Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)


Miss Harriet (1883)
(“Miss Harriet”)
Originalmente publicado, como “Miss Hastings”, en el periódico Le Gaulois
(9 de julio de 1883);
Miss Harriet
(París: Victor-Havard Éditeur, 1884, 348 págs.)


A la señora…

      Éramos siete en el coche, cuatro mujeres y tres hombres, uno de los cuales iba en el pescante junto al cochero, y subíamos al paso de los caballos la gran cuesta por la que serpenteaba la carretera.
       Habíamos salido de Étretat al alba para ir a visitar las ruinas de Tancarville, y estábamos aún dormitando, entumecidos por el fresquito de la madrugada. Sobre todo las mujeres, poco acostumbradas a los madrugones del cazador, cerraban a cada momento los párpados, inclinaban la cabeza o bien bostezaban, insensibles a la emoción de la salida del sol.
       Era otoño. A ambos lados del camino se extendían los campos desnudos, amarillentos por los rastrojos de avena y de trigo segados que cubrían el suelo como una barba mal afeitada. La tierra calinosa parecía humear. Unas alondras cantaban en los aires, otros pájaros piaban en los matorrales.
       Finalmente, se alzó el sol delante de nosotros, todo rojo en la línea del horizonte; y a medida que ascendía, haciéndose cada vez más claro, parecía que también la campiña se despertara y sonriera, se sacudiera y se quitara, como una muchacha que abandona el lecho, su camisa de blancos vapores.
       El conde de Étraille gritó desde el pescante: “¡Miren, una liebre!”, y extendió el brazo a la izquierda, en dirección a un campo de trébol. El animal corría, casi oculto por la hierba, dejando ver tan sólo sus grandes orejas; luego huyó velozmente a través de un campo arado, se detuvo, volvió a partir en una loca carrera, cambió de dirección, se detuvo de nuevo, inquieto, espiando todo posible peligro, indeciso sobre el camino a tomar; echó de nuevo a correr con grandes saltos de las patas traseras y desapareció en un vasto campo de remolachas. Todos los hombres se despertaron, siguiendo la marcha del animal.
       René Lemanoir manifestó:
       —No somos galantes esta mañana. —Y mirando a su vecina, la pequeña baronesa de Sérennes, que luchaba contra el sueño, le dijo a media voz—: Piensa usted en su marido, baronesa. Tranquilícese, no volverá hasta el sábado. Aún le quedan cuatro días.
       Ella respondió con una sonrisa aletargada:
       —¡Qué tonto es usted! —Luego, sacudiéndose la modorra de encima, añadió—: Veamos, díganos algo que nos haga reír. Usted, señor Chenal, a quien se considera más afortunado en amores que el duque de Richelieu, cuéntenos una historia de amor que haya vivido, la que usted quiera.
       Léon Chenal, un viejo pintor que había sido muy apuesto, muy fuerte, muy orgulloso de su físico, y muy amado, se cogió con la mano su luenga barba blanca y sonrió; luego, al cabo de unos momentos de reflexión, se puso de repente serio.
       —No será alegre, señoras; voy a contarles el más lamentable amor de mi vida. Deseo a mis amigos que no inspiren uno semejante.


I

      Tenía yo por aquel entonces veinticinco años y andaba pintando por las costas normandas.
       Entiendo por “andar pintando” ese vagabundear con el hato al hombro, de posada en posada, con la excusa de hacer estudios y paisajes del natural. No conozco nada mejor que esa vida errante, a la ventura. Uno es libre, no tiene obligaciones de ningún tipo, ni preocupaciones, ni que pensar siquiera en el mañana. Tomas el camino que te place, sin más guía que la fantasía, sin más consejero que el puro recreo de la vista. Te paras porque un riachuelo te seduce, porque hoy sale un agradable olor a patatas fritas por la puerta de una posada. A veces la elección se hace por un perfume de clemátide o por la candorosa mirada de una moza de posada. No son de despreciar estos rústicos amores. Pues también esas muchachas tienen alma y sentidos, unas mejillas firmes y unos labios carnosos; y sus arrebatados besos son sabrosos e intensos como una fruta de bosque. El amor tiene siempre su valor, venga de donde venga. Un corazón que palpita cuando uno llega, un ojo que lagrimea cuando uno se va, son cosas tan raras, dulces y preciosas que no deben despreciarse jamás.
       He conocido las citas en regueras llenas de prímulas, detrás del establo donde duermen las vacas, y en los pajares de los graneros tibios aún del calor del día. Guardo el recuerdo de la basta tela gris sobre unas carnes elásticas y ásperas, y nostalgias de ingenuas y francas caricias, más delicadas, en su sincera brutalidad, que los sutiles placeres obtenidos de mujeres encantadoras y distinguidas.
       Pero lo que sobre todo le gusta a uno en estas excursiones a la ventura es el campo, los bosques, las salidas del sol, los crepúsculos, los claros de luna. Para los pintores, éstos son viajes de nupcias con la tierra. Estás solo, muy cerca de ella, en esa larga cita tranquila. Te tumbas en un prado, en medio de las margaritas y de las amapolas, y, con los ojos abiertos, bajo un claro raudal de luz solar, miras a lo lejos el pueblecito con su campanario puntiagudo que da las doce del mediodía.
       Te sientas al borde de una fuente que mana al pie de un roble, en medio de una melena de frágiles hierbas, altas, relucientes de vida. Te arrodillas, te inclinas, bebes esa agua fría y cristalina que te moja nariz y bigote, la bebes con placer físico, como si se besara el mismo manantial, boca con boca. A veces, cuando encuentras un pozo, a lo largo de estos estrechos cursos de agua, te zambulles, totalmente desnudo, y sientes en la piel, de pies a cabeza, como una caricia helada y deliciosa, el estremecimiento de la corriente viva y ligera.
       Estás alegre en una colina, melancólico a orillas de los embalses, exaltado cuando el sol desaparece en un mar de nubes sanguinolentas y lanza sobre los ríos reflejos rojos. Y, por la noche, bajo la luna que cruza el alto cielo, piensas en las mil cosas extrañas que nunca se te pasarían por la cabeza a la ardiente claridad del día.
       Y he aquí que, vagando así por estas mismas tierras en que estamos este año, llegué un atardecer al pueblecito de Bénouville, en la Falaise, entre Yport y Étretat. Venía de Fécamp siguiendo la costa, la escarpada costa recta como una muralla, con sus salientes de rocas yesosas que se recortan a pico sobre el mar. Llevaba caminando desde la mañana por aquel césped corto, fino y mullido como una alfombra, que crece al borde del abismo bajo el viento salino del mar abierto. Y cantando a voz en grito, caminando a grandes zancadas, mirando ya la fuga lenta y arqueada de una gaviota que pasea por el cielo azul la blanca curva de sus alas, ya, sobre el verde mar, la vela parda de una barca de pesca, había pasado un día feliz de despreocupación y de libertad.
       Me indicaron una pequeña alquería donde se daba hospedaje a los viajeros, una especie de posada regentada por una campesina, en medio de un patio a la normanda rodeado de una doble ringlera de hayas.
       Dejando el acantilado, llegué, pues, al caserío encerrado dentro de sus grandes árboles y me presenté en casa de la tía Lecacheur.
       Era una vieja mujer de campo, arrugada, severa, que parecía recibir siempre a los clientes de mala gana, con una especie de desconfianza.
       Estábamos en mayo, los manzanos en flor cubrían el patio con una techumbre de flores aromáticas, derramando sin cesar una lluvia de revoloteantes pétalos rosas que caían sin fin sobre la gente y la hierba.
       Pregunté:
       —Señora Lecacheur, ¿tendría una habitación para mí?
       Asombrada de ver que conocía su nombre, respondió:
       —Depende, está todo ocupado, pero se podría intentar arreglar la cosa.
       En cinco minutos nos pusimos de acuerdo y fui a dejar mi hato sobre el suelo de tierra batida de una habitación rústica, amueblada con una cama, dos sillas, una mesa y un aguamanil. Daba a la cocina, grande y ahumada, donde los huéspedes comían con el personal de la hacienda y con la dueña, que era viuda.
       Me lavé las manos y salí. La vieja estaba preparando un guiso de gallina para cenar en su ancha chimenea de donde pendía una cadena renegrida por el humo.
       —¿Así que tiene otros viajeros en este momento? —pregunté.
       Ella respondió con su aire disgustado:
       —Tenemos a una señora, una inglesa de edad. Ocupa la otra habitación.
       Con un suplemento de cinco sueldos al día tuve el derecho a comer solo en el patio los días de buen tiempo.
       Me prepararon la mesa delante de la puerta y comencé a despedazar a dentelladas los entecos miembros de la gallina normanda, bebiendo una sidra clara y masticando un pan blanco de cuatro días atrás, pero muy bueno.
       De pronto la cancela de madera que daba al camino se abrió y una extraña persona se dirigió hacia la casa. Era de una extrema delgadez, muy alta, tan arrebujada en un chal escocés a cuadros rojos que se la hubiera creído privada de brazos de no haberse visto asomar una larga mano a la altura de las caderas, que sujetaba una sombrilla blanca de turista. Su cara de momia, enmarcada por unos largos bucles grises que parecían morcillas y que saltaban a cada paso que daba, me hizo pensar, quién sabe por qué, en un arenque ahumado con bigudíes. Pasó por delante de mí a paso vivo, los ojos gachos, y entró en la casa.
       Aquella extraña aparición me alegró; era sin duda mi vecina, la vieja inglesa a la que se había referido nuestra posadera.
       No la volví a ver aquel día. Al siguiente, cuando estaba instalado para pintar al fondo de aquel valle encantador que ya conocen y que desciende hasta Étretat, al levantar de repente la vista vi algo extraño enhiesto en la cresta de la ladera; se hubiera dicho un mástil empavesado. Era ella. Al verme, desapareció.
       Volví a mediodía para comer y me senté a la mesa común, para así poder conocer a esa vieja original. Pero ella no respondió a mis gentilezas, se mostró insensible a mis pequeñas atenciones. Yo le ponía siempre agua, le pasaba solícitamente los platos. Un leve cabeceo, casi imperceptible, y una palabra inglesa susurrada en voz tan baja que no la oía, eran sus únicas muestras de agradecimiento.
       Dejé de ocuparme de ella, por más que inquietaba mi pensamiento.
       Al cabo de tres días sabía sobre ella tanto como la propia señora Lecacheur.
       Se llamaba miss Harriet. Buscando un pueblo perdido donde pasar el verano, se había detenido en Bénouville, seis semanas antes, y no parecía dispuesta a irse. No hablaba nunca en la mesa, comía deprisa, mientras leía un librito de propaganda protestante. Repartía esos libritos entre todo el mundo. El cura mismo había recibido cuatro traídos por un chaval al que ella pagó dos sueldos por hacer el encargo. Decía a veces a nuestra posadera, de golpe, sin que nada justificara tal declaración: “Yo amar al Señor más que a nada; yo admirar a él en toda su Creación, adorar a él en toda su naturaleza, yo llevar a él siempre en mi corazón”. Y le entregaba acto seguido a la atónita campesina uno de sus folletos destinados a convertir al Universo.
       En el pueblo no caía bien. Desde que el maestro había dicho: “Es una atea”, pesaba sobre ella una especie de reprobación. Consultado por la señora Lecacheur, el cura había respondido: “Es una hereje, pero Dios no quiere la muerte del pecador, y creo que es una persona de una perfecta moralidad”.
       Las palabras “atea-hereje”, cuyo preciso significado se ignoraba, hacían dudar a la gente. Se decía, por otra parte, que la inglesa era rica y que se había pasado la vida viajando por todos los países del mundo, porque su familia la había echado. ¿Por qué la había echado su familia? Por su impiedad, naturalmente.
       Era, en verdad, una de esas fanáticas de principios, una de esas puritanas contumaces como produce tantas Inglaterra, una de esas insoportables solteronas respetables que infestan todas las casas de huéspedes de Europa, que echan a perder Italia, envenenan Suiza, vuelven inhabitables las deliciosas ciudades del Mediterráneo, llevan a todas partes sus extrañas manías, sus costumbres de vestales petrificadas, su indescriptible vestimenta y un cierto olor a caucho, que haría creer que de noche duermen dentro de un estuche.
       Cuando descubría a una en un hotel, me largaba como los pájaros que ven un espantapájaros en un campo.
       Ésta, sin embargo, me parecía tan singular que no me desagradaba en absoluto.
       La señora Lecacheur, hostil por instinto a todo cuanto no fuera rural, sentía en su mentalidad estrecha una especie de odio por las poses extáticas de la vieja solterona. Había dado con un término para calificarla, un término despectivo sin duda, que quién sabe cómo había llegado a sus labios, quién sabe por medio de qué confusas y misteriosas elucubraciones mentales. Decía: “Es una demoníaca”. Y esta palabra, aplicada a ese ser austero y sentimental, me parecía de un cómico irresistible. Yo ya no la llamaba sino “la demoníaca”, sintiendo un extraño placer en pronunciar muy alto estas sílabas apenas la veía.
       —¿Qué ha hecho hoy nuestra demoníaca? —preguntaba yo a la señora Lecacheur.
       Y la campesina respondía con aire escandalizado:
       —¿Se creerá usted, señor, que ha recogido un sapo al que había aplastado una pata, se lo ha llevado a su habitación, lo ha puesto en el aguamanil y le ha hecho una cura como si fuera un ser humano? ¡No me dirá usted que esto no es un verdadero sacrilegio!
       En otra ocasión, mientras paseaba por el pie del acantilado, había comprado un gran pez recién pescado, nada más que para volver a echarlo al mar. El pescador, por más que había sido pagado con largueza, la había cubierto de insultos, más cabreado que si le hubiera cogido el dinero del bolsillo. Al cabo de un mes seguía siendo incapaz de hablar de ello sin montar en cólera y sin proferir insultos. ¡Oh, sí! Miss Harriet era una demoníaca, la tía Lecacheur había tenido una ocurrencia genial bautizándola así.
       El mozo de cuadra, al que apodaban Zapador porque había servido en África en sus años mozos, era de muy otra opinión. Decía con expresión maliciosa: “Es una vieja que ha vivido lo suyo”.
       ¡Si la pobre se hubiera enterado!
       La joven moza Céleste no la servía de muy buena gana, sin que yo hubiera podido comprender la razón. Tal vez era sólo porque era extranjera, de otra raza, de otra lengua y de otra religión. ¡Era una demoníaca, en fin!
       Pasaba su tiempo vagando por los campos, buscando y adorando a Dios en la naturaleza. Me la encontré, una tarde, arrodillada ante un matorral. Habiendo distinguido algo rojo a través de las hojas, aparté las ramas, y se levantó miss Harriet, confusa de haber sido vista así, clavando en mí unos ojos espantados como los de los autillos sorprendidos a plena luz del día.
       A veces, cuando yo trabajaba en medio de las rocas, la veía de repente en el borde del acantilado, semejante a una señal de semáforo. Ella miraba apasionadamente el vasto mar dorado de luz y el gran cielo enrojecido de fuego. A veces la distinguía al fondo de un pequeño valle, caminando deprisa, con su paso elástico de inglesa; e iba hacia ella, atraído no sé por qué, nada más que para ver su rostro de iluminada, su rostro enjuto, indescriptible, que irradiaba una íntima y profunda alegría.
       A menudo me la encontraba también junto a una alquería, sentada en la hierba, a la sombra de un manzano, con su librito bíblico abierto sobre las rodillas, y la mirada perdida a lo lejos.
       Tampoco yo me iba ya de allí, apegado como me sentía a aquel tranquilo pueblo por mil lazos de amor por sus amplios y agradables paisajes. Estaba bien en aquella alquería ignorada, lejos de todo, cerca de la tierra, de la buena, sana, hermosa y verde tierra que nosotros mismos un día abonaremos con nuestro cuerpo. Tal vez, debo confesarlo, me retenía también un poco la curiosidad en casa de la tía Lecacheur. Me hubiera gustado conocer un poco a esa extraña miss Harriet y saber lo que pasa en las almas solitarias de esas viejas inglesas trotamundos.


II

      Entablamos relación de un modo bastante singular. Acababa yo de terminar un estudio que me parecía bastante original, y lo era. Fue vendido quince años después por diez mil francos. Era más simple, por otra parte, que dos y dos son cuatro y al margen de las reglas académicas. Todo el lado derecho de mi tela representaba una roca, una enorme roca llena de protuberancias, cubierta de algas pardas, amarillas y rojas, sobre las que se derramaba el sol como si fuera aceite. La luz, sin que se viera el astro oculto tras de mí, caía sobre la piedra y la doraba de fuego. Eso era todo. Un primer plano impresionante de claridad, encendido, magnífico.

       A la izquierda, el mar, pero no el mar azul, color de pizarra, sino el mar de jade, verduzco, lechoso e incluso áspero bajo el cielo oscuro.
       Estaba tan contento de mi trabajo que bailaba mientras lo traía a la posada. Quería que todo el mundo lo viera enseguida. Recuerdo que se lo enseñé a una vaca que había al borde del sendero, gritándole:
       —Mira esto, bonita. No verás muchos parecidos.
       Al llegar delante de la casa, llamé enseguida a la tía Lecacheur chillando a voz en grito:
       —¡Eh! ¡Eh!, posadera, venga corriendo a ver esto.
       La campesina llegó y examinó mi obra con su mirada de pasmarote que no distinguía nada, que no veía siquiera si eso representaba un buey o una casa.
       Miss Harriet, de vuelta, pasaba por detrás de mí justo en el momento en que, sosteniendo yo mi tela en el extremo del brazo, se la enseñaba a la posadera. La demoníaca no pudo dejar de verla, pues yo había procurado presentarla de modo que no pudiera escapar a su mirada. Se detuvo en seco, impresionada, estupefacta. Era su roca, al parecer, aquella a la que ella trepaba para soñar a sus anchas.
       Murmuró un “¡oh!” británico tan acentuado y tan halagüeño, que me di la vuelta hacia ella sonriendo; y le dije:
       —Es mi último estudio, señorita.
       Ella murmuró, extasiada, cómica y enternecedora:
       —¡Oh!, señor, usted comprender la naturaleza de manera palpitante.
       Me ruboricé, a fe mía, más emocionado por este cumplido que si hubiera provenido de una reina. Estaba seducido, conquistado, vencido. ¡Le habría dado un beso, palabra de honor!
       En la mesa me senté a su lado, como siempre. Por primera vez habló, continuando en voz alta su pensamiento:
       —¡Oh!, ¡yo amar tanto la naturaleza!
       Le ofrecí pan, agua, vino. Ella aceptaba ahora con una sonrisita de momia. Y yo me puse a hablar del paisaje.
       Tras la comida, nos levantamos al mismo tiempo y nos pusimos a pasear por el patio; luego, atraído sin duda por el maravilloso incendio provocado en el mar por el sol poniente, abrí la pequeña cancela de la parte del acantilado, y salimos juntos, uno al lado del otro, contentos como dos personas que se han comprendido y compenetrado.
       Hacía una tarde tibia, agradable, uno de esos atardeceres de bienestar que hacen felices la carne y el espíritu. Todo es disfrute y encanto. El aire suave, embalsamado, lleno de olores a hierbas y a algas, acaricia el olfato con su fragancia salvaje, acaricia el paladar con su sabor marino, acaricia la mente con su penetrante dulzura. Ahora andábamos por el borde del abismo, sobre el vasto mar que, cien metros por debajo de nosotros, encrespaba sus olitas. Y con la boca abierta y los pulmones dilatados bebíamos ese viento fresco que había atravesado el océano y acariciaba lentamente nuestra piel, salino por el largo beso de las olas.
       Arrebujada en su chal a cuadros, en actitud inspirada, con los dientes al viento, la inglesa miraba cómo el enorme sol descendía hacia el mar. Delante de nosotros, allí en el fondo, en el límite donde alcanzaba la vista, un buque de tres palos con las velas desplegadas dibujaba su contorno en el cielo en llamas, y un vapor, más próximo, pasaba dejando detrás de sí una nube infinita de humo que cortaba el horizonte.
       El globo rojo seguía descendiendo lentamente. Y no tardó en alcanzar el agua, justo detrás del navío inmóvil que apareció, como en un marco de fuego, en medio del astro refulgente. Se hundía poco a poco, devorado por el océano. Lo vimos descender, disminuir, desaparecer. Se había acabado. Sólo el pequeño velero se recortaba sobre el fondo dorado del cielo lejano.
       Miss Harriet contemplaba con mirada apasionada el espléndido final del día. Y sin duda sentía un inmenso deseo de abrazar el cielo, el mar, el horizonte entero.
       Ella murmuró:
       —¡Oh!, gustar…, gustar…, gustar… —Vi unas lágrimas en sus ojos. Prosiguió—:Yo querer ser una avecilla para volar hacia el firmamento.
       Y permanecía de pie, como la había visto a menudo, como enhiesta en el acantilado, roja también ella con su chal de púrpura. Me dieron ganas de hacerle un esbozo en mi cuaderno de apuntes. Se hubiera dicho la caricatura del éxtasis.
       Me volví para no sonreír.
       Luego le hablé de pintura, como habría hecho con un colega, haciendo notar las tonalidades, las relaciones, las intensidades, usando expresiones técnicas. Ella me escuchaba con atención, comprendía, trataba de penetrar en el oscuro significado de las palabras, de entender mi pensamiento. De vez en cuando decía:
       —Sí, comprender…, comprender. Ser muy palpitante.
       Regresamos.
       Al día siguiente, apenas me vio vino a mi encuentro tendiéndome la mano. Y enseguida nos hicimos amigos.
       Era una buena persona que tenía una especie de alma que funcionaba por impulsos, con arrebatos de entusiasmo. Carecía de equilibrio, como todas las mujeres que están solteras a los cincuenta años. Parecía cristalizada en una inocencia agriada; pero había guardado en su corazón algo de muy joven, de exaltado. Amaba la naturaleza y los animales, con un amor fanático, fermentado como una bebida demasiado añeja, un amor sensual que no había dado a los hombres.
       Era evidente que el ver a una perra amamantando, a una yegua corriendo por el prado con su potro entre las patas, un nido lleno de pajarillos piando, con el pico abierto, la cabeza enorme, el cuerpo totalmente desplumado, la hacía palpitar con una emoción exagerada.
       ¡Pobres seres solitarios, errantes y tristes de las casas de huéspedes, pobres seres ridículos y lamentables, os amo desde que la conocí a ella!
       Pronto me di cuenta de que tenía algo que decirme, pero que no se atrevía, y encontré divertida su timidez. Cuando yo me iba por la mañana con mi caja a la espalda, ella me acompañaba hasta el extremo del pueblo, muda, visiblemente ansiosa y buscando sus palabras para comenzar. Luego me dejaba bruscamente y se iba rápido, con su paso saltarín.
       Finalmente, un día cobró valor:
       —Querer ver cómo usted pintar. ¿Posible? Yo sentir mucha curiosidad. —Y enrojeció como si hubiera dicho algo muy audaz.
       La llevé hasta el fondo del Petit-Val, donde empecé un gran estudio.
       Permaneció de pie detrás de mí, siguiendo cada uno de mis gestos con reconcentrada atención.
       Luego de repente, temiendo tal vez molestarme, me dijo: “Gracias”, y se fue.
       Pero en breve me tomó más confianza y empezó a acompañarme todos los días, con evidente gusto. Llevaba bajo el brazo su silla de tijera, no quería que la ayudase, y se sentaba a mi lado. Se estaba inmóvil y silenciosa durante horas y horas, siguiendo con la mirada cada movimiento del pincel. Cuando conseguía obtener, aplicando directamente con la espátula una amplia capa de color, un efecto apropiado e inesperado, dejaba escapar sin querer un pequeño “oh” de asombro, de alegría y de admiración. Tenía por mis telas un sentimiento de afectuoso respeto, un respeto casi religioso por aquella representación humana de una partícula de la obra divina. Mis estudios le parecían como una especie de cuadros de santidad; y a veces me hablaba de Dios, tratando de convertirme.
       ¡Oh! Era un tipo curioso ese Dios suyo, una especie de filósofo de pueblo sin grandes medios ni grandes poderes, pues ella se lo imaginaba siempre afligido por las ofensas cometidas ante sus ojos, como si no hubiera podido evitarlas.
       Por otra parte, estaba en excelentes términos con él, y parecía incluso la confidente de sus secretos y contrariedades. Decía: “Dios así lo quiere” o bien: “Dios no lo quiere”, como el sargento que anuncia al recluta: “El coronel así lo ordena”.
       Deploraba de corazón mi ignorancia de los designios celestes que ella se esforzaba en revelarme; y cada día encontraba en mis bolsillos, en mi sombrero cuando lo dejaba en el suelo, en mi caja de pinturas, en mis zapatos lustrados delante de la puerta, esos pequeños folletos píos que sin duda ella recibía directamente del Paraíso.
       Yo la trataba como a una vieja amiga, con una franqueza cordial. Pero no tardé en darme cuenta de que sus modales habían cambiado un poco. En los primeros tiempos no presté atención a ello.
       Mientras trabajaba, ya fuera al fondo de mi valle, ya en algún sendero encajonado, la veía aparecer de improviso, con su andar rápido y acompasado. Se sentaba bruscamente, jadeando como si hubiera corrido o como si la agitase alguna honda emoción. Estaba muy roja, de ese rojo inglés que ningún otro pueblo tiene; luego, sin mediar razón para ello, palidecía, se volvía de color terroso y parecía a punto de desfallecer. Poco a poco, sin embargo, la veía recobrar su fisonomía habitual y se ponía a hablar.
       Luego, de repente, dejaba una frase a medias, se levantaba y se largaba tan rápida y extrañamente que yo me ponía a pensar si había hecho algo que hubiera podido desagradarle o herirla.
       Acabé por convencerme de que aquéllos debían de ser sus modales normales, seguramente algo modificados en mi honor en los primeros tiempos de conocernos.
       Cuando volvía a la alquería después de haber caminado durante horas por la costa azotada por el viento, sus largos cabellos retorcidos en espirales a menudo se habían soltado y colgaban como si su muelle se hubiera roto. Antes a ella esto la traía sin cuidado y venía tranquilamente a sentarse a la mesa, en el estado en que la había dejado su hermana la brisa.
       Ahora, en cambio, subía a su habitación para reajustar lo que yo llamaba sus tubos de lámpara; y cuando le decía, con una galante familiaridad que siempre la escandalizaba: “Hoy está hermosa como una estrella, miss Harriet…”, un ligero arrebol teñía sus mejillas, arrebol de jovencita, arrebol de quinceañera.
       A continuación se volvió de nuevo completamente huraña y dejó de venir a verme pintar. Pensé: “Es una crisis, ya se le pasará”. Pero no se le pasaba en absoluto. Cuando le dirigía la palabra, ahora, me respondía, ya con una indiferencia afectada, ya con sorda irritación. Se mostraba brusca, impaciente, nerviosa. Tan sólo la veía en la mesa y ya no hablábamos. Acabé por convencerme de que la había ofendido de algún modo, y una tarde le pregunté:
       —Miss Harriet, ¿por qué ha cambiado tanto conmigo? ¿Acaso he hecho algo que le ha desagradado? Lo siento muchísimo.
       Respondió, con una entonación colérica bastante divertida:
       —Con usted yo ser siempre igual. No ser cierto, no cierto. —Y corrió a encerrarse en su habitación.
       A veces me miraba de extraño modo. Me he dicho a menudo, desde entonces, que los condenados a muerte deben de tener esa mirada cuando les anuncian su último día. Había en su mirar una especie de locura, una locura mística y violenta; y, otra cosa más, ¡una fiebre, un deseo exasperado, impaciente e impotente de lo irrealizado y de lo irrealizable! Y me parecía que había también dentro de ella una pugna en la que su corazón luchaba contra una fuerza desconocida que ella quería domeñar, y tal vez algo más… ¡Qué sé yo! ¡Qué sé yo!


III

       Fue verdaderamente una extraña revelación.
       Desde hacía algún tiempo estaba trabajando, todas las mañanas desde la aurora, en un cuadro del siguiente tema:
       Una barranca profunda, encajonada, dominada por dos ribazos llenos de zarzas y de árboles, se alargaba, perdida e inmersa en ese vapor lechoso, en ese algodón que flota a veces sobre los valles, al romper el día. Y al fondo de esta niebla espesa y transparente se veía, o mejor dicho, se adivinaba a una pareja, un joven y una muchacha, ella con la cabeza levantada hacia él, él inclinado hacia ella, boca con boca.
       Un primer rayo de sol, filtrándose por entre las ramas, atravesaba aquel vapor de la aurora, lo iluminaba de reflejos rosados detrás de los dos rústicos enamorados, teñía sus sombras inciertas de un plateado fulgor. En mi opinión, estaba muy logrado.
       Trabajaba en la pendiente que lleva al vallecito de Étretat. Por suerte para mí, aquella mañana había precisamente la niebla adecuada.
       Algo se alzó delante de mí, como un fantasma: era miss Harriet. Al verme, quiso huir. Pero la llamé a voz en grito:
       —Venga, venga, señorita, tengo un pequeño cuadro para usted.
       Ella se acercó, como a pesar suyo. Yo le alargué mi esbozo. Ella no dijo nada, pero permaneció largo rato inmóvil mirando, y bruscamente rompió a llorar. Lloraba con espasmos nerviosos como alguien que ha luchado mucho contra las lágrimas y que ya no puede más, que se abandona resistiendo aún. Yo me levanté como movido por un resorte, yo mismo emocionado por esa tristeza que me resultaba incomprensible, y le cogí las manos en un impulso de afecto brusco, un verdadero impulso de francés que actúa más rápido de lo que piensa.
       Ella dejó por unos segundos sus manos en las mías, y las sentí temblar como si todos sus nervios se hubieran retorcido. Luego las retiró bruscamente, o más bien, las arrancó.
       Yo había reconocido ese estremecimiento por haberlo ya sentido; y nada podía llamarme a engaño. ¡Ah! El estremecimiento de amor de una mujer, ya tenga quince o cincuenta años, ya sea de una pueblerina o de una mujer de mundo, me llega tan directamente al corazón que nunca dejo de reconocerlo.
       Todo su pobre ser había temblado, vibrado, desfallecido. Yo l o sabía. Ella se fue sin que hubiera dicho una palabra, dejándome sorprendido como ante un milagro, y desolado como si hubiera cometido un crimen.
       No regresé para comer. Me fui a dar una vuelta por el borde del acantilado, con ganas tanto de llorar como de reír, pareciéndome la aventura cómica y deplorable, sintiéndome ridículo y considerándola a ella desgraciada hasta el punto de poder volverse loca.
       Me preguntaba qué debía hacer.
       Consideré que no me quedaba más remedio que irme, y me decidí enseguida.
       Tras haber estado vagando hasta la hora de cenar, un tanto triste, un tanto soñador, volví a la hora de la cena.
       Nos sentamos a la mesa como de costumbre. Miss Harriet estaba allí, comía con expresión seria, sin hablar con nadie ni levantar los ojos. Tenía, por otra parte, su aspecto y sus modales habituales.
       Esperé a que terminara la cena, luego me volví hacia la posadera:
       —Bien, señora Lecacheur, no tardaré en dejarla.
       La buena mujer, sorprendida y apenada, exclamó con su voz tonante:
       —Pero ¿qué habla usted, señor mío, de dejarnos? ¡Pero si estamos tan acostumbrados a usted!
       Miré con el rabillo del ojo a miss Harriet; su rostro permanecía impasible. Pero Céleste, la joven moza, acababa de alzar los ojos hacia mí. Era una gorda muchacha de dieciocho años, coloradota, lozana, robusta como un caballo, y aseada, cosa rara. La besaba algunas veces por los rincones, por costumbre de frecuentador de posadas; nada más.
       Terminó la cena.
       Me fui a fumar en pipa bajo los manzanos, paseando adelante y atrás de un extremo al otro del patio. Todas mis reflexiones durante el día, el extraño descubrimiento de la mañana, ese amor grotesco y apasionado por mí, los recuerdos que se habían sucedido a raíz de esta revelación, recuerdos encantadores y turbadores, tal vez también esa mirada de moza levantada hacia mí al anuncio de mi marcha, todo ello mezclado y combinado me había puesto en el cuerpo un ardor, un prurito de besos en los labios y, en las venas, esa cosa inexplicable que empuja a hacer tonterías.
       Caía la noche, insinuando sus sombras bajo los árboles, y vi a Céleste que iba a cerrar el gallinero por el lado opuesto del cercado. Me lancé a toda prisa, corriendo con paso tan ligero que ella no oyó nada, y, cuando se alzaba tras haber cerrado la puertecita por la que entraban y salían las gallinas, la cogí entre los brazos, haciendo caer sobre su rostro ancho y mofletudo una lluvia de besos. Ella se debatía, riendo a pesar de todo, acostumbrada a ello.
       ¿Por qué la dejé de golpe? ¿Por qué me volví de repente? ¿Cómo presentí que había alguien detrás de mí?
       Era miss Harriet que entraba, y nos había visto, y que permanecía inmóvil como ante un espectro. Luego desapareció en la noche.
       Volví adentro avergonzado, turbado, más disgustado por haber sido sorprendido de aquel modo que si me hubiera visto cometer una acción criminal.
       Dormí mal, nervioso en exceso, acosado por tristes pensamientos. Me pareció oír llorar. Sin duda me equivocaba. También varias veces creí que alguien andaba por la casa y que abrían la puerta exterior.
       Hacia el amanecer, muerto de cansancio, el sueño me venció. Me desperté tarde y no bajé hasta la hora de comer, confuso aún e inseguro acerca de cómo comportarme.
       No habían visto a miss Harriet. La esperamos; no apareció. La tía Lecacheur entró en su habitación, la inglesa se había ido. Debía de haber salido al amanecer, como hacía a menudo, para ver la salida del sol.
       Nadie se asombró y nos pusimos a comer en silencio.
       Hacía calor, mucho calor, era uno de esos días abrasadores y pesados en los que no se mueve ni una hoja. Se había sacado la mesa afuera, bajo un manzano; y de vez en cuando Zapador iba a llenar a la bodega la jarra de sidra, de tanto como se bebía. Céleste traía los platos de la cocina, un guiso de cordero con patatas, un conejo salteado y una ensalada. Luego nos puso delante un plato de cerezas, las primeras de la temporada.
       Como yo quería lavarlas y refrescarlas, le rogué a la joven moza que fuera a sacar un cubo de agua muy fría.
       Volvió a los cinco minutos declarando que el pozo estaba seco. Tras dejar descender toda la cuerda, el cubo había tocado fondo, subiendo luego vacío. La tía Lecacheur quiso cerciorarse por sí misma de ello, y fue a mirar por la boca del pozo. Regresó anunciando que se veía algo extraño al fondo de su pozo. Seguramente algún vecino había echado dentro una gavilla de paja por venganza.
       También yo quise mirar, esperando poder distinguir mejor y me incliné sobre el borde. Percibí vagamente un objeto blanco. Pero ¿qué era? Entonces se me ocurrió la idea de introducir una linterna atada en el extremo de una cuerda. El resplandor amarillo bailaba en las paredes de piedra, hundiéndose paulatinamente. Estábamos los cuatro inclinados sobre la abertura. Zapador y Céleste se habían unido a nosotros. La linterna se detuvo encima de una masa indistinta, blanca y negra, singular, incomprensible. Zapador exclamó:
       —Es un caballo. Veo la pezuña. Se habrá caído esta noche tras haber escapado del prado.
       Pero de repente me estremecí hasta los tuétanos. Acababa de reconocer un pie, luego una pierna levantada; el cuerpo entero y la otra pierna desaparecían debajo del agua.
       Balbuceé, muy bajito, y temblando tan fuerte que la linterna bailaba como loca encima del zapato:
       —Es una mujer lo que…, que…, que hay aquí dentro…, es miss Harriet.
       Zapador fue el único que ni pestañeó. ¡Había visto otros casos parecidos en África!
       La tía Lecacheur y Céleste se pusieron a lanzar agudos gritos y huyeron a todo correr.
       Hubo que repescar a la muerta. Até firmemente al mozo por la cintura y a continuación lo descendí por medio de la polea, muy lentamente, viéndole hundirse en lo oscuro. Mantenía en mis manos la linterna y otra cuerda. Pronto su voz, que parecía provenir del centro de la tierra, exclamó: “Pare”; y vi que repescaba alguna cosa en el agua, la otra pierna, luego ató los dos pies juntos y exclamó de nuevo: “Tire”.
       Le ayudé a subir; pero me sentía los brazos rotos, los músculos flojos, temía que se me soltara la cuerda y dejarle caer. Cuando apareció la cabeza a la altura del brocal le pregunté: “¿Qué?” como si esperase noticias de la que había allí al fondo.
       Subimos los dos sobre el reborde, uno enfrente del otro, e, inclinados sobre la oquedad, comenzamos a tirar del cuerpo hacia arriba.
       La tía Lecacheur y Céleste nos espiaban a distancia, escondidas detrás del muro de la casa. Cuando vieron, saliendo de la boca del pozo, los zapatos negros y las medias blancas de la ahogada, desaparecieron.
       Zapador la aferró por los tobillos y la sacamos fuera, a la pobre y casta soltera, en la postura más inmodesta. La cabeza estaba espantosa, negra y rasguñada; y sus largos cabellos grises, sueltos, lisos para siempre, pendían, goteantes y fangosos. Zapador dijo con tono despectivo:
       —¡Por Dios, qué flaca está!
       La llevamos a su habitación, y, como las dos mujeres no reaparecían, el mozo de cuadra y yo preparamos a la muerta.
       Yo lavé su triste cara descompuesta. Bajo la presión de mi dedo, un ojo se abrió un poco, que me miró con esa mirada pálida, esa mirada fría, esa mirada terrible de los cadáveres, que parece venir de más allá de la vida. Arreglé como pude sus alborotados cabellos, y, con mis manos inhábiles, compuse sobre su frente un peinado nuevo y singular. Luego le quité sus ropas empapadas de agua, descubriendo un poco, con vergüenza, como si cometiera una profanación, sus hombros y su pecho, y sus largos brazos delgados como ramas.
       Luego fui a buscar unas flores, amapolas, acianos, margaritas y hierbas frescas y aromáticas, con las que cubrí su lecho fúnebre.
       A continuación tuve que llevar a cabo las formalidades de rigor, al ser el único que la conocía. En una carta encontrada en uno de sus bolsillos, escrita en el último momento, pedía ser enterrada en aquel pueblo donde había pasado sus últimos días. Un pensamiento espantoso me encogió el corazón. ¿No habría sido yo la causa de que ella quisiera quedarse en aquel lugar?
       Hacia la noche, las comadres del vecindario vinieron para ver a la difunta; pero yo impedí que entrasen; quería permanecer solo a su lado; y la velé toda la noche.
       Contemplé al resplandor de las velas a aquella miserable mujer desconocida de todos, muerta tan lejos, tan lastimosamente. ¿Dejaba amigos, parientes en alguna parte? ¿Qué infancia y vida había tenido? ¿De dónde provenía, tan sola, errabunda, perdida como un perro expulsado de su casa? ¿Qué secreto sufrimiento y desesperación guardaba en ese cuerpo poco agraciado, en ese cuerpo llevado, como una tara vergonzosa, durante toda su vida, ridícula envoltura que había mantenido alejado de ella cualquier afecto o amor?
       ¡Qué desdichadas pueden ser las personas! ¡Yo sentía pesar sobre esa criatura humana la eterna injusticia de la implacable naturaleza! ¡Para ella todo había terminado, sin que, quizá, hubiera tenido nunca lo que sostiene a los más desheredados, la esperanza de ser amada una vez! Pues ¿por qué se ocultaba así, huía de los demás? ¿Por qué amaba con una ternura tan apasionada todas las cosas y todos los seres vivos que no fuesen hombres?
       Comprendía que creyera en Dios y hubiera esperado en otro mundo la compensación a su miseria. Ahora estaba a punto de descomponerse, y convertirse a su vez en planta. Florecería al sol, sería pacida por las vacas, llevada en semilla por los pájaros, y, carne de las bestias, volvería a convertirse en carne humana. Pero lo que llamamos el alma se había apagado en el fondo del pozo oscuro. Ya no sufría. Había trocado su vida por otras vidas que nacerían de ella.
       Pasaban las horas en aquel estar a solas siniestro y mudo. Una pálida luz anunció el alba; luego un rayo rojo llegó hasta el lecho, imprimiendo una barra de fuego sobre la sábana y las manos de ella. Era la hora que tanto le gustaba. Los pájaros, despertados, cantaban entre los árboles.
       Abrí de par en par la ventana, descorrí las cortinas para que el cielo entero nos viese e, inclinándome sobre el cadáver helado, cogí entre las manos esa cabeza desfigurada y lentamente, sin miedo ni repugnancia, deposité un largo beso en aquellos labios que no habían recibido nunca ninguno…

       Léon Chenal calló. Las mujeres lloraban. Se oía al conde de Étraille, en su asiento, sonarse una y otra vez. Sólo el cochero dormitaba. Y los caballos, al no sentir ya el látigo, habían demorado la marcha y tiraban débilmente. La pequeña diligencia apenas si avanzaba, vuelta pesada de repente, como si estuviese cargada de tristeza.




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