Guy de Maupassant
(Francia, 1850-1893)
Idilio (1884)
(“Idylle”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (12 febrero 1884)
Miss Harriet (1884)
A Maurice Leloir
El tren acababa de salir de
Génova, y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas
ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de
hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla
en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando
bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra
una fiera en su cubil.
Una voluminosa señora y un hombre
joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de
cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría
veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla, y miraba el
paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos
abultados, y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera
varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.
El joven tendría veinte años;
era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan
la. tierra a pleno sol. Llevaba a su lado en un pañuelo toda su
fortuna; un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta.
También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un
azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.
El sol, que ascendía en el cielo,
derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos
días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que
penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y
limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes
dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos
con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las
hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en
las puertas de las chozas y en pleno campo.
Las rosas están en aquella costa
como en su propia casa. Embalsaman la región con su aroma fuerte y
ligero; gracias a ellas, es el aire una golosina, sabroso como el vino,
y como el vino, embriagador.
El tren iba muy despacio, como
entreteniéndose en aquel jardín, en aquella blandura. Se paraba a
cada instante, en estaciones pequeñas, delante de unas pocas casas
blancas, y en seguida echaba a andar otra vez, con paso tranquilo,
después de haber lanzado silbidos. Nadie subía a él. Hubiérase
dicho que el mundo entero dormitaba, sin decidirse a dar un paso en
aquella cálida mañana de primavera.
La gruesa mujer cerraba de cuando
en cuando los ojos, pero volvía a abrirlos bruscamente al sentir que
la cesta se le iba de las rodillas. La volvía a su sitio con gesto
rápido, miraba durante algunos minutos por la ventanilla y se
amodorraba de nuevo. Gotas de sudor le cubrían la frente, y respiraba
con dificultad, como si la acometiese una opresión dolorosa.
El joven había dejado caer la
cabeza y dormía profundamente, como buen campesino.
Súbitamente, al salir de una
pequeña estación, pareció despertarse la campesina, abrió su cesta,
sacó un trozo de pan, huevos duros, un frasco de v¡no y ciruelas,
unas hermosas ciruelas coloradas, y se puso a comer.
También el joven se había
despertado bruscamente, la miraba, siguiendo con la vista el trayecto
de cada bocado, desde las rodillas a la boca. Permanecía con los
brazos cruzados, fija la mirada, hundidas las mejillas, cerrados los
labios.
Comía ella con gula, bebiendo a
cada instante un sorbe de vino para ayudar a pasar los huevos, y de
cuando en cuando suspendía la masticación para dejar escapar un
ligero resoplido.
Se lo tragó todo: el pan, los
huevos, las ciruelas, el vino. En cuanto ella acabó de comer, el
joven cerró los ojos. La joven se sintió algo apretada y se aflojó
el corpiño. El joven volvió súbitamente a mirar.
Sin preocuparse por ello, la mujer
se fue desabrochado el vestido; la fuerte presión de sus senos
apartaba la tela, dejando ver, entre los dos, por la abertura
creciente, algo de la ropa blanca interior y un trozo de piel.
Cuando la campesina se sintió
más a sus anchas, dijo en italiano:
—No se puede respirar, de tanto
calor como hace.
El joven le contestó en el mismo
idioma y con el mismo acento:
—Hace un tiempo hermoso para
viajar.
Ella le preguntó:
—¿Es usted del Piamonte?
—Soy de Asti.
—Y yo de Casale.
Eran de pueblos cercanos, trabaron
conversación.
Se dijeron la sarta de
vulgaridades que repiten constantemente las gentes del pueblo y que
bastan para satisfacer a sus inteligencias tardas y sin horizontes.
Hablaron de sus pueblos. Tenían enemigos comunes. Citaron nombres, y
a medida que descubrían una nueva persona conocida de los dos, iba
creciendo su amistad. Las frases salían rápidas, precipitadas, de
sus labios, con las sonoras terminaciones y el acento cantarín del
idioma italiano. Luego hablaron de sí mismos.
Ella estaba casada y había dejado
sus tres hijos al cuidado de una hermana, porque haba encontrado
colocación de nodriza; era una buena colocación, en casa de una
buena señora francesa, en Marsella.
El iba en busca de trabajo. Le
habían asegurado que lo encontraría por allí, porque se edificaba
mucho.
Después guardaron silencio.
El calor se iba haciendo terrible,
pues caía a torrentes sobre el techo de los vagones. Una nube de
polvo se arremolinaba detrás del tren y se metía dentro, y el
perfume de los naranjos y de las rosas se pegaba con más fuerza al
paladar, como si se espesase y adquiriese más pesadez.
Otra vez se volvieron a dormir los
dos viajeros.
Se despertaron casi a un tiempo.
El sol descendía hacia la superficie del mar iluminando su sábana
azul con un torrente de claridad. El aire era ahora más fresco y
parecía más ligero.
La nodriza, con el corpiño
abierto, los mofletes sucios y la mirada sin brillo, jadeaba; y
exclamó con voz fatigosa:
—Desde ayer no he dado el pecho,
y estoy mareada, como si fuera a desmayarme.
El joven no contestó, porque no
supo qué decir. Ella prosiguió:
—Con la cantidad de leche que yo
tengo, es indispensable dar de mamar tres veces al día; de lo
contrario, se siente una molestia. Es como si llevase un peso sobre el
corazón, un peso que me impide respirar y que me deja aplanada. Es
una desgracia el ser tan abundante de leche.
El murmuró:
—Sí. Es una desgracia. Eso debe
de molestarla mucho.
En efecto, daba la impresión de
estar muy enferma, agobiada y a punto de desfallecer. Dijo con voz
apagada:
—Con sólo apretar encima, sale
la leche como de una fuente. Es un espectáculo curioso. Parece
increíble. Todos los habitantes de Casale venían a verlo.
—¡Ah, sí! —exclamó el joven.
—Como lo oye. Se lo haría ver a
usted, pero con eso no adelanto nada. De esa forma no sale toda la
cantidad que en este momento necesitaría.
No dijo más.
El tren se detuvo. En pie, junto a
una barrera, estaba una mujer que tenía en sus brazos a un niño que
lloraba. Era encanijada y harapienta.
La nodriza, que la contemplaba,
dijo con voz de lástima:
—Ahí tiene usted una a la que
yo podría aliviar. Y a mí me podría dar un gran alivio su pequeño.
No soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa, m¡ familia y al
último hijo que he tenido para colocarme; pues con todo eso, daría a
gusto cinco francos para que me dejase diez minutos a ese chico y
poder darle de mamar. El niño se sosegaría y yo también. Sería
como darme nueva vida.
Se calló otra vez. Luego se pasó
varias veces su mano febril por la frente sudorosa, y se lamentó:
—No puedo aguantar más. Creo
que me voy a morir.
Y se abrió completamente el
corpiño con gesto inconsciente.
Surgió a la vista el seno derecho,
enorme, tenso, con su pezón moreno. La pobre mujer gimoteaba:
—¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío!
¿Qué voy a hacer yo?
El tren se había puesto otra vez
en marcha y seguía su camino por entre flores que exhalaban el
penetrante aroma de los atardeceres tibios. De cuando en cuando se
descubría un barco de pesca que parecía dormido sobre el mar azul,
con sus blancas velas inmóviles, reflejándose en el agua como si
hubiese otro barco boca abajo.
El joven, confuso, balbució:
—Señora... Tal vez yo mismo...
podría aliviarla.
Ella le contestó con voz
entrecortada:
—Desde luego...; si es usted tan
amable. Me haría usted un gran favor. No puedo resistir más; no
puedo resistir más.
El joven se arrodilló delante de
ella, y la mujer se inclinó, poniéndole en la boca, con gesto de
nodriza, su pezón moreno. Al cogerlo entre sus dos manos para
acercarlo al hombre, apareció en la punta una gota de leche. El joven
se la bebió con avidez, cogiendo entre sus labios, como un niño
recién nacido, aquella teta pesada, Y se puso a mamar glotonamente,
con ritmo regular.
Se había cogido a la cintura de
la mujer con sus dos brazos y se la apretaba,. para acercarla más; y
bebía a tragos, lentamente, con movimiento del cuello igual al de los
niños.
De pronto le dijo ella:
—Ya me ha descargado bastante de
ésta. Coja ahora la otra.
La cogió, con docilidad.
La mujer había puesto sus dos
manos encima de las espaldas del joven y respiraba profundamente, con
felicidad, saboreando el aroma de las flores que se mezclaba con las
corrientes de aire que la marcha del tren precipitaba dentro de los
vagones.
—¡Qué bien huele! —dijo ella.
El joven no contestó; seguía
bebiendo de aquel manantial de carne y cerraba los ojos como para
saborear mejor.
Ella lo apartó con suavidad.
—Basta. Me siento mejor. Esto me
ha dado vida y tranquilidad.
Se levantó él, enjugándose la
boca con el revés de la mano.
Y ella le dijo, al mismo tiempo
que se metía dentro del corpiño aquellas dos cantimploras vivientes:
—Me ha hecho usted un gran
favor. Se lo agradezco mucho, señor.
Pero el joven le contestó con
acento reconocido:
—Soy yo quien le da las gracias,
señora. ¡Llevaba dos días sin probar bocado!
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