Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)
La felicidad (1884)
[Otro título en español: “La dicha”]
(“Le bonheur”)
Originalmente publicado en el periódico Le Gaulois (16 de marzo de 1884);
Contes du jour et de la nuit
(París: Marpon-Flammarion, 1885, 190 págs.)
Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad
dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado
el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el
Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía
resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una
interminable plancha de metal pulimentado.
Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su
perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.
Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema,
volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave
melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras,
produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella
palabra, “amor”, constantemente pronunciada, tan pronto por la
voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre
ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba
como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.
¿Se puede amar durante muchos años seguidos?
—Sí —decían algunos.
—No —aseguraban otros.
Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se
citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos
de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían
citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían
emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del
acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción
honda y un interés ardiente.
De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano,
exclamó:
—¡Miren allí! ¿Qué es aquello?
Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme
y confusa.
Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender
aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.
Alguien dijo:
—Es Córcega. Se la ve así dos o tres veces al año en
ciertas condiciones atmosféricas excepcionales, cuando el
aire, de una limpidez perfecta, no la oculta con esas brumas
de vapor que siempre velan las lejanías.
Vagamente, se distinguían las crestas de las montañas,
donde creyeron reconocer la nieve. Todos quedaron
sorprendidos, turbados, casi asustados por aquella brusca
aparición de una tierra, por aquel fantasma salido del mar.
Así debieron de ser las extrañas visiones que tuvieron los
navegantes que, como Colón, partieron a través de los océanos
inexplorados.
Entonces, un anciano caballero, que aún no había hablado,
dijo:
—En esa isla que se alza ante nosotros como para responder
a lo que estábamos diciendo y despertar en mi memoria un
curioso recuerdo, conocí un ejemplo admirable de un amor
constante, inverosímilmente feliz. Se lo contaré. Hace cinco
años hice un viaje a Córcega. Es una isla salvaje, más
desconocida y lejana de nosotros que América, a pesar de que a
veces se la vea desde las costas de Francia, como hoy.
Imagínense un mundo todavía en el caos, un mar de montañas
separadas por angostos barrancos por los que corren torrentes;
no hay llanuras, sino inmensas olas de granito y gigantescas
ondulaciones de tierra cubiertas de matorrales o de umbrosos
bosques de castaños y pinos. Es un suelo virgen, inculto,
desierto, aunque a veces se descubra un pueblo, que parece un
amontonamiento de rocas en la cima de un monte. No hay
cultivos, ni industrias, ni arte. Jamás se encuentra un trozo
de madera tallada, un fragmento de piedra esculpida, ni hay
huellas del gusto infantil o refinado de los antepasados por
las cosas graciosas y bellas. Es esto precisamente lo que más
choca en aquel soberbio y duro país: la indiferencia
hereditaria por esa búsqueda de formas seductoras que se llama
arte. Italia, donde cada palacio, lleno de obras maestras, es
una obra maestra por sí mismo; donde el mármol, la madera, el
bronce, el hierro, los metales y las piedras atestiguan el
genio del hombre; donde los más pequeños objetos antiguos que
se encuentran en las casas viejas revelan esa divina
preocupación por la gracia, es para todos nosotros la patria
sagrada a la que se ama porque nos muestra y nos prueba el
esfuerzo, la grandeza, la potencia y el triunfo de la
inteligencia creadora. Frente a ella, la ruda Córcega se ha
conservado como en sus primeros días. El hombre vive allí en
su tosca casa, indiferente a todo lo que no afecte a su propia
existencia o a sus querellas de familia. Ha conservado los
defectos y las cualidades de las razas incultas, violento,
rencoroso, inconscientemente sanguinario, pero también
hospitalario, generoso, leal, ingenuo, capaz de abrir sus
puertas a los caminantes y de dar su fiel amistad a la menor
muestra de simpatía. Hacía un mes que vagaba a través de esta
isla magnífica, con la sensación de que estaba en los confines
del mundo. No había ni posadas, ni tabernas, ni carreteras.
Llegaba, por senderos de mulas, a esas aldeas que se sujetan
en las laderas de las montañas y desde las que se dominan
abismos tortuosos de cuyas profundidades sube por la noche el
rumor continuo, la voz sorda y honda del torrente. Llamaba a
las puertas de las casas, y pedía un refugio para la noche y
algo de comer hasta el día siguiente. Me sentaba a la humilde
mesa y dormía bajo un techo humilde; a la mañana siguiente,
estrechaba la mano que me tendía el huésped, el cual me
conducía hasta los límites del pueblo. Una noche, tras diez
horas de camino, llegué a una casita aislada en el fondo de un
pequeño valle que se abría al mar una legua más abajo. Las dos
vertientes montañosas, cubiertas de matorrales, de rocas
desmoronadas y de grandes árboles, cerraban como dos murallas
sombrías aquel barranco lamentablemente triste. En torno a la
choza, un viñedo y un pequeño huerto, y un poco más lejos,
varios grandes castaños: lo suficiente, en fin, para vivir, y
una fortuna para aquel país pobre. La mujer que me recibió era
vieja, grave y limpia, excepcionalmente. El hombre, sentado en
una silla de paja, se levantó para saludarme y se volvió a
sentar sin decir una palabra. Su compañera me dijo:
—Perdónele, se ha quedado sordo. Tiene ya ochenta y dos
años.
Me sorprendió que hablara el francés de Francia.
—¿Son ustedes de Córcega?
Ella me respondió:
—No. Somos del continente. Pero hace cincuenta años que
vivimos aquí.
Una sensación de angustia y de espanto se apoderó de mí al
pensar en aquellos cincuenta años transcurridos en un lugar
tan sombrío, tan alejado de las ciudades donde vive la gente.
Llegó un viejo pastor, y nos pusimos a comer el único plato de
la cena: una sopa espesa en la que habían hervido todo junto:
patatas, tocino y coles. Al acabar la breve comida, fui a
sentarme ante la puerta, con el corazón sobrecogido por la
melancolía del triste paisaje, oprimido por esa angustia que
se apodera a veces de los viajeros ciertas noches tristes en
ciertos lugares desolados. Parece como si todo, la existencia
y el universo, estuviera a punto de acabar. Bruscamente se
descubre la horrible miseria de la vida, el aislamiento de
todos, la nada de todo y la negra soledad del corazón, que se
mece y se engaña a sí mismo con sueños hasta la muerte. La
vieja se acercó a mí y, con esa curiosidad que vive siempre en
el fondo de las almas más resignadas, me preguntó:
—¿Viene usted de Francia, entonces?
—Sí, viajo por gusto.
—¿Será usted de París, quizá?
—No, soy de Nancy.
Me pareció que la agitaba una extraordinaria emoción.
Ignoro cómo lo sentí. Ella repitió con voz lenta:
—¿Es usted de Nancy?
En la puerta apareció el hombre, con esa impasibilidad de
los sordos.
—No importa. No oye nada —dijo ella. Luego, al cabo de unos
segundos, añadió:
—Entonces, conocerá usted a mucha gente en Nancy.
—Sí, a casi todo el mundo.
—¿Conoce a la familia de Sainte-Allaize?
—Sí, muy bien. Eran amigos de mi padre.
—¿Cómo se llama usted?
Le dije mi nombre. Me miró fijamente, y luego, con esa voz
de quien evoca sus recuerdos, me dijo:
—Sí, sí, me acuerdo. ¿Y los Brisemare? ¿Qué fue de ellos?
—Murieron todos.
—¡Ah! ¿Conocía a los Sirmont?
—Sí, el último es general.
Entonces, estremeciéndose de emoción y de angustia, por
algún sentimiento confuso, poderoso y sagrado, por no sé qué
deseo de confesar, de decirlo todo, de hablar de cosas que
había tenido hasta aquel momento encerradas en el fondo de su
corazón, y también de todas aquellas personas cuyo nombre
agitaba su espíritu, me dijo:
—Sí, ya sé: Henri de Sirmont. Es mi hermano.
Alcé mis ojos hasta ella, sobrecogido de sorpresa. Y, de
pronto, lo recordé todo. Tiempo atrás había sido un escándalo
en la noble Lorena. Una muchacha, bella y rica, Suzanne de
Sirmont, había sido raptada por un suboficial de húsares del
regimiento que mandaba su padre. Era un guapo mozo, hijo de
campesinos, pero que sabía llevar muy bien el dormán, aquel
soldado que sedujo a la hija de su coronel. Se debió fijar en
él y enamorarse, viendo desfilar los escuadrones. Pero ¿cómo
le habló, cómo pudieron verse, comprenderse? ¿Cómo se atrevió
ella a hacerle comprender que le amaba? No se pudo saber. Nada
logró adivinarse, y nadie lo presentía. Una noche, cuando el
soldado acababa de cumplir su servicio, desapareció con ella.
Los buscaron, pero no lograron encontrarlos. Jamás se tuvo
noticias de ella, y la consideraron como muerta. Y yo la
volvía a encontrar de aquella forma, en aquel siniestro valle.
—Sí, sí, ahora me acuerdo —le dije, a mi vez—. Usted es la
señorita Suzanne.
Ella dijo que sí con la cabeza. Caían lágrimas de sus ojos.
Entonces, señalándome con una mirada al anciano inmóvil a la
puerta de su casucha, me dijo:
—Es él.
Y me di cuenta de que lo seguía queriendo, de que lo veía
aún con sus ojos de seducida. Le pregunté:
—¿Ha sido usted feliz, por lo menos?
Ella me respondió, con una voz que le salía dél corazón:
—Sí, muy feliz. Me ha hecho muy feliz. Jamás he lamentado
nada.
La contemplé, triste, sorprendido, maravillado por el poder
del amor. Aquella señorita rica se había marchado con aquel
hombre, con aquel campesino. Se había transformado ella misma
en campesina. Se había acostumbrado a su vida sin encantos,
sin lujo, sin delicadeza de ninguna clase; se había doblegado
a sus costumbres sencillas. Y todavía lo amaba. Se había
transformado en una aldeana con gorro, con falda de paño.
Comía en un plato de barro sobre una mesa de madera, sentada
en una silla de paja, un guiso de coles y patatas con tocino.
Se acostaba en un jergón junto a él. ¡Y nunca había pensado en
nada, sino en él! No había echado de menos ni las joyas, ni
las finas telas, ni las elegancias, ni la blandura de los
asientos, ni la tibieza perfumada de las alcobas cubiertas de
tapices, ni la suavidad de los colchones de pluma donde los
cuerpos se hunden para el reposo. Nunca había necesitado más
que a él; su presencia colmaba sus deseos. Había abandonado la
vida de muy joven, y la sociedad, y a todos los que la habían
criado y querido. Sola con él, se había ido a aquel barranco
salvaje. Y él lo había sido todo en su vida, todo lo que se
desea, todo lo que se sueña, todo lo que se espera sin cesar,
todo lo que se ansía sin límites. Le había llenado de dicha la
existencia. No habría podido ser más feliz. Y durante toda la
noche, oyendo el ronquido sordo del viejo soldado tendido
sobre su yacija junto a la mujer que lo había seguido hasta
tan lejos, pensé en aquella extraña y sencilla aventura, en
aquella felicidad tan completa, hecha de tan poco. Y me marché
al amanecer, tras haber estrechado la mano a los dos ancianos
esposos.
El narrador se calló.
Una mujer dijo:
—No demuestra nada. Esa mujer tenía un ideal demasiado
fácil, necesidades demasiado primitivas y exigencias demasiado
sencillas. Tenía que ser una necia.
Otra, lentamente, dijo:
—¿Y qué importa? Fue feliz.
Y lejos, al final del horizonte, Córcega se hundía en la
noche, volvía a entrar lentamente en el mar, borrándose su
gran sombra aparecida como para contar por sí misma la
historia de los dos humildes amantes que se habían refugiado
en su costa.
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