Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)


Aparición (1883)
(“Apparition”)
Originalmente publicado en el periódico Le Gaulois (4 de abril de 1883);
Clair de lune
(París: Monnier Ed., 1884, 145 págs.)


      Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera.
       Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:
       Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco de huir. Por las noches tengo miedo.
       ¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.
       Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia.
       Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos.
       Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.
       Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí reconocer sin recordar exactamente quién era. Hice instintivamente un movimiento para detenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se me echó a los brazos.
       Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años que no lo veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba encorvado, como agotado. Comprendió mi sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado.
       Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella en una especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una felicidad sobrehumana y de una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.
       Él había abandonado su casa de campo el mismo día del entierro, y había acudido a vivir a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.
       —Puesto que te he encontrado de este modo —me dijo—, me atrevo a pedirte que me hagas un gran servicio: ir a buscar a mi casa de campo, al secreter de mi habitación, de nuestra habitación, unos papeles que necesito urgentemente. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un empleado porque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa.
       »Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la casa.
       »Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.
       Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para mí, su casa de campo se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una hora a caballo.
       A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa. Desayunamos juntos, pero no pronunció ni veinte palabras. Me pidió que lo disculpara; el pensamiento de la visita que iba a efectuar yo en aquella habitación, donde yacía su felicidad, lo trastornaba, me dijo. Me pareció en efecto singularmente agitado, preocupado, como si en su alma se hubiera librado un misterioso combate.
       Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerrados en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave. Añadió:
       —No necesito suplicarte que no los mires.
       Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamente. Balbuceó:
       —Perdóname, sufro demasiado.
       Y se echó a llorar.
       Me marché una hora más tarde para cumplir mi misión.
       Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escuchando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi bota.
       Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los árboles me acariciaban el rostro, y a veces atrapaba una hoja con los dientes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable, una especie de embriaguez de fuerza.
       Al acercarme a la casa busqué en el bolsillo la carta que llevaba para el jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello me irritó de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplir mi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrar la carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba.
       La casa parecía llevar veinte años abandonada. La barrera, abierta y podrida, se mantenía en pie nadie sabía cómo. La hierba llenaba los caminos; no se distinguían los arriates del césped.
       Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba abajo, se metió el papel en el bolsillo y dijo:
       —¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?
       Respondí bruscamente:
       —Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las órdenes de su amo; quiero entrar en la casa.
       Pareció aterrado. Declaró:
       —Entonces, ¿piensa entrar en... en su habitación?
       Empecé a impacientarme.
       —¡Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interrogarme?
       Balbuceó:
       —No..., señor..., pero es que... es que no se ha abierto desde... desde... la muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré... iré a ver si...
       Lo interrumpí colérico.
       —¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque aquí está la llave.
       No supo qué decir.
       —Entonces, señor, le indicaré el camino.
       —Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla sin usted.
       —Pero.... señor... sin embargo...
       Esta vez me irrité realmente.
       —Está bien, cállese, ¿quiere? 0 se las verá conmigo.
       Lo aparté violentamente y entré en la casa.
       Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupaba aquel hombre con su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí la puerta indicada por mi amigo.
       La abrí sin problemas y entré.
       El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distinguí nada. Me detuve, impresionado por aquel olor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente una gran pieza en desorden, con una cama sin sábanas, pero con sus colchones y sus almohadas, de las que una mostraba la profunda huella de un codo o de una cabeza, como si alguien acabara de apoyarse en ella.
       Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de un armario, estaba entreabierta.
       Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí; pero los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude hacerlos ceder.
       Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante aquellos esfuerzos inútiles, y puesto que mis ojos se habían acostumbrado al final perfectamente a las sombras, renuncié a la esperanza de conseguir más luz y me dirigí al secreter.
       Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a rebosar. No necesitaba más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me puse a buscarlos.
       Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas. No le presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado alguna tela. Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo. Acababa de descubrir el segundo de los fajos que necesitaba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un salto alocado a dos metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la empuñadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hubiera huido de allí como un cobarde.
       Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del sillón donde yo había estado sentado un segundo antes.
       ¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experimentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabría decir que todo el interior de uno se desmorona.
       No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajo el horrible temor a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unos instantes más que en todo el resto de mi vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenaturales.
       ¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estaría muerto! Pero habló; habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios. No me atreveré a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que la razón volvió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía; pero aquella especie de fiereza íntima que hay en mí, un poco del orgullo de mi oficio también, me hacían mantener, casi pese a mí mismo, una actitud honorable. Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde, porque les aseguro que, en el instante de la aparición, no pensé en nada. Tenía miedo.
       —¡Oh, señor! —me dijo—. ¡Puede hacerme un gran servicio!
       Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un ruido vago brotó de mi garganta.
       —¿Quiere? —insistió—. Puede salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Sufro, ¡oh, sí, sufro!
       Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba.
       —¿Quiere?
       Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.
       Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró:
       —Péineme, ¡oh!, péineme; eso me curará; es preciso que me peinen. Mire mi cabeza... Cómo sufro; ¡cuanto me duelen los cabellos!
       Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban por encima del respaldo del sillón y llegaban hasta el suelo.
       ¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi piel una sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé.
       Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estremezco cuando pienso en ella.
       La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hielo. La retorcí, la anudé y la desanudé; la trencé como se trenza la crin de un caballo. Ella suspiraba, inclinaba la cabeza, parecía feliz.
       De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por la puerta que había observado que estaba entreabierta.
       Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de desconcierto que se produce al despertar después de una pesadilla. Luego recuperé finalmente los sentidos; corrí a la ventana y rompí las contraventanas con un furioso golpe.
       Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se había ido. La hallé cerrada e infranqueable.
       Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico de las batallas. Cogí bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto secreter; atravesé corriendo el apartamento, salté los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi caballo a diez pasos de mí, lo monté de un salto y partí al galope.
       No me detuve más que en Ruán, delante de mi alojamiento. Tras arrojar la brida a mi ordenanza, me refugié en mi habitación, donde me encerré para reflexionar.
       Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosamente si no habría sido juguete de una alucinación. Ciertamente, había sufrido una de aquellas incomprensibles sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del cerebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su poder lo sobrenatural.
       E iba ya a creer en una visión, en un error de mis sentidos, cuando me acerqué a la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron sobre mi pecho. ¡La chaqueta de mi uniforme estaba llena de largos cabellos femeninos que se habían enredado en los botones!
       Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de los dedos.
       Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasiado trastornado para ir aquel mismo día a casa de mi amigo. Además, deseaba reflexionar a fondo lo que debía decirle.
       Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado. Se informó sobre mí. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que había sufrido una ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto.
       Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de amanecer, dispuesto a contarle la verdad. Había salido el día anterior por la noche y no había vuelto.
       Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No reapareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas partes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino.
       Se efectuó una visita minuciosa a la casa de campo abandonada. No se descubrió nada sospechoso allí.
       Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar.
       La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas fueron abandonadas.
       Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar nada. No sé nada más.




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