Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)
La cabellera (1884)
(“La chevelure”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (13 de mayo de 1884);
Toine
(París: Marpon & Flammarion, 1885, 308 págs.)
La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana
estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar,
alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla
de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy
delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había
encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus
miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que
este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un
Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea
estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía
el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la
Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre,
apagaba la vida.
¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este
Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal
sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas,
siempre en movimiento?
El médico me dijo:
—Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno
de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y
macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que
nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el
que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede
leer ese documento.
Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.
—Léalo —dijo—, y deme su opinión.
He aquí lo que contenía el cuaderno:
“Hasta los treinta y dos años viví tranquilo, sin amor. La vida me
parecía sencillísima, generosa y fácil. Yo era rico. Me gustaban tantas
cosas que no podía sentir pasión por ninguna en concreto. ¡Es estupendo
vivir! Me despertaba feliz cada día, dispuesto a hacer las cosas que me
gustaban, y me acostaba satisfecho, con la apacible esperanza de un
mañana y un futuro sin preocupaciones.
“Había tenido algunas amantes sin haber sentido nunca mi corazón
enloquecido por el deseo o mi alma herida por el amor después de la
posesión. Es estupendo vivir así. Es mejor amar, pero es terrible. Los
que aman como todo el mundo deben experimentar una felicidad apasionada,
aunque quizás menor que la mía, porque el amor vino a mí de una manera
increíble.
“Como era rico, buscaba muebles antiguos y objetos viejos; y a menudo
pensaba en las manos desconocidas que habían palpado esas cosas, en los
ojos que las habían admirado, en los corazones que las habían querido,
¡porque se quieren las cosas! A menudo permanecía durante horas y horas
mirando un pequeño reloj del siglo pasado. Era una preciosidad, con su
esmalte y su oro cincelado. Y seguía funcionando como el día en que lo
compró una mujer, encantada de poseer esa fina joya. No había dejado de
latir, de vivir su vida mecánica, y seguía siempre con su tictac
regular, desde una época pasada.
“¿Quién sería la primera en llevarlo sobre su pecho, entre los
tejidos tibios, mientras el corazón del reloj latía junto a su corazón
de mujer? ¿Qué mano lo habría tenido entre la punta de los dedos
cálidos, mirándolo por ambas caras una y otra vez y limpiando luego los
pastores de porcelana empañados un segundo por el trasudor de la piel?
¿Qué ojos habrían acechado en la esfera florida la hora esperada, la
hora querida, la hora divina?
“¡Cómo me habría gustado ver, conocer a aquella mujer que había
elegido este objeto exquisito y raro! ¡Pero está muerta! ¡Estoy poseído
por el deseo de las mujeres de antaño, amo, desde lejos, a todas
aquellas que han amado! La historia de los cariños pasados me llena el
corazón de pesar. ¡Oh, la belleza, las sonrisas, las jóvenes caricias,
las esperanzas! ¿No debería ser eterno todo esto?
“¡Cuánto he llorado, durante noches enteras, pensando en las pobres
mujeres de otro tiempo, tan bellas, tan tiernas, tan dulces, cuyos
brazos se abrieron para el beso, y ya muertas! ¡El beso es inmortal! ¡Va
de boca en boca, de siglo en siglo, de edad en edad; los hombres lo
recogen, lo dan y mueren!
“El pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro es
muerte. Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han
vivido; quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se
va y me quita segundo tras segundo un poco de mí para la nada de mañana.
Y no volveré a vivir nunca más.
“Adiós, mujeres de ayer. Os amo.
“Pero no tengo de qué quejarme. Encontré a aquélla a la que yo esperaba; y gracias a ella he disfrutado de placeres increíbles.
“Una mañana soleada iba vagabundeando por París, con el alma alegre y
el pie ligero, mirando las tiendas con un vago interés de paseante
ocioso. De pronto, en una tienda de antigüedades vi un mueble italiano
del siglo XVII. Era hermoso y muy raro. Se lo atribuí a un artista
veneciano llamado Vitelli, muy famoso en su época.
“Y seguí mi camino.
“¿Por qué me persiguió el recuerdo de ese mueble con tanta fuerza,
haciéndome volver atrás? Me detuve ante la tienda para verlo de nuevo y
sentí que me tentaba.
“La tentación es algo tan singular... Miramos un objeto y éste, poco a
poco, nos seduce, nos turba, nos invade como lo haría un rostro de
mujer. Su encanto entra en nosotros; extraño encanto que viene de su
forma, de su color, de su fisonomía de cosa; y ya lo amamos, lo
deseamos, lo queremos. Una necesidad de posesión nos invade, una
necesidad débil al principio, como tímida, pero que crece, se hace
violenta, irresistible.
“Y los comerciantes parecen adivinar en la llama de la mirada ese deseo secreto y creciente.
“Compré el mueble e hice que me lo llevaran inmediatamente a casa, poniéndolo en mi habitación.
“¡Oh, cómo compadezco a quienes desconocen esa luna de miel entre el
coleccionista y el objeto que acaba de comprar! Lo acaricia con la
mirada y la mano como si fuera de carne; vuelve a su lado en cualquier
momento, piensa siempre en él vaya donde vaya, haga lo que haga. Su
recuerdo vivo le sigue en la calle, por el mundo, en todos los lados; y
cuando vuelve a casa, antes incluso de quitarse los guantes y el
sombrero, corre a contemplarlo con una ternura de amante.
“Realmente, durante ocho días adoré ese mueble. Abría en todo momento
sus puertas, sus cajones; lo tocaba extasiado, disfrutando de todos los
placeres íntimos de la posesión.
“Pero una tarde, mientras palpaba el espesor de un panel, me di
cuenta de que debía de ocultar un escondite. Los latidos de mi corazón
se aceleraron y me pasé la noche buscando el secreto sin llegar a
descubrirlo.
“Lo conseguí al día siguiente, al introducir la hoja de una navaja en
una hendidura del entablado. Una plancha se deslizó y percibí,
extendida sobre un fondo de terciopelo negro, una maravillosa cabellera
de mujer.
“Sí, una cabellera: una enorme trenza de cabellos rubios, casi
pelirrojos, que debían de haber sido cortados junto a la piel y estaban
atados por una cuerda de oro.
“¡Me quedé estupefacto, aturdido, temblando! Un perfume casi
insensible, tan antiguo que parecía ser el alma de un olor, se escapaba
del misterioso cajón y de la sorprendente reliquia.
“La cogí, despacio, casi religiosamente, y la saqué de su escondite.
Entonces se liberó, derramándose en un torrente dorado que cayó hasta el
suelo, espeso y ligero, ágil y brillante como la cola de fuego de un
cometa.
“Una extraña emoción se apoderó de mí. ¿Qué era aquello? ¿Cuándo?
¿Cómo? ¿Por qué habían ocultado esos cabellos en el mueble? ¿Qué
aventura, qué drama escondía ese recuerdo?
“¿Quién los había cortado? ¿Un amante en un día de despedida? ¿Un
marido en un día de venganza? ¿O la que los había llevado en su frente
en un día de desesperación?
“¿Fue antes de entrar en un convento cuando se arrojó ahí esa fortuna
de amor, como una prenda dejada al mundo de los vivos? ¿Fue en el
momento de cerrar la tumba de la joven y hermosa muerta cuando quien la
adoraba se había quedado el cabello que embellecía su cabeza, lo único
que podía conservar de ella, la única parte viva de su carne que no
podía pudrirse, la única que podía amar todavía y acariciar y besar en
sus momentos de rabia y de dolor?
“¿No resultaba extraño que esa cabellera hubiera permanecido
incólume, cuando ya no quedaba ni un ápice del cuerpo del que había
nacido?
“Fluía entre mis dedos, me hacia cosquillas en la piel con una
caricia singular, una caricia de muerta. Me sentía conmovido, como si
fuera a llorar.
“La conservé largo tiempo entre mis manos, y me pareció que se movía
como si una parte de su alma se hubiera quedado escondida en ella.
Entonces la volví a poner sobre el terciopelo deslustrado por el tiempo,
cerré el cajón y el mueble y me fui a recorrer las calles para soñar.
“Caminaba siempre de frente, preso de tristeza, y también de
desconcierto, de ese desconcierto que se nos queda en el corazón tras un
beso de amor. Me parecía que ya había vivido antaño, que debía de haber
conocido a aquella mujer
“Y los versos de Villon subieron a mis labios como lo haría un sollozo
Decidme dónde, en qué país
está Flora, la bella romana
Archipiade y Taís
que fue su prima hermana.
Eco, voz que lleva la fama
bajo río o bajo estanque ;
cuya belleza fue más que humana.
Mas, ¿dónde están las nieves de antaño?
......................................
La reina Blanca como un lis
que cantaba con voz de sirena,
Berta la del gran pie, Beatriz, Alix
y Haremburgis, que obtuvo el Maine,
y Juana, la buena lorena
que los ingleses quemaran en Ruán...
¿Dónde están, Virgen soberana?
Mas ¿dónde están las nieves de antaño!
“Cuando regresé a casa, sentí un deseo irresistible de volver a ver
mi extraño hallazgo; y lo cogí de nuevo, y sentí, al tocarlo, un largo
escalofrío que me recorría el cuerpo.
“Durante unos días, sin embargo, permanecí en mi estado habitual,
aunque ya no me abandonaba el vivo recuerdo de aquella cabellera.
“En cuanto volvía a casa, necesitaba verla y tocarla. Daba la vuelta a
la llave del armario con ese estremecimiento que tenemos al abrir la
puerta de nuestra amada, ya que sentía en las manos y en el corazón una
necesidad confusa, singular, continua, sensual de bañar mis dedos en
aquel arroyo encantador de cabellos muertos.
“Luego, cuando había acabado de acariciarla, cuando había cerrado de
nuevo el mueble, seguía sintiéndola allí como si fuera un ser viviente,
escondido, prisionero; y la sentía y la deseaba otra vez; tenía de nuevo
la necesidad imperiosa de volver a cogerla de palparla, de excitarme
hasta el maleastar con aquel contacto frío, escurridizo, irritante,
enloquecedor, delicioso.
“Viví así un mes o dos, ya no lo sé. Ella me obsesionaba, me
atormentaba. Estaba feliz y torturado, como en una espera de amor, como
después de las confesiones que preceden al abrazo.
“Me encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel, para
hundir mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba
alrededor de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada,
con el fin de ver el día rubio a través de ella.
“¡La amaba! Sí, la amaba. Ya no podía pasar sin ella, ni estar una hora sin volver a verla.
“Y esperaba... esperaba... ¿qué? No lo sabía. La esperaba a ella.
“Una noche me desperté bruscamente con el pensamiento de que no me encontraba solo en mi habitación.
“Sin embargo, estaba solo. Pero no pude volver a dormirme; y como me
agitaba en una fiebre de insomnio, me levanté para ir a tocar la
cabellera. Me pareció más suave que de costumbre, más animada. ¿Regresan
los muertos? Los besos con los que la excitaba me hacían desfallecer de
felicidad; y me la llevé a mi cama, y me acosté, oprimiéndola contra
mis labios, como una amante a la que se va a poseer.
“¡Los muertos regresan! Ella vino. Sí, la he visto, la he tenido
entre mis brazos, la he poseído, tal como era cuando estaba viva antaño,
alta, rubia, exuberante, los senos fríos, la cadera en forma de lira; y
he recorrido con mis caricias esa línea ondeante y divina que va desde
la garganta hasta los pies siguiendo todas las curvas de la carne.
“Sí, la he tenido, todos los días y todas las noches. Ha vuelto, la
Muerta, la bella Muerta, la Adorable, la Misteriosa, la Desconocida,
todas las noches.
“Mi felicidad fue tan grande que no pude esconderla. Junto a ella
experimentaba un arrobamiento sobrehumano, ¡la alegría profunda,
inexplicable de poseer lo Inasequible, lo Invisible, la Muerta! ¡Ningún
amante ha disfrutado nunca de gozos más ardientes, más terribles!
“No supe esconder mi felicidad. La amaba tanto que ya no quería estar
sin ella. La llevaba conmigo, siempre, a todas partes. La paseaba por
la ciudad como si fuera mi esposa, y la llevaba al teatro en palcos con
rejas, como si fuera mi amante... Pero la vieron... adivinaron... me la
quitaron... Y me han metido en la cárcel, como un malhechor. Me la
quitaron... ¡Oh! ¡Miseria!...”
El manuscrito se detenía ahí. Y de pronto, mientras dirigía una
mirada despavorida hacia el médico, un grito espantoso, un aullido de
furor impotente y de deseo exasperado se alzó en el manicomio.
—Escúchelo —dijo el doctor—. Hay que duchar cinco veces al día a ese
loco obsceno. El sargento Bertrand no fue el único en amar a las
muertas.
Balbuceé, emocionado de asombro, horror y piedad: —Pero... esa cabellera... ¿existe realmente?
El médico se levantó, abrió un armario lleno de frascos y de
instrumentos y me lanzó, de una punta a otra de su gabinete, una larga
centella de cabellos rubios que voló hacia mí como un pájaro de oro.
Me estremecí al sentir entre mis manos su tacto acariciador y ligero.
Y me quedé con el corazón latiendo de repugnancia y de deseo, de
repugnancia como al contacto de los objetos arrastrados en crímenes, de
deseo como ante la tentación de algo infame y misterioso.
El médico prosiguió encogiéndose de hombros:
—La mente del hombre es capaz de cualquier cosa.
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