Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)
El collar (1884)
(“La parure”)
Originalmente publicado en el periódico Le Gaulois (17 febrero 1884)
Era una de esas hermosas y
encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una
familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de
cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida,
comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y
aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de
Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue
sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a
vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las
mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su
encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su
instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la
única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más
grandes señoras.
Sufría constantemente,
sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos.
Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes,
sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las
cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la
torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona
que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y
delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas
de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en
los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones,
amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes
salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de
figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados,
dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los
hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las
mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se
sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres
días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire
de satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí
tan excelente como esto!”, pensaba en las comidas delicadas, en los
servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las
paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque
fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos
en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas
con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de
una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una
joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba;
no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto
habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una
compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia,
porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba
después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su
casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
—Mira, mujer —dijo—, aquí
tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la
envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El ministro de Instrucción
Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan
el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del
Ministerio.”
En lugar de enloquecer de alegría,
como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando
con desprecio:
—¿Qué haré yo con eso?
—Creí, mujercita mía, que con
ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan
oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha
costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan,
las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los
empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada
llena de angustia, le dijo con impaciencia:
—¿Qué quieres que me ponga
para ir allá?
No se había preocupado él de
semejante cosa, y balbució:
—Pues el traje que llevas cuando
vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado,
viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de
sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
—¿Qué te sucede? Pero ¿qué
te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo
un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz,
enjugando sus húmedas mejillas:
—Nada; que no tengo vestido para
ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se
encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
—Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto
te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones,
un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos,
haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir
sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del
empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
—No lo sé con seguridad, pero
creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues
reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta,
pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos
amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
—Bien. Te doy los cuatrocientos
francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que
hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y
la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo,
el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
—¿Qué te pasa? Te veo inquieta
y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
—Me disgusta no tener ni una
alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una
miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
—Ponte unas cuantas flores
naturales —replicó él—. Eso es muy elegante, sobre todo en este
tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
—No hay nada tan humillante como
parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
—¡Qué tonta eres! Anda a ver a
tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te
preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa
libertad.
La mujer dejó escapar un grito de
alegría.
—Tienes razón, no había
pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su
amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un
armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a
la señora de Loisel:
—Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un
collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería
primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo,
vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas.
Preguntaba sin cesar:
—¿No tienes ninguna otra?
—Sí, mujer. Dime qué quieres.
No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja
de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó
a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se
lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis
contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena
de angustia:
—¿Quieres prestármelo? No
quisiera llevar otra joya.
—Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con
entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La
señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las
otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos
los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle
presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella.
El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con
pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el
triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie
de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las
admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan
completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la
madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío,
junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el
abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir
ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del
traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por
las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
—Espera, mujer, vas a resfriarte
a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó
rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no
encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros
que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena
desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas
berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche
cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su
casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en
el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había
de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que
llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de
contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente
dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le
preguntó:
—¿Qué tienes?
Ella volvióse hacia él,
acongojada.
—Tengo..., tengo... —balbució
— que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
—¿Eh?... ¿cómo? ¡No es
posible!
Y buscaron entre los adornos del
traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes.
No lo encontraron.
Él preguntaba:
—¿Estás segura de que lo
llevabas al salir del baile?
—Sí, lo toqué al cruzar el
vestíbulo del Ministerio.
—Pero si lo hubieras perdido en
la calle, lo habríamos oído caer.
—Debe estar en el coche.
—Sí. Es probable. ¿Te fijaste
qué número tenía?
—No. Y tú, ¿no lo miraste?
—No.
Contempláronse aterrados. Loisel
se vistió por fin.
—Voy —dijo— a recorrer a pie
todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en
traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una
silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete.
No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a
las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio
ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de
las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele
alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con
el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con
el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
—Es menester —dijo— que
escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su
collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le
decía.
Al cabo de una semana perdieron
hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel
desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años,
manifestó:
—Es necesario hacer lo posible
por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el
estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su
interior.
El comerciante, después de
consultar sus libros, respondió:
—Señora, no salió de mi casa
collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un
cliente.
Anduvieron de joyería en joyería,
buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola,
describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del
Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al
que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo
consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los
reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por
él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro
se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que
le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil
francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá.
Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con
usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la
vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y,
espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que
los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y
de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando
sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel
devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
—Debiste devolvérmelo antes,
porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y
eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué
supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de
intento?
La señora de Loisel conoció la
vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una
resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero
que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más
económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la
casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando
sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de
las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que
ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la
basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar
aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a
casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la
cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta
insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger
unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las
noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces
escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían
ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las
renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía
entonces una vieja. Habíase transformado en la mujer fuerte, dura y
ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y
rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua
fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio,
sentábase junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro
tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su
estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién
sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace
falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un
paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la
semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño
cogido de la mano.
Era su antigua compañera de
colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de
Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla?
¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con
orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
—Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció,
admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz.
Balbució:
—Pero..., ¡señora!.., no sé.
.. Usted debe de confundirse...
—No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de
sorpresa.
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué
cambiada estás...
—¡Sí; muy malos días he
pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por
ti...
—¿Por mí? ¿Cómo es eso?
—¿Recuerdas aquel collar de
brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
—¡Sí, pero...
—Pues bien: lo perdí...
—¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
—Te devolví otro semejante. Y
hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás
que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el
sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había
detenido.
—¿Dices que compraste un collar
de brillantes para sustituir al mío?
—Sí. No lo habrás notado,
¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía
orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente
impresionada, cogióle ambas manos:
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero
si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía
quinientos francos a lo sumo!...
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