Nikolái Gógol
(Sorochintsy, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852)
Iván Fiódorovich Shponka y su tía (1832)
(“Иван Фёдорович Шпонька и его тётушка”)
Вечера на хуторе близ Диканьки [Las veladas de Dikanka]
Часть вторая [Segunda parte]
(San Petersburgo, 1832)
Esta historia tiene su propia historia: nos la contó Stepán Ivánovich Kúrochka, que había venido de Gadiach. Debo decirles que tengo una pésima memoria: poco importa que me digan una cosa o que no me la digan. Es lo mismo que pasar agua por un tamiz. Conociendo ese defecto mío, le pedí que me escribiera el relato en un cuaderno. Ese hombre siempre ha sido bueno conmigo, que Dios le dé salud, y accedió a copiarlo. Lo guardé en la mesilla; seguro que la conoce usted: es esa que se ve en el rincón nada más entrar… Pero he olvidado que usted no ha estado nunca en mi casa. Mi vieja, con la que llevo viviendo treinta años, no sabe leer ni escribir; para qué vamos a ocultar ese pecado. Un día advertí que para cocer los pasteles usaba unas hojas de papel. Prepara unos pasteles estupendos, estimados lectores; no los hay mejores en el mundo. En cierta ocasión miré debajo de los pasteles y vi unas palabras escritas. Tuve un presentimiento y me acerqué a la mesilla: ¡la mitad del cuaderno había desaparecido! Las hojas restantes las había utilizado para preparar los pasteles. ¿Qué podía hacer? ¡No va uno a pelearse en los tiempos de la vejez!
El año pasado tuve que pasar por Gadiach. Antes incluso de llegar a la ciudad, había hecho un nudo en el pañuelo para no olvidarme de pedirle la historia a Stepán Ivánovich.
Más aún: me hice la promesa de acordarme siempre que estornudara en la ciudad. Todo fue en vano. Atravesé la ciudad, estornudé, me soné con el pañuelo, pero no me acordé de nada; cuando el asunto me vino de nuevo a la cabeza, estábamos ya a seis kilómetros de la barrera. Nada podía hacerse: tuve que imprimir la historia sin final. En cualquier caso, si alguien siente la imperiosa necesidad de saber la continuación de este relato, sólo tiene que llegarse hasta Gadiach y preguntar por Stepán Ivánovich. Él estará encantado de contársela y, en caso de que sea necesario, empezará por el principio. Vive muy cerca de la iglesia de piedra. Enseguida verán allí un callejón: no hay más que internarse en él y buscar la segunda o la tercera puerta. O mejor, hagan lo siguiente: busquen un patio con un gran poste y una codorniz y si ven que sale a recibirles una gruesa mujer vestida con una falda verde (no está de más saber que Stepán Ivánovich es soltero), no duden de que han llegado. También lo pueden encontrar en el mercado, donde suele estar todas las mañanas hasta las nueve; elige el pescado y la verdura para su mesa y charla con el padre Antip o el arrendatario judío. Lo reconoceréis enseguida, pues es el único que lleva pantalones de indiana estampados y chaqueta de nanquín amarilla. Les daré otro rasgo distintivo: al andar siempre agita los brazos. El difunto asesor del lugar, Denis Petróvich, cuando lo veía de lejos, decía: “¡Mirad, mirad, por ahí viene el molino de viento!”.
I. IVÁN FIÓDOROVICH SHPONKA
Hace ya cuatro años que Iván Fiódorovich Shponka recibió el retiro y se fue a vivir a su granja de Vítrebenki. Cuando no era más que Vániusha estudiaba en la escuela comarcal de Gadiach, y hay que decir que era un muchacho muy aplicado y de muy buena conducta. El profesor de gramática rusa, Nikífor Timoféievich Deeprichastie, decía que si todos sus alumnos fueran tan aplicados como Shponka, no llevaría a clase su regla de madera de arce con la que, según él mismo reconocía, se cansaba de golpear las manos de perezosos y traviesos. Su cuaderno siempre estaba limpio, lleno de líneas trazadas con regla y sin una sola mancha. Apenas se movía en su asiento, y mantenía las manos juntas y los ojos fijos en el profesor; nunca colgaba un papel en la espalda del compañero que tenía delante; no tallaba el pupitre ni jugaba a los empujones antes de la llegada del maestro. Cuando alguien necesitaba afilar su pluma, se dirigía al momento a Iván Fiódorovich, pues sabía que éste siempre tenía un cortaplumas; Iván Fiódorovich, que entonces sólo era Vániusha, sacaba su cortaplumas de un pequeño estuche de cuero, atado al ojal de su chaqueta gris, y pedía solamente que no raspasen la pluma con el filo, asegurando que para eso estaba el lado romo. Tan buena conducta pronto atrajo la atención incluso del profesor de latín, a quien le bastaba con toser en el zaguán, antes de aparecer en la puerta con su capote y su rostro picado de viruelas, para que el miedo se adueñara de toda la clase. Ese maestro terrible, que siempre tenía sobre la cátedra dos manojos de látigos y a la mitad de su auditorio puesto de rodillas, nombró repetidor a Iván Fiódorovich, aunque en la clase había alumnos mucho más dotados.
Llegados a este punto no podemos dejar de mencionar un suceso que influyó en toda su vida. Uno de los alumnos que estaba a su cargo, tratando de ganarse la voluntad del repetidor para que escribiera en su boletín, scit, a pesar de que no sabía ni una palabra de la lección, llevó a la clase una torta untada de mantequilla y envuelta en un papel. Aunque Iván Fiódorovich siempre había dado pruebas de equidad, ese día tenía mucha hambre y no pudo resistir la tentación; cogió la torta, se ocultó detrás de un libro y empezó a comer. Tan ocupado estaba con el dulce, que ni siquiera advirtió que en la clase se había hecho de pronto un silencio de muerte. Sólo se recobró espantado cuando una mano terrible, emergiendo de un capote de paño, le agarró por una oreja y lo arrastró hasta el centro de la clase. “¡Dame esa torta! ¡Dámela te digo, canalla!”, exclamó el terrible profesor, cogiendo con los dedos la grasienta torta y arrojándola por la ventana, después de prohibir severamente a los escolares que correteaban por el patio que la recogieran. A continuación golpeó con enorme fuerza las manos de Iván Fiódorovich. Y así tenía que ser: las culpables habían sido las manos y no ninguna otra parte del cuerpo, pues eran ellas las que habían cogido la torta. Fuera como fuese, desde ese día su acusada timidez aumentó todavía más. Tal vez ese suceso fuera la causa de que nunca mostrara deseos de ingresar en el servicio civil, viendo por experiencia que no siempre se puede ocultar lo que se hace.
Tenía casi quince años cuando pasó a la segunda clase, donde, en lugar del catecismo abreviado y las cuatro reglas de aritmética, empezó a ocuparse del catecismo superior, el libro de los deberes del hombre y los quebrados. Pero al ver que cuanto más se adentra uno en el bosque más leña encuentra y al recibir la noticia de que su padre había pasado a mejor vida, al cabo de dos años decidió abandonar el colegio y, con el consentimiento de su madre, ingresó en el regimiento de infantería de P***.
El regimiento de infantería de P*** no se parecía en nada a la mayoría de los de su clase, y a pesar de que casi todo el tiempo estaba acantonado en pequeñas aldeas, su régimen de vida poco tenía que envidiar al de algunos regimientos de caballería. La mayor parte de los oficiales bebía licores helados y sabía tirar a los judíos de las patillas tan bien como los húsares; algunos sabían incluso bailar la mazurca, y el coronel del regimiento de P*** nunca dejaba de señalarlo cuando hablaba con alguien en sociedad: “En mi regimiento”, solía decir, golpeándose el estómago después de cada palabra, “muchos hombres bailan la mazurca; muchos, muchísimos”. Para mostrar mejor al lector el grado de instrucción que reinaba en el regimiento de infantería de P***, añadiremos que dos oficiales eran apasionados jugadores de naipes, capaces de apostar el uniforme, la gorra, el capote, el cinto del sable e incluso la ropa interior, algo que no se ve todos los días, ni siquiera en la caballería.
No obstante, el trato de semejantes camaradas no atenuó en nada la timidez de Iván Fiódorovich. Como no bebía licores helados, prefiriendo una copita de vodka antes de la comida y de la cena, ni bailaba la mazurca ni jugaba a los naipes, era natural que estuviera siempre solo. Además, mientras los otros tomaban los caballos del lugar para visitar a los pequeños hacendados, él se quedaba en casa, entregado a las ocupaciones típicas de las almas bondadosas y dulces: o bien limpiaba sus botones, o leía un libro de adivinaciones o colocaba trampas para ratones en los rincones de su habitación o se quitaba el uniforme y se tumbaba en la cama. En cambio, no había en el regimiento hombre más cumplidor que Iván Fiódorovich. Mandaba con tanta eficacia su grupo que el capitán de la compañía lo ponía siempre como ejemplo. De ese modo, apenas once años después de recibir el grado de alférez, había ascendido a subteniente.
Poco tiempo después recibió la noticia de la muerte de su madre; una hermana de ésta, y por tanto tía suya, de la que sólo recordaba que siendo niño le había llevado peras secas y unos deliciosos panecillos que preparaba ella misma (de hecho, había seguido enviándoselos a Gadiach, pero más tarde había discutido con su madre e Iván Fiódorovich no había vuelto a verla), esa tía, llevada por su bondad, se había encargado de regentar su pequeña hacienda, novedad que le había comunicado a su debido tiempo por medio de una carta. Iván Fiódorovich, que estaba completamente seguro del buen juicio de su tía, siguió desempeñando sus funciones como hasta entonces. Cualquier otro en su lugar, al haber obtenido tan alta graduación, se habría ensoberbecido; pero el orgullo era completamente ajeno a su naturaleza. Al ascender a subteniente, siguió siendo el mismo Iván Fiódorovich que había sido como alférez. Cuatro años más tarde de ese notable acontecimiento, cuando se aprestaba a trasladarse con su regimiento desde la región de Moguiliov a la de Velikorossia, recibió la siguiente carta:
Mi querido sobrino Iván Fiódorovich:
Te mando ropa interior, cinco pares de calcetines de hilo y cuatro camisas de lienzo fino. También quiero hablarte de otro asunto: como has alcanzado ya una elevada graduación, como bien sabes, y como has llegado a una edad en la que es necesario que te ocupes de tu hacienda, no veo ninguna razón para que sigas en el servicio activo. Yo ya soy vieja y no puedo vigilar como es debido tu propiedad; además, tengo muchas cosas que comunicarte personalmente. ¡Ven pronto, Vániuska! En espera de tener el placer sincero de verte, te saluda tu afectuosa tía
Vasilisa Tsuchevska.
En nuestra huerta han crecido unos nabos tan extraordinarios, que más que nabos parecen patatas.
Una semana después de recibir esa carta, Iván Fiódorovich escribió la siguiente respuesta:
Estimada tía Vasilisa Káshporovna:
Le agradezco mucho la ropa que me ha enviado, sobre todo los calcetines, pues los míos estaban ya muy viejos; de hecho, mi ordenanza los ha zurcido cuatro veces y en consecuencia han encogido mucho. En lo que respecta a su opinión sobre mi servicio, le diré que estoy completamente de acuerdo con usted y que ya hace tres días que he solicitado el retiro. En cuanto me lo concedan, alquilaré un coche. En lo que respecta al encargo que me había encomendado previamente, referente a las semillas de trigo de Siberia, no he podido cumplirlo: en toda la provincia de Moguiliov me ha sido imposible encontrarlo. Aquí a los cerdos se les da de comer cebada mezclada con cerveza pasada.
Con la mayor consideración, estimada tía, le saluda su sobrino
Iván Shponka
Finalmente Iván Fiódorovich recibió el retiro con el grado de teniente, contrató por cuarenta rublos a un judío para que lo llevara de Moguiliov a Gadiach y se puso en camino en el momento en que los árboles se revestían de hojas tiernas y aún ralas, toda la tierra se cubría de brillante y fresca verdura y en los campos olía a primavera.
II. EL CAMINO
En el camino no sucedió nada extraordinario. El viaje duró algo menos de dos semanas. Quizás Iván Fiódorovich podría haber llegado antes, pero el piadoso judío no trabajaba los sábados y pasaba el día entero rezando bajo una manta. No obstante, como ya he tenido ocasión de señalar, Iván Fiódorovich era una persona que no se dejaba ganar por el aburrimiento. En esas ocasiones abría la maleta, sacaba la ropa interior, examinaba si estaba bien lavada y bien planchada, quitaba con cuidado una mota de polvo del uniforme nuevo, cosido ya sin charreteras, y volvía a colocarlo todo de la mejor manera posible. Puede decirse que no era muy aficionado a la lectura; y si a veces abría su libro de adivinaciones era sólo porque le gustaba encontrar unas palabras que, a fuerza de haberlas leído muchas veces, le resultaban conocidas. Actuaba como el ciudadano que se dirige todos los días al casino, no con la esperanza de escuchar algo nuevo, sino para reunirse con unos amigos con los que está acostumbrado a charlar desde tiempos inmemoriales; como el funcionario que lee con fruición la guía de direcciones varias veces al día, no en virtud de ningún motivo diplomático, sino porque le entretiene sobremanera ver una lista de nombres impresos. “¡Ah, Iván Gavrílovich!”, repite para sí. “¡Ah! ¡Ahí estoy yo! ¡Hum!”. Y en cuanto se le presenta una nueva oportunidad vuelve a leerla con las mismas exclamaciones.
Tras dos semanas de viaje, Iván Fiódorovich llegó a una pequeña aldea que distaba unos cien kilómetros de Gadiach. Era viernes. Hacía ya un buen rato que se había puesto el sol cuando el carruaje, el judío y él entraron en el patio de la posada.
Esa posada no se diferenciaba en nada de las que suele uno encontrar en las pequeñas ciudades. Por lo general, en esos albergues se ofrecen al viajero con gran insistencia heno y avena, como si fuera un caballo de postas. Pero como tenga ganas de desayunar como las personas respetables, tendrá que guardar intacto su apetito hasta mejor ocasión. Iván Fiódorovich, que estaba al tanto de esas sutilezas, había tomado la precaución de llevar consigo dos paquetes con bollos de pan y salchichón; pidió una copa de vodka, bebida que no suele faltar en ninguna posada, se sentó en un banco delante de una mesa de roble, cuyas patas estaban hundidas en el suelo de tierra, y empezó a cenar.
Entretanto se oyó el ruido de un carruaje que se aproximaba. La cancela chirrió; pero pasó un buen rato antes de que el coche penetrara en el patio. Una fuerte voz increpaba a la vieja que regentaba la posada. “¡Voy a entrar”, oyó Iván Fiódorovich, “pero como una sola chinche me pique en tu casa, te zurraré. Ya lo creo que lo haré, vieja bruja, y no te daré nada por el heno!”.
Al cabo de un minuto la puerta se abrió y entró, o mejor dicho se introdujo, un hombre grueso vestido con una levita de color verde. Su cabeza descansaba inmóvil sobre un cuello demasiado corto, que parecía aún más gordo a causa de la doble barbilla. A juzgar por su aspecto, pertenecía a esa clase de personas que no se rompen la cabeza pensando en naderías y a las que todo en la vida les ha salido rodado.
—¡Le deseo mucha salud, señor mío! —exclamó al reparar en Iván Fiódorovich.
Iván Fiódorovich saludó en silencio.
—¿Me permite que le pregunte con quién tengo el honor de hablar? —añadió el grueso viajero.
—Con el teniente retirado Iván Fiódorovich Shponka —contestó éste.
—Y ¿puedo preguntarle adónde se dirige?
—A Vítrebenki, donde tengo mi propia hacienda.
—¡Vítrebenki! —exclamó el severo interrogador—. ¡Pero permítame, señor mío, permítame! —dijo, aproximándose a Iván Fiódorovich y agitando los brazos como si alguien le impidiera el paso o tuviera que abrirse camino a través de una multitud; una vez a su lado, le abrazó y le besó, primero en la mejilla derecha, luego en la izquierda y a continuación de nuevo en la derecha. A Iván Fiódorovich le agradaron mucho esos besos, pues sus labios habían tomado las grandes mejillas del desconocido por mullidos almohadones.
—¡Permítame, señor mío, que me presente! —continuó el gordo—. Yo también poseo una hacienda en la región de Gadiach y soy vecino suyo. Vivo en la aldea de Jórtische, que se encuentra a menos de cinco kilómetros de Vítrebenki. Me llamo Grigori Grigórievich Storchenko. Es de todo punto indispensable, indispensable, señor mío, que venga a visitarme a la aldea de Jórtische; si no, no le saludaré más. Ahora llevo prisa, pues tengo que ocuparme de unos asuntos… Pero ¿qué es eso? —dijo con una voz dulce a su jockey, un joven vestido con una casaca remendada en el codo, que acababa de entrar y con expresión sorprendida ponía sobre la mesa unos paquetes y cajas—. ¿Qué es eso? ¿Qué es? —y la voz de Grigori Grigórievich se fue haciendo cada vez más amenazante—. ¿Acaso te he ordenado que trajeras esto aquí, querido? ¿Acaso te he pedido que trajeras todo esto, canalla? ¿Es que no te he dicho que calentaras primero el pollo, bribón? ¡Fuera de aquí! —gritó, golpeando el suelo con el pie—. ¡Espera, cara de tonto! ¿Dónde está el cofre con las botellas? ¡Iván Fiódorovich! —continuó, mientras vertía licor en una copa—. ¡Le pido que lo pruebe! ¡Es medicinal!
—Le aseguro que no puedo… Ya en una ocasión… —dijo Iván Fiódorovich con temblorosa voz.
—¡No quiero ni oírlo, señor! —exclamó el propietario, levantando la voz—. ¡No quiero ni oírlo! ¡No me moveré de este lugar hasta que no lo pruebe!
Cuando Iván Fiódorovich comprendió que no había manera de rechazar el licor, lo bebió no sin satisfacción.
—Esto es un pollo, señor mío —prosiguió el gordo Grigori Grigórievich, cortando el ave con su cuchillo dentro de una caja de madera—. Debo decirle que mi cocinera Yavdoja a veces gusta de tomarse un trago; por eso la comida suele quedarle un poco seca. ¡Eh, mozo! —exclamó dirigiéndose al muchacho de la casaca, que le traía un edredón y unos almohadones—. ¡Hazme la cama en el suelo, en medio de la habitación! ¡Que no se te olvide poner un poco de heno bajo la almohada! ¡Y que la vieja te dé un trozo de cáñamo de la rueca para taparme los oídos por la noche! Debe usted saber, señor mío, que tengo la costumbre de taparme los oídos por la noche desde el maldito día en que en una posada rusa se me metió una cucaracha en la oreja izquierda. Sólo más tarde supe que esos malditos katsaps [término despectivo, como moshal, para referirse a los campesinos rusos] comen hasta la sopa con cucarachas. No soy capaz de describirle lo que sentí. Era una especie de hormigueo en el oído, un hormigueo… ¡Como para subirse por las paredes! Ya en nuestra tierra me curó una simple vieja. ¿Qué cree usted que hizo? Simplemente recitar unas fórmulas mágicas. ¿Qué opina usted de los médicos, señor mío? Yo creo que nos toman el pelo y se burlan de nosotros. Algunas viejas saben veinte veces más que todos esos médicos.
—Efectivamente, lo que acaba de decir usted es la pura verdad. Algunas viejas… —en ese momento se detuvo, como si no encontrara los vocablos adecuados para continuar.
No está de más decir que, en general, Iván Fiódorovich era bastante parco en palabras. Quizás ello se debiera a su timidez o acaso a un deseo de expresarse con mayor elegancia.
—¡Sacúdelo bien, sacude bien ese heno! —dijo Grigori Grigórievich a su lacayo—. El heno de aquí es tan malo que podría haber algún trozo de madera. Permítame, señor mío, que le desee buenas noches. Mañana no nos veremos, pues yo partiré antes del alba. Su judío descansará, porque mañana es sábado, así que usted no tiene ninguna necesidad de levantarse temprano. No olvide usted mi ruego: si no viene a verme a la aldea de Jórtische, no volveré a saludarle.
Entretanto el criado le ayudó a quitarse la levita y las botas y le puso una bata; Grigori Grigórievich, entonces, se dejó caer en la cama, donde parecía un enorme colchón extendido sobre otro.
—¡Eh, mozo! ¿Adónde vas, canalla? ¡Ven a arreglarme la manta! ¡Eh, mozo! ¡Ponme bien el heno debajo de la cabeza! ¿Y qué, le han dado ya de beber a los caballos? ¡Pon más heno! ¡Aquí, en este lado! ¡Pero arréglame bien la manta, canalla! ¡Así! ¡Uf!…
A continuación Grigori Grigórievich suspiró un par de veces y emitió un silbido tan terrible por la nariz que se oyó en toda la habitación; de vez en cuando roncaba con tanta fuerza que la vieja, adormilada en su camastro, se despertaba, miraba a un lado y a otro, y al no ver nada se tranquilizaba y volvía a quedarse dormida.
Al día siguiente, cuando Iván Fiódorovich se despertó, el gordo propietario ya no estaba. Ése fue el único acontecimiento notable que le sucedió durante todo el viaje. Tres días más tarde empezó a aproximarse a su hacienda.
Cuando aparecieron las batientes aspas del molino y, a medida que el carruaje ascendía por la colina, se vislumbraron las hileras de sauces, Iván Fiódorovich sintió que el corazón le latía con más fuerza. A través de las ramas se divisaba el estanque, que despedía vivos destellos y exhalaba una fresca brisa. En ese mismo estanque se había bañado en otros tiempos y, con el agua hasta el cuello, había buscado cangrejos en compañía de otros muchachos. El carruaje atravesó un dique e Iván Fiódorovich vio la misma vieja casa, con su techumbre de cañas, y aquellos manzanos y cerezos a los que en sus días mozos había trepado a escondidas. En cuanto entraron en el patio, perros de todas clases, marrones, negros, grises o con manchas acudieron de todas partes. Algunos se lanzaban ladrando a las patas de los caballos; otros, al darse cuenta de que el eje había sido engrasado con sebo, corrían detrás del coche; uno se había quedado cerca de la cocina, sujetaba un hueso con una pata y ladraba con todas sus fuerzas; otro ladraba en la lejanía y corría de un lado para otro sin dejar de mover la cola, como diciendo: “¡Mirad, buenas gentes, qué extraordinaria planta tengo!”. Algunos muchachos, vestidos con sucias camisas, acudieron a ver el carruaje. Una cerda, que deambulaba por el patio con sus dieciséis lechones, levantó el hocico con aire interrogativo y gruñó con mayor fuerza que de costumbre. En el suelo del patio había muchas lonas con montones de trigo, centeno y avena que se secaban al sol. En el tejado también habían puesto a secar distintos tipos de hierbas: achicoria salvaje, vellosilla y otras.
Iván Fiódorovich estaba tan absorbido en la contemplación de ese panorama que sólo volvió en sí cuando un perro con manchas mordió en la pantorrilla al judío, que en ese momento bajaba del pescante. La servidumbre, compuesta por una cocinera, una mujer y dos muchachas con faldas de lana, salió corriendo al patio. Después de las primeras exclamaciones, “¡Pero si es nuestro señorito!”, le anunciaron que su tía estaba sembrando maíz en el huerto, en compañía de la criada Palashka y del cochero Omelka, que a menudo desempeñaba también funciones de hortelano y de guardián… Pero la tía, que desde la lejanía había divisado el carruaje tapizado de tela de saco, ya estaba allí. Iván Fiódorovich se quedó estupefacto cuando ésta estuvo a punto de levantarlo en brazos; apenas podía creer que fuera la misma persona que en sus cartas le había hablado de su decrepitud y de sus enfermedades.
III. LA TÍA
La tía Vasilisa Káshporovna tenía entonces cerca de cincuenta años. Nunca se había casado y solía decir que la vida de soltera era lo que más apreciaba en el mundo. No obstante, en lo que yo recuerdo, nadie había pedido nunca su mano. Ello se debía a que todos los hombres sentían en su presencia una especie de timidez y no se atrevían a declararse. “¡Vasilisa Káshporovna tiene mucho carácter!”, decían los pretendientes, y tenían mucha razón, porque Vasilisa Káshporovna era capaz de bajarle los humos a cualquiera. A fuerza de tirarle del tupé con su mano viril, y sin usar ningún otro procedimiento extraño, había conseguido que el molinero, que hasta entonces había sido un borracho y una inutilidad, se convirtiera, no ya en un hombre, sino en un tesoro. Tenía una talla casi gigantesca y una fuerza y una corpulencia acordes con ella. Parecía como si la naturaleza hubiera cometido un error imperdonable obligándola a llevar los días de diario una bata de color marrón oscuro con delicados volantes y un chal rojo de cachemir el domingo de Pascua y el día de su santo, cuando en realidad le hubieran cuadrado mejor el bigote y las botas altas de un dragón. En cambio, sus ocupaciones guardaban una perfecta consonancia con su aspecto exterior: montaba en barca y manejaba los remos con mayor pericia que cualquier pescador; cazaba aves; pasaba horas enteras vigilando a los segadores; sabía con exactitud el número de melones y sandías que tenía en el huerto; cobraba una tasa de cinco kopeks a cada carro que atravesaba su dique; trepaba a los árboles para sacudir las peras; pegaba a los sirvientes perezosos con su temible mano y con esa misma mano obsequiaba a los que lo merecían con una copita de vodka. Casi al mismo tiempo que regañaba a los criados, teñía las madejas de hilo, corría a la cocina, preparaba levas, cocía mermeladas con miel; en resumen, se pasaba todo el día atareada y no desatendía ninguna de sus ocupaciones. La consecuencia de toda esa actividad era que la pequeña hacienda de Iván Fiódorovich, que contaba con dieciocho almas según el último censo, había prosperado en el más amplio sentido de la palabra. Además, quería mucho a su sobrino y se afanaba en reunir dinero para él.
Desde que Iván Fiódorovich había regresado a casa, su vida había cambiado por completo y había tomado un nuevo rumbo. Parecía como si la Naturaleza lo hubiese creado expresamente para administrar una hacienda de dieciocho almas. Su tía advirtió que sería un buen amo, aunque no le permitía inmiscuirse en todas las actividades de la hacienda. “Aún es muy joven”, solía decir, aunque el sobrino frisaba ya los cuarenta años. “¡Cómo va a saber!”.
No obstante, Iván Fiódorovich pasaba el día en los campos con los segadores y los guadañadores, lo que procuraba un goce inexplicable a su pacífica alma. El movimiento acompasado de una decena o más de brillantes hoces, el ruido de la hierba al abatirse en hileras regulares, las canciones que de vez en cuando entonaban los segadores, ya alegres como la llegada de un invitado, ya tristes como la separación; la tarde limpia y serena. ¡Y qué tarde! ¡Qué aire tan fresco y ligero! ¡Cómo revive entonces todo! La estepa se vuelve roja, azul y resplandece de flores; las codornices, las avutardas, las gaviotas, los grillos, los millares de insectos, con sus silbidos, sus zumbidos, sus chirridos y sus gritos se funden de pronto en un armonioso coro, sin conceder un solo instante de silencio. Mientras tanto, el sol se pone y desaparece. ¡Ah, qué aire más fresco y agradable! En el campo, aquí y allá, se encienden hogueras sobre las que se disponen calderos; en torno a ellos se sientan los bigotudos segadores; se eleva por el aire el vapor de las galushhas. El crepúsculo se vuelve grisáceo… No es fácil describir lo que sentía Iván Fiódorovich en esos momentos. Junto a los segadores se olvidaba de probar las galushkas, que tanto le gustaban, y se quedaba inmóvil en su sitio, siguiendo con los ojos el vuelo de una gaviota que se perdía en el cielo o contando las gavillas de trigo segado, que tapizaban los campos.
No tardó en extenderse por los contornos la fama de Iván Fiódorovich, al que se reputaba como un gran amo. La tía estaba encantada con su sobrino y no desaprovechaba ninguna ocasión de alabarle. Un día —esto sucedió al final de la siega, es decir, a finales de julio— Vasilisa Káshporovna cogió a Iván Fiódorovich por el brazo con aire misterioso y le dijo que quería hablarle de un asunto que le preocupaba desde hacía mucho tiempo.
—Querido Iván Fiódorovich —empezó—, sabes muy bien que tu hacienda cuenta con dieciocho almas; eso según el censo, aunque en realidad esa cifra quizás pueda ascender a veinticuatro. Pero no se trata de eso. Ya conoces el bosquecillo que linda con nuestras tierras anegadizas y probablemente sabes que detrás de él se extiende una vasta pradera de no menos de veinte hectáreas. Produce hierba en tal cantidad que podría rentar cada año más de cien rublos, especialmente si, como dicen, se establece en Gadiach un regimiento de caballería.
—Claro que lo conozco, tía: esa hierba es muy buena.
—Ya sé que es muy buena. Pero ¿a que no sabes que esa tierra en realidad es tuya? ¿Por qué me miras con esa cara? ¡Escucha, Iván Fiódorovich! ¿Te acuerdas de Stepán Kuzmich? ¡Pero cómo vas a acordarte! Eras entonces tan pequeño que ni siquiera podías pronunciar su nombre. ¡Qué cosas digo! Recuerdo que llegué la víspera de San Felipe, te cogí en brazos y casi me estropeas el vestido; por suerte, tuve tiempo de pasarte a Matriona, tu nodriza. ¡Qué malo eras entonces!… Pero no se trata de eso. Toda la tierra que hay detrás de nuestra hacienda y la propia aldea de Jórtische pertenecían a Stepán Kuzmich. Debo decirte que, antes de que tú vinieras al mundo, empezó a visitar a tu madre; cierto que en los momentos en que tu padre no estaba en casa. No lo digo en tono de reproche, ¡que Dios la tenga en su gloria!, aunque la difunta siempre fue injusta conmigo. Pero no se trata de eso. Fuera como fuese, el caso es que Stepán Kuzmich hizo una escritura de donación, a favor tuyo, de la propiedad de la que te hablo. Pero tu difunta madre, dicho sea entre nosotros, tenía un carácter muy peculiar. Ni el mismo diablo, que Dios me perdone esa fea palabra, habría podido comprenderla. Sólo Dios sabe dónde habrá puesto esa escritura. Yo creo, sencillamente, que está en manos de ese viejo solterón de Grigori Grigórievich Storchenko. Ese bribón barrigudo heredó toda la hacienda. Estoy dispuesta a apostar lo que sea a que ha ocultado el documento.
—Permíteme que te haga una pregunta, tía: ¿no es el mismo Storchenko con el que trabé conocimiento en la parada de postas?
Y a continuación Iván Fiódorovich refirió su encuentro.
—¡Quién sabe! —respondió la tía, después de unos instantes de reflexión—. Tal vez no sea un canalla. En verdad, sólo lleva medio año entre nosotros, y en ese tiempo no es posible conocer a una persona. He oído que la vieja, su madre, es una mujer muy juiciosa; dicen que es toda una experta en salar pepinillos. Tiene criadas que le tejen excelentes tapices. Ya que dices que fue muy amable, deberías visitarlo. Tal vez el viejo pecador escuche la voz de su conciencia y te restituya lo que no le pertenece. Podrías ir en el coche, pero esos malditos muchachos han arrancado todos los clavos de la parte trasera. Habrá que decirle al cochero Omelka que ajuste bien el cuero por todas partes.
—¿Para qué, tía? Cogeré el carricoche que utiliza usted a veces para disparar a las aves.
Con esas palabras terminó la conversación.
IV. EL ALMUERZO
A la hora del almuerzo Iván Fiódorovich entró en la aldea de Jórtische y se aproximó, un poco intimidado, a la casa señorial. Era una construcción larga y no tenía la techumbre de cañas, como la mayoría de las casas señoriales de los alrededores, sino de madera. En el patio había dos graneros también con techo de madera; la cancela era de roble. Iván Fiódorovich se sentía como un petimetre que asiste a un baile y comprueba que todas las personas que le rodean visten con mayor elegancia que él. Por respeto, detuvo su carricoche junto a un granero y se dirigió a pie a la escalera principal.
—¡Ah, Iván Fiódorovich! —gritó el gordo Grigori Grigórievich, que paseaba por el patio vestido con levita, aunque sin corbata, chaleco ni tirantes. No obstante, incluso ese atuendo debía de pesar a su ancha y obesa figura, pues el sudor le caía a chorros—. Me dijo usted que vendría en cuanto viera a su tía, pero hasta el día de hoy no se ha dignado pasar por aquí —y a continuación los labios de Iván Fiódorovich se encontraron con los almohadones ya conocidos.
—Estoy muy ocupado con la hacienda… Sólo me quedaré un minuto; en realidad, vengo a hablarle de un asunto…
—¿Un minuto? De ninguna manera. ¡Eh, mozo! —gritó el grueso propietario, y aquel mismo muchacho de la casaca salió corriendo de la cocina—. Dile a Kasián que cierre inmediatamente la cancela. ¿Me oyes? ¡Que la cierre con llave! ¡Y que desenganche ahora mismo el caballo de este señor! Haga el favor de entrar en la casa; aquí hace tanto calor que tengo toda la camisa empapada.
Una vez en el interior de la vivienda, Iván tiódorovich, a pesar de su timidez, decidió no perder el tiempo y abordar el asunto con decisión.
—Mi tía ha tenido el honor… Me ha comentado que la escritura de donación del difunto Stepán Kuzmich…
No es fácil describir el gesto de desagrado que se dibujó en el ancho rostro de Grigori Grigórievich al escuchar esas palabras.
—¡Le juro que no oigo nada! —respondió—. Debo decirle que en una ocasión se me metió en la oreja izquierda una cucaracha. Esos malditos katsaps tienen las isbas llenas de cucarachas. No hay pluma que pueda describir ese tormento. Era un hormigueo, una especie de hormigueo. Al final me curó una vieja con un procedimiento de lo más sencillo…
—Quería decirle… —se atrevió a interrumpirle Iván Fiódorovich, viendo que Grigori Grigórievich trataba deliberadamente de cambiar de tema— que en el testamento del difunto Stepán Kuzmich se menciona, digámoslo así, una escritura de donación… según la cual me corresponde…
—Ya veo que a su tía le ha faltado tiempo para contarle todas esas historias. ¡Es mentira! ¡Le juro que es mentira! Mi tío no preparó ninguna escritura de donación, aunque es cierto que en el testamento se hace alusión a cierto legado. Pero ¿dónde está ese documento? Nadie lo ha presentado. Si le digo todo esto es por su propio bien. ¡Le juro que es mentira!
Iván Fiódorovich guardó silencio, pensando que tal vez su tía se había equivocado.
—¡Ahí vienen mi madre y mis hermanas! —exclamó Grigori Grigórievich—. Eso quiere decir que el almuerzo está listo. ¡Vamos! —y a continuación tomó a Iván Fiódorovich por el brazo y lo llevó hasta una habitación en la que, sobre una mesa, había dispuestas unas fuentes con entremeses y unas botellas de vodka.
En ese mismo momento entraban en la estancia una viejecita de baja estatura, una verdadera cafetera con cofia, y dos señoritas, una rubia y otra morena. Iván Fiódorovich, como caballero bien educado, besó primero la mano de la viejecita y a continuación las de las dos señoritas.
—¡Es nuestro vecino Iván Fiódorovich Shponka, madre! —dijo Grigori Grigórievich.
La viejecita miró atentamente a Iván Fiódorovich, o al menos así lo pareció. Por lo demás, era la bondad en persona. Se diría que quería informarse de cuántos pepinillos salaba en invierno Iván Fiódorovich.
—¿Ha tomado usted vodka? —preguntó la anciana.
—Seguramente ha dormido usted mal, madre —dijo Grigori Grigórievich—. ¿A quién se le ocurre preguntarle a un invitado si ha tomado vodka? Ofrézcaselo, que si ha bebido o no es asunto suyo. Iván Fiódorovich, haga el favor, ¿prefiere aguardiente de centaura o vodka Trojimov? Pero ¿qué haces ahí parado, Iván Ivánovich? —preguntó Grigori Grigórievich, volviéndose; en ese momento Iván Fiódorovich vio cómo Iván Ivánovich se aproximaba a la mesa; iba vestido con una levita de largos faldones y un gran cuello almidonado que le cubría toda la nuca, de modo que la cabeza parecía aposentarse sobre el cuello como sobre un coche.
Iván Ivánovich se acercó al vodka, se frotó las manos, examinó con atención la copa, la llenó, la acercó a la luz y se metió en la boca de una vez todo el contenido; pero no lo tragó, sino que se enjuagó varias veces con él, y sólo entonces lo ingirió, acompañándolo de una rebanada de pan con setas saladas. A continuación se dirigió a Iván Fiódorovich.
—¿Es con el señor Iván Fiódorovich Shponka con quien tengo el honor de hablar?
—Así es —respondió Iván Fiódorovich.
—Ha cambiado usted mucho desde la primera vez que lo vi. Le he conocido así de pequeño —y al pronunciar esas palabras señaló con la palma de la mano una altura de una vara—. Su difunto padre, que en gloria esté, era un hombre singular. Melones y sandías como los que él tenía ya no se encuentran en ningún sitio. Aquí también servirán melones —añadió, llevándoselo aparte—. Pero ¿qué clase de melones? ¡Da pena verlos! Créame, estimado señor: tenía unas sandías así de grandes —exclamó con aire misterioso, separando los brazos como si quisiera abrazar un tronco muy grueso—. ¡Así de grandes, se lo juro!
—¡A la mesa! —dijo Grigori Grigórievich, cogiendo por el brazo a Iván Fiódorovich.
Pasaron todos al comedor. Grigori Grigórievich se sentó en su sitio habitual, en el extremo de la mesa, se anudó al cuello una enorme servilleta, que le daba el aspecto de esos héroes dibujados en los letreros de los barberos. Iván Fiódorovich, ruborizándose, se sentó en el lugar que le indicaban, frente a las dos señoritas; Iván Ivánovich se apresuró a sentarse a su lado, muy contento de tener alguien a quien comunicar sus observaciones.
—No debía haberse servido la rabadilla, Iván Fiódorovich. ¡Es pavo! —dijo la viejecita, volviéndose hacia él, mientras un aldeano vestido con un frac gris remendado de negro, que hacía las veces de camarero, le presentaba la fuente—. ¡Coja pechuga!
—¡Mamá, nadie le ha preguntado nada! —exclamó Grigori Grigórievich—. ¡No le quepa duda de que el invitado sabe lo que debe servirse! ¡Iván Fiódorovich, coja un ala, no, la otra, ésa con el estómago! Pero ¿por qué se sirve tan poco? ¡Coja un muslo! Y tú, ¿qué haces ahí parado con la fuente? ¡Implora! ¡Ponte de rodillas, canalla! Di ahora mismo: “¡Iván Fiódorovich, coja usted un muslo!”.
—¡Iván Fiódorovich, coja usted un muslo! —bramó el camarero, poniéndose de rodillas con la bandeja.
—Hum… ¡Vaya un pavo! —dijo en voz baja y con aire despectivo Iván Ivánovich, dirigiéndose a su vecino—. ¡No es así como se los imagina uno! ¡Si viera los que tengo yo! Le aseguro que uno solo tiene más grasa que diez de éstos. Créame, señor mío, que hasta da asco mirarlos cuando se pasean por el patio: tanta grasa tienen.
—¡Mientes, Iván Ivánovich! —exclamó Grigori Grigórievich, que había escuchado sus palabras.
—Le digo que el año pasado —continuó en el mismo tono Iván Ivánovich, dirigiéndose a su vecino y fingiendo no haber oído el comentario de Grigori Grigórievich—, cuando los envié a Gadiach, me los pagaban a cincuenta kopeks la pieza, y aún así no quise venderlos.
—¡Iván Ivánovich, te digo que mientes! —exclamó Grigori Grigórievich, levantando la voz y separando mucho las sílabas, para que se le entendiera mejor.
Pero Iván Ivánovich, como si la cosa no fuera con él, siguió hablando del mismo modo, aunque en voz más baja. —Como le iba diciendo, mi querido señor, no los quise vender. No hay en Gadiach un solo propietario…
—¡Iván Ivánovich! ¡Eres tonto y nada más! —dijo Grigori Grigórievich con voz tronante—. Iván Fiódorovich sabe todo eso mejor que tú y no cree una palabra de lo que dices.
Esta vez Iván Ivánovich se ofendió de veras, se calló y se dedicó a engullir su pavo, a pesar de que no era tan grasiento como aquéllos a los que daba asco mirar.
El tintineo de los cuchillos, de las cucharas y de los platos sustituyó durante un tiempo el rumor de la conversación; pero por encima de todo se oía el ruido que hacía Grigori Grigórievich al chupar el tuétano de un hueso de cordero.
—¿Han leído ustedes —preguntó Iván Ivánovich después de unos instantes de silencio, sacando la cabeza de su carruaje y volviéndola hacia Iván Fiódorovich— el Viaje de Korobénikov a los Santos Lugares? ¡Es un verdadero placer para el alma y el corazón! Ya no se imprimen libros así. Es una pena que no me haya fijado en el año de publicación.
Cuando Iván Fiódorovich escuchó que se hablaba de libros, comenzó a servirse salsa con determinación.
—Causa verdadero asombro, mi querido señor, que un simple comerciante recorriera todos esos lugares. ¡Más de tres mil kilómetros, señor mío! ¡Más de tres mil kilómetros! Es evidente que Dios mismo lo juzgó digno de visitar Palestina y Jerusalén.
—¿Dice usted que estuvo incluso en Jerusalén? —exclamó Iván Fiódorovich, que había oído hablar mucho de esa ciudad a su ordenanza.
—¿De qué habla usted, Iván Fiódorovich? —preguntó Grigori Grigórievich desde el otro extremo de la mesa.
—He aprovechado la ocasión para comentar que hay en el mundo países muy lejanos —dijo Iván Fiódorovich, muy satisfecho de haber pronunciado una frase tan larga y complicada.
—¡No le crea, Iván Fiódorovich! —apuntó Grigori Grigórievich, que no le había oído bien—. ¡No dice más que mentiras!
Al poco rato el almuerzo llegó a su fin. Grigori Grigórievich se dirigió a su habitación, según su costumbre, para echar una cabezada; los invitados siguieron a la anciana dueña de la casa y a las señoritas al salón, donde la mesa, que habían dejado llena de botellas de vodka cuando se fueron a comer, se había cubierto, como por arte de magia, de platitos con mermelada de diferentes clases y fuentes con sandías, cerezas y melones.
La ausencia de Grigori Grigórievich era percibida por todos. La dueña de la casa se volvió más locuaz y desveló, sin hacerse de rogar, muchos secretos sobre la manera de preparar el dulce de fruta y de secar las peras. Incluso las señoritas introdujeron algún comentario, aunque la rubia, que parecía unos seis años más joven que su hermana —a juzgar por su aspecto tendría veinticinco—, se mostraba más callada.
Pero el que más hablaba y se movía era Iván Ivánovich. Convencido de que nadie le molestaría ni le interrumpiría, hablaba de los pepinillos y de la manera de sembrar las patatas, se refería a la cantidad de gente sensata que había en el pasado - ¡nada que ver con la época actual! —y comentaba que, a medida que pasaba el tiempo, las gentes se volvían más listas e inventaban cosas más ingeniosas. En una palabra, era una de esas personas que se deleitan con los placeres de la conversación y os hablan de cualquier tema. Si la conversación se ocupaba de asuntos importantes o piadosos, Iván Ivánovich suspiraba después de cada palabra, inclinando levemente la cabeza; si se abordaban cuestiones domésticas, sacaba la cabeza de su carruaje y hacía tales gestos que ellos solos bastaban para explicar cómo se preparaba el levas de pera, cuál era el tamaño de los melones de los que hablaba y qué grasientos eran los pavos que correteaban por su patio.
Finalmente, al precio de grandes esfuerzos, Iván Fiódorovich consiguió despedirse al atardecer. A pesar de su carácter conciliador y de que le solicitaban encarecidamente que pasara allí la noche, se mantuvo firme en su decisión de marcharse y se marchó.
IV. UN NUEVO PLAN DE LA TÍA
—¿Y bien? ¿Has conseguido sacarle a ese viejo truhán la escritura de donación?
Con esa pregunta recibió la tía a Iván Fiódorovich; llevaba esperándole varias horas con impaciencia en el porche y al final, sin poder contenerse, había atravesado la cancela y se había dirigido a su encuentro.
—¡No, tía! —dijo Iván Fiódorovich, bajando del coche—. Grigori Grigórievich no tiene ninguna escritura de donación.
—¡Y tú te lo has creído! ¡Miente, el maldito! Si un día me encuentro con él te aseguro que le daré una tunda con mis propias manos. ¡Le haré perder un poco de grasa! No obstante, antes hay que hablar con el secretario del tribunal para ver si hay algún medio de llevarlo a juicio… Pero no se trata ahora de eso. Dime, ¿el almuerzo fue bueno?
—Bueno… muy bueno, tía.
—Vamos, cuéntame qué platos había. Sé que la vieja tiene mucha maña para la cocina.
—Había pasteles de requesón, con nata agria, tía. Pichones en salsa rellenos de…
—¿Sirvieron pavo con ciruelas? —preguntó la tía, pues ella misma era una verdadera experta en preparar ese plato.
—¡También había pavo!… Son muy guapas esas señoritas, las hermanas de Grigori Grigórievich; sobre todo la rubia.
—¡Ah! —exclamó la tía, mirando con atención a Iván Fiódorovich, que se azoró y bajó los ojos. Una nueva idea le pasó por la cabeza—. Bueno, ¿qué? —preguntó con viveza y curiosidad—. ¿Cómo tiene las cejas?
No está de más señalar que la tía consideraba las cejas de las mujeres el principal distintivo de su belleza.
—Sus cejas, tía, son exactamente iguales a las que, según sus palabras, tenía usted de joven. Y todo su rostro está cubierto de pequeñas pecas.
—¡Ah! —exclamó la tía, satisfecha de la observación de Iván Fiódorovich, al que ni siquiera se le había pasado por la cabeza hacerle un cumplido—. ¿Y qué vestido llevaba? Aunque probablemente no es fácil encontrar ahora tejidos tan sólidos como, por ejemplo, el de esta bata mía. Pero no se trata de eso. Dime, ¿hablaste de algo con ella?
—¿Qué quiere decir?… Yo, tía… Tal vez piense usted…
—¿Y qué tiene eso de extraño? ¡Si Dios lo quiere! Quizás esté escrito que hayáis de formar una buena pareja.
—No sé, tía, cómo puede hablarme usted así. Eso demuestra que no me conoce usted nada…
—¡Vaya, ya te has ofendido! —dijo la tía. “Todavía es muy joven”, se dijo. “No sabe nada. Es necesario que se traten, que se conozcan”.
A continuación la tía se separó de Iván Fiódorovich y fue a echar una ojeada a la cocina. A partir de ese día sólo pensó en una cosa: ver casado cuanto antes a su sobrino y tener pequeños nietos a los que cuidar. Los diferentes preparativos de la boda ocupaban toda su imaginación y, aunque se advertía que se afanaba en sus quehaceres más que antes, los asuntos iban peor que mejor. A menudo, mientras preparaba algún dulce, cuya elaboración no solía confiar a la cocinera, se olvidaba de todo y se imaginaba que a su lado había un nieto que le pedía un trozo de pastel; extendía distraídamente la mano con la mejor porción y un perro guardián, aprovechando la oportunidad, atrapaba el apetitoso bocado y lo masticaba con estrépito, sacando a la tía de su ensoñación y ganándose una buena tunda con el atizador. Incluso había renunciado a sus actividades favoritas y ya ni siquiera iba de caza, sobre todo desde el día en que, pensando que se trataba de una perdiz, abatió a un cuervo, algo que no le había sucedido nunca.
Finalmente, al cabo de unos cuatro días, todos vieron cómo sacaban el carruaje de la cochera y lo llevaban al patio. El cochero Omelka, que también desempeñaba funciones de hortelano y guardián, estuvo trabajando con el martillo desde el amanecer, sujetando el cuero y espantando una y otra vez a los perros, que venían a lamer las ruedas. Considero mi deber advertir al lector que esa calesa era la misma utilizada en su día por Adán; así pues, si alguien pretendiera que algún otro carruaje perteneció a Adán, la aseveración sería una sucia mentira y la calesa una falsificación. Se ignora por completo cómo pudo salvarse del diluvio. Hay que pensar que en el arca de Noé había una cochera especial para ella. Es una pena que no pueda ofrecer al lector una descripción viva de su figura. Baste decir que Vasilisa Káshporovna estaba muy satisfecha de su arquitectura y no dejaba de lamentarse de que los carruajes antiguos ya no estuvieran de moda. La misma estructura del carruaje, un poco vencida de un lado, de modo que la parte derecha quedaba bastante más alta que la izquierda, le gustaba mucho, pues decía que las personas pequeñas podían ir a un lado y las grandes al otro. Por lo demás, en el interior del carruaje había espacio para cinco hombres pequeños y tres del tamaño de la tía.
A eso del mediodía Omelka, que había terminado de adecentar la calesa, sacó de la cuadra tres caballos apenas más jóvenes que el carruaje y empezó a atarlos por medio de una cuerda al majestuoso coche. Iván Fiódorovich y su tía, uno por el lado izquierdo y la otra por el derecho, subieron a la calesa y se pusieron en camino. Los campesinos con los que se cruzaban, al ver un carruaje tan rico (la tía rara vez viajaba en él) se detenían con aire respetuoso, se quitaban la gorra y hacían profundas reverencias. Al cabo de unas dos horas el coche se detuvo ante la entrada… No creo necesario decir que se trataba de la entrada de la mansión de Storchenko. Grigori Grigórievich no estaba en casa. La anciana y las señoritas recibieron a los huéspedes en el comedor. La tía se aproximó con paso majestuoso, avanzó un pie con mucha desenvoltura y dijo con voz sonora:
—Estoy muy contenta, señora mía, de tener el honor de presentarle personalmente mis respetos. Además, permítame expresarle mi agradecimiento por la acogida dispensada a mi sobrino Iván Fiódorovich, que tanto me ha ponderado. ¡Tiene un alforfón estupendo, señora! Lo he visto cuando nos acercábamos a la aldea. Permítame que le pregunte: ¿cuántas gavillas obtiene por cada hectárea?
A continuación, todos se besaron. Una vez que unos y otros estuvieron instalados en el salón, la vieja ama de la casa exclamó:
—En lo que respecta al alforfón, no puedo decirle: eso es asunto de Grigori Grigórievich. Hace ya mucho tiempo que no me ocupo de esas cosas; soy demasiado vieja para ello. En el pasado, aún me acuerdo, teníamos un alforfón que llegaba hasta la cintura. ¡Hoy es otra cosa! Aunque, según dicen, todo marcha ahora mejor —en ese momento la anciana suspiró. Cualquier observador habría percibido en ese suspiro un estertor del viejo siglo XVIII.
—He oído decir, señora, que sus criadas tejen unos tapices excelentes —dijo Vasilisa Káshporovna, tocando de ese modo la fibra más sensible de la anciana que, al oír esas palabras, pareció animarse y empezó a hablar profusamente del modo de teñir las madejas y de la manera de preparar el hilo para ese efecto. De los tapices, la conversación pasó a ocuparse de los pepinillos salados y de las peras secas. En una palabra, antes de que transcurriera una hora, las dos damas conversaban como si se conocieran desde hacía un siglo. Vasilisa Káshporovna se había puesto a hablar en voz tan baja que Iván Fiódorovich no conseguía oír nada.
—Si quiere usted verlo —preguntó la vieja dueña, poniéndose en pie.
Las señoritas y Vasilisa Káshporovna también se levantaron y todos se dirigieron a la habitación de las criadas. No obstante, la tía le hizo una señal a su sobrino para que se quedara y murmuró algunas palabras a la viejecita.
—¡Máshenka! —dijo la anciana, dirigiéndose a la señorita rubia—. Quédate con el invitado y habla con él para que no se aburra.
La señorita rubia se quedó y se acomodó en el sofá. Iván Fiódorovich se sentó en su silla como sobre alfileres, ruborizado y con los ojos bajos; pero la señorita no parecía advertir su turbación: seguía sentada en el sofá con aire indiferente, examinando con atención las ventanas y las paredes o siguiendo con la vista al gato, que se deslizaba temeroso bajo las sillas.
Iván Fiódorovich se animó un poco y trató de iniciar una conversación; pero parecía como si hubiera perdido todas las palabras por el camino. Ni un solo pensamiento le venía a la cabeza.
El silencio se prolongó durante casi un cuarto de hora. La señorita seguía sentada en la misma postura.
Finalmente Iván Fiódorovich se armó de valor:
—¡En verano hay muchas moscas, señorita! —exclamó con un ligero temblor en la voz.
—¡Muchísimas! —respondió la señorita—. Mi hermano ha fabricado un cazamoscas con un viejo zapato de mamá, pero aun así hay muchas.
En este punto la conversación se interrumpió e Iván Fiódorovich ya no encontró ningún otro tema del que hablar.
Finalmente la dueña, la tía y la señorita morena regresaron. Después de charlar durante un rato, Vasilisa Káshporovna se despidió de la anciana y de las señoritas, sin atender sus insistentes demandas para que se quedaran a pasar la noche. La anciana y las señoritas acompañaron a los invitados hasta la entrada y estuvieron largo rato saludando a la tía y al sobrino, asomados a la calesa.
—¡Bueno, Iván Fiódorovich! ¿De qué hablaste con la señorita cuando os quedasteis solos? —le preguntó la tía por el camino.
—¡María Grigórievna es una muchacha muy modesta y formal! —dijo el sobrino.
—¡Escucha, Iván Fiódorovich! ¡Quiero hablar contigo seriamente! Gracias a Dios, tienes ya treinta y siete años. Has alcanzado una graduación elevada. ¡Es hora de que pienses en tener hijos! Necesitas imperiosamente una esposa…
—¡Pero tía! —gritó asustado Iván Fiódorovich—. ¡Una esposa! ¡Pero cómo! No, tía, hágame el favor… Me hace usted sentir una vergüenza espantosa… No he estado nunca casado… ¡No sé lo que hay que hacer!
—Ya lo sabrás, Iván Fiódorovich, ya lo sabrás —dijo sonriendo la tía, al tiempo que pensaba: “Es aún muy joven. No sabe nada”—. ¡Sí, Iván Fiódorovich! —prosiguió en voz alta—. En ninguna parte encontrarás una esposa mejor que María Grigórievna. Además, te ha gustado mucho. Ya he hablado con la viejecita del asunto y ha comentado que se alegraría mucho de tenerte como yerno; es verdad que aún no sabemos lo que dirá ese pecador de Grigórievich. Pero no vamos a preocuparnos de él. Como se atreva a no darle dote, iremos a los tribunales…
En ese momento la calesa entró en el patio y los viejos jamelgos se animaron al presentir la proximidad de la cuadra.
—¡Escucha, Omelka! Antes de dar de beber a los caballos, déjalos que descansen un rato. Son unas bestias muy impetuosas. Bueno, Iván Fiódorovich —continuó la tía, mientras bajaba del carruaje—, te aconsejo que lo pienses bien. Yo tengo que entrar un momento en la cocina; he olvidado dar las órdenes para la cena y seguro que la inepta de Soloja no ha preparado nada.
Pero Iván Fiódorovich seguía inmóvil, como si le hubiera caído un rayo. Cierto que María Grigórievna era una señorita nada fea, ¡pero de ahí a casarse!… Esa idea le parecía tan extraña, tan peregrina, que no podía pensar en ella sin sentir una especie de terror. ¡Vivir con una esposa!… ¡Qué cosa más incomprensible! No estaría solo en su habitación. ¡Tendrían que estar siempre juntos!… Su cara fue cubriéndose de sudor a medida que profundizaba en sus elucubraciones.
Se fue a la cama más pronto de lo habitual, pero a pesar de sus esfuerzos no pudo quedarse dormido. Finalmente, el anhelado sueño, ese consuelo universal, le visitó; pero ¡qué sueño! Nunca había tenido unas visiones tan incoherentes. Al principio soñó que a su alrededor todo giraba y rugía, mientras él corría con todas sus fuerzas. Estaba a punto de caer extenuado cuando alguien le cogía por una oreja. “¡Ay! ¿Quién es?”. “¡Soy yo, tu mujer!”, le decía una poderosa voz. Y él entonces se despertaba. Luego se imaginó que estaba ya casado; todo en la casa se le antojaba raro, sorprendente; en su habitación, en lugar de una cama sencilla, había otra doble. Su mujer estaba sentada en una silla. Una sensación de extrañeza se apoderó de él. No sabía cómo acercarse a ella ni qué decirle; de pronto advirtió que tenía cara de ganso. Casualmente volvió la cabeza y vio a otra esposa, también con cara de ganso. Volvió a girarse y vio a una tercera esposa. Se dio la vuelta y apareció otra más. Presa de la angustia, salió corriendo al jardín, pero allí hacía mucho calor. Se quitó el sombrero y vio que en su interior estaba la esposa. Su rostro se cubrió de sudor. Quiso sacar un pañuelo del bolsillo, pero allí encontró a la esposa; sacó de su oreja un trozo de algodón y en él iba la esposa… De pronto se puso a saltar a la pata coja, y su tía, al verlo, le dijo con aire grave: “Sí, tienes que saltar porque ahora eres un hombre casado”. Trató de acercarse a ella, pero la tía se convirtió en un campanario. Sintió que alguien lo arrastraba hacía allí, tirando de él con una cuerda. “¿Quién me arrastra?”, preguntó Iván Fiódorovich con voz plañidera. “Soy yo, tu mujer; te arrastro porque eres una campana”. “No, no soy una campana; soy Iván Fiódorovich”, gritó. “Sí, eres una campana”, dijo el coronel del regimiento de infantería de P***, pasando junto a él. De pronto empezó a soñar que su esposa no era un ser humano, sino una especie de paño de lana. Estaba en Moguiliov y entraba en una tienda. “¿Qué tela desea?”, decía el comerciante. “Llévese una esposa, está de moda y es un género muy bueno. Es el que eligen todos para hacerse las levitas”. El comerciante midió y cortó una esposa. Iván Fiódorovich se la puso debajo del brazo y se dirigió a la tienda de un sastre judío. “No”, le dijo éste. “¡Es una tela muy mala! Nadie la usa para hacerse las levitas…”.
Iván Fiódorovich se despertó atemorizado y muy alterado. Estaba bañado en un sudor frío.
En cuanto se levantó por la mañana, consultó su libro de adivinaciones, en cuyo final un librero virtuoso, con una bondad y un desinterés desusados, había añadido una guía de sueños abreviada. Pero allí no encontró nada que guardara siquiera una leve semejanza con su deshilvanado sueño.
Mientras tanto, la tía había concebido un plan completamente nuevo, del que se informará en el próximo capítulo.
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