Guy de Maupassant
(Francia,
1850-1893)
Arrepentimiento (1883)
(“Regret”)
[Otros títulos en español: “Añoranza”, “La Felicidad perdida”]
Originalmente publicado en el periódico Le Gaulois (4 noviembre 1883)
Miss Harriet (1884)
El señor Saval
acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de
otoño; las hojas caen. Caen lentamente con la
lluvia, formando también una lluvia más apretada y
más lenta. El señor Saval no esta satisfecho. Va
de la chimenea a la ventana y de la ventana a la
chimenea. La vida tiene días tristes, y para el
señor Saval en adelante sólo tendrá días
tristes, por que ha cumplido sesenta y dos años.
Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se
interese por él. ¡Es muy triste morir aislado
sin dejar un afecto profundo!
Piensa en su
vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el
pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el
colegio, las vacaciones, la Universidad. Luego,
la muerte de su padre. Vive con su madre; viven
los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin
desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué
triste vida!
Y el hijo queda
solo. Envejece y morirá cualquier día.
Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni
rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué
terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reinarán.
Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se
divierte nunca. Es raro que se pueda reir y estar
alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte
fuera sólo probable, aún habría esperanzas; pero
no, es tan segura como la noche después del día.
¡Y aún si la
vida tuviera encantos! Desde que nació no hizo
nada. No tuvo aventuras, ni grandes goces, ni
éxitos, ni satisfacciones de ninguna especie. Nada,
no había hecho nada; su vida se redujo a
levantarse, vestirse, comer y acostarse; todo a
horas fijas. Y así pasó en este mundo sesenta y
dos años. Ni siquiera se había casado, como la
mayor parte de los hombres. ¿Por qué? Sí, ¿por
qué no se había casado? Pudo hacerlo, pues tenía
bastante renta para mantener a una familia. ¿Tal
vez no se le había presentado la ocasión?...
Acaso. Pero se buscan las ocasiones. Era un poco
negligente, abandonado... Eso fué la causa de todo:
su daño, su defecto, su vicio. ¡Cuantas gentes
malbaratan su vida por abandono! ¡Es tan difícil
para ciertas naturalezas moverse, agitarse,
hablar, insistir!
II
Nadie
le había querido. Ninguna mujer durmió sobre su
pecho en completo abandono de amor. Desconocía
las deliciosas angustias del que aguarda, el divino
estremecimiento de una mano sintiendo la opresión
de otra, el éxtasis de la pasión triunfante.
¡Qué dicha sobrehumana debe de inundar el corazón
cuando los labios de dos bocas acarícianse por vez
primera, cuando cuatro brazos, oprimiéndose,
forman de dos seres uno solo, un ser inmensamente
feliz, un alma de dos almas, ansiosas la una de la
otra!
El señor Saval
se había sentado junto a la chimenea, envuelto en
su bata.
Ciertamente su
vida estaba frustrada, en absoluto frustrada. Sin
embargo, una vez tuvo un amor: había querido a una
mujer secretamente; dolorosamente y descuidadamente,
como lo hacía todo. Sí, había querido a su amiga
la señora de Sandres, mujer de un antiguo camarada.
¡Oh, si la hubiese conocido soltera! Pero la
conoció tarde, cuando ya estaba casada. Él
también se hubiera casado con aquella mujer que le
inspiró amor desde el primer instante, y a la cual
siempre quiso.
Recordaba sus
emociones de cada vez que la veía, sus tristezas de
cuando se apartaba, las veces que no pudo en toda
la noche descansar pensando en ella.
Por la mañana
sentíase menos apasionado que por la noche.
¿Qué motivo habría?
¡Qué bonita,
qué rubia, qué rizada era en sus años floridos!
Sandres no era el hombre que aquella mujer
necesitaba. Sin embargo, a los cincuenta y ocho
años ella parecía dichosa.
¡Oh, si le
hubiera querido en otro tiempo!... ¡Si le hubiera
querido! Y ¿quién sabe si le había querido?
Si hubiese
adivinado aquel amor profundo... Y ¿quién sabe si
lo adivinó alguna vez? Y si lo adivinó, ¿qué
pensaría entonces? Y si él hablara ¿qué
hubiese contestado ella?
Y Saval se
hacía mil preguntas más, reviviendo su pasado,
interesándose por buscar y recoger una porción
de sucesos insignificantes.
Recordaba las
horas que pasaron en casa de Sandres, jugando a las
cartas, cuando la mujer era bonita y joven.
Y recordaba
cuantas palabras le había dicho ella y las
entonaciones que usó para decírselas; recordaba
las mudas sonrisas que significaron tantas cosas.
Recordaba los
paseos de los tres a la orilla del Sena, los
almuerzos campestres en domingo siempre, porque
Sandres estaba empleado en la Subprefectura. Y de
pronto le sorprendió la imagen clara de una hora
pasada con ella en un bosque, junto al río.
III
Habían
salido por la mañana, llevando sus provisiones en
paquetes. Era un día de primavera, uno de esos
días en que hasta el aire embriaga. Todo estaba
perfumado y brindando goces. Los pájaros cantaban
mejor y volaban con más ligereza.
Habían comido
sobre la hierba y a la sombra de un sauce, cerca del
agua adormecida por el sol. El aire tibio,
impregnado en perfumes de savia, respirábase con
delicia. ¡Qué dulzuras las de aquel día!
Después de
almorzar, Sandres se había dormido al pie de un
árbol.
—El mejor
sueño de su vida —según dijo cuando despertó.
La señora de
Sandres, del brazo de Saval, paseaba por la orilla
del río. Apoyándose mucho en él, reía
diciendo:
—Estoy un poco
mareada, bastante mareada.
Saval,
mirándola fijamente sentía estremecimientos y
palpitaciones; palidecía, temiendo que sus ojos
se mostraran con exceso atrevidos, que un temblor de
su mano revelara su secreto.
Ella se había
hecho una corona con flexibles tallos y con lirios
de agua, y la preguntó:
—¿Le gusto a
usted así?
Como él no
contestó nada —no se le ocurrió nada que
contestar, y que fácil hubiera sido caer a sus pies
de rodillas—, ella soltó la risa casi burlona y
despechada, gritándole:
—¡Tonto, más
que tonto! Hable usted al menos.
Él estuvo a
punto de llorar, sin que acudiera ni una sola
palabra en su ayuda.
Y todo esto lo
recordaba como el primer día.
¿Por qué le
había dicho ella: “Tonto, más que tonto: hable
usted al menos”?
Recordaba de
qué modo, con cuánta dulzura le oprimía,
apoyándose en él. Y al inclinarse para pasar por
debajo de un árbol de ramas caídas, la oreja de la
señora Sandres había rozado la mejilla del señor
Saval, ¡su mejilla!, y él había retirado la
cabeza con un movimiento brusco para que no
creyera ella deliberado aquel contacto.
Cuando él dijo:
“¿Le parece si es hora de que volvamos?”, ella le
lanzó una mirada singular. Cierto; le miró
entonces de un modo extraño. De pronto no lo tomó
en cuenta y al cabo de los años recordaba la
escena minuciosamente.
Ella le había
dicho:
—Como usted
quiera; si está usted cansado ya, volveremos.
Y él había
contestado:
—Yo no me
fatigo, señora; pero es posible que Sandres haya
despertado.
Y ella replicó,
encogiendose de hombros:
—Si teme usted
que haya despertado mi marido, es otra cosa;
volvamos.
Al volver ella
silenciosa, ya no se apoyaba en el brazo de su
amigo. ¿Por qué?
Este “por qué”
no había encontrado respuesta y era una
preocupación constante. Al cabo de los años, el
señor Saval creyó entrever algo que no había
entendido nunca.
Acaso ella...
IV
Ruborizándose
levantóse conmovido, emocionado, como si treinta
años antes hubiera oído en labios de la señora
Sandres un “¡te quiero!”.
¿Sería posible
acaso? Esta sospecha que despertaba en su
espíritu le torturó. ¿Era posible que a su tiempo
no viese, no advirtiese nada?
¡Oh, si eso
fuera cierto, si hallándose tan cerca de la dicha
no hubiera sabido aprovecharla!
Resolvióse. Le
ahogaban las dudas Quería saber la verdad. ¡La
verdad!
Se vistió de
prisa, de cualquier modo, pensando:
“He cumplido
sesenta y dos años; ella tiene cincuenta y ocho.
Bien puedo permitirme la pregunta”. Y salió.
La casa de
Sandres estaba en la otra acera de la misma calle,
casi frente a la casa de Saval.
La criada
mostró extrañeza de verle tan temprano.
—¡Usted por
aquí a estas horas, señor Saval! ¿Ha ocurrido
algo?
Saval contestó:
—Nada, hija
mía. Pero di a la señora que necesito hablar con
ella lo antes posible.
La muchacha se
fue y Saval recorría el Salón con pasos
nerviosos. Sentíase decidido, resuelto en
semejante ocasión. ¡Oh! Iba entonces a
preguntarle aquello como le hubiera preguntado por
una receta de cocina. ¡Tenía ya sesenta y dos
años!
Abrióse la
puerta y entró la señora. Era una matrona muy
abultada, con mejillas redondas y la risa fácil y
sonora. Su gordura no le permitía fácilmente
acercar los brazos al talle y los llevaba desnudos
y salpicados de almíbar. Al entrar preguntó con
inquietud:
—¿Qué le
ocurre a usted, amigo mío? ¿Está enfermo?
Y él
respondió:
—No estoy
enfermo, amiga y señora; pero me escarabajea una
duda, para mí de mucha importancia, que me oprime
el corazón, y vengo a que usted me la resuelva.
¿Promete contestarme con sinceridad?
Ella sonrió,
diciendo:
—He sido
siempre muy sincera. Pregunte.
—Pues ahí va.
Yo he vivido enamorado, queriendo a usted siempre,
desde que la ví por vez primera. ¿Usted lo
sospechaba?
Ella contestó,
riendo, con algo de la ternura que impregnó en otro
tiempo sus palabras:
—¡Tonto, más
que tonto! Lo supe desde el primer día.
Saval,
temblando, balbució:
—¿Usted lo
sabía, entonces...?
Y se contuvo.
Ella preguntó:
—Entonces...
¿qué?
Saval,
decidiéndose, continuó:
—¿Qué..,
qué me hubiera contestado?
Ella, riendo
mucho, mientras una gota de almíbar se deslizaba
por sus dedos, le díjo:
—Como usted
nada preguntó... ¡No era cosa de que yo me
declarase!
Avanzando hacia
ella Saval insistía:
—Dígame,
dígame... ¿Recuerda usted una tarde, cuando
Sandres se durmió sobre la hierba, después de
almorzar, y nos fuimos juntos, del brazo, lejos?...
Detúvose. La
señora no dejaba de reir, mirándole fijamente a
los ojos.
—¡Vaya si me
acuerdo!
Saval
prosiguió, estremeciéndose:
—Pues, bueno;
si aquel día yo hubiera sido..., yo hubiera
sido... más osado..., ¿qué hubiera hecho usted?
Ella, sonriendo
como una mujer dichosa, que no tiene de qué
arrepentirse ni desea nada, respondió
francamente, con voz clara y una punta de ironía:
—Hubiera
cedido seguramente.
Y dejándole
plantado volvió a la cocina.
Saval salió a
la calle aterrado como después de un desastre.
Andaba como impulsado por un instinto en
dirección al río, sin pensar adónde iba,
mojándose, porque llovía mucho. Su traje chorreaba;
su sombrero, deformado, parecía un canal. Y
andaba sin descanso hasta llegar al sitio donde
almorzaron aquella mañana. El recuerdo lejano le
torturaba el corazón.
Sentóse al pie
de los árboles, desnudos ya de hojas, y lloró.
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