Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)


El Horla (1886)
(Primera versión)

(“Le Horla”)
Oeuvres complètes de Guy de Maupassant
[incluido en el apéndice a “Le Horla”, págs. (p. 287-300)
(Paris: L. Conard, 1909)

(París:

      El doctor Marrande, el más ilustre y eminente de los alienistas, les había rogado a tres de sus colegas y a cuatro sabios, que se ocupaban de las ciencias naturales, que fueran a pasar una hora a la casa de salud que él dirigía, porque quería que conocieran a uno de sus enfermos.
       Tan pronto como sus amigos se hubieron reunido, les dijo:
       —Voy a someterles el caso más extraño e inquietante con el que me he topado nunca. Por otra parte, no tengo nada que decirles de mi cliente. Él mismo les hablará.
       Entonces el doctor llamó. Un criado hizo entrar a un hombre. Era muy flaco, de una flaqueza cadavérica, como son flacos algunos locos a los que corroe un pensamiento, pues el pensamiento enfermo devora la carne del cuerpo más que la fiebre o la tisis.
       Tras haber saludado y haber tomado asiento, dijo:

*

      Señores, sé por qué están ustedes aquí reunidos, y estoy dispuesto a contarles mi historia, como me lo ha pedido mi amigo el doctor Marrande. Durante mucho tiempo, me tuvo por loco. Actualmente tiene sus dudas. Dentro de un rato sabrán todos ustedes que tengo una mente tan sana, lúcida y clarividente como las suyas, por desgracia para mí, para ustedes y para la Humanidad entera.
       Pero quisiera empezar por los propios hechos, simplemente por los hechos. Éstos son:
       Tengo cuarenta y dos años. No estoy casado, mi fortuna me basta para vivir con un cierto lujo. Así pues, vivía en una propiedad a orillas del Sena, en Biessard, cerca de Ruán. Me gusta la caza y la pesca. Ahora bien, tenía detrás de mi casa, por encima de las grandes peñas que la dominaban, uno de los bosques más bonitos de Francia, el de Roumare, y delante uno de los más bellos ríos del mundo.
       Mi casa es espaciosa, pintada exteriormente de blanco, bonita, antigua, en medio de un gran jardín, lleno de espléndidos árboles, que sube hasta el bosque, escalando las enormes peñas a las que me acabo de referir.
       Mi personal se compone, o mejor dicho, se componía de un cochero, un jardinero, un ayuda de cámara, una cocinera y una costurera, que era al propio tiempo una especie de mujer de servicio. Llevaban todos en mi casa de diez a dieciséis años, me conocían, conocían la vivienda, el lugar y todo lo referente a mi vida. Eran servidores buenos y pacíficos. Esto es importante para lo que voy a contar.
       Añadiré que el Sena, que bordea mi jardín, es navegable hasta Ruán, como sin duda ya saben ustedes; y que todos los días veía pasar grandes barcos de vela o de vapor, procedentes de todas partes del mundo.
       Así pues, en el otoño del año pasado, empecé a sentir de repente unos extraños e inexplicables malestares. Se iniciaron con una especie de inquietud nerviosa que me tenía despierto durante noches enteras, un frenesí que me hacía estremecerme al mínimo ruido. Mi humor se agrió. Sufría súbitos ataques de cólera inexplicables. Llamé a un médico, que me prescribió bromuro de potasio y tomar duchas.
       Empecé, pues, a tomar duchas mañana y tarde, y a tomarme también el bromuro. No tardé, en efecto, en dormir de nuevo, pero con un sueño más terrible que el insomnio. Apenas me acostaba, cerraba los ojos y me quedaba aniquilado. Sí, caía en la nada, en una nada absoluta, en una muerte del ser entero del que me veía sacado brusca y horriblemente por la espantosa sensación de un peso que me aplastaba el pecho y de una boca que me devoraba la vida, sobre mi boca. ¡Oh! ¡Esas conmociones! No conozco nada más espantoso.
       Imagínense un hombre que es asesinado mientras duerme, que se despierta con un cuchillo en la garganta y que está, con los estertores de la agonía, cubierto de sangre, y que ya no puede respirar, y que se va a morir, y que no comprende lo que le pasa, ¡eso es!
       Yo adelgazaba de manera inquietante, continua y de repente me di cuenta de que mi cochero, que era muy gordo, comenzaba a enflaquecer igual que yo.
       Le pregunté finalmente:
       «¿Qué le pasa, Jean? Está usted enfermo».
       Él respondió:
       «Creo que he contraído la misma enfermedad que el señor. Mis noches hacen que mis días sean insoportables».
       Pensé, pues, que había en la casa una calentura debida a la cercanía del río e iba a irme para dos o tres meses, por más que estábamos en plena temporada de caza, cuando un pequeño hecho muy extraño, observado por casualidad, me llevó a una serie tal de descubrimientos increíbles, fantásticos, aterradores, que me quedé.
       Una noche que tenía sed, me tomé medio vaso de agua y observé que mi botella, puesta sobre la cómoda enfrente de mi cama, estaba llena hasta el tapón de cristal.
       Durante la noche, tuve uno de esos despertares espantosos a los que acabo de aludir. Encendí mi bujía, presa de una terrible angustia, y, cuando quise beber de nuevo, me percaté con asombro de que mi botella estaba vacía. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. O bien alguien había entrado en mi habitación, o bien yo era un sonámbulo.
       A la noche siguiente, quise hacer la misma prueba. Cerré, pues, mi puerta con llave para estar seguro de que nadie podría entrar en mi cuarto. Me dormí y me desperté como cada noche. Se habían bebido toda el agua que yo había visto dos horas antes.
       ¿Quién se había bebido esa agua? Yo, sin duda, y sin embargo creía estar seguro, absolutamente seguro, de no haberme movido durante mi sueño profundo y doloroso.
       Entonces recurrí a una astucia para convencerme de que no era yo quien llevaba a cabo tales actos inconscientes. Puse una noche al lado de la botella, una botella de viejo burdeos, una taza de leche que detesto y unos pasteles de chocolate que me encantan.
       El vino y los pasteles permanecieron intactos. La leche y el agua habían desaparecido. Entonces, cada día, cambié el tipo de bebidas y de alimentos. Nunca tocaron las cosas sólidas, compactas, y, en cuanto a los líquidos, sólo se bebieron la leche fresca y sobre todo el agua.
       Pero quedaba una acuciante duda en mi espíritu. ¿No podía ser que yo me levantaba, sin tener conciencia de ello, e incluso me bebía lo que detestaba porque mis sentidos, entorpecidos por el sueño de sonámbulo, habían cambiado, habían perdido ciertas repulsiones y adquirido nuevos gustos?
       Entonces recurrí a una nueva astucia contra mí mismo. Envolví todos los objetos que era inevitable tocar con unas telas de muselina blanca y los recubrí también con un lienzo de batista.
       Luego, en el momento de meterme en la cama, me embadurné las manos, los labios y los bigotes con grafito.
       Al despertar, todos los objetos habían permanecido inmaculados, si bien habían sido tocados porque el lienzo no estaba como yo la había puesto y, además, se habían bebido la leche y el agua. Y, sin embargo, la puerta, cerrada con una llave de seguridad, y mis postigos cerrados con cadenas por una cuestión de prudencia, no habían podido dejar penetrar a nadie.
       Entonces, me hice esta temible pregunta: ¿Quién estaba allí, pues, todas las noches, cerca de mí?
       Tengo la impresión, señores, de que les cuento todo esto demasiado deprisa. Se sonríen ustedes, tienen formada ya su opinión: «Es un loco». Hubiera tenido que describir largamente esa emoción de un hombre que, encerrado en su casa, sano de mente, mira, a través del cristal de la botella, un poco de agua desaparecida mientras dormía. Hubiera tenido que hacerles comprender ese tormento, renovado cada noche y cada mañana, y ese invencible sueño y esos despertares todavía más espantosos.
       Pero continúo.
       De repente, cesó el prodigio. Ya no tocaban nada en mi habitación. La cosa se había acabado. Me sentía mejor, por lo demás. Estaba recuperando la alegría cuando me enteré de que uno de mis vecinos, el señor Legite, se encontraba exactamente en el estado en que yo mismo me había visto. Creí de nuevo que había una especie de calentura en aquel lugar. Mi cochero me había dejado desde hacía un mes, muy enfermo.
       Había pasado el invierno, comenzaba la primavera. Ahora bien, una mañana, mientras paseaba cerca de mi arriate de rosales, vi, vi claramente romperse, muy cerca de mí, el tallo de una de las más bellas rosas como si una mano invisible la hubiera cogido; luego la flor siguió la curva que hubiera descrito un brazo llevándosela hacia una boca, y permaneció suspendida en el aire diáfano, totalmente sola, inmóvil, espantosa, a tres pasos de mis ojos.
       Presa de una espantosa locura, me lancé sobre ella para cogerla. No encontré nada. Había desaparecido. Entonces, me entró una ira furiosa contra mí mismo. ¡No le está permitido a un hombre razonable y serio tener semejantes alucinaciones!
       Pero ¿era una alucinación? Busqué el tallo. Lo encontré inmediatamente sobre el arbusto, acabado de romper, entre otras dos rosas que habían permanecido en la rama; pues eran tres que yo había visto perfectamente.
       Entonces volví a mi casa con el alma trastornada. Señores, escúchenme, soy una persona tranquila; no creía en lo sobrenatural, y ni siquiera creo hoy; pero, desde ese momento, estuve seguro, seguro como de que hay día y hay noche, de que existía cerca de mí un ser invisible que me había perseguido, luego me había dejado y que retornaba.
       Un poco más tarde tuve la prueba de ello.
       Empezaron a estallar entre mis criados furiosas disputas por mil causas en apariencia fútiles, pero llenas de sentido para mí ahora.
       Un jarrón, un bonito jarrón veneciano se rompió solo en el aparador de mi comedor, en pleno día.
       Mi ayuda de cámara acusó de ello a la cocinera, quien acusó a su vez a la costurera, que acusó a no sé quién.
       Unas puertas cerradas por la noche estaban abiertas por la mañana. Robaban leche, cada noche, en la antecocina. ¡Ay!
       ¿Quién era? ¿De qué naturaleza? Una curiosidad irritada, mezcla de cólera y de espanto, me mantenía día y noche en un estado de extrema agitación.
       Pero en la casa volvió a reinar la calma una vez más; y yo creía de nuevo que no se trataba más que de sueños cuando pasó lo siguiente:
       Fue el 20 de julio, a las nueve de la noche. Hacía mucho calor; había dejado yo mi ventana abierta de par en par, mi lámpara encendida sobre mi mesa, iluminando un libro de Musset abierto por la página de La noche de mayo; y me había tumbado en un gran sillón en el que me dormí.
       Ahora bien, tras haber dormido cerca de cuarenta minutos, volví a abrir los ojos, sin moverme, despertado por no sé qué confusa y extraña turbación. Primero no vi nada, pero luego me pareció de golpe que una página del libro acababa de volverse sola. Por la ventana no había entrado ningún soplo de aire. Me quedé sorprendido; y esperé. Al cabo de unos cuatro minutos, vi, sí, vi, señores, con mis propios ojos que se levantaba otra página y caía sobre la anterior como si la hubiera vuelto un dedo. Mi sillón parecía vacío, pero comprendí que ¡él! estaba allí. De un bote me planté en el otro extremo de la habitación para atraparle, para palparle, para estrecharle, si ello era posible… Pero, antes de que yo le hubiera dado alcance, se derribó mi sillón como si alguien hubiera huido; también mi lámpara se cayó y se apagó, rompiéndose el cristal; y la ventana golpeó bruscamente, como si un ladrón la hubiera empujado en su huida… ¡Ay!
       Me lancé hacia el timbre y lo pulsé. Cuando apareció el criado le dije:
       «He derribado y roto todo. Tráigame otra luz».
       No pegué ojo aquella noche. Y, sin embargo, podía haber sido otra vez víctima de una ilusión. Al despertar los sentidos siguen todavía alterados. ¿No había sido yo quien había derribado mi sillón y mi luz al precipitarme como un loco?
       ¡No, no era yo! Tenía el pleno convencimiento de ello. Y, sin embargo, quería creerlo.
       Ahí estaba. ¡Él! ¿Cómo llamarle? El Invisible. No, no es suficiente. Lo bauticé el Horla. ¿Por qué? No lo sé. Así pues, el Horla no me dejaba un solo momento. Tenía día y noche la sensación, la certeza de la presencia de ese inasible vecino, así como el convencimiento de que se adueñaba de mi vida, hora tras hora, minuto tras minuto.
       La imposibilidad de verle me irritaba y yo encendía todas las luces de la habitación como si, multiplicando la claridad, pudiera descubrirle.
       Al final le vi.
       No me creerán. Sin embargo, le vi.
       Estaba yo sentado delante de un libro, el que fuere, sin leer, pero acechando con todos mis sentidos sobreexcitados, espiándole a él, al que sentía cerca. Sí, estaba allí. Pero ¿dónde? ¿Qué hacía? ¿Cómo echarle el guante?
       Enfrente de mí mi cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, mi puerta que yo había cerrado con cuidado. Detrás de mí, un gran armario de luna que me servía cada día para afeitarme, para vestirme, en el que tenía la costumbre de mirarme de pies a cabeza cada vez que pasaba por delante de él.
       Así pues, fingía estar leyendo para engañarle, porque también él me espiaba; y de hecho lo sentí, estaba seguro de que estaba leyendo sobre mi espalda, rozándome el oído.
       Me levanté, dándome la vuelta tan rápidamente que estuve a punto de caerme. Pues bien… Se veía como en pleno día… ¡y yo no me vi en mi espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Mi imagen no se veía en él… Y yo estaba enfrente… ¡Veía la gran luna, cristalina de arriba abajo! Y yo miraba aquello con ojos de loco, y no me atrevía a avanzar, notando perfectamente que él se encontraba entre nosotros, él, y que se me escaparía de nuevo, pero que su cuerpo imperceptible había absorbido mi reflejo.
       ¡Qué miedo pasé! Luego, he aquí que de golpe empecé a percibirme envuelto en una bruma en el fondo del espejo, en una bruma vista como a través de una capa de agua; y me parecía que aquella agua se desplazaba lentamente de derecha a izquierda, volviendo más precisa mi imagen segundo tras segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me ocultaba no parecía poseer unos contornos claramente definidos, sino más bien una especie de transparencia opaca que se iba aclarando poquito a poco.
       Finalmente, pude verme por completo, como cada día cuando me miro al espejo.
       Lo había visto. Me quedó en el cuerpo un espanto que todavía me produce escalofríos.
       Al día siguiente estaba aquí, donde rogué que me mantuvieran encerrado.
       Concluyo ya, señores.
       El doctor Marrande, tras haber dudado largamente, decidió hacer solo un viaje a mi región.
       Hoy, tres de mis vecinos están en afectados por lo mismo que sufrí yo. ¿No es cierto?

       El médico respondió:
       —Lo es.
       —Usted les aconsejó que dejaran cada noche en la habitación leche y agua para ver si estos líquidos desaparecían. Ellos así lo hicieron, ¿y no desaparecieron la leche y el agua como en mi caso?
       El médico respondió con solemne gravedad:
       —Desaparecieron.

       Por tanto, señores, un Ser, un Ser nuevo acaba de aparecer sobre la faz de la tierra, que en breve se multiplicará como lo hemos hecho nosotros.
       ¡Ah, se sonríen! ¿Por qué? ¿Por qué este Ser es invisible? Pero nuestros ojos, señores, son unos órganos tan elementales que a duras penas si son capaces de distinguir lo que es indispensable a nuestra vida. Se les escapa lo demasiado pequeño, se les escapa lo demasiado grande, se les escapa lo demasiado lejano. Ignoran los miles de millones de seres que viven en una gota de agua. Ignoran los habitantes, las plantas y el suelo de las estrellas vecinas; no ven siquiera lo que es transparente.
       Pónganles delante un cristal sin el estaño que hace que sea un espejo y no lo verán, haciendo que nos golpeemos contra él como el pájaro encerrado dentro de una casa se rompe la cabeza contra los cristales. Por tanto, no ven los cuerpos sólidos y transparentes que existen; no ven el aire del que nos alimentamos, no ven el viento que es la mayor fuerza de la naturaleza, que derriba a los hombres, abate los edificios, arranca los árboles de raíz, hace alzarse el mar en montañas de agua que destruyen los acantilados de granito.
       ¿Qué tiene de extraño que no vean un cuerpo nuevo, a quien falta sin duda la propiedad de ser opaco ante la luz?
       ¿Pueden ver la electricidad? ¡Y, sin embargo, existe!
       Este ser, que he llamado el Horla, también existe.
       ¿Quién es? ¡El que la tierra espera después del hombre! ¡El que viene a destronarnos, a someternos, a sojuzgarnos, a alimentarse de nosotros quizá, como nosotros nos alimentamos de los bueyes y de los jabalíes.
       ¡Desde hace siglos, se le presiente, se le teme y se le anuncia! El miedo a lo Invisible persiguió siempre a nuestros padres.
       Ha venido.
       Todas las leyendas sobre las hadas, los gnomos, los maléficos e inasibles pobladores del aire, hablaban de él, de él, presentido por el hombre que tiembla ya de miedo.
       ¡Y todo cuanto ustedes mismos, señores, hacen desde hace algunos años, lo que denominan el hipnotismo, la sugestión, el magnetismo, es a él a quien anuncian, a quien profetizan!
       Les digo que ha venido. Merodea inquieto también él igual que los primeros hombres, ignorante aún de su fuerza y de su poder, de los que no tardará en tener conciencia, demasiado pronto.
       Y he aquí, señores, para terminar, un fragmento de periódico que cayó en mis manos y que proviene de Río de Janeiro. Leo: «Una especie de epidemia de locura parece hacer estragos desde hace algún tiempo en la provincia de São Paulo. Los habitantes de varios pueblos han huido abandonando sus tierras y sus casas, afirmando que son perseguidos y devorados por unos vampiros invisibles que se nutren de su respiración mientras ellos duermen y que sólo beben agua y a veces leche».
       Añado: «Algunos días antes del primer ataque de la enfermedad que casi me llevó a la tumba, recuerdo perfectamente haber visto pasar entre los árboles un gran buque de tres palos brasileño con su pabellón desplegado… Ya les he dicho que mi casa está a orillas del agua…, pintada totalmente de blanco… Iba escondido sin duda en ese barco…».
       No tengo nada más que añadir, señores.

*

       —Tampoco yo. No sé si este hombre está loco o si lo estamos los dos…, o si…, si nuestro sucesor ha llegado realmente.



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