Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)
El bigote (1883)
(“La moustache”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (31 de julio de 1883);
Toine
(París: Marpon & Flammarion, 1885, 308 págs.)
Castillo de Solles, lunes 30 de julio de 1883.
Querida Lucía, nada nuevo. Vivimos en el salón viendo como cae la
lluvia. No se puede salir con este tiempo horroroso; entonces hacemos
teatro. Que estúpidas son, querida, las obras de teatro del repertorio
actual. Todo es forzado, todo es grosero, pesado. Las bromas impactan
como las balas de cañón, rompiéndolo todo. Ni rastro de espíritu, de
naturalidad, ningún humor, ninguna elegancia. Estos literatos por cierto
no saben nada del mundo. Ignoran por completo como pensamos y como
hablamos nosotros. Tolero perfectamente que desprecien nuestras
costumbres, nuestras convenciones y nuestros modales, pero no les
permito en absoluto que no los conozcan. Para ser finos, hacen juegos de
palabras que podrían servir para alegrar un cuartel militar; para ser
joviales nos sirven un ingenio que han debido cosechar en las alturas
del bulevar exterior, en esas cervecerías llenas de artistas en las que
se repiten, desde hace cincuenta años, las mismas paradojas de
estudiante.
En fin, hacemos teatro. Como sólo somos dos mujeres, mi marido
desempeña los papeles de doncella, y para ello se afeitó. No te
imaginas, querida Lucía, que cambiado está, ya no lo reconozco... ni de
día ni de noche. Si no dejase crecer enseguida su bigote creo que le
sería infiel, de tanto que me disgusta así.
En serio, un hombre sin bigote deja de ser un hombre. No me gusta
mucho la barba que casi siempre da un aspecto desaliñado, pero el
bigote, ¡ay, el bigote!, se hace imprescindible en una fisonomía viril.
No, nunca podrías imaginar cuán útil resulta para la vista y... las
relaciones entre esposos este pequeño cepillo de vello en el labio. Se
me han ocurrido un montón de reflexiones sobre este tema que apenas me
atrevo a contarte por escrito. Te las diré de buena gana... en voz baja.
Pero las palabras que expresan ciertas cosas son tan difíciles de
encontrar, y algunas palabras insustituibles, resultan tan feas sobre el
papel, que no puedo escribirlas. Y además, el tema es tan complejo, tan
delicado, tan escabroso, que necesitaría una ciencia infinita para
abordarlo sin peligro.
¡En fin! da igual si no me entiendes. Y además, querida, procura leer entre líneas.
Sí, cuando mi marido me llegó afeitado, enseguida supe que jamás
sentiría debilidad por un comediante, ni por un predicador, aunque fuese
el padre Didon, el más seductor de todos. Y cuando más tarde estuve a
solas con él (mi marido), fue mucho peor. ¡Oh! querida Lucía, nunca te
dejes besar por un hombre sin bigote; sus besos no tienen ningún sabor,
ninguno, ninguno! ya no tiene ese encanto, esa suavidad y
esa...pimienta, sí, esa pimienta del auténtico beso. El bigote es su
guindilla.
Imagínate que te apliquen en el labio un pergamino seco...o húmedo.
Esa es la caricia del hombre afeitado. Desde luego ya no merece la pena.
¿De dónde viene pues la seducción del bigote, me preguntarás? ¿Acaso lo sé?
Primero te produce un delicioso cosquilleo. Te roza la boca y sientes
un escalofrío agradable por todo el cuerpo, hasta la punta de los pies.
Es él el que acaricia, el que estremece y sobresalta la piel, el que
otorga a los nervios esa vibración exquisita que te arranca ese pequeño
“¡Ah!”, como si una tuviese mucho frío.
¡Y en el cuello! Sí, ¿has sentido alguna vez un bigote en tu cuello?
Eso te embriaga y te crispa, te baja por la espalda, te llega hasta la
punta de los dedos. Te retuerces, mueves los hombros, echas la cabeza
hacia atrás. Una desearía huir y quedarse; ¡es adorable e irritante!
¡Pero qué sensación tan agradable!
Hay más todavía...¡de verdad, ya no me atrevo! Un marido que te
quiere del todo sabe encontrar un montón de recónditos lugares donde
esconder sus besos, de los cuales una no se percataría nunca sola. Pues
bien, sin bigote esos besos también pierden mucho de su sabor; ¡sin
contar que se vuelven casi indecentes! Explícalo como puedas. En cuanto a
mí, ésta es la razón que lo justifica. Un labio sin bigote está igual
de desnudo que un cuerpo sin ropa; y, la ropa siempre hace falta, muy
poca si tú quieres, ¡pero es necesaria!
El Creador (no me atrevo a escribir otra palabra al hablar de estas
cosas), el Creador tuvo el detalle de velar todos los amparos de nuestra
carne donde tenía que esconderse el amor. Una boca afeitada se me
parece a un bosque talado alrededor de alguna fuente a donde se va a
comer y dormir.
Eso me recuerda una frase (de un político) que desde hace tres meses me está dando vueltas en la cabeza.
Mi marido, que lee los periódicos, me leyó, una noche, un discurso
singular de nuestro ministro de agricultura que se llamaba entonces el
Señor Méline, ¿habrá sido sustituido por otro? Lo ignoro.
No estaba escuchando, pero el nombre de Méline me llamó la atención.
Me recordó, no sé muy bien porqué, las escenas de la vida de Bohemia.
Creí que se trataba de una modistilla. Así fue cómo memoricé unos
fragmentos de este discurso. Entonces el Señor Méline les hacía a los
habitantes de Amiens, creo, esta declaración cuyo significado llevaba
buscando hasta la fecha: “No hay patriotismo sin agricultura”. Pues ese
significado, lo he hallado hace un rato; y he de confesarte que no hay
amor sin bigote. Cuando uno lo dice de este modo suena raro, ¿verdad?
¡No hay amor sin bigote!
“No hay patriotismo sin agricultura”, afirmaba el Señor Méline; y tenía razón ese ministro, ¡ahora lo entiendo!
Desde otro punto de vista, el bigote es esencial. Determina la
fisonomía. Te da un semblante dulce, tierno, violento, de rudo, de
golfo, ¡de atrevido! El hombre barbudo, realmente barbudo, el que lleva
todo el pelo (¡oh!, ¡qué palabra más fea!) en las mejillas no tiene
finura en la cara, pues quedan ocultos sus rasgos; y la forma de la
mandíbula y del mentón revelan muchas cosas a quien sabe ver. El hombre
con bigote conserva su aspecto propio y su elegancia al mismo tiempo.
¡Y que variados son esos bigotes! Tanto son solapados, rizados, como
coquetos. ¡Estos parecen querer a las mujeres por encima de todo!
Tanto son puntiagudos, como agujas, amenazadores. Éstos prefieren el vino, los caballos y las batallas.
Tanto son enormes, caídos, espantosos. Éstos enormes suelen disimular
un carácter excelente, una bondad que linda con la debilidad y una
dulzura que se confunde con la timidez.
Además, lo que primero me encanta del bigote es que sea francés, muy
francés. Procede de nuestros padres los galos y luego perduró como señal
de nuestro carácter nacional.
Es fanfarrón, galante y bravo. Se empapa graciosamente de vino y sabe
reír con elegancia, mientras que las anchas mandíbulas barbudas son
pesadas en todo lo que hacen.
Por cierto, me acuerdo de una cosa por la que lloré con fuerza y que
me hizo también, ahora me doy cuenta de ello amar el bigote en los
labios de los hombres.
Fue durante la guerra, en casa de papá. Era jovencita por aquel
entonces. Un día hubo un combate cerca del castillo. Llevaba toda la
mañana oyendo cañonazos y disparos, y por la noche un coronel alemán
entró y se instaló en nuestra casa. Luego, al día siguiente se marchó.
Fueron a avisar a mi padre de que había muchos muertos en los campos.
Los mandó traer a casa para enterrarlos juntos. Los tumbaban a lo largo
de la gran avenida de abetos, por ambos lados, a medida que iban
llegando; y como empezaban a oler mal, se les echaba tierra en el cuerpo
mientras se esperaba a que hubieran cavado la fosa común. De este modo
ya no se veía más que sus cabezas que parecían salir del suelo, igual de
amarillas, con sus ojos cerrados. Quise verlos; pero cuando descubrí
aquellas dos largas líneas de horribles caras, pensé que iba a perder el
sentido; y me puse a examinarlas, una tras otra, procurando adivinar lo
que habían sido esos hombres.
Los uniformes estaban enterrados, ocultos bajo la tierra, y sin
embargo de repente, sí querida, de repente reconocí a los franceses,
¡por su bigote!
Unos se habían afeitado el día mismo del combate, ¡como si hubiesen
querido ser coquetos hasta el último momento!. No obstante, su barba
había crecido un poco, pues sabes que la barba sigue creciendo aún
después de la muerte. Otros parecían tenerla de ocho días, pero todos al
fin llevaban el bigote francés, muy distinto, el orgulloso bigote, que
parecía estar diciendo: “No me confundas con mi vecino barbudo, pequeña,
soy de los tuyos”. Y lloré, ¡oh!, lloré mucho más que si no los hubiese
reconocido de esta manera, a esos pobres muertos.
Hice mal en contarte esto. Ahora estoy triste y me siento incapaz de charlar por más tiempo.
Venga, adiós, querida Lucía. Te envío un abrazo con toda mi alma. ¡Viva el bigote!
Jeanne.
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