Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)
Mademoiselle Fifí (1882)
(“Mademoiselle Fifi”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (23 marzo 1882)
Mademoiselle Fifi (1882)
El teniente coronel,
comandante prusiano, conde de Farlsberg, acababa de leer su correo,
arrellanado en un amplio sillón de tapiz, y sus botas sobre el
refinado mármol de la chimenea, donde sus espuelas, después de tres
meses que tomaron el castillo de Uville, habían trazado dos surcos
profundos, horadando un poco más cada día.
Una
taza de café humeante sobre una mesita de marquetería manchado por
los licores, quemado por los cigarros, rayado por el cortaplumas del
oficial conquistador que, algunas veces, después de afilar un lápiz,
trazaba sobre el mueble delicado unos signos o unos dibujos, según la
fantasía de sus sueños irreflexivos.
Cuando terminó sus cartas y hojeó los periódicos alemanes que su
cartero le había traído, se levantó, y, luego de tirar al fuego
tres o cuatro enormes leños verdes, ya que estos señores arrasaban
poco a poco el parque para calefaccionarse, se acercó a la ventana.
La
lluvia caía en oleadas, una lluvia normanda que se diría que era
lanzada por una mano furiosa, una lluvia al sesgo, espesa como una
cortina, formando una suerte de muro de rayas oblicuas, una lluvia
punzante, mojadora, ahogándolo todo, una verdadera lluvia de los
alrededores de Rouen, esa bacinica de Francia.
El
oficial miró largo tiempo el césped inundado, y, al fondo, el
Andelle crecido que desbordaba; y tamborileaba contra el vidrio un
vals del Rhin, cuando un ruido le hizo volverse; era su segundo, el
barón de Kelweingstein, que tenía el grado equivalente de capitán.
El
comandante era un gigante, de anchas espaldas, guarnecido de una larga
barba en abanico formando un mantel sobre su pecho; y todo su
continente solemne evocaba la idea de un pavo militar, un pavo que
tuviera su cola desplegada en su mentón. Tenía ojos azules, fríos y
gentiles, una mejilla cortada por un golpe de sable en la guerra de
Austria; se decía que era un buen hombre y un valiente oficial.
El
capitán pequeño, de cara roja, con un vientre abultado fajado con
fuerza, llevaba casi afeitada su barba rojiza, cuyos hilos de fuego
harían creer, cuando se encontraba bajo ciertos reflejos, que su cara
estaba frotada con fósforo. Dos dientes perdidos en una noche de
farra, sin que se recordara cómo, hacían que escupiera unas palabras
pringosas que no siempre se entendían; era calvo en la coronilla del
cráneo solamente, tonsurado como un monje, con un vellón de pelitos,
dorados y brillantes, alrededor de ese círculo de carne desnuda.
El
comandante le dio la mano, se tomó de un trago su taza de café (la
sexta en la mañana), escuchando el informe de su subordinado acerca
de las novedades del servicio; luego ambos se aproximaron a la ventana
comentando que eso no era agradable. El comandante era un hombre
tranquilo, casado en su tierra, se acomodaba a todo; pero el barón
capitán, vividor tenaz, mujeriego, frenético perseguidor de mujeres,
rabiaba de estar confinado por tres meses en la castidad obligatoria
de esa guarnición perdida.
Como llamaron a la puerta, el comandante gritó que entraran,;era un
hombre, uno de los soldados bajo su mando. Se asomó en el vano,
anunciando con su sola presencia que el almuerzo estaba servido.
En la sala se encontraban los tres oficiales de menor grado: un
teniente Otto de Grossing; dos subtenientes, Fritz Scheunabourg y el
marqués Wilhem d´Eyrik, un rubiecito fiero y brutal con los hombres,
duro con los vencidos, y violento como un arma de fuego.
Después de su entrada a Francia, sus camaradas le llamaban solamente
Mademoiselle Fifí. Este sobrenombre le venía de su coquetería, de
su talle delgado que se diría hecho por un corsé, por su cara pálida
donde su naciente bigote aparecía apenas, y también de su costumbre
que había adquirido, para expresar su soberano desprecio por los
seres y las cosas, de emplear siempre la expresión francesa “fi, fi
donc”, que pronunciaba con un ligero silbido.
El
comedor del castillo d´Uville era una larga y regia estancia cuyos
espejos de cristal antiguo, acribillado de balas, y las grandes
tapicerías de Flandes, cortadas por golpes de sables y colgando en
tiras, hablaban de las ocupaciones de Mademoiselle Fifí durante sus
horas de ocio
En
las paredes, tres retratos de familia, un militar en armadura, un
cardenal y un presidente, fumando en largas pipas de porcelana,
mientras que en su marco desdorado por el paso del tiempo, una noble
dama de pechos ceñidos mostraba con aire arrogante un enorme par de
bigotes dibujados al carbón.
Y
el almuerzo de los oficiales se desarrolló casi en silencio en ese
comedor mutilado, ensombrecido por el aguacero, triste por su aspecto
derrotado, y cuyo antiguo parqué de roble se había puesto sórdido
como el piso de una taberna. A la hora del tabaco, cuando empezaron a
beber, habiendo terminado de comer, se pusieron, igual que todos los días,
a hablar de su aburrimiento. Las botellas de coñac y de licores
pasaban de mano en mano; y todos, arrellanados en sus sillas, tomaban
pequeños sorbos repetidos, manteniendo en la comisura de la boca la
larga pipa curvada que terminaba en un huevo de loza, siempre
pintarrajeado como para seducir Hotentotes. Cuando sus vasos estaban
vacíos, los reemplazaban con un gesto de cansancio resignado. Pero
Mademoiselle Fifí rompía siempre el suyo, y un soldado
inmediatamente le servía otro.
Una
niebla de humo acre los ahogaba, y parecían contagiados de una
borrachera soñolienta y triste, en esa lúgubre borrachera de gente
que no tiene nada que hacer.
Pero el
barón, de repente, se enderezó. Una rebelión lo sacudía; blasfemó:
— Por Dios,
esto no puede continuar, debemos inventar algo para terminarlo.
Juntos el teniente
Otto y el subteniente Fritz, dos alemanes dotados eminentemente de
fisonomías alemanas pesadas y graves, replicaron:
—
¿Qué, mi capitán?
Pensó algunos segundos, después respondió:
—
¿Qué? Muy bien, organizaremos una fiesta si el comandante lo permite.
El
comandante, sacándose la pipa:
— ¿Cuál fiesta, capitán?
El
barón se acercó:
— Yo me
encargo de todo, mi comandante. Yo enviaré a Rouen a Le Deber que nos
traerá las damas; sé dónde las puede encontrar. Prepararemos aquí
una cena; nada nos falta por lo demás, y, al menos pasaremos una
buena velada.
El
conde de Farlsberg alzó los párpados sonriendo:
—Está
loco, mi amigo.
Pero todos los oficiales estaban de pie, rodeando al jefe, suplicándole:
—
Permítale al capitán, mi comandante, es triste aquí.
Finalmente el comandante cedió:
—Bueno
—dijo, e inmediatamente el barón fue a llamar a Le Deber. Era un
viejo suboficial que nunca se le veía sonreír, pero que cumplía fanáticamente
todas las ordenes de sus jefes, cualquiera que ellas fuesen.
De
pie, con su cara imperturbable, recibió las instrucciones del barón;
luego salió; y cinco minutos más tarde, un gran vehículo de convoy
militar, cubierto de un toldo de molino tendido como una cúpula,
arrancaba bajo la lluvia feroz, al galope de cuatro caballos.
Inmediatamente un estremecimiento de renovación pareció correr por
los espíritus: las actitudes lánguidas se enmendaron, los rostros se
animaron y se pusieron a charlar.
Aunque el aguacero continuaba con tanta mas furia, el mayor afirmó
que estaba menos oscuro; y el teniente Otto comentó con convicción
que el cielo estaba aclarando. Mademoiselle Fifí mismo parecía no
poder mantenerse en su lugar. Se levantaba, se volvía a sentar. Sus
ojos claros y duros buscaban alguna cosa para romper. De repente, fijándose
en la dama de los bigotes, el rubio jovencito sacó su revólver.
—Tú no lo verás
—dijo; y sin moverse de su lugar, disparó. Dos balas sucesivamente
perforaron los dos ojos del retrato. Luego gritó:
— ¡Hagamos
la mina! — y bruscamente la conversación se interrumpió, como si
un interés irresistible y novedoso se hubiese apoderado de todos.
La
mina era de su invención, su manera de destruir, su entretención
preferida.
Al
abandonar su castillo, su legítimo propietario, el conde Fernando d´Amoys
de Uville, no tuvo tiempo para llevarse nada, ni esconder nada, salvo
la platería en la cavidad de un muro. Ahora, como era muy rico y espléndido,
su gran salón, cuya puerta abría hacia el comedor, presentaba, ante
la precipitada huida del dueño, el aspecto de una galería de museo.
De
las murallas colgaban las telas, los dibujos y las acuarelas de valor,
mientras que en los muebles, los libreros, y en las finas vitrinas,
miles de adornos, potiches, estatuillas, figuras de Sajonia, figuritas
chinas, marfiles antiguos cristales de Venecia, poblaban el vasto
departamento de su colección valiosa y peculiar.
Escasamente algo quedaba. No es que lo hubiesen saqueado; el
Comandante Conde de Farlsberg no lo hubiese permitido; pero
Mademoiselle Fifí, de vez en cuando, hacía la mina; y todos los
oficiales, ese día, realmente se divertían durante cinco minutos.
El
marquesito fue a buscar al salón lo que necesitaba. Trajo una linda
tetera rosada China, de la familia, que llenó de pólvora de cañón,
y por el pitorro introdujo cuidadosamente un largo pedazo de mecha, la
encendió, y corrió a dejar esta máquina infernal en el apartamento
vecino.
Luego volvió muy rápido, cerró la puerta. Todos los alemanes
esperaban, de pie, con el rostro sonriente de una curiosidad infantil;
una vez que la explosión sacudió el castillo, se precipitaron todos
al mismo tiempo.
Mademoiselle fue el primero, aplaudiendo con delirio delante de una
venus de terracota cuya cabeza había saltado por fin; cada uno recogió
unos pedazos de porcelana, impresionados de los bordes extraños de
los escombros, examinando los nuevos destrozos, comentando los daños
como producto de la reciente explosión; y el comandante contemplaba
con aire paternal el vasto salón arruinado por esta metralla a lo Nerón,
y sembrada de cascotes de obras de arte. El primero en salir, declaró
cándidamente:
— Fue muy exitoso esta vez.
Pero tal torbellino de humo entró al comedor, que mezclado con el del
tabaco, no se podía respirar. El comandante abrió la ventana, y
todos los oficiales, volviendo para beber otra copa de coñac, se
acercaron.
El
aire húmedo saturaba la habitación, dando una suerte de polvo de
agua que empolvaba las barbas, y un olor de inundación. Miraron los
grandes árboles abatidos por los chubascos, el gran valle oscurecido
por esta capa de nubes sombrías y bajas, y muy a lo lejos el
campanario de la iglesia erecto como una punta gris en la lluvia
martilleante.
Después de su llegada no había sonado nunca más. Era, por lo demás,
la única resistencia que los invasores habían encontrado en los
alrededores: aquella del campanario. El cura de ninguna manera se había
negado a recibir y a alimentar a los soldados prusianos; él mismo había
muchas veces aceptado beber una botella de cerveza o de burdeos con el
comandante enemigo, que le utilizaba como intermediario benévolo;
pero no debía pedirle ni un solo tañido de su campana; antes se habría
dejado fusilar. Era su manera de protestar contra la invasión,
protesta pacífica, protesta de silencio, la única, decía, que era
adecuada al sacerdote, hombre de dulzura y no de sangre; y todo el
mundo, a diez leguas a la redonda, alababa la firmeza, el heroísmo
del abad Chantavoine, que osaba manifestar el duelo público,
proclamarlo, por el mutismo obstinado de su iglesia.
El
pueblo entero, entusiasmado por esta resistencia, estaba presto a
apoyar hasta el fin a su pastor con toda valentía, considerando esta
protesta tácita como la salvaguardia del honor nacional. A los
campesinos les parecía que así hacían mejor mérito por la patria
que Belfort y que Strasbourg, que habían dado un ejemplo equivalente;
que el nombre de la aldea se inmortalizaría; y, fuera de eso, no
negaban nada a los Prusianos vencedores.
El
comandante y sus oficiales se reían juntos de este coraje inofensivo;
y como en toda la región se mostraban complacientes y flexibles a su
autoridad, toleraban gustosamente su patriotismo mudo.
Solo el marquesito Wilhem quería forzar para que la campana sonara.
Se enojaba por la condescendencia política de su superior para con el
sacerdote; y diariamente le suplicaba al comandante lo dejara hacer
"ding—don—don", una vez, una pequeñísima vez, para reírse
un poco solamente. Y lo pedía con esas zalamerías de gata,
engatusamientos de mujer, unas suaves voces de una matrona enloquecida
por un antojo, pero el comandante no cedía, y Mademoiselle Fifí,
para consolarse, hacía la mina en el castillo d´Uville.
Los
cinco hombres permanecieron allí, amontonados, inhalando la humedad;
el teniente Fritz, finalmente, dijo en medio de una risa pastosa:
— Las señoritas verdaderamente no tendrán buen tiempo para su
paseo.
Luego se separaron cada uno a su trabajo, y el capitán tenía mucho
quehacer para los preparativos de la cena.
Cuando se reunieron nuevamente a la caída de la noche, se miraban
sonriéndose de su apariencia acicalada y reluciente como en los días
de revista general, engominados, perfumados, lozanos. El cabello del
comandante parecía menos gris que en la mañana; y el capitán se había
afeitado, manteniendo solo el bigote, que parecía una llama bajo la
nariz.
A
pesar de la lluvia se dejó la ventana abierta; uno de ellos a veces
iba a escuchar. A las seis y diez el barón señaló un lejano ruido
rodante. Todos se precipitaron; y pronto el gran vehículo apareció,
con sus cuatro caballos al galope, embarrados hasta las ancas,
humeantes y resoplantes.
Cinco mujeres descendieron por la escalinata, cinco bellas jóvenes
escogidas con cuidado por un compañero del capitán, para quien El
Deber era portador de una carta de su jefe.
No
se habían hecho de rogar, seguras de ser bien pagadas, conociendo por
lo demás a los prusianos, después de tratarlos por tres meses,
resignadas a los hombres como a la situación. "El oficio lo
requiere" decían en el viaje, para responderse sin duda a algún
escozor secreto de un resto de conciencia.
Enseguida entraron al comedor. Iluminado, parecía más lúgubre ahora
en su deterioro lastimoso; y la mesa cubierta de comida, de rica
vajilla y platería encontrada en el muro donde la había escondido su
dueño, daba al lugar el aspecto de una taberna de bandidos que cenan
después de un pillaje. El capitán, radiante, se apoderó de las
mujeres como de algo propio, las justipreciaba, las olía, las
evaluaba en su valor como mujeres para el placer; y como los tres jóvenes
quisieron elegir cada uno, se opuso con autoridad, reservándose el
derecho de hacer la repartición, con toda justicia, de acuerdo a los
grados, para no herir en nada la jerarquía.
Entonces, con el fin de evitar toda discusión, toda disputa y toda
sospecha de parcialidad, las alineó en línea por altura, y dirigiéndose
a la más alta, con el tono de comandante:
—
¿Tu nombre?
Respondió alzando la voz:
—
Pamela.
Entonces dijo:
—
Número uno, la mentada Pamela, adjudicada al comandante.
Habiendo en seguida
abrazado a Blondine, la segunda, en signo de propiedad, ofreció al
teniente Otto la gorda Amanda, Eva la Tomate al subteniente Fritz, y
la más pequeña de todas, Raquel, una morena jovencita, de ojos
negros como una mancha de tinta, una judía cuya nariz respingada
confirmaba la regla que da picos curvados a toda su raza, al más
joven de los oficiales, al frágil marqués Wilhem dÉyrik
Todas, por lo demás, eran bonitas y entradas en carne, con fisonomías
parecidas, hechas muy similares de aspecto y piel por las prácticas
de amor cotidianas y la vida en común de las casas públicas.
Los
tres jóvenes caballeros pretendieron inmediatamente llevarse sus
mujeres, bajo pretexto de ofrecerles cepillos y jabón para su aseo;
pero el capitán se opuso astutamente, afirmando que estaban bien para
sentarse a la mesa y que aquellos que subieran desearían cambiar al
bajar y molestarían a las otras parejas. Su experiencia triunfó.
Hubo solamente muchos besos de expectación.
De
repente, Raquel se ahogó, tosía hasta las lágrimas, y expulsaba
humo por las fosas nasales. El marqués, bajo pretexto de besarla, le
insufló un chorro de humo de cigarro por la boca. No se enojó, no
dijo una sola palabra, pero miró fijamente a su poseedor con una cólera
nacida en el fondo de sus ojos negros.
Se
sentaron. El comandante mismo parecía encantado; puso a la derecha a
Pamela, Blondine a su izquierda, y dijo, desplegando su servilleta:
— Usted ha tenido una brillante idea, capitán.
Los
tenientes Otto y Fritz, educados como delante de mujeres de sociedad,
intimidaban un poco a sus vecinas; pero el barón de Kelweingstein,
relajado en su vicio, radiante, lanzaba palabras obscenas, parecía
encendido con su corona de cabellos rojos. Galanteaba en francés del
Rhin; y sus cumplidos de taberna, expectoradas por el hoyo de sus dos
dientes quebrados, llegaban a las muchachas en medio de una metralla
de saliva.
Ellas no entendían nada, por lo demás; y su comprensión no pareció
despertar hasta que escupió unas palabras obscenas, unas expresiones
crudas, estropeadas por su acento. Entonces todas, al mismo tiempo,
comenzaron a reír como locas, cayéndose sobre los vientres de sus
vecinos, repitiendo los dichos que el barón se puso a desfigurar
entonces con placer para hacerles decir palabrotas. Las vomitaban en
cantidades, borrachas a las primeras botellas de vino; y volvieron,
abierta la puerta, a sus costumbres; besaban los bigotes de la derecha
y de la izquierda, pellizcando los brazos, lanzando gritos violentos,
bebiéndose todos los vasos, cantando coplas francesas y unos
fragmentos de canciones alemanas aprendidas en sus relaciones
cotidianas con el enemigo.
Pronto los propios hombres, embriagados por esta carne de mujer a
disposición de sus narices y bajo sus manos, se enloquecieron,
aullaban, quebraban la vajilla, mientras que detrás de ellos los
soldados imperturbables les servían.
Sólo
el comandante guardaba la compostura.
Mademoiselle
Fifí había sentado a Raquel sobre sus rodillas, y se animaba fríamente;
a veces besaba locamente los rizos de ébano de su cuello, oliendo por
la estrecha holgura entre el vestido y la piel el dulce calor de su
cuerpo y todo el aroma de su persona; a veces, a través de la ropa,
la pellizcaba con furor, la hacía gritar, poseído de una ferocidad
apasionada, dominado por su necesidad de destrucción. Frecuentemente,
también, la abrazaba con todos los brazos, apretándola como si
quisiera fundirla con él, apoyaba largamente sus labios sobre la boca
fresca de la judía, la besaba hasta perder el aliento; pero de
repente la mordió con tanta fuerza que un reguero de sangre descendió
sobre el mentón de la joven mujer y goteó en su corpiño.
Una
vez más, ella lo miró fijamente a la cara, y, limpiando la herida,
murmuró:
— Lo pagarás.
Él se puso a reír, con una risa dura.
— Lo pagaré —dijo.
Llegaron a los postres, sirvieron el champaña. El comandante se
levantó, y con el mismo tono que habría puesto para brindar a la
salud de la emperatriz Augusta, brindó:
—
¡Por nuestras damas! —y comenzó una serie de brindis; unos brindis
de una galantería de soldadotes y borrachos, entremezclados de
chistes obscenos, transformados y más brutales aún por la ignorancia
del idioma.
Se
levantaban uno después del otro, buscando en su mente, esforzándose
para ser ingeniosos; y las mujeres, ebrias de caerse, los ojos vagos,
los labios pastosos, aplaudían cada vez desaforadamente.
El
capitán, deseando sin duda darle a la orgía un aire galante, levantó
otra vez su copa, y dijo:
— ¡Por nuestra victoria sobre los corazones!
Entonces el teniente Otto, especie de oso de la selva negra, se levantó,
inflamado, saturado de tragos. Invadido bruscamente de patriotismo
alcohólico, gritó:
— ¡Por nuestra victoria sobre la Francia!
Aún
borrachas como estaban, las mujeres se quedaron en silencio; y Raquel,
temblando, contestó:
— Sabes, conozco franceses delante de los cuales no dirías eso.
Pero el pequeño marqués la mantenía sobre sus rodillas, se puso a
reír, muy alegre por el vino:
— ¡Ja,
ja, ja, yo mismo jamás los he visto. Inmediatamente que nosotros
aparecimos, ellos huyeron!
La
muchacha, agraviada, le gritó en la cara:
—¡Tú,
bastardo!
Durante un segundo, fijó sobre ella sus ojos claros, como los fijaba
en los cuadros que agujereaba la tela a tiros de revólver, luego se
puso a reír:
— ¡Ja,
sí, hablemos de ello, buena moza! ¿Estaríamos nosotros aquí, si
fueran valientes?— y animándose:
— ¡Nosotros somos los amos! ¡Nuestra es la Francia!
Se
bajó de sus rodillas volviendo a su silla. Él se levantó, tendió
su copa en medio de la mesa y repitió: ¡Nuestra es Francia y los
franceses, los bosques, los campos y las casas francesas!
Los
otros, todos borrachos, sacudidos repentinamente por un entusiasmo
militar, entusiasmo animal, alzaron sus copas vociferando "¡Viva
Prusia!" y vaciándolas al seco.
Las
muchachas no protestaron nada, reducidas al silencio y paralizadas de
miedo. Raquel misma callaba, incapacitada para responder.
Entonces el marquesito puso sobre la cabeza de la judía su copa de
champaña, llenándola de nuevo:
—¡Son nuestras también, gritó, todas las mujeres de Francia!
Ella se levantó tan bruscamente, que el cristal, se volcó, se vació
el vino amarillo sobre su cabello negro, como en un bautizo, y cayendo
al suelo se quebró. Con los labios temblando, ella miraba desafiante
al oficial que continuaba riendo, y ella balbució con una voz
estrangulada de cólera:
— Eso,
eso, eso no es verdad, ya que ustedes no poseerán a las mujeres
francesas.
Se
sentó para reír a sus anchas, e, imitando el acento parisino:
—Ella
está desquiciada, desquiciada, ¿qué, entonces, has venido a hacer
aquí, nena?
Cortada, se quedó callada primero, sin comprender en su apuro. Después
que hubo comprendido bien lo que decía, le lanzó indignada y
vehemente:
—¡Yo!,
¡yo!, yo no soy una mujer, yo, yo soy una puta: es todo lo que se
merecen los prusianos.
No
había terminado cuando la abofeteó al vuelo: pero cuando él levantó
la mano nuevamente, loca de rabia, ella tomó de la mesa un pequeño
cuchillo de postre con hoja de plata, y tan bruscamente que nadie se
dio cuenta, se lo enterró derecho en el cuello, justo en el hueco
donde comienza el pecho.
Una
palabra que pronunciaba se cortó en su garganta; permaneció
boqueando, con una mirada espantosa.
Todos lanzaron un rugido, y se levantaron en tumulto; pero habiendo
lanzado su silla en las piernas del teniente Otto, que cayó a todo su
largo, corrió a la ventana, la abrió antes que pudieran alcanzarla,
y saltó en la noche, bajo la lluvia que continuaba cayendo.
En
dos minutos, mademoiselle Fifí estaba muerto. Entonces Fritz y Otto
desenvainaron y querían masacrar a las mujeres, que se arrastraban en
sus rodillas. El comandante, con esfuerzo, impidió esta carnicería,
las hizo encerrar en un dormitorio bajo la guardia de dos hombres, las
cuatro jóvenes desesperadas; luego, como si desplegara sus soldados
para un combate, organizó la persecución de la fugitiva, seguro de
apresarla.
Cincuenta hombres, fustigados de amenazas, fueron lanzados al parque.
Otros doscientos rastrearon los bosques y todas las casas del valle.
La
mesa, desmantelada en un instante, servía mientras tanto de litera
mortuoria, y los cuatro oficiales, rígidos, sobrios, con la cara
endurecida de hombres de guerra en funciones, permanecían de pie ante
la ventana, escudriñando la noche.
La
lluvia torrencial continuaba. Un chapoteo llenaba la oscuridad, un
flotante murmullo de agua que cae y de agua que corre, de agua que
gotea y de agua que salpica.
De
repente un tiro resonó, luego otro más lejos; y, durante cuatro
horas, se escucharon así de vez en cuando unas detonaciones cercanas
y lejanas, y unos gritos de ánimo, unas palabras extrañas lanzadas
como llamados de voces guturales.
En
la mañana regresaron todos. Dos soldados habían sido muertos, y
otros tres heridos por sus compañeros en el fragor de la caza y la
alarma de esta persecución nocturna.
No habían encontrado a Raquel.
Entonces los habitantes fueron aterrorizados, las moradas revueltas,
toda la región explorada. La judía no parecía haber dejado ni una
huella de su paso.
El
general, prevenido, ordenó echar tierra al incidente, para no dar
malos ejemplos en el ejército, y ordenó un castigo disciplinario al
comandante, quien castigó a su vez a sus subordinados. El general había
dicho "No se hace la guerra para divertirse y acariciar mujeres públicas".
Y el conde de Farlsberg, exasperado, resolvió vengarse del pueblo.
Como le era necesario un pretexto a fin de actuar con rigor, hizo
venir al cura y le ordenó tañer la campana en los funerales del
marqués d´Eyrik.
Contra todo lo esperado, el sacerdote se mostró dócil, humilde,
lleno de consideración. Y cuando el cuerpo de Mademoiselle Fifí,
llevado por unos soldados, precedido, rodeado, seguido de soldados que
marchaban con el fusil cargado, salió del castillo de Uville, dirigiéndose
al cementerio, por primera vez la campana tocó su tañido fúnebre
con un ritmo alegre, como si una mano amiga la hubiese acariciado.
Tocó
aún en la tarde, y la mañana siguiente también, y todos los días;
repicó tanto como querían. A veces, incluso en la noche, se ponía
sola en movimiento, y lanzaba dulcemente dos o tres sones en la
oscuridad, impregnada de una alegría singular, despierta no se sabía
por qué. Todos los campesinos del lugar la creyeron embrujada; y
nadie, excepto el cura y el sacristán, se aproximaba al campanario.
Es
que una pobre muchacha vivía en lo alto, en la angustia y la soledad,
alimentada en secreto por esos dos hombres.
Permaneció allí hasta la partida de las tropas alemanas. Luego, una
tarde, el cura habiendo pedido prestado la carreta de bancas al
panadero, condujo él mismo a su prisionera hasta la puerta de Rouen.
Habiendo arribado, el sacerdote la besó; descendió y caminó
apresuradamente hasta los pies del prostíbulo, cuyo madame la creía
muerta.
Fue
sacada de allí algún tiempo después por un patriota sin prejuicios
que la amaba por su bella acción. Después, habiéndola querido por sí
misma, la desposó, convirtiéndola en una dama que valía tanto como
muchas otras.
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