Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)


El abandonado (1884)
(“L’abandonné”)
[Otro título en español: “Abandonado”]
Originalmente publicado en Le Figaro (15 de agosto de 1884);
Yvette
(París: Victor-Havard, 1885, 291 págs.)



      —Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp,   y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.
       La señora Cadour dijo:
       —¿Quiere usted acompañarme, Apreval?
       Éste se inclinó, sonriendo con una galantería de los tiempos pasados, mientras decía:
       —Iré a donde usted vaya.
       —Bueno; idos a coger una insolación —exclamó el señor de Cadour.
       Y se metió en su cuarto del hotel de los Baños para echarse un par de horas en la cama.
       Cuando la respetable señora y su antiguo compañero quedaron solos, se pusieron en marcha. Ella dijo con voz muy baja y apretándole una mano:
       —¡Al fin! ¡Al fin!
       El murmuró:
       —Se ha vuelto usted loca. Estoy convencido en absoluto de que se ha vuelto usted loca. Piense cuánto arriesga. Si ese hombre...
       Ella le interrumpió, sobresaltada:
       —¡Oh, Enrique! No diga usted nunca ese hombre cuando hablemos de él.
       Él prosiguió bruscamente:
       —¡Bueno! Si nuestro hijo sospecha cualquier cosa, y receloso descubre la verdad, nos tiene cogidos para siempre. Pudo usted pasar cuarenta años alejada, sin conocerle siquiera, ¿qué antojo es el de hoy?
       Habían seguido la calle que va de la playa al pueblo. Volvieron a la derecha para subir el repecho de Etretat. El camino blanco se inundaba con los abrasadores rayos del sol.
       Andaban despacio, sofocándose, a paso corto. Ella se apoyaba en el brazo de su amigo, mirando hacia adelante, con los ojos fijos, insistentes.
       Preguntó:
       —¿De manera que tampoco usted le ha visto nunca?
       —¡Jamás!
       —Pero ¿es posible?
       —No comencemos nuevamente la eterna discusión. Yo tengo mujer y tengo hijos, como usted tiene un marido; como usted, debo guardarme de murmuraciones.
       Ella no respondió. Pensaba en su juventud lejana, en las cosas que ya pasaron. Todo era triste.
       Se había casado, como se casan muchas mujeres, a instancias de la familia, con un hombre al que apenas conocen. Su marido era diplomático; vivió con él como viven todas las mujeres de buena sociedad.
       Pero sucedió que un joven, Apreval, casado también, la quiso con un amor profundo, y durante una larga ausencia del señor Cadour, que había ido a las Indias, enviado por el Gobierno, la señora sucumbió.
       ¿Le hubiera sido posible resistir más? ¿Negarse? ¿Pudo resolverse a no ceder, adorándole como le adoraba? ¡No! ¡Ciertamente, no! ¡Era pedirle demasiado! Era demasiado sufrir. ¡La vida es tan miserable y engañosa! ¿Puede uno evitar ciertas asechanzas de la suerte, huir su destino? Siendo mujer, abandonada, sola, sin ternuras que la remedien, sin hijos que la defiendan, ¿se puede, un día y otro día, evitar una pasión que arrastra la existencia? ¿Se puede huir del sol, para encerrarse hasta la muerte en la oscuridad?
       Entonces, después de tanto tiempo, recordaba ella todos los detalles, las caricias, las ansias, las impaciencias aguardándole.¡Qué días tan felices! Los únicos felices. Y ¡qué pronto acabaron!
       ¡Entonces se dio cuenta de que estaba embarazada! ¡Qué angustias!
       ¡Oh! Aquel viaje al Mediodía, un viaje largo, doloroso; los temores incesantes, la vida misteriosa, oculta en la casita solitaria, cerca del mar, en el fondo de un jardín del que nunca se atrevió a salir.
       ¡Cómo recordaba los días eternos que pasó al pie de un naranjo, con los ojos fijos en el fruto redondo y rojo, escondido casi entre verdes hojas! Deseaba salir, acercarse al mar, cuya brisa fecunda recibía por encima de la tapia, cuyo constante vaivén oía sin cesar, cuya superficie azul, brillante al sol, y salpicada por blancas velas, era su encanto. Pero tenía miedo hasta de asomarse a la puerta. Si alguien la hubiese reconocido en aquel estado, con aquella cintura deforme y vergonzosa...
       Y los días de inquietud, los últimos días torturadores; y la espantosa noche del suceso. ¡Cuántas miserias había padecido!
       ¡Qué noche aquella! ¡Cuánto gimió, cuánto gritó! No se borraba de su memoria el rostro pálido de su amante, besándole a cada minuto las manos; la cabeza calva del médico, la cofia blanquísima de la enfermera.
       Y la sacudida violenta de su corazón al oír el débil gemido de la criatura, aquel primer esfuerzo de una voz de hombre.
       Y al día siguiente... ¡Ah! ¡Al día siguiente, único de su vida en que lo tuvo cerca y besó a su hijo! Porque jamás volvieron a verle sus ojos.
       Y desde entonces, ¡qué larga, penosa y vacía existencia, en la cual siempre, siempre flotaba el recuerdo imborrable de aquella criatura! ¡Y jamás volvió a verle, ni una sola vez, a aquel pedazo de sus entrañas, al hijo de sus amores!
       Lo cogieron, lo llevaron, lo escondieron. Ella supo solamente que unos campesinos normandos lo educaban, que vivía como campesino, que se casó, bien casado, y que fue bien establecido por su padre.
       ¡Cuántas veces, durante cuarenta años, ella quiso ir a verle, para besarle! ¡No imaginaba que se habría desarrollado! Le suponía siempre como aquella larva humana que sólo un día cogió en brazos, apretándo1e contra su cuerpo dolorido.
       Cuantas veces dijo a su amante: «No aguardo más, quiero verle, voy a verle», siempre la convencía, la contenía. Ella no sabia reprimirse, callarse, y el otro adivinaría y exploraría, comprometiéndolos.
       —¿Cómo es? —preguntaba la señora.
       —No lo sé. Tampoco le conozco.
       —¿Es posible? ¡Tener un hijo y no conocerle! ¡Rechazarle con temor, ocultarle como una vergüenza!

       Iban camino adelante, fatigados por el calor, ganando poco a poco el inacabable repecho.
       Ella prosiguió:
       —Parece un castigo. Jamás tuve otro. Y a aquél, no verle... No. Era imposible resistir al deseo de verle, que hace tantos años me obsesiona. Los hombres no comprenden eso. Piense usted que no está lejos el día de mi muerte.
             Y ¿era posible morir sin volverle a ver?
       —¿Cómo pude aguantar tanto tiempo? He pensado en él durante toda mi vida. ¡Qué horrorosa vida, con este pensamiento constante! ¡No he despertado una sola vez, ni una sola vez, sin que mi primer pensamiento no fuese para él, para el hijo mío! ¿Cómo estará? Me siento culpable, culpable de su abandono, de mi cobardía. ¿Se debe temer al mundo en tales casos? Debí dejarlo todo para no dejarle a él; conservarle, cuidarle y educarle. Hubiera sido más dichosa. Y no me atreví. ¡Bien lo pagué con mi sufrimiento. ¡Ah! Esas pobres criaturas abandonadas... ¡cómo deben de odiar a sus madres!
       De pronto se detuvo, ahogada por los sollozos. El valle estaba desierto y mudo bajo la luz abrumadora del sol.
       —Descanse usted un poco; siéntese un rato —dijo Apreval.
       Ella se dejó conducir hasta la cuneta, y, después de sentarse, ocultó el rostro entre las manos. Sus cabellos canosos, formando rizos, caían sobre sus mejillas, mezclándose con su llanto. Lloraba, herida por un dolor profundo.
       Él estaba en pie, frente a ella, inquieto, no sabiendo qué decirle, repetía:
       —Vamos.., valor...
       Ella se levantó de pronto:
       —¡Lo tendré!
       Y secándose los ojos, avanzó nuevamente con su paso inseguro de anciana.
       El camino se hundía, más adelante, bajo un grupo de árboles, que ocultaban algunas casas. Oyeron el choque vibrante y regular de un martillo en un yunque.
       Bien pronto vieron, a su derecha, una carreta parada junto a un cobertizo, y a la sombra dos hombres ocupados en herrar un caballo.
       El señor Apreval se acercó preguntando:
       —¿La granja de Pedro Benedicto?
       Uno de los hombres respondió:
       Tome usted el camino a la izquierda, y siga derecho; es la tercera pasando el café. Tiene un pino junto a la valla. No es fácil equivocarse.
       Volvieron a la izquierda. Ella estaba más tranquila, pero con las piernas cansadas y el corazón palpitante. A cada paso, murmuraba como un rezo: «¡Dios mío! ¡Dios mío!» Y oprimía su garganta una emoción terrible, haciéndola vacilar como si le hubiesen cortado las corvas.
       El señor Apreval, nervioso, algo pálido, le dijo bruscamente:
       —Si no sabe usted moderarse, todo se descubrirá en seguida. Trate de contenerse y disimular.
       Ella balbucía:
       —¿Puedo hacer más de lo que hago? ¡Hijo mío! ¡Cuando pienso que voy a ver al hijo mío!
       Avanzaban por una senda, entre los corrales de las masías, a la sombra de una doble fila de hayas.
       Y, de pronto, se hallaron frente a la valla junto a la cual crecía un pino.
       —Aquí es.
       Ella se detuvo y observó.
       La corralada, llena de manzanos, era grande. La casa, pequeña. Se veían también allí la cuadra, el establo, el gallinero. Bajo un cobertizo de pizarra, los carros, las carretas y una tartanita. Cuatro bueyes pastaban a la sombra de los árboles. Las gallinas iban y venían.
       La puerta de la casa estaba abierta. No se veía a nadie; no se oía ningún ruido.
       Entraron. Un perro negro salió de su casita, ladrando con furor.
       Junto a la pared había cuatro colmenas en fila.
       El señor Apreval gritó:
       —¿Hay alguien?
       Apareció una chiquilla de diez años aproximadamente, vestida con una camisa de algodón y una falda de lana, con las piernas desnudas y sucias, con la expresión tímida y desconfiada. Se paró delante de la puerta como para impedir la entrada, preguntando:
       —¿Qué buscan ustedes?
       —¿Está en casa tu padre?
       —No.
       —¿Adónde ha ido?
       —No lo sé.
       —¿Y tu madre?
       —Con las vacas.
       —¿Vendrá pronto?
       —No lo sé.
       Y bruscamente la señora, como si temiera que se la llevaran de allí a la fuerza sin conseguir su propósito, dijo con voz precipitada:
       —No me voy sin verle.
       —Le aguardaremos, amiga mía. Y vieron que una campesina se acercaba con dos cántaros de hojalata que parecían muy pesados, y que lucían como espejos reflejando el sol.
       Era coja la campesina; llevaba el pecho cruzado por una toquilla de lana oscura, lavada por las lluvias, deslucida por el calor, y tenía el aspecto de una criada pobre y sucia.
       —Ahí viene mi madre —dijo la niña.
       Acercándose la mujer, miraba recelosamente a los forasteros. Luego entró en la casa como si no los hubiera visto.
       Parecía vieja, con el rostro arrugado, amarillento, duro; la cara de pavo de las campesinas.
       El señor Apreval la llamó.
       —Diga usted, señora, ¿podría usted vendernos dos vasos de leche?
       La mujer refunfuñó, apareciendo en su puerta después de haberse descargado los cántaros:
       —No vendo leche.
       —Nosotros entramos porque teníamos bastante sed. La señora es anciana y se fatigó. ¿No hay manera de que hallemos algo que beber?
       La campesina, observándola con ojos inquietos y desconfiados, al fin se decidió:
       —Ya que vinieron ustedes aquí, les daré leche.
       Y volvió a entrar en su casa.
       Luego salió la chicuela con dos sillas y las puso a la sombra de un manzano, y la mujer compareció al poco rato con dos tazones de leche, que ofreció a los forasteros.
       Y se quedó cerca, vigilándolos, como si pretendiese adivinar o descubrir sus intenciones.
       —¿Son ustedes de Fécamp? —preguntó la campesina.
       El señor Apreval respondió:
       —Si; venimos de Fécamp, donde pasamos el verano.
       Y después de un silencio prosiguió:
       —¿Podría usted vendernos pollos todas las semanas?
       Después de algunas vacilaciones, la campesina dijo:
       —Sí podré. ¿Los quieren ustedes tiernecitos?
       —Tiernecitos.
       —¿A cómo los pagan ustedes en el mercado?
       Apreval no lo sabía, y se volvió hacía la señora.
       —¿Cuánto cuestan los pollos en el mercado?
       Ella balbució con los ojos llenos de lágrimas:
       —Cuatro francos, o cuatro cincuenta.
       La campesina miraba de reojo, visiblemente extrañada, y luego preguntó:
       —¿Está enferma esta señora?
       Apreval, viendo que su amiga lloraba, no sabía qué decir.
       —No, no... Es que... ha perdido el reloj en la carretera. Un magnífico reloj, y por eso... lo siente.  Si alguien lo encuentra, nos avisará usted.
       La campesina guardaba silencio; de pronto dijo:
       —¡Miren a mi hombre!
       Los forasteros no le habían visto entrar porque estaban de espaldas al postigo.
       Apreval se inmutó; la señora de Cadour estuvo a punto de caer al suelo desmayada.
       Un hombre apareció tirando de una vaca, encorvado, jadeante.
       Sin saludar a los forasteros decía:
       —Maldito animal, ¡qué penco!
       Y pasó de largo para entrar en el establo.
       El llanto de la señora se había secado repentinamente y estaba confundida, muda,  espantada. «¡Su hijo! ¡Aquél era su hijo»
       Apreval, preocupado por la misma idea, preguntó:
       —¿Es el señor Benedicto?
       La campesina, desconfiada, a la pregunta contestó con otra:
       —¿Quién le ha dicho a usted su nombre?
       Y el caballero prosiguió:
       —El herrador que hay en la carretera.
       Todos callaban, con los ojos fijos en la puerta del establo, que aparecía como una mancha negra en el muro. No se veía nada; se oían ruidos leves de movimientos, de pasos, amortiguados en la paja.
       El hombre apareció al fin, secándose la frente, y se dirigió a la casa con lentitud, con perezoso balanceo.
       Tampoco esta vez atendió a los forasteros, y dijo a su esposa:
       —Tráeme un jarro de sidra, tengo sed.
       Luego entró en el portal, y la campesina fue a la bodega, dejando solos a los parroquianos.  
       La señora Cadour, desconsolada, murmuró:
       —Vámonos, Enrique. Vámonos en seguida.
        El señor de Apreval, sosteniéndola como pudo, la fue llevando para que no se cayera, después de dejar cinco francos sobre una silla.
       Cuando estuvieron en el camino, ella rompió a llorar, sacudida por el dolor, y balbuciendo:
       —¡Ah! ¿Qué hizo usted con aquella criatura?
       Él, palideciendo, respondió secamente:
       —Hice lo que pude hacer. Su granja vale ochenta mil francos. Es un dote que no tienen la mayor parte de los hijos de familias acomodadas.
       Y volvieron despacio, sin hablar. Ella seguía llorando; sus lágrimas corrían por su rostro, continuas, interminables.
       Al fin se calmó. Entraban ya en el pueblo.
       El señor Cadour los aguardaba para comer. Se echó a reír al verlos llegar.
       —¡Bravísimo! ¡Perfectamente! Mi testaruda mujer ha cogido una insolación. ¡Cuando yo digo que de un tiempo a esta parte se ha vuelto loca!
       Nada contestaron el uno ni la otra.
       Y cuando el marido preguntó, frotándose las manos:
       —¿Se les hizo, al menos, agradable su caminata?
       El señor Apreval le respondió:
       —Sí, muy agradable; muy agradable.



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