Guy de Maupassant
(Tourville-sur-Arques, Francia, 1850 - Passy, París, 1893)


Ese cerdo de Morin (1882)
(“Ce cochon de Morin”)
Originalmente publicado en el periódico Gil Blas (21 de noviembre de 1882);
Contes de la bécasse
(París: Rouveyre & Blond, 1883, 302 págs.)


A M. Oudinot

I

      —Oye, amigo —le dije a Labarbe—, acabas de pronunciar de nuevo estas cuatro palabras: “ese cerdo de Morin”. ¿Por qué, diablos, no he oído hablar yo nunca de Morin sin que se le trate de “cerdo”?
       Labarbe, actualmente diputado, me miró con ojos de autillo.
       —Pero ¡cómo! ¿No conoces la historia de Morin, y eres de La Rochelle?
       Confesé que no conocía la historia de Morin. Entonces Labarbe se frotó las manos y dio comienzo a su relato.
       —Conociste a Morin, ¿no?, y recordarás la gran mercería que tenía en el quai de La Rochelle…
       —Sí, perfectamente.
       —Pues bien, has de saber que en mil ochocientos sesenta y dos o sesenta y tres Morin fue a pasar quince días a París, en viaje de placer, o para sus placeres, con la excusa de renovar su género. Ya sabes lo que, para un comerciante de provincias, suponen quince días en París. Es como para coger un calentón. Todas las noches espectáculos, roce con mujeres, una excitación mental constante. Para volverse loco, vamos. No ve uno más que a bailarinas en maillot, actrices escotadas, piernas torneadas, hombros generosamente descubiertos: todo ello casi al alcance de la mano, pero sin que uno se atreva o pueda tocarlo. Es ya mucho si puedes saborear, una o dos veces, algún manjar menos delicado. Y te vas con el corazón aún agitado, los ánimos excitados y una especie de comezón de besuqueos cosquilleándote los labios.


*

      Morin se encontraba en ese estado cuando sacó un billete para La Rochelle en el expreso de las 8.40 de la noche. Y se paseaba lamentándose de lo que se había perdido y lleno de turbación por el gran vestíbulo de la estación de Orleans, cuando se detuvo en seco delante de una joven que abrazaba a una anciana señora. Se había alzado el velo y Morin, encantado, murmuró: “¡Diantre, qué hermosura de muchacha!”.
       Tras haberse despedido de la anciana, la joven entró en la sala de espera y Morin la siguió; luego fue hasta el andén y Morin la seguía todavía; a continuación subió a un vagón vacío, con Morin siempre detrás.
       Había pocos viajeros en el expreso. La locomotora pitó; el tren partió. Estaban solos.
       Morin se la comía con los ojos. Parecía tener de diecinueve a veinte años; era rubia, alta, con aspecto de rompe y rasga. Se envolvió las piernas con una manta de viaje y se tumbó en el asiento para dormir.
       Morin se preguntaba: “¿Quién será?”. Y se le pasaron por la cabeza mil suposiciones, mil ideas. Se decía: “Se cuentan tantas aventuras de viaje en tren. Quizá ésta me toque a mí. ¿Quién sabe? Un golpe de fortuna puede tenerlo cualquiera. Tal vez me bastaría con ser audaz. ¿No fue Danton quien dijo:“¡Audacia, audacia y siempre audacia!”. Y si no fue Danton, debe de haber sido Mirabeau. En fin, qué importa. El hecho es que yo audacia no tengo. ¡Oh, si se supiera, si fuéramos capaces de leer en la mente de las personas! Apuesto a que dejamos pasar a diario, sin darnos cuenta, ocasiones magníficas. Bastaría, sin embargo, con un gesto de su parte para indicarme que no pide nada mejor que…”.
       Entonces, se puso a pensar en una serie de tretas que pudieran llevarle al éxito. Imaginaba una manera caballerosa de trabar conocimiento; pequeños favores que le haría, una conversación animada, galante, que desembocaría en una declaración que acabaría en…, en lo que tú piensas.
       Pero lo que siempre le faltaba era el pasar al ataque, el pretexto. Y, con el corazón agitado y la cabeza trastornada, esperaba una circunstancia favorable.
       La noche, sin embargo, pasaba y la guapa muchacha seguía durmiendo, mientras Morin meditaba sobre su capitulación. Se hizo de día y pronto el sol lanzó su primer rayo, un largo rayo llegado del extremo horizonte, sobre el dulce rostro de la durmiente.
       Ella se despertó, se sentó, miró la campiña, luego a Morin y sonrió. Sonrió como una mujer feliz, de un modo seductor y alegre. Morin se estremeció. Aquella sonrisa estaba destinada sin duda a él, era una discreta invitación, la señal soñada que esperaba. Aquella sonrisa quería decir: “Es usted un tonto, un ingenuo, un pánfilo, al haberse quedado ahí, tieso como una estaca, en su asiento desde ayer noche. Vamos, míreme, ¿acaso no me encuentra bonita? ¿Y es capaz de pasarse toda la noche a solas con una mujer bonita sin atreverse a nada, tonto más que tonto?”.
       Ella seguía sonriendo mientras le miraba; incluso comenzaba a reír; y él perdió la cabeza, buscando unas palabras de circunstancias, un cumplido, algo que decir por fin, sin importar el qué. Pero no encontraba nada, nada. Entonces, presa de una audacia de pusilánime, pensó: “Me juego el todo por el todo”, y de pronto, sin decir ni pío, se adelantó, con las manos extendidas, los labios golosos y, cogiéndola entre sus brazos, la besó.




      Ella se levantó de un brinco dando un grito: “¡Socorro!” y aullando de espanto. Abrió la puerta, agitando fuera los brazos, loca de miedo, tratando de saltar, mientras Morin, enloquecido, convencido de que iba a lanzarse la vía, la retenía por la falda balbuceando: “¡Señora…, oh, señora!”.
       El tren ralentizó la marcha, se detuvo. Dos empleados se precipitaron a las señas desesperadas de la joven, que cayó en sus brazos balbuciendo: “Este hombre ha querido…, ha querido…”. Y se desvaneció.
       Estaban en la estación de Mauzé. El gendarme allí presente detuvo a Morin.
       Cuando la víctima de su brutalidad hubo vuelto en sí, prestó declaración. La autoridad instruyó un atestado. El pobre mercero no pudo regresar a su domicilio hasta la noche, acusado de atentado en lugar público contra las buenas costumbres.


II

      Yo era por aquel entonces redactor jefe de Le Fanal des Charentes; y veía a Morin, cada noche, en el Café du Commerce.
       Al día siguiente de su aventura vino a verme, sin saber qué hacer. Yo no le callé lo que pensaba sobre el particular: “No eres más que un cerdo. Uno no se comporta así”.
       Lloraba; su mujer le había dado una tunda; veía su negocio arruinado, su buen nombre enlodado, deshonrado, sus amigos, indignados, retirándole el saludo. Acabó dándome pena y llamé a mi colaborador Rivet, un hombrecillo guasón y buen consejero, para saber cuál era su parecer.
       Me sugirió que me dirigiera al fiscal del Tribunal Supremo, que era amigo mío. Hice volver a casa a Morin y fui a ver a ese funcionario.
       Me enteré de que la mujer ultrajada era una muchacha, la señorita Henriette Bonnel, que acababa de hacer su aprendizaje como institutriz en París y que, al no tener padre ni madre, pasaba sus vacaciones en casa de sus tíos, unos buenos pequeño burgueses de Mauzé.
       La situación de Morin era grave precisamente porque el tío había puesto una denuncia. El fiscal aceptaba archivar la causa si se retiraba la misma. Esto era lo que había que conseguir.
       Volví a casa de Morin. Le encontré en la cama, enfermo de miedo y de pena. Su mujer, una mujerona huesuda y barbada, le maltrataba sin descanso. Me hizo entrar en la habitación gritándome a la cara:
       —¿Viene a ver a ese cerdo de Morin? ¡Pues ahí lo tiene, mírelo bien, al muy pájaro!
       Se plantó delante de la cama, en jarras. Yo le expuse la situación; y entonces él me suplicó que fuera a ver a la familia. Era una misión delicada, pero la acepté. El pobre repetía:
       —Te garantizo que ni siquiera la besé. ¡Te lo juro!
       Respondí:
       —No importa, eres un cerdo.
       Y cogí los mil francos que me entregó para emplearlos del modo que estimase más oportuno.
       Pero como no me hacía ninguna gracia aventurarme solo a la casa de los parientes, le rogué a Rivet que me acompañase. Él aceptó, a condición de que partiéramos de inmediato, pues al día siguiente, a primera hora de la tarde, tenía un asunto urgente en La Rochelle.
       Y, dos horas después, llamábamos a la puerta de una bonita casa de campo. Una guapa muchacha vino a abrirnos. Era ella seguramente. Le dije bajito a Rivet:
       —Diantre, comienzo a comprender a Morin.
       El tío, el señor Tonnelet, estaba suscrito precisamente a Le Fanal, era un ferviente correligionario político que nos recibió con los brazos abiertos, nos felicitó, se congratuló, nos dio un apretón de manos, entusiasmado de recibir en su casa a los dos redactores de su periódico. Rivet me sopló al oído:
       —Creo que conseguiremos solucionar el asunto de ese cerdo de Morin.
       La sobrina se había ido; y yo afronté el delicado asunto. Hice entrever el fantasma del escándalo, y puse el acento sobre el inevitable descrédito que la joven sufriría, tras el ruido que provocaría un caso semejante, pues nunca se iba a creer que había sido un simple beso.
       El buen hombre parecía dubitativo; pero no podía decidir nada sin su mujer, que no regresaría hasta entrada la noche. De repente soltó un grito de triunfo:
       —Oigan, se me acaba de ocurrir una idea. Están ustedes aquí y les retendré. Cenarán y dormirán aquí los dos; y, una vez que haya vuelto mi mujer, espero que lleguemos a un entendimiento.
       Rivet se resistía; pero el deseo de sacar del aprieto a ese cerdo de Morin le hizo decidirse, y aceptamos la invitación.
       El tío se levantó, radiante, llamó a su sobrina y nos propuso dar un paseo por su propiedad, proclamando:
       —Las cosas serias para la noche.
       Rivet y él se pusieron a charlar de política. En cuanto a mí, pronto me encontré unos pasos detrás, junto a la muchacha. ¡Era en verdad encantadora, encantadora!
       Con infinitas precauciones, comencé a hablarle de su aventura para tratar de hacer de ella una aliada.
       Pero no pareció en absoluto incómoda; y me escuchaba con el aire de quien se divierte mucho.
       Yo le decía:
       —Piense, señorita, en todas las molestias que va a tener que sufrir. Habrá de comparecer ante el tribunal, enfrentarse a las miradas maliciosas, hablar delante de todo el mundo, contar públicamente esa lamentable escena del vagón. Vamos a ver, entre usted y yo, ¿no habría sido mejor no decir nada, llamar al orden a ese truhán sin recurrir a los empleados del tren y cambiar simplemente de vagón?
       Ella se echó a reír:
       —¡Es cierto lo que dice! Pero ¿qué quiere? Tuve miedo; y, cuando se tiene miedo, no se razona. Tras haber comprendido la situación, lamenté mis gritos; pero ya era demasiado tarde. Piense también que ese imbécil se abalanzó sobre mí como un loco furioso, sin pronunciar una palabra, con aspecto de demente. No sabía siquiera lo que pretendía.
       Me miró a la cara, sin sentirse turbada o intimidada. Yo me decía: “Buena pieza, esta muchacha. Comprendo que ese cerdo de Morin pudiera llamarse a engaño”.
       Proseguí en tono de broma:
       —Vamos a ver, señorita, confiese que era disculpable, pues no puede encontrarse uno delante de una persona tan hermosa como usted sin sentir el deseo absolutamente legítimo de besarla.
       Ella se rió más fuerte, enseñando los dientes.
       —Entre el deseo y la acción, caballero, cabe el respeto.
       La frase tenía su gracia, aunque fuera poco clara. Pregunté bruscamente:
       —Bien, veamos, si yo la besara, ahora, ¿qué haría usted?
       Ella se detuvo para mirarme de arriba abajo, y luego dijo tan tranquila:
       —Oh, no es lo mismo.
       Bien sabía yo, claro está, que no era lo mismo, pues era conocido en toda la provincia como “Labarbe el guapo”. Tenía treinta años a la sazón, pero aun así pregunté:
       —¿Y eso por qué?
       Ella se encogió de hombros y respondió:
       —¡Vaya! Porque no es usted tan tonto como él. —Luego añadió, mirándome de soslayo—: Ni tan feo.
       Antes de que ella hubiera podido hacer un movimiento para evitarme, le había estampado un buen beso en la mejilla. Ella dio un salto hacia un lado, pero demasiado tarde. Luego dijo:
       —Vaya, tampoco usted se anda con chiquitas. Pero, yo en su lugar, no lo intentaría de nuevo.
       Adopté un aire humilde y le dije a media voz:
       —¡Oh, señorita! Si algún deseo tengo es encontrarme delante de un tribunal por el mismo motivo que Morin.
       Esta vez fue ella quien me preguntó:
       —¿Por qué?
       La miré de hito en hito, con seriedad.
       —Porque es una de las más bellas criaturas que existen; porque tener que emplear la violencia sería para mí una patente, un orgullo, un motivo de gloria. Porque, después de haberla visto, la gente diría: “Cierto, Labarbe se merece lo que le pasa, pero valía la pena”.
       De nuevo ella rompió a reír con ganas.
       —¡Es usted realmente divertido!
       No había terminado de decir la palabra “divertido”, cuando ya la estrechaba entre mis brazos, y le estampaba besos voraces por todas partes por donde encontrase un sitio, en el pelo, en la frente, en los ojos, en la boca a veces, en las mejillas, por todo el rostro del que ella no podía evitar descubrir siempre alguna parte para proteger otra.
       Al final, se desprendió, sonrojada y herida.
       —Es usted un grosero, caballero, y hace que me arrepienta de haberle prestado oídos.
       Le cogí la mano, un poco confundido, balbuceando:
       —Perdón, perdón, señorita. ¡La he ofendido; he sido brutal! No me guarde rencor. Si usted supiera…
       Busqué en vano una disculpa.
       Ella pronunció, al cabo de un momento:
       —No tengo nada que saber, caballero.
       Pero la había encontrado; exclamé:
       —¡Señorita, hace un año que la amo!
       Se quedó verdaderamente sorprendida y alzó la vista. Proseguí:
       —Sí, señorita, escúcheme. Yo no conozco a Morin y me importa un comino. Me importa muy poco que vaya a la cárcel y ante los tribunales. Yo la vi aquí, el año pasado, estaba usted allí, delante de la verja. Me produjo una fuerte impresión el verla y su imagen ya no me ha abandonado. Poco me importa que me crea o no. Me pareció adorable; su recuerdo me poseía; he querido volver a verla; he aprovechado la excusa de ese tonto de Morin; y aquí me tiene. Las circunstancias han hecho que me pasara de la raya; ruego me disculpe, perdóneme.
       Ella intentaba adivinar en mi mirada qué había de cierto en todo ello, a punto de sonreír de nuevo; murmuró:
       —Es usted un bromista.
       Alcé la mano y, con un tono sincero (creo incluso que era sincero), dije:
       —Le juro que no miento.
       Ella se limitó a decir:
       —Vamos, hombre.
       Estábamos solos, completamente solos, al haber desaparecido por las sinuosas alamedas Rivet y el tío; y le hice una declaración en toda regla, larga, dulce, estrechándole y besándole los dedos. Ella la escuchaba como algo agradable y nuevo, sin saber muy bien si creérsela o no.
       Acabé por sentirme turbado, convencido de lo que decía; estaba pálido, oprimido, tenía estremecimientos y, con dulzura, le pasé un brazo alrededor de la cintura.
       Le hablé en voz baja, entre los ricitos de la oreja. Estaba tan pensativa que parecía muerta.
       Luego su mano encontró la mía y la apretó; yo estreché lentamente su talle con una presión primero temblorosa y luego cada vez más fuerte; ella no se movía ya en absoluto; yo rozaba su mejilla con mi boca; y de golpe mis labios, sin buscar, encontraron los suyos. Fue un largo, largo beso, y habría durado aún de no haber oído un “hum, hum” algunos pasos detrás de mí.
       Ella escapó por entre un grupo de árboles. Me volví y vi a Rivet que venía a mi encuentro.
       Se plantó en medio del camino y, sin reír, dijo:
       —Bien, bien, ya veo cómo arreglas tú el asunto de ese cerdo de Morin.
       Respondí con fatuidad:
       —Se hace lo que se puede, amigo. ¿Y el tío? ¿Qué has conseguido? Yo respondo por la sobrina.
       Rivet declaró:
       —Yo he tenido menos suerte con el tío.
       Le cogí del brazo para volver adentro.


III

      La cena acabó de hacerme perder la cabeza. Estaba yo al lado de ella y mi mano reencontraba sin cesar la suya bajo el mantel; mi pie presionaba el suyo; nuestras miradas se unían, se fundían.
       Dimos a continuación una vuelta al claro de luna y le susurré en el alma toda la ternura que brotaba de mi corazón. La mantenía estrechada contra mí, besándola ininterrumpidamente, humedeciendo mis labios en los suyos. Delante de nosotros el tío y Rivet discutían. Sus sombras les seguían gravemente por la arena de los caminos.
       Volvimos adentro. Poco después el empleado de telégrafos trajo un telegrama de la tía anunciando que no volvería hasta la mañana siguiente, a las siete, con el primer tren.
       El tío dijo:
       —Bien, Henriette, ve a enseñar sus habitaciones a estos señores.
       Dimos un apretón de manos al buen hombre y subimos. Ella nos llevó primero a la habitación de Rivet, el cual me bisbiseó al oído: “No se le ha ocurrido llevarnos primero a la tuya…”. Luego me acompañó a mí. Al quedarnos solos, la cogí de nuevo entre mis brazos, tratando de hacerle perder la cabeza y vencer su resistencia. Pero, cuando sintió que estaba a punto de ceder, salió huyendo.
       Me metí entre las sábanas muy descontento, agitado y humillado, sabiendo que no pegaría ojo, y preguntándome qué torpeza podía haber cometido, cuando oí llamar suavecito a la puerta.
       Pregunté:
       —¿Quién es?
       Una débil voz respondió:
       —Soy yo.
       Me vestí deprisa, abrí, entró ella.
       —He olvidado —dijo— preguntarle qué toma por la mañana, si chocolate, té o café.
       La había estrechado impetuosamente, devorándola con caricias y balbuceando “Me enciendes…, me enciendes…, me enciendes…”. Pero ella se escurrió de entre mis brazos, apagó la luz de un soplo y desapareció.
       Me encontré solo, en la oscuridad, furioso, buscando los fósforos sin encontrarlos. Hasta que por fin di con ellas y, medio enloquecido, salí al pasillo con la palmatoria en la mano.
       ¿Qué me rondaba por la cabeza? No razonaba ya; quería encontrarla y quería poseerla. Di unos pasos sin pensar en nada. De repente me dije: “Y si entro en la habitación del tío, ¿qué le diré?…”. Me quedé inmóvil, con la cabeza vacía y el corazón a punto de estallarme. Al cabo de unos instantes se me ocurrió la respuesta: “¡Pues claro!, diré que buscaba la habitación de Rivet para hablarle de una cosa urgente”.
       Y me puse a inspeccionar las puertas, tratando de descubrir la de ella. Pero nada podía guiarme. Di la vuelta al azar a una llave que encontré. Abrí, entré… Henriette, sentada en la cama, me miraba despavorida.
       Entonces hice correr despacio el cerrojo y, acercándome de puntillas, le dije:
       —He olvidado, señorita, pedirle algo para leer.
       Ella se debatía; pero pronto yo abrí el libro que andaba buscando. No diré el título. Era en verdad la más maravillosa de las novelas y el más divino de los poemas.
       Una vez vuelta la primera página, me lo dejó hojear a mi antojo; y hojeé tantos capítulos que sólo quedaron los cabos de nuestras velas.
       Luego, tras haberle dado las gracias, volvía, de puntillas, a mi habitación, cuando una mano brutal me detuvo; y una voz, la de Rivet, me cuchicheó en la nariz:
       —¿Así que no has terminado aún de arreglar el asunto de ese cerdo de Morin?
       A las siete de la mañana, ella misma me trajo una jícara de chocolate. Nunca había probado uno igual. Un chocolate que estaba de muerte, suave, aterciopelado, aromático, embriagador. Era incapaz de separar mi boca de los bordes deliciosos de su jícara.
       Apenas la muchacha hubo salido, entró Rivet. Parecía un poco nervioso, irritado como alguien que ha dormido apenas; me dijo con un tono malhumorado:
       —Si sigues con esto, ¿sabes?, acabarás por estropear el asunto de ese cerdo de Morin.
       A las ocho, llegó la tía. La discusión fue breve. Aquella buena gente retiró la denuncia y yo dejaba quinientos francos para los pobres del lugar.
       Entonces, quisieron retenernos para que pasáramos la jornada con ellos. Organizarían incluso una excursión para ir a visitar unas ruinas. Henriette, tras las espaldas de sus parientes, me hacía señas con la cabeza:
       —Sí, quédese.
       Acepté, pero Rivet se empecinó en irse.
       Hice un aparte con él; le rogué, le supliqué; le decía:
       —Vamos, querido Rivet, hazlo por mí.
       Pero él parecía exasperado y me repetía en la cara:
       —A ver si te enteras de que ya tengo bastante del asunto de ese cerdo de Morin.
       Me vi obligado a marcharme también yo. Fue uno de los momentos más duros de mi vida. Habría seguido arreglando aquel asunto toda mi vida.
       En el vagón, tras los enérgicos y mudos apretones de mano de los adioses, le dije a Rivet:
       —No eres más que un imbécil.
       Él respondió:
       —Amigo, empiezas a irritarme y no sabes cuánto.
       Al llegar a las oficinas de Le Fanal, vi a un gentío que nos esperaba… Gritaron apenas nos vieron: “Bueno, ¿habéis arreglado el asunto de ese cerdo de Morin?”.
       Toda La Rochelle estaba preocupada por ello. A Rivet, cuyo mal humor se había disipado por el camino, le costó aguantarse la risa al declarar: “Sí, asunto solucionado, gracias a Labarbe”.
       Y nos fuimos para casa de Morin.
       Éste estaba arrellanado en un sillón, con unas cataplasmas en las piernas y unas compresas de agua fría en la cabeza, desfallecido de la angustia. Y tosía sin parar, con una tosecilla de agonizante, sin que se supiera dónde había podido haber cogido aquel constipado. Su mujer le miraba con ojos de tigresa presta a devorarle.
       En cuanto nos vio, tuvo un estremecimiento que le sacudía las muñecas y las rodillas. Dije:
       —Está arreglado, asqueroso, pero no vuelvas a las andadas.
       Él se levantó, sofocándose, me cogió las manos, las besó como si fueran las de un príncipe, lloró, a punto estuvo de desfallecer, abrazó a Rivet, abrazó incluso a la señora Morin, que le arrojó de un empellón hacia el sillón.
       Pero no se recuperó nunca de aquel golpe, su emoción había sido demasiado brutal.
       Era conocido en toda la región únicamente como “ese cerdo de Morin”, y era como si recibiese una estocada cada vez que oía este epíteto.
       Cuando un gamberro gritaba por la calle: “Cerdo”, él instintivamente volvía la cabeza. Sus amigos le acribillaban a bromas horribles, preguntándole, cada vez que comían jamón: “¿Es del tuyo?”.
       Murió dos años después.
       En cuanto a mí, cuando me disponía a presentarme a las elecciones de 1875, fui a hacer una visita interesada al nuevo notario de Tousserre, que se llamaba Belloncle. Fui recibido por una hermosa mujer, alta y opulenta.
       —¿No me reconoce? —preguntó ella.
       Yo balbucí:
       —Pues no…, no…, señora.
       —Henriette Bonnel.
       —¡Ah!
       Y sentí que palidecía.
       Ella parecía perfectamente a sus anchas, y sonreía mientras me miraba.
       Apenas me quedé a solas con el marido, éste me estrechó la mano, apretándomela hasta casi rompérmela:
       —Hace tanto tiempo, querido señor, que deseaba conocerle... Mi mujer me ha hablado mucho de usted. Sé, sé perfectamente en qué dolorosas circunstancias la conoció, sé lo correcto que se mostró usted, lleno de delicadeza, de tacto, de dedicación en ese asunto… —Dudó, luego, en voz más baja, como si dijera una grosería, añadió—: En el asunto de ese cerdo de Morin.




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