Era de ese tipo de hombres.
      Joe y Ellen se miraron en silencio; ella parecía, como ya he dicho, estar aturdida. Hacía frío, pero no se había dado cuenta de que el viento le abría el abrigo. Joe alargó la mano y se lo cerró, y automáticamente Ellen se lo sujetó con la mano.
      De pronto el hombre del coche de dos puertas, que había estado observándolos en silencio, se echó a reír. Era una risa descarnada, pura respiración, apenas un gesto ruidoso con la cabeza, pero era un insulto —si alguna vez yo había oído un insulto— claro y categórico, imposible de pasar por alto. Así que no me sorprendió que Joe, que tenía el genio vivo, se volviera hacia él con rabia y dijera:
      —¿Pasa algo?
      El hombre esperó un instante, moviendo los ojos, pero con la mirada fija, al acecho. Y entonces volvió a reírse de la misma manera. Ellen parecía nerviosa, incómoda.
      —¿Quién es ese... ese...? —la voz de Joe temblaba de irritación.
      —Ten cuidado —dijo el hombre muy despacio.
      Joe se volvió hacia mí.
      —Eddie, llévate a Ellen y a Catherine, ¿quieres? —se apresuró a decir—. Ellen, vete con Eddie.
      —Ten cuidado —repitió el hombre.
      Ellen hizo un ruidillo con la lengua y los dientes, pero no se resistió cuando la cogí del brazo y la empujé hacia la puerta trasera del hotel. Y me chocó que fuera tan dócil, que incluso llegara a consentir, con su silencio, la pelea inminente.
      —¡Vamonos, Joe! —grité, volviendo la cabeza por encima del hombro—. ¡Entra en el hotel!
      Ellen, apretándose contra mi brazo, me obligaba a andar de prisa. Cuando nos tragó la puerta giratoria tuve la impresión de que el hombre se estaba apeando del coche.
      Diez minutos después, mientras yo esperaba a las chicas en la puerta de los lavabos de señoras, Joe Jelke y Jim Cathcart salieron del ascensor. Joe estaba muy pálido, tenía la mirada turbia y vidriosa, y gotas de sangre oscura en la frente y en la bufanda blanca. Jim llevaba los sombreros de los dos en la mano.
      —Le pegó a Joe con unos nudillos de hierro —dijo Jim en voz baja—. Joe perdió el conocimiento unos minutos. Haz el favor de pedirle al botones esparadrapo y desinfectante.
      Era tarde y el vestíbulo estaba desierto; ráfagas de música de viento nos llegaban desde la fiesta en el piso de abajo como si corrieran y descorrieran pesados cortinajes. Cuando Ellen salió de los lavabos la llevé directamente hacia las escaleras. Bajamos, eludimos la entrada a la sala de baile y nos metimos en una habitación sombría adornada con palmeras donde las parejas descansaban entre pieza y pieza; allí le conté lo que había sucedido.
      —La culpa la tiene Joe —dijo, sorprendentemente—. Le advertí que no se inmiscuyera.
      No era verdad. Ellen no había dicho nada, sólo había chasqueado la lengua con impaciencia.
      —Saliste corriendo por la puerta de servicio y estuviste perdida casi una hora —protesté—. Y luego apareciste con un tipo de aspecto patibulario que se rió de Joe en su cara.
      —Un tipo patibulario —repitió, como si paladeara las palabras.
      —¿Qué? ¿No lo es? ¿Dónde diablos lo has encontrado, Ellen?
      —En el tren —contestó. Inmediatamente pareció arrepentirse de esta confesión—. Es mejor que no te metas en lo que no te importa, Eddie. Ya has visto lo que le ha pasado a Joe.
      Me dejó sin habla, literalmente: verla, sentada a mi lado, inmaculada y radiante, mientras su cuerpo emitía ondas de lozanía y fragilidad, y oírla hablar así.
      —¡Pero ese hombre es un criminal! —exclamé—. Ninguna chica estaría a salvo en su compañía. Le ha pegado a Joe con unos nudillos de hierro: ¡unos nudillos de hierro!
      —¿Eso es muy malo?
      Hizo la pregunta como podría haberla hecho unos años antes. Me miró por fin, y realmente esperaba una respuesta: fue como si, por un momento, intentara recobrar una actitud que casi ya no existía, e inmediatamente volvió a endurecerse. Digo «endurecerse», pues empecé a darme cuenta de que cuando pensaba en aquel hombre sus párpados se cerraban un poco, impidiéndole ver otras cosas: todo lo demás.
      Me figuro que en aquel momento yo hubiera podido decirle algo, pero, a pesar de todo, para mí era inexpugnable. Yo estaba muy por debajo de su fascinación, de su belleza, de su éxito. Incluso se me ocurrió alguna excusa para su conducta: quizá aquel hombre no fuera lo que aparentaba; o quizá, algo mucho más romántico, ella tenía un lío con él para proteger a alguien, contra su voluntad. Entonces la gente empezó a entrar en la habitación y a interrumpirnos. No pudimos seguir hablando, así que nos metimos en el baile, saludando a las señoras mayores que vigilaban a las parejas. Luego dejé que se entregara al mar turbulento y luminoso del baile, donde irrumpió como un remolino entre la viva admiración de quienes seguían la fiesta desde las mesas, islotes plácidos, y los aires del Sur de los indumentos de metal que gemían a través de la sala. Un instante después vi a Joe Jelke sentado en un rincon con un esparadrapo en la frente: miraba a Ellen como si ella misma le hubiera golpeado en la calle. No me acerqué a él. Me sentía raro como cuando me despierto después de dormir una larga siesta: extraño y maravillado, como si algo hubiera ocurrido mientras yo dormía, algo que hubiera cambiado el valor de todas las cosas, algo que yo no he podido ver.
      La noche fue decayendo mientras se sucedían los bocinazos con trompetas de cartón, las actuaciones de aficionados y los flashes de las fotos para los periódicos del día siguiente. Luego llegó el gran desfile, y la cena, y, a eso de las dos, algunos de los organizadores disfrazados de inspectores de Hacienda irrumpieron en la fiesta y les sacaron el dinero a los asistentes, y repartieron un periódico humorístico que parodiaba los acontecimientos de la velada. Y, durante toda la noche, por el rabillo del ojo, no dejé de mirar la orquídea que resplandecía en el hombro de Ellen, mientras se movía por la sala como la pluma de un príncipe. Miraba la orquídea, y era como un presentimiento. Y entonces los últimos grupos soñolientos llenaron los ascensores y, envueltos hasta los ojos en grandes e informes abrigos de pieles, se dejaron arrastrar hacia la noche clara y seca de Minnesota.


II

       En nuestra ciudad hay una zona en pendiente, entre el barrio residencial, en la colina, y la zona comercial, a orillas del río. Es una zona de la ciudad poco definida, atravesada por cuestas que forman triángulos y figuras extrañas y llevan nombres como Siete Esquinas, y no creo que mucha gente sea capaz de dibujar un plano exacto de la zona, aunque todo el mundo la cruza en tranvía, coche o zapato de piel dos veces al día. Y aunque era un barrio muy ajetreado, me sería difícil recordar el nombre de los negocios que abrían sus puertas en aquellas calles. Siempre había interminables filas de tranvías que esperaban partir hacia alguna parte; había un gran cine y muchos cines pequeños con carteles de Hoot Gibson y los Perros Fabulosos y los Caballos Fabulosos; había tienduchas con Old King Brady y The Liberty Boys of '76 en los escaparates, y canicas, cigarrillos y caramelos; y, por fin, un lugar concreto, un fantástico sastre al que todos visitábamos por lo menos una vez al año. Y en mi juventud llegó a mis oídos que en cierta calle oscura había burdeles, y por todo el barrio había casas de empeños, joyerías baratas, minúsculos clubes de atletismo y gimnasios y bares que alardeaban de su decadencia.
      A la mañana siguiente del Cotillón me desperté tarde y sin ganas de hacer nada, con la sensación feliz de que, durante un par de días más, no habría que ir a la iglesia, ni a clase: nada que hacer, salvo esperar la noche y otra fiesta. Era un día cristalino, luminoso, uno de esos días en que no te acuerdas del frío hasta que se te congela la cara, y los acontecimientos de la noche anterior me parecían borrosos y lejanos. Después de comer fui al centro dando un paseo, bajo una suave y agradable nevada de copos menudos que seguramente caería durante toda la tarde, y estaba más o menos en el centro de ese barrio de la ciudad —hasta donde puedo acordarme, aquel barrio no tenía nombre—, cuando de repente cualquier idea ociosa que en aquel momento me pasara por la cabeza voló como un sombrero y empecé a pensar en Ellen Baker. Empecé a preocuparme por ella como nunca me había preocupado por nadie, salvo por mí mismo. Empecé a dar vueltas, con ganas de volver a subir la colina para buscarla y hablar con ella; entonces recordé que había ido a una merienda, y seguí mi camino, pero pensando en ella, más intensamente que nunca. Comenzaba otra vez aquel asunto.
      Ya he dicho que estaba nevando, y eran las cuatro de una tarde de diciembre, cuando hay una promesa de oscuridad en el aire y las farolas empiezan a encenderse. Pasaba ante una especie de billares y restaurante mezclados, con un hornillo lleno de perritos calientes en el escaparate, y unos cuantos haraganes rondando por la puerta. Las luces del local estaban encendidas: no eran luces vivas, sólo unas pocas bombillas pálidas y amarillentas que colgaban del techo, y el resplandor que emitían y llegaba al crepúsculo helado no era lo suficientemente vivo para tentarte a que miraras con detenimiento hacia el interior. Cuando pasé, sin dejar de pensar en Ellen, miré de reojo al cuarteto de gandules que había en la puerta. No había dado tres pasos calle abajo cuando uno de ellos me llamó, no por mi nombre sino de una manera que sólo podía estar dirigida a mis oídos. Pensé que merecía aquel honor por mi abrigo de mapache, y no hice caso, pero inmediatamente quienquiera que fuera me llamó otra vez con voz imperiosa. Me molestó y me volví. Allí, entre el grupo, a menos de tres metros de distancia, mirándome con esa media sonrisa de desprecio con la que había mirado a Joe Jelke, estaba el hombre de la cicatriz y la cara afilada de la noche anterior.
      Llevaba un estrafalario abrigo negro, abotonado hasta el cuello como si tuviera frío. Sus manos se hundían en los bolsillos y usaba sombrero hongo y botines altos. Yo estaba asustado y titubeé unos segundos, pero sobre todo estaba furioso, y sabiendo que yo era más rápido con los puños que Joe Jelke di un paso indeciso hacia él. Los otros hombres ni me miraban —no creo que se hubieran fijado en mí—, pero sabía que el de la cicatriz me había reconocido; su mirada no era fortuita, estaba claro.
      «Aquí me tienes. ¿Cómo te las vas a arreglar?», parecían de cir sus ojos. i
      Di otro paso hacia él y se echó a reír, una risa que no se oía pero estaba llena de vigoroso desprecio, y se reunió con el grupo. Yo lo seguí. Iba a hablar con él. No estaba seguro de lo que iba a decirle, pero cuando le planté cara había cambiado de opinión y había dado marcha atrás, o quería que lo siguiera al interior del local, pues se había largado y los tres hombres observaban sin curiosidad cómo me acercaba. Eran del mismo tipo: unos golfos, pero, a diferencia del otro, más tranquilos que agresivos; no encontré ninguna animadversión personal en su mirada colectiva.
      —¿Ha entrado?
      Se miraron de aquella manera cautelosa; se guiñaron el ojo unos a otros, y, después de un perceptible instante de silencio, uno dijo:
      —¿Quién ha entrado?
      —No sé cómo se llama.
      Volvieron a guiñarse el ojo. Irritado y decidido, los dejé y entré en los billares. Había unos cuantos comiendo en el mostrador y otros cuantos jugando al billar, pero aquel individuo no se encontraba entre ellos.
      Volví a titubear. Si su intención era llevarme hacia alguna parte oscura del local —había al fondo algunas puertas entornadas—, yo quería guardarme las espaldas. Hablé con el hombre de la caja.
      —¿Dónde se ha metido el tipo que acaba de entrar?
      Se puso inmediatamente en guardia, ¿o era mi imaginación?
      —¿Qué tipo?
      —Uno con la cara afilada y sombrero hongo.
      —¿Cuánto hace que entró?
      —Ah, unos segundos.
      Volvió a negar con la cabeza.
      —No lo he visto —dijo.
      Esperé. Los tres de la puerta entraron y se alinearon junto a mí en el mostrador. Me di cuenta de que los tres me miraban de una manera extraña. Sintiéndome indefenso y cada vez más incómodo, de pronto di media vuelta y me fui. Apenas había empezado a bajar la calle cuando me volví y me fijé bien en el sitio: quería recordarlo, para poder volver. En la primera esquina eché a correr sin pensarlo dos veces. Tomé un taxi frente al hotel y me llevó de nuevo colina arriba.
      Ellen no estaba en casa. La señora Baker bajó las escaleras y me lo dijo. Parecía completamente satisfecha y orgullosa de la belleza de Ellen, e ignoraba que hubiera sucedido algo malo o inusitado la noche anterior. Se alegraba de que las vacaciones estuvieran terminando: suponían un esfuerzo y Ellen no era demasiado fuerte. Y dijo algo que me tranquilizó enormemente. Se alegraba de que yo hubiera vuelto, porque Ellen, por supuesto, querría verme, y ya quedaba muy poco tiempo. Ellen se iba a las ocho y media, aquella misma noche.
      —¡Esta noche! —exclamé—. Creí que se iba pasado mañana.
      —Va a Chicago, a ver a los Brokaw —dijo la señora Baker—. La han invitado a una fiesta. Lo hemos decidido hoy: se irá con las hijas de los Ingersoll esta noche.
      Me puse tan contento que apenas pude dominar las ganas de estrecharle la mano a la señora Baker. Ellen estaba a salvo. Todo aquello sólo había sido una aventura sin importancia. Me sentía como un idiota, pero me daba cuenta de lo mucho que me importaba Ellen y de lo poco que podía soportar que le sucediera algo malo.
      —¿Tardará en venir?
      —Menos de un minuto. Acaba de llamar por teléfono desde el club universitario.
      Dije que volvería más tarde: yo vivía prácticamente en la casa de al lado y necesitaba estar solo. Entonces, ya en el jardín, recordé que no tenía llave, así que seguí el camino de entrada de la casa de los Baker para tomar el antiguo atajo que usábamos cuando éramos niños, cruzando el patio. Todavía nevaba, pero ahora los copos eran más grandes y había oscurecido, e intentando encontrar el antiguo pasadizo me di cuenta de que la puerta trasera de la casa de los Baker estaba entornada. No sé muy bien por qué volví y entré en aquella cocina. Hubo un tiempo en que me sabía el nombre de las criadas de los Baker. Ya no era así, pero ellas me conocían, y me di cuenta de que cuando llegué se produjo un repentino silencio; no sólo dejaron de hablar: hubo un cambio de estado de ánimo, se creó una especie de expectación. Las tres se pusieron a trabajar demasiado deprisa; hacían movimientos innecesarios, daban voces. La camarera me miraba como con miedo, y de repente intuí que quería decirme algo. Le hice señas para que entrara en la despensa.
      —Estoy enterado de todo —dije—. Es un asunto muy serio. Si no cierra esa puerta y le echa la llave, iré ahora mismo a hablar con la señora Baker.
      —¡No le diga nada, señor Stinson!
      —Pues que nadie moleste a la señorita Ellen. Y me enteraré, si alguien la molesta.
      Hice alguna ultrajante amenaza de ir a todas las agencias de empleo y ocuparme de que no volviera a encontrar trabajo en la ciudad. Estaba absolutamente amedrentada cuando me fui. Le había echado la llave y el cerrojo a la puerta de servicio.
      Y entonces oí que llegaba un coche grande a la puerta principal, el crujido de las cadenas en la nieve blanda: traía a Ellen a casa y fui a despedirme.
      Joe Jelke y otros dos chicos estaban allí, y ninguno de los tres podía dejar de mirarla, ni siquiera para saludarme. Ellen tenía uno de esos cutis rosa y perfectos que son frecuentes en nuestra región, preciosos hasta que las venillas empiezan a romperse a eso de los cuarenta años; ahora, encendido por el frío, era todo un alarde de rosas adorablemente delicados, como ciertos claveles. Joe y ella habían llegado a una especie de reconciliación, o él estaba tan enamorado que ya no se acordaba de la noche anterior; pero me di cuenta de que, aunque Ellen no paraba de reírse, no les hacía ningún caso ni a Joe ni a los otros. Quería que se fueran: esperaba recibir un mensaje de la cocina, pero yo sabía que el mensaje no iba a llegar, que Ellen estaba a salvo. Hablamos del baile de New Haven y del baile de Princeton, y luego, de distinto humor, los cuatro chicos nos fuimos y nos separamos rápidamente en la calle. Volví a casa un poco deprimido y pasé una hora en el agua caliente de la bañera pensando que mis vacaciones ya habían terminado porque Ellen se iba; sintiendo, incluso con mayor intensidad que el día anterior, que ella no formaba parte de mi vida.
      Algo se me escapaba, algo que tenía que hacer, algo que había perdido entre los acontecimientos de la tarde, y me prometía a mí mismo volver y buscar hasta encontrar lo que se me escapaba. Lo asociaba vagamente con la señora Baker, y ahora creía recordar que algo había estado flotando en el aire mientras hablábamos. Una vez tranquilo por la partida de Ellen, había olvidado preguntarle a su madre algo referente lo que me había dicho.
      Eso era: la familia —los Brokaw— que había invitado a Ellen. Yo conocía bien a Bill Brokaw; estábamos en el mismo curso en Yale. Y entonces me acordé —y me incorporé de un salto en la bañera— de que los Brokaw no pasaban en Chicago las navidades. ¡Estaban en Palm Beach!
      Salí inmediatamente, goteando, de la bañera, me puse algo de ropa interior y llamé enseguida por teléfono desde mi cuarto. Pude hablar pronto con la casa de los Baker, pero la señorita Ellen ya había salido hacia la estación.
      Por fortuna nuestro coche estaba en casa, y mientras me introducía, todavía mojado, en la ropa, el chófer lo trajo a la puerta. La noche era fría y seca, y hacía buen tiempo para ser invierno, a pesar de la nieve endurecida y helada. Incómodo e inseguro al ponerme en camino, me sentí un poco más confiado cuando la estación, nueva y luminosa, surgió de la noche fría. Durante cincuenta años mi familia había sido propietaria del terreno en el que había sido construida, y aquel detalle parecía justificar mi temeridad. Puede que yo estuviera pisando terreno prohibido, pero la sensación de tener en el pasado un sostén sólido me empujaba a desear ponerme en ridículo. Todo aquel asunto era un disparate, una terrible equivocación. La idea de que el asunto era inofensivo caía por su base. Pero, entre Ellen y una catástrofe imprecisa e inevitable estaba yo, o la policía y un escándalo. No soy un moralista: había algo más, un elemento oscuro y aterrador, y no quería que Ellen lo afrontara sola.
      Había tres trenes de Saint Paul a Chicago que salían pocos minutos después de las ocho y media. El de Ellen era el de la compañía Burlington, y, corriendo por la estación, vi cómo el tren se ponía en marcha. Pero yo sabía que Ellen viajaba con las hermanas Ingersoll, porque su madre me había dicho que había comprado los billetes, así que estaba, literalmente hablando, bien protegida y abrigada hasta el día siguiente.
      La entrada al andén del siguiente tren para Chicago estaba en el otro extremo de la estación, y hacia allí corrí a toda velocidad para coger el tren y lo conseguí. Pero había olvidado una cosa, suficiente para quitarme el sueño y tenerme preocupado casi toda la noche: mi tren llegaba a Chicago diez minutos después que el otro. Ellen tendría tiempo de sobra para desaparecer en una de las ciudades más grandes del mundo.
      Le di al revisor un telegrama para que se lo enviara desde Milwaukee a mi familia, y, a la mañana siguiente, a las ocho, me abrí paso a empujones a través de una inacabable fila de pasajeros que hablaban a voces entre las maletas que llenaban el pasillo y salí disparado por la puerta, casi saltando por encima del revisor. Por un instante la confusión de una gran estación —los ruidos y los ecos ensordecedores, las campanadas de aviso y el humo— me impresionó y anonadó. Pero inmediatamente me precipité hacia la salida, hacia la única posibilidad de encontrarla que se me había ocurrido.
      No me había equivocado. Estaba en el mostrador de telégrafos, poniéndole un telegrama a su madre para contarle Dios sabe qué mentira podrida, y su expresión al verme fue una mezcla de sorpresa y terror. También había algo de astucia. Pensaba deprisa: le hubiera gustado alejarse de mí como si yo no existiera, para continuar ocupándose de sus asuntos, pero no podía. Yo le servía para muchas cosas. Así que nos quedamos mirándonos en silencio, pensando.
      —Los Brokaw están en Florida —dije un momento después.
      —Ha sido un detalle por tu parte hacer un viaje tan largo para decírmelo.
      —¿No has pensado, desde que saliste, que sería mejor que te fueras al colegio?
      —Por favor, Eddie, déjame en paz —dijo.
      —Te acompañaré hasta Nueva York, ni más ni menos. Y tengo pensado volver pronto a casa.
      —Lo mejor que puedes hacer es dejarme en paz.
      Entornó los ojos preciosos y adoptó una expresión de resistencia animal: hacía un visible esfuerzo, en el que latía la astucia. Y de repente, en lugar de aquella expresión, lucía una sonrisa tranquilizadora, capaz de todo, excepto de convencerme.
      —Eddy, tonto, ¿no crees que ya tengo edad para cuidarme sola?
      No respondí.
      —Ya sabes, he quedado con un hombre. Lo único que quiero es verlo hoy. Tengo billete para el Este en el tren de las cinco. Lo llevo en el bolso, si no me crees.
      —Te creo.
      —No lo conoces, y... francamente, me parece que estás siendo insoportable y terriblemente impertinente.
      —Conozco a ese hombre.
      Volvió a perder el control de la cara. Recuperó aquella expresión terrible y me dijo casi con un gruñido:
      —Lo mejor que puedes hacer es dejarme en paz,
      Le quité el impreso de la mano y redacté un telegrama aclaratorio para su madre. Y le dije con cierta aspereza:
      —Tomaremos juntos el tren de las cinco para el Este. Y, mientras, pasaremos el día juntos.
      El sonido de mi voz al pronunciar estas palabras bastó para darme valor, y hasta creí que la había impresionado; pareció resignarse en cierta medida —por un instante, al menos—, y me acompañó sin protestar mientras sacaba mi billete.
      Cuando trato de juntar los fragmentos de aquel día, me siento confundido, como si mi memoria se negara a aceptar todo aquello, o mi conciencia no pudiera asimilarlo. Fue una mañana luminosa, intensa, durante la que nos paseamos en taxi y fuimos a unos grandes almacenes porque Ellen dijo que quería comprar algo, y donde intentó escabullirse por una puerta trasera. Durante una hora tuve la sensación de que alguien nos seguía en un taxi por la avenida que bordea el lago, e intenté sorprenderlo mirando por el espejo retrovisor o volviendo la cabeza deprisa, pero no descubrí a nadie, y entonces vi cómo la cara de Ellen se deformaba en una risa perversa y sin alegría.
      Durante toda la mañana vino del lago un viento fuerte y desapacible, pero cuando fuimos a comer al Hotel Blackstone una nieve menuda caía tras las ventanas, y hablamos casi con naturalidad de nuestros amigos y de cosas sin importancia. De repente cambió el tono de Ellen; se puso seria y me miró a los ojos con expresión de sinceridad.
      —Eddie, eres el amigo más antiguo que tengo —dijo—, y no debería ser demasido difícil para ti confiar en mí. Si te prometo, bajo palabra de honor, que tomaré el tren de las cinco, ¿me dejarás sola unas horas después de comer?
      —¿Por qué?
      —Bueno —titubeó y bajó un poco la cabeza—, me figuro que todo el mundo tiene derecho a... a despedirse.
      —Y tú te quieres despedir de ese...
      —Sí, sí —dijo con impaciencia—; sólo unas horas, Eddie, y te prometo que tomaré el tren.
      —Bueno, no creo que en dos horas se pueda hacer mucho daño. Si de verdad quieres despedirte...
      La miré, y sorprendí aquella mirada de tensa astucia que ya me había asustado antes. Había fruncido los labios, y sus ojos eran otra vez como hendiduras; no había en su cara la menor huella de hermosura ni sinceridad.
      Discutimos. La discusión fue vaga por su parte y un poco áspera y reticente por la mía. No me iba a dejar engatusar de nuevo, no iba a dar señales de debilidad ni me iba a dejar corromper por nada: se respiraba en el aire el mal contagioso. Ellen intentaba insinuar —sin ofrecer ninguna prueba convincente— que no había ningún problema. Aunque aquello, aquella cosa, fuera lo que fuera, la dominaba de tal modo que era incapaz de decir una sola verdad, y buscaba afanosamente, para sacarle el máximo provecho, alguna idea creíble y reconfortante que me pudiera impresionar. Me hacía una sugerencia tranquilizadora y me miraba con impaciencia, como si esperara que yo lanzara una agradable charla moral y la adornara, para rematarla, con la acostumbrada guinda, que en este caso sería su libertad. Pero empezaba a minar su resistencia. En dos o tres ocasiones hubiera bastado un poco más de presión para ponerla al borde de las lágrimas, que era, desde luego, lo que yo quería. No pude. Casi la tenía —casi había adivinado qué propósitos escondía—, cuando se me escapó.
      A eso de las cuatro la metí sin piedad en un taxi y partimos hacia la estación. El viento volvía a soplar con fuerza, con ráfagas de nieve, y la gente en la calle, esperando autobuses o tranvías demasiado pequeños para acogerlos a todos, parecía tiritar de frío, inquieta y desdichada. Intenté pensar en la suerte que teníamos de no estar entre ellos, de estar cómodos y protegidos, pero el mundo cálido y respetable del que yo había formado parte hasta hacía veinticuatro horas se hallaba lejos de mí. Ahora nos acompañaba algo que era el enemigo, lo antagónico a todo aquello; iba dentro del taxi, a nuestro lado, y estaba en las calles que atravesábamos. Con una sombra de pánico me pregunté si no me estaba deslizando casi imperceptiblemente hacia la actitud moral de Ellen. La columna de viajeros que esperaba para tomar el tren me pareció tan remota como los habitantes de otro mundo, pero era yo quien se alejaba a la deriva y los dejaba atrás.
      Mi litera estaba en el mismo vagón que el compartimento de Ellen. Era un vagón anticuado, de luces turbias y alfombras y tapicerías llenas del polvo de otra generación. Había media docena de viajeros más, pero no me causaron ninguna impresión especial, si no fuera porque formaban parte de la irrealidad que yo empezaba a sentir a mi alrededor, por todas partes. Nos metimos en el compartimento de Ellen, cerramos la puerta y nos sentamos.
      De repente la rodeé con mis brazos y la atraje hacia mí con tanta ternura como era capaz, como si fuera una chiquilla. Y lo era. Se resistió un poco, pero pronto se rindió y se quedó tensa y rígida entre mis brazos.
      —Ellen —dije, indeciso—, me has pedido que confíe en ti. Tú tienes muchas más razones para confiar en mí. ¿No te ayudaría a librarte de todo esto si me contaras un poco lo que te pasa?
      —No puedo —dijo en voz muy baja—. Quiero decir que no tengo nada que contar.
      —Conociste a ese hombre en el tren, cuando volvías a casa, y te enamoraste de él, ¿no es verdad?
      —No lo sé.
      —Cuéntamelo, Ellen. ¿Te enamoraste de él?
      —No lo sé. Por favor, déjame en paz.
      —Llámalo como quieras —continué—. Ese hombre ejerce algún tipo de influencia sobre ti. Está intentando aprovecharse de ti; está intentando conseguir algo de ti. No te quiere.
      —¿Y qué importa? —dijo con un hilo de voz.
      —Importa. En lugar de intentar luchar contra esta situación estás intentando luchar conmigo. Y yo te quiero, Ellen. ¿Me oyes? Te lo digo de golpe, pero no es nada nuevo. Te quiero.
      Me miró, tan dulce como siempre, con sarcasmo; era una expresión que yo había visto en hombres que estaban borrachos y no querían volver a casa. Pero era una expresión humana. Me estaba acercando a Ellen, casi imperceptiblemente, remotamente, pero más que antes.
      —Ellen, me gustaría hacerte una pregunta. ¿Está en este tren?
      Titubeó y un momento después, negó con la cabeza.
      —Ten cuidado, Ellen. Ahora te voy a preguntar otra cosa, y me gustaría que pensaras bien la respuesta. Cuando volvías a casa desde el Este, ¿dónde tomó ese hombre el tren?
      —No lo sé —dijo con esfuerzo.
      Y en aquel momento fui consciente, con el indiscutible conocimiento que reservamos para lo que es real, de que el hombre estaba exactamente al otro lado de la puerta. Ellen también lo sabía; se puso pálida, y aquella expresión de animalesca perspicacia volvió a insinuarse. Hundí la cabeza entre las manos e intenté pensar.
      Debimos quedarnos allí, sin pronunciar apenas palabra, una hora larga. Era consciente de que las luces de Chicago, y las de Englewood y las de suburbios inacabables iban pasando, hasta que no hubo luces y atravesamos la llanura oscura de Illinois. El tren parecía replegarse sobre sí mismo; cuajaba una atmósfera de paz. El revisor llamó a la puerta y preguntó si preparaba la litera, pero dije que no, y se fue.
      Un instante después me convencí a mí mismo de que la lucha que inevitablemente se acercaba no estaba por encima de lo que quedaba de mi sensatez, de mi fe en la bondad esencial de las personas y las cosas. Que las intenciones de aquel individuo fueran lo que nosotros llamamos «criminales», lo daba por sentado, pero no había por qué atribuirle una inteligencia que perteneciera a un plano superior de la capacidad humana, e incluso inhumana. Yo seguía considerándolo un hombre, e intentaba descubrir su esencia, su egoísmo: qué tenía en vez de un corazón comprensible. Pero creo que yo sabía de sobra lo que iba a encontrarme cuando abriera la puerta.
      Cuando me puse de pie, Ellen ni siquiera parecía verme. Estaba encorvada en una esquina, mirando hacia un punto fijo, con una especie de velo en los ojos, como si se encontrara en un estado de muerte aparente del cuerpo y el alma. La incorporé, le puse dos almohadas bajo la cabeza, y le eché mi abrigo de piel sobre las piernas. Luego me arrodillé ante ella y le besé las manos, abrí la puerta y salí al pasillo.
      Cerré la puerta a mis espaldas y me quedé allí un momento, apoyado en la puerta. El vagón estaba a oscuras, salvo por las luces del pasillo y las salidas. No había ningún ruido que no fuera el crujir de los enganches, el uniforme click-clack de los raíles y la respiración ruidosa de alguien que dormía al fondo del vagón. Y un instante después empecé a ser consciente de que había un hombre parado junto al refrigerador del agua, a la puerta del compartimento de fumadores, con un sombrero hongo en la cabeza, el cuello del abrigo subido como si tuviera frío, las manos en los bolsillos del abrigo. Cuando lo miré, se volvió y entró en el compartimento de fumadores y lo seguí. Estaba sentado en el último rincón del largo banco de cuero; yo me senté en un sillón junto a la puerta.
      Cuando entré, lo saludé con la cabeza y él reconoció mi presencia con una de sus terribles risas sin ruido. Pero esta vez fue prolongada, parecía no acabar nunca, y, principalmente para cortarla en seco, pregunté, con una voz que intentaba ser despreocupada:
      —¿De dónde es usted?
      Dejó de reír y me miró con los ojos entornados, preguntándose cuál sería mi juego. Cuando decidió contestarme, su voz sonó apagada, como si hablara a través de un pañuelo de seda, y parecía venir de muy lejos.
      —Soy de Saint Paul, Jack.
      —¿De viaje a casa?
      Asintió. Luego respiró hondo y habló con una voz áspera y amenazadora:
      —Es mejor que te bajes del tren en Fort Wayne, Jack.
      Estaba muerto. Estaba tan muerto como el demonio. Había estado muerto desde el principio, pero la fuerza que había fluido a través de él, como sangre en las venas, ida y vuelta a Saint Paul, lo estaba abandonado. Un nuevo perfil —su perfil de muerto— iba apareciendo a través de la figura palpable que había derribado a Joe Jelke.
      Habló de nuevo con una especie de esfuerzo, como a sacudidas.
      —Te bajas en Fort Wayne, Jack, o te borro del mapa.
      Movió la mano dentro del bolsillo del abrigo y me enseñó el bulto de un revólver.
      Negué con la cabeza.
      —No puedes tocarme —contesté—. Lo sé, ya lo ves.
      Sus ojos terribles me miraron de arriba abajo rápidamente, intentando averiguar si yo sabía o no. Entonces lanzó un gruñido, e hizo ademán de levantarse de un salto.
      —Si no sales volando, me las pagarás —exclamó con voz ronca. El tren iba reduciendo la velocidad para entrar en Fort Wayne y su voz sonaba con más fuerza en aquella calma nueva, pero no se movió de su sitio —pensé que estaba demasiado débil—, y permanecimos sentados, mirándonos fijamente, mientras obreros iban y venían al otro lado de la ventanilla golpeando en frenos y ruedas, y la locomotora emitía jadeos ruidosos y lastimeros. Nadie entró en nuestro vagón. Un instante después el revisor cerró las puertas, y pasó de largo por el pasillo, y salimos suavemente de la luz turbia y amarilla de la estación y penetramos en la oscuridad interminable.
      Lo que recuerdo que sucedió después debe de haberse prolongado durante cinco o seis horas, aunque me vuelve a la memoria como algo sin existencia en el tiempo: algo que podría haber durado cinco minutos o un año. Inició un ataque lento y premeditado contra mí, terrible, sin palabras. Sentía lo que sólo puedo llamar una extrañeza que iba poseyéndome poco a poco, semejante a la extrañeza que había sentido toda la tarde, pero más intensa y profunda. A lo que más se parecía era a la sensación de dejarse llevar por una corriente, y me agarraba convulsivamente a los brazos del sillón, como si me aferrara a un pedazo del mundo de los vivos. A veces me daba cuenta de que cedía ante una acometida, y encontraba casi un alivio cálido, una sensación de liberación; entonces, con un violento esfuerzo de voluntad, lograba mantenerme en el compartimento.
      De pronto me di cuenta de que, desde hacía un rato, había dejado de odiarlo, había dejado de sentirme violentamente ajeno a él, y, al darme cuenta, sentí frío y la frente se me llenó de sudor. Se estaba apoderando de mi aborrecimiento, como se había apoderado de Ellen cuando volvía del Este en tren; y era precisamente aquella fuerza que extraía de sus víctimas la que lo había empujado a un acto concreto de violencia en Saint Paul, y la que, desvaneciéndose y apagándose, todavía le daba fuerzas para luchar.
      Debía de haber percibido aquel desfallecimiento de mi corazón porque habló inmediatamente en voz baja, casi amable:
      —Es mejor que te vayas.
      —No, no me voy —contesté haciendo un esfuerzo.
      —Como quieras, Jack.
      Daba a entender que era mi amigo. Sabía cómo me afectaba aquella situación y quería ayudarme. Se compadecía de mí. Sería mejor que saliera del compartimento antes de fuera demasiado tarde. El ritmo de su ataque era dulce como una canción: Sería mejor que me fuera... y dejara a Ellen en su poder. Sofocando un grito, me incorporé de golpe.
      —¿Qué quieres de esa chica? —dije, y la voz se me quebraba—. ¿Convertir su vida en una especie de infierno ambulante?
      Su mirada adquirió un aire de estúpida sorpresa, como si yo estuviera castigando a un animal por una falta de la que no era consciente. Titubeé un instante; y enseguida continué a ciegas:
      —La has perdido. Ella confía en mí.
      La maldad le ensombrenció el semblante, y con una voz que era como unas manos frías gritó:
      —¡Eres un mentiroso!
      —Ella confía en mí —dije—. Está fuera de tu alcance. Está a salvo.
      Se controló. Su cara se suavizó, y sentí que aquella extraña debilidad e indiferencia volvían a apoderarse de mí. ¿Qué finalidad tenían? ¿Qué finalidad?
      —No te queda mucho tiempo —me obligué a decir, y entonces, en un destello de intuición, averigüé la verdad—. ¡Estás muerto, o te asesinaron no muy lejos de aquí! —entonces vi algo que no había visto antes: su frente estaba perforada por un pequeño agujero redondo, como el que deja el clavo de un cuadro muy grande cuando se arranca de una pared de yeso—. Y ahora te estás apagando. Sólo tenías unas horas. ¡El viaje a casa ha terminado!
      Su rostro se deformó, perdida toda apariencia de humanidad, viva o muerta. Simultáneamente la habitación se llenó de aire frío y, con un ruido que estaba entre un paroxismo de toses y un frenesí de horribles carcajadas, se puso de pie, apestando a deshonra y blasfemia.
      —¡Ven y mira! —gritó—. ¡Te voy a enseñar...!
      Dio un paso hacia mí, luego otro, y era exactamente como si una puerta permaneciera abierta a sus espaldas, una puerta que se abría a un inconcebible abismo de oscuridad y corrupción. Se oyó un grito de agonía, de muerte, suyo o de alguien que había a sus espaldas, y de repente el vigor se le fue en un suspiro largo y ronco y se derrumbó en el suelo...
      Cuánto tiempo estuve allí, aturdido por el terror y la extenuación, no lo sé. Lo siguiente que recuerdo es al soñoliento revisor que iba limpiando zapatos de una parte a otra del vagón, y a través de la ventana los altos hornos de Pittsburg, que rompían la uniformidad del paisaje, y... algo demasiado débil para ser un hombre, demasiado pesado para ser una sombra, algo nocturno. Había algo extendido en el banco. E incluso mientras lo miraba seguía desvaneciéndose.
      Pocos minutos después abrí la puerta del compartimento de Ellen. Seguía durmiendo donde yo la había dejado. Sus preciosas mejillas estaban pálidas, pero descansaba plácidamente: las manos relajadas y la respiración regular y tranquila. Lo que la había poseído había salido de ella, dejándola exhausta, pero otra vez dueña de su querida identidad.
      La puse en una postura más cómoda, la arropé con una manta, apagué la luz y salí.


III

       Cuando volví a casa para las vacaciones de Semana Santa, casi lo primero que hice fue ir los billares que había cerca de las Siete Esquinas. El hombre de la caja registradora, como cabía esperar, no recordaba mi apresurada visita de tres meses antes.
      —Estoy buscando a un individuo que, según creo, venía mucho por aquí hace algún tiempo.
      Describí al hombre lo más fielmente que pude, y, cuando terminé, el cajero llamó a un tipo con pinta de yóquey que se sentaba a la barra con aire de tener que hacer algo muy importante que no podía recordar con exactitud.
      —Eh, Shorty, ¿quieres hablar con éste? Creo que está buscando a Joe Varland.
      El hombrecillo me lanzó una mirada tribal, de recelo. Fui y me senté a su lado.
      —Joe Varland está muerto, tío —dijo, de mala gana—. Murió el invierno pasado.
      Volví a describirlo: el abrigo, la risa, la expresión habitual de sus ojos.
      —No hay duda: estás buscando a Joe Varland, pero está muerto.
      —Me gustaría saber algunos detalles sobre él.
      —¿Qué te gustaría saber?
      —A qué se dedicaba, por ejemplo.
      —¿Y yo cómo voy a saberlo?
      —Oye, no soy policía. Sólo busco alguna información sobre sus costumbres. Está muerto, así que eso no puede hacerle daño. Y no diré una palabra.
      —Bueno —titubeó, mirándome de arriba abajo—, era un experto en trenes. Se metió en un lío en la estación de Pittsburg y un detective lo cazó.
      Asentí. Las piezas separadas del rompecabezas empezaban a juntarse.
      —¿Por qué viajaba tanto en tren?
      —¿Y yo cómo voy a saberlo, tío?
      —Si no te vienen mal diez dólares, me gustaría que me contaras cualquier cosa que hayas oído sobre el asunto.
      —Bueno —dijo Shorty a regañadientes—, todo lo que sé es que decían que se dedicaba a los trenes.
      —¿A los trenes?
      —Había inventado una estafa sobre la que nunca dio muchos detalles. Se dedicaba a las chicas que viajaban solas en los trenes. Nadie sabía mucho del asunto... era un tipo que armaba poco ruido... pero algunas veces apareció por aquí con un montón de pasta y se preocupó de que nos enteráramos de que la sacaba de las tías.
      Le di las gracias y diez dólares y me fui, pensativo, sin mencionar que una parte de Joe Varland había hecho su último viaje a casa.
      Ellen no vino al Oeste durante la Semana Santa, e incluso si hubiera venido no le hubiera contado nada: la he visto casi a diario este verano y hemos conseguido hablar sobre todo lo demás. Pero a veces Ellen calla sin motivo y entonces quiere estar muy cerca de mí, y sé lo que está pensando.
      Es verdad que ella se presenta en sociedad este otoño, y a mí me quedan dos cursos en New Haven; pero las cosas no parecen tan imposibles como hace pocos meses. Me pertenece de alguna manera: incluso si la perdiera, me pertenecería. ¿Quién sabe? De todas formas, siempre podrá contar conmigo.



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