Nikolái Gógol
(Sorochintsy, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852)


El diario de un loco (1835)
(“Записки сумасшедшего”)
Арабески. Разные сочинения Н.Гоголя, ч.2-я
(San Petersburgo, 1835);
Повести (1835-1842 гг.)
(San Petersburgo, 1842)



Octubre, 3

      Hoy se ha producido un hecho extraordinario. Por la mañana me levanté bastante tarde y, cuando Mavra me trajo las botas limpias, le pregunté qué hora era. Al enterarme de que pasaban de las diez, me apresuré a vestirme. Francamente, hubiera preferido no ir al negociado sabiendo de antemano qué cara me iba a poner el jefe de sección. Hace tiempo que me viene diciendo: “¿Qué te pasa, amigo, que tienes loca la cabeza? A veces parece que tienes hormiguillo y armas unos líos, que no hay quien lo entienda: escribes el encabezamiento con minúscula, te olvidas de poner la fecha y el número del expediente”. ¡Maldito bicho! ¡Es que me tiene envidia, porque entro en el despacho del director y me pongo a cortar las plumas de su excelencia! Total, que no iría al negociado, si no fuera porque espero ver al cajero y sacarle algún anticipo, al muy tacaño. ¡Ése es otro! ¡Menudo bicho! Ése prefiere ahorcarse a pagarte un mes por adelantado. Ya puedes pedir que, aunque te mueras de hambre, no te lo da, el viejo diablo: Y en su casa la criada anda a tortazos con él. Eso lo sabe todo el mundo.
       No veo las ventajas de trabajar en un negociado. No hay forma de sacar tajada. En la Administración Provincial y en la Cámara de Cuentas, como en la del Tesoro es totalmente distinto: allí ves a uno acurrucado en un rincón y escribiendo. Lleva una levita que se cae de vieja, tiene una cara que asusta, pero hay que ver la villa que alquila. No se te ocurra llevarle una taza de porcelana: “Eso —te suelta— regálaselo al médico”; ése sólo se conforma con un par de caballos, o un coche, o una pelliza de castor de trescientos para arriba. Le ves y parece una mosquita muerta, y te habla muy fino: “¿Sería tan amable de prestarme el cortaplumas para afilar ésta?”, pero llega un solicitante y lo deja en cueros. Aunque, eso sí, nuestra sección tiene categoría, y hay una limpieza que ya la quisiera para sí la Administración Provincial: las mesas son de caoba, y todos los jefes te tratan de usted. Francamente, de no ser porque tiene categoría, hacía tiempo que habría dejado el negociado.
       Como llovía a cántaros, me puse el gabán viejo y cogí el paraguas. En la calle no había un alma, sólo pueblerinas que se tapaban con la falda y comerciantes rusos con paraguas y algún cochero que pasaba de cuando en cuando. De gente noble no vi más que a uno de nuestros funcionarios. Lo avisté en una bocacalle. Nada más verle, me dije: “Eh, amigo, tú no andas camino del negociado, tú vas mirándole las piernas a esa señorita que camina delante”. Nuestros funcionarios son de alivio. Dan sopas con honda a un oficial, en serio: nada más ven a una señorita con sombrero, le sueltan un piropo.
       Estaba yo en estas reflexiones cuando a la tienda, ante la cual yo pasaba en ese instante, vi que llegaba un coche. Lo reconocí en seguida: era el coche de nuestro director. Como a él no le hace falta andar de compras, pensé que seguramente era su hija. Me pegué a la pared. El lacayo le abrió la portezuela y ella salió del coche como un pajarito. Miró así, a derecha y a izquierda. ¡Qué ojos! ¡Qué cejas!… Dios mío, estoy perdido irremisiblemente. ¿Qué necesidad tendría ella de salir en plena lluvia? ¡Que luego digan que a las mujeres no les interesan los trapos! No me reconoció; además, procuré pasar inadvertido; es que yo llevaba un gabán muy sucio, y, encima, pasado de moda. Ahora se llevan capas con esclavina y la mía tiene un cuello pequeñito; además no era de tela impermeable. Su perrita no tuvo tiempo de meterse por la puerta de la tienda y se quedó en la calle. Conozco a la perrita. Se llama Medji. Al minuto, escaso, oigo una voz delicada: “¡Hola, Medji!” ¡Qué raro! Pero ¿quién habla? Busqué con la vista y vi a dos señoras que caminaban con paraguas: una era vieja, y la otra, joven; pero ellas pasaron y volví a oír a mi lado. “¡No tienes vergüenza, Medji!” ¡Qué diablos es esto! Y vi a Medji olisqueándose con el perrito que seguía a las señoras. “¡Vaya! —pensé para mis adentros—. ¿Estaré borracho? Pero creo que suelo estarlo muy pocas veces”. “No, Fidel, no debes de pensar así”, vi con mis propios ojos que respondía Medji; “Es que estuve… ¡guau! ¡guau!… es que estuve, ¡guau! ¡guau!… muy enferma”.
       ¡Vaya con la perrita! Francamente, me extrañó mucho verla hablar como las personas. Pero después lo pensé mejor y dejó de chocarme, y es que casos como ése los hay a montones. Dicen que en Inglaterra apareció un pez que dijo dos palabras en un idioma tan raro, que los sabios llevan tres años estudiándolo, y están como el primer día. También leí, en el periódico, sobre dos vacas que se metieron en una tienda y pidieron una libra de té. Pero, en serio, me asombré mucho más cuando Medji le dijo: “Te escribía, Fidel, pero estoy segura de que Chucho no te llevó la carta”. Oiga, que me quede sin sueldo si miento. Jamás había oído de un perro que supiera escribir. Los únicos capaces de escribir sin faltas son los nobles. Hombre, se dan casos aislados de tenderos, e incluso de siervos, capaces de escribir, pero escriben mecánicamente, sin puntos ni comas y sin estilo.
       De verdad que me sorprendió. De un tiempo a esta parte oigo y veo cosas que nadie ha visto ni oído jamás. “Voy a seguir a ese perrito. —me dije—, para saber qué es y cómo piensa”. Abrí el paraguas y caminé detrás de las señoras. Entraron por la Gorógovaya, torcieron hacia la Meshchánskaya, de allí a la Stoliámaya, y, por fin, llégando al puente de Lokushkin, se detuvieron ante una casa grande.
       “Conozco la casa —dije para mí—. Es la casa de Zvergov”. ¡Es enorme! ¡La de gente que vive allí! ¡Qué de criadas! ¡Qué de polacos! Y de funcionarios, no digamos: el ciento y la madre. Allí tengo yo un amiguito que toca bastante bien la cometa. Las señoras subieron al quinto. “Muy bien —pensé—: ahora no entraré, pero tomaré nota del sitio y, en cuanto se me presente la oportunidad, la aprovecharé”.


Octubre, 4

      Como es miércoles, hoy he estado en el despacho del jefe. Llegué antes de la hora especialmente, para cortar todas las plumas. Nuestro director debe de ser un tío listo. Tiene todo el despacho lleno de armarios con libros. Estuve leyendo algunos títulos. Son libros científicos, pero de tanta, de tanta ciencia, que un funcionario como yo no tiene nada que hacer ahí: todos están en francés o en alemán. Basta verle la cara para comprender que es un personaje. ¡Jamás le oí decir una palabra de más! Sólo alguna vez, cuando le entregas los papeles, te pregunta: “¿Qué tiempo hace hoy?”. “Está para llover, excelencia”. Desde luego, no le llego ni a la suela de los zapatos. Es lo que se dice un hombre de Estado. Pero me he dado cuenta que a mí me tiene un cariño especial. Si su hija también…, ¡ay, qué coraje da!… Nada, nada… me callo.
       Estuve leyendo la “Abeja”. Mira que son tontos esos franceses. No sé qué pretenden. Para agarrarlos y darles a todos una buena somanta. Allí mismo leí una descripción muy amena de un baile de sociedad, hecha por un terrateniente de Kursk. Los terratenientes de Kursk se dan mucha maña para escribir.
       Después de eso observé que daban las doce y media y nuestro director, sin salir de la alcoba. Pero cerca de la una y media ocurrió un suceso que ninguna pluma podría describir. Se abrió la puerta, creí que era el director, y me levanté de un salto, con los papeles en la mano; pero era ella, ¡ella misma! ¡Cielo santo, cómo iba vestida! Llevaba un vestido blanco como un cisne: ¡y con mucho vuelo! Me miró y… ¡aquello fue como el sol, lo juro! Inclinó la cabeza y dijo: “¿Papá no ha estado aquí?” ¡Ay, ay, ay, qué voz! La de una calandria, la de una auténtica calandria. Estuve a punto de decirle: “Excelencia, no me mande matar, pero si quiere matarme, hágalo con su manita”. Diablos, se me trabó la lengua y sólo acerté a decir: “No, señorita”. Me miró, miró a los libros y dejó caer el pañuelo. Me lancé a recogerlo, pero resbalé en el maldito suelo y por poco me dejo allí las narices; menos mal que me mantuve en pie y cogí el pañuelo.
       ¡Qué pañuelo, cielo santo! Finísimo, de batista, ¡canela, canela pura! ¡Todo en ella respira nobleza! Me dio las gracias y sonrió ligeramente, moviendo apenas aquellos labios de miel, y, después, se fue. Yo seguí allí una hora más, hasta que, de pronto, apareció un criado y me dijo: “Váyase a casa, Aksentiy Ivánovich, que el señor ya se ha marchado”. No soporto a los criados: se repantigan en el vestíbulo y ni siquiera te saludan con un movimiento de cabeza. Pero cuando uno de esos canallas me ofreció tabaco sin levantarse tan siquiera de la silla, eso ya fue el colmo. ¿Acaso no sabes, lacayo imbécil, que soy un funcionario y de origen noble? Agarré el gorro y yo mismo me puse el abrigo, porque estos señores jamás te lo ofrecen, y salí. En casa estuve la mayor parte del tiempo echado en la cama. Después copié unos versos magníficos: “Si estoy sin verte una hora, me parece un año entero. Si odio tanto mi vida ¿para qué seguir viviendo?” Deben de ser de Pushkin. Por la tarde, me envolví en él abrigo, me arrimé a la puerta de su excelencia y estuve un buen rato esperando, por verla salir y subir al coche. Pero ¡ca!, no salió.


Noviembre, 6

      El jefe de la sección se puso conmigo como una fiera. Cuando llegué a la oficina me llamó a su despacho y me interpeló: “¿Quieres hacer el favor de decirme qué haces?” “¿Cómo que qué hago? No hago nada”, le respondí. “¡Escucha bien lo que te digo! Ya vas para los cincuenta. ¿Tú qué te has creído? ¿Crees que no conozco tus chanchullos? ¡Andas detrás de la hija del director! Pero, ¡fíjate en quién eres, qué representas! Un cero a la izquierda. No tienes un kopek. Mírate siquiera en el espejo”. Ese tío, que tiene cara de garrafa, y en la cabeza, muy tiesa, cuatro pelos que se unta con no sé qué pomada de rosas, se cree irresistible. Pero sé muy bien de dónde le viene el enfado. Me tiene envidia; se habrá dado cuenta de que muestra preferencia por mí. Yo no le hago ni caso. ¡Es consejero áulico y se cree algo del otro mundo! ¡Lleva cadena de oro y gasta zapatos de treinta rublos, el muy bribón! ¿O es que yo soy hijo de un sastre o de un suboficial cualquiera? Yo, señor mío, soy un noble. Aún puedo llegar muy lejos: sólo tengo cuarenta y dos años; a esa edad es cuando se empieza a trabajar de verdad. Espera, amiguito, que a poco que Dios me ayude, aún me verás de coronel para arriba. Y gozando de mucha más consideración que tú. ¿O es que te has creído que aquí eres tú la única persona de tono? Si yo me pusiera un frac bien hecho y a la moda, y me anudara al cuello una corbata como la tuya, no me ibas a llegar ni a la suela de los zapatos. Lo malo es que no tengo dinero.

Noviembre, 8

      Estuve en el teatro. Un sainete: Filatka, el idiota. Me reí muchísimo. También dieron un entremés muy curioso, con unas coplas muy graciosas sobre los oficinistas, y especialmente sobre un registrador colegiado, muy atrevidas: me asombró que las hubiera dejado pasar la censura. Y de los tenderos dice, sin rodeos, que engañan al pueblo mientras sus hijos arman trifulcas y quieren meterse a nobles. Sobre los periodistas, otra copla muy chistosa: que les gusta criticarlo todo, y el autor pedía la protección del público. Los escritores de ahora hacen obras muy curiosas. Me gusta ir al teatro. En cuanto tengo algún dinero de sobra, allí me tienes. Pero entre nuestros funcionarios hay auténticos mastuerzos; ni locos van al teatro, esos palurdos, como no les den gratis la entrada. Había una actriz que cantó muy bien. Me acordé de la otra… ¡Ah, qué diablos!… Nada, nada… me callo.

Noviembre, 9

      A las ocho me fui al negociado. El jefe de sección hizo como que no me veía entrar. Yo también hice como que no había pasado nada. Estuve repasando unos papeles. Salí a las cuatro. Pasé frente a la casa del director, pero no vi a nadie. Después de comer, me pasé la mejor parte de la tarde echado en la cama.

Noviembre, 11

      Hoy estuve en el despacho del director y corté 23 plumas, para él y cuatro, ¡ay, ay!, para ella, para la señorita. Al director le encanta que haya muchas plumas. ¡Tiene que ser un cerebro! Se pasa el día callado, pero me parece que siempre está dándole vueltas a las ideas. ¡Cómo me gustaría saber qué piensa; qué pasa en esa cabeza! Me gustaría conocer más de cerca la vida de esos señores, de toda esa diplomacia, y los tejemanejes de la corte, qué hace esa gente en su círculo; eso es lo que me gustaría saber.
       Varias veces he considerado entablar conversación con Su Excelencia, pero, diablos, se me traba la lengua, y, así, no hay manera: sólo le comento si en la calle hace frío, o calor, y de ahí no paso.
       Me gustaría echar una mirada al salón, que sólo veo cuando está la puerta entornada; y, después, cruzar el salón y asomarme a otra habitación. ¡Qué lujo! ¡Qué espejos, qué porcelanas! Me gustaría asomarme a los aposentos de la señorita; a su tocador: ver todas esas filas de tarros y frascos, esas flores tan delicadas, que te da miedo respirar, su vestido allí dispuesto, que más que un vestido parece un céfiro. Me gustaría asomarme a la alcoba… Allí sí que habrá maravillas, aquello sí que será un verdadero paraíso, mejor que el de los cielos. ¡Cómo me gustaría ver la banqueta en la que ella coloca el pie, al levantarse, cómo se pone una media blanca como la nieve!… ¡Ay, ay, ay!… Nada, nada… me callo.
       Pero hoy lo vi todo muy claro, me acordé de la conversación de aquellos dos perritos escuchada en la Avenida Nevski. “Muy bien —pensé—: ahora me voy a enterar de todo”. Tengo que apoderarme de las cartas que intercambiaron aquellos dos chuchos. Seguro que así me entero de algo. Reconozco que una vez llegué a llamar a Medji a mi habitación y le dije: “Óyeme, Medji, ahora que estamos solos (incluso puedo cerrar la puerta, si quieres, para que no nos vean) cuéntame con detalle todo lo que sepas de la señorita. Te juro que de mí no saldrá nada”. Pero la astuta perra escondió el rabo, se comprimió toda ella y salió sigilosa por la puerta, como si no hubiera oído nada.
       Sospechaba yo hacía tiempo que el perro es mucho más listo que el hombre; incluso estaba seguro de que saben hablar, y que si no lo hacen es por tozudez. Son políticos muy sagaces, lo observan todo, cada paso del hombre. No, pase lo que pase, mañana mismo iré a casa de Zverkov, interrogaré a Fidel, y, si puedo, me llevo todas las cartas que le escribió Medji.


Noviembre, 12

      A las dos de la tarde salí con la intención firme de ver a Fidel e interrogarle.
       No soporto el olor a repollo que despiden todas las verdulerías de la Meshchánskaya: además, del portón de cada sale tal fetidez que pasé por allí a la carrera y tapándome la nariz. Además los canallas de los artesanos expulsan de sus talleres tal cantidad de hollín y de humo, que un caballero, decididamente, no puede pasearse por ese barrio.
       Cuando subí, al sexto piso y toqué la campanilla, salió una muchacha pecosilla que no tenía nada de fea. La reconocí. Era la misma que acompañaba a la anciana. Enrojeció ligeramente y en seguida caí en la cuenta: tú, amiguita, buscas novio. “¿Qué desea?”, preguntó. “Tengo que hablar con su perrito”. Aquella chica era tonta. ¡Me percaté en seguida de que era tonta! En ese momento llegó la perrita con un criado: quise atraparla, y, la muy indecente, a punto estuvo de morderme la nariz. Pero en un rincón descubrí su cesto. ¡Precisamente lo que andaba buscando! Me fui hacia el cesto, revolví la paja y saqué, alborozado, un manojo de papelitos. La indecente perra, cuando lo vio, primero me dio un mordisco en la pantorrilla, y, después, cuando olió que tenía en mi poder los papeles, se puso a gañir y a acariciarme, pero yo le dije: “¡No, amiguita, adiós!” Y salí corriendo.
       Me parece que la muchacha me tomó por un loco, porque se asustó muchísimo. Nada más llegué a casa quise ponerme a estudiar las cartas, porque con vela veo algo mal. Pero a Mavra se le ocurrió fregar el suelo. A estas finlandesas tontas siempre les da por ser limpias a destiempo. Total, que me fui a dar una vuelta y a reflexionar sobre el caso. Ahora, por fin, iba a conocer todos los asuntos, las intenciones, todos los resortes y, llegaría al fondo del caso. Las cartas me lo revelarían todo. Los perros son seres inteligentes, están muy enterados de todas las relaciones públicas; por eso es seguro que allí estará todo: el retrato y todos los asuntos de ese personaje. Y también habrá algo sobre ella, la que… Nada, ¡silencio!
       Regresé a casa al anochecer; me pasé casi todo el tiempo acostado.


Noviembre, 13

      Vamos a ver: la letra es bastante clara. Pero esa letra tiene algo de perruna. Leamos:

    “Querida Fidel: No logro acostumbrarme a tu nombre plebeyo. ¡No sé cómo no te pusieron otro mejor! Fidel, Rosa… ¡qué gusto tan chabacano! Pero, bueno, pasemos a otra cosa. Me alegra mucho que hayamos acordado mantener correspondencia”.

       La carta está escrita con mucha corrección. La puntuación es justa y las haches están en su sitio. Algo que no logra ni el jefe de mi sección, por más que pretenda haber estudiado en la Universidad. Sigamos:

    “Estimo que una de las mayores venturas mundo es compartir con el prójimo las ideas, los sentimientos y las impresiones”.

       ¡Hum! La idea está tomada de una obra traducida del alemán. No recuerdo el título.

    “Lo digo por experiencia propia, a pesar de que no he corrido más mundo que el patio de mi casa. Llevo una vida regalada. Mi señorita, a quien papá llama Sofie, me quiere con locura”.

       ¡Ay, ay!… ¡Nada, nada! ¡Me callo!

    “El papá también me acaricia con mucha frecuencia. El té y el café lo tomo con nata. Oh, ma chère, te confieso que no sé cómo pueden gustar los zancarrones mondos que se roe en la cocina nuestro Canelo. Los únicos huesos buenos son los de volatería; pero, eso sí, antes de que les chupen el tuétano. La mezcla de varias salsas es deliciosa, pero que no lleve alcaparrones ni verduras; ahora que, para mí, no hay costumbre más repelente que cuando dan bolitas de pan a los perros. Que un señor sentado a la mesa, que anduvo con toda clase de basura en las manos, se ponga a hacer bolitas de pan con esas manos, te llame y te meta la pelotilla entre los dientes, ya me dirás… Y, como rehusar sería una descortesía, te lo comes; con asco, pero te lo comes…”

       ¿Qué diablos es esto? ¡Menudas tonterías! Como si no tuvieran cosas más interesantes que contarse. Veamos la página siguiente. A lo mejor hay algo más sustancial.

    “Con sumo gusto te pondré al corriente de lo que ocurra en nuestra casa. Ya te he contado algo del personaje principal, al que Sofie llama papá. Es un hombre rarísimo”.

       ¡Por fin entra en materia! Ya sabía yo que los perros a todo le buscan el lado político. Veamos lo del papá:

    “… un hombre rarísimo: Casi siempre está callado. Aunque apenas abre la boca, hará una semana no paró de hablar consigo mismo: “¿Me la darán o no me la darán?” Tomaba un papel en una mano, cerraba la otra, vacía, y repetía: “¿Me la darán o no me la darán?” Una de las veces me lo preguntó a mí: “A ti ¿qué te parece, Medji, me la darán o no me la darán?” No le entendí en absoluto, le olfateé la bota y me fui. Después, ma chère, a la semana justa, el papá llegó que no cabía en sí de gozo. Toda la mañana estuvieron visitándole señores con uniforme, que le felicitaban por algo. Nunca había visto a papá tan contento: durante la comida hacía chistes y después de la comida me levantó en brazos a la altura del cuello y me dijo: “Fíjate en esto, Medji”. Vi una cinta. La olfateé, pero no le encontré ningún olor; por último, la lamí un poquito: estaba algo salada”.

       ¡Hum! Me parece que esta perrita se está pasando… ¡Ya le iba a dar yo! Así que el señor es ambicioso, ¿eh? Tomaremos nota.

    “Adiós, ma chère, me voy, etcétera… etcétera… Mañana terminaré la carta. ¡Hola! Otra vez estoy contigo. Hoy mi señorita Sofie…”

       Ah, veamos qué pasa con Sofie. ¡Qué rabia!… Nada, nada… sigamos.

    “… mi señorita Sofie andaba con unas prisas terribles. Se preparaba para ir al baile, y me alegré, pues en su ausencia podría escribirte. A mi Sofie le encantan los bailes, aunque cuando se viste casi siempre anda enfadada. Ese placer por el baile es algo que no comprendo, ma chère. Sofie regresa del baile a las seis de la mañana, y yo, por su aspecto pálido y demacrado, casi siempre deduzco que a la pobre no le dieron allí de comer. Francamente, yo no aguantaría esa forma de vida. Si a mí me quitaran mi salsa con perdiz o mi estofado de ala de gallina… no sé cómo podría soportarlo. También la salsa con gachas está muy buena. Pero las zanahorias, los nabos o las alcachofas jamás me gustarán”.

       El estilo es muy desigual. En seguida se ve que no está escrito por un humano. Comienza como es debido y termina a lo perruno. Pero veamos esta otra cartita. Un poco larga. ¡Hum! No lleva ni fecha.

    “Ay, querida, cómo se siente la llegada de la primavera. El corazón me palpita como si esperara algo. Los oídos me zumban sin parar. Así que muchas veces me paso varios minutos con la pata levantada escuchando detrás de la puerta. Entre nosotras, son muchos los que me cortejan. Muchas veces me siento a la ventana, para verlos. ¡Entre ellos hay cada engendro…! Algún chucho de lo más ordinario, tonto perdido, que hasta con la cara dice que es tonto, camina con aire de importancia por la calle, se las da de personaje de nobleza y se cree que todas le miran. De eso, nada. Ni siquiera le hice caso; vamos, como si no le viera. Pero un dogo que se para ante mi ventana es algo terrible. Ése, si se pone sobre las patas traseras, cosa que el muy grosero ni siquiera sabe hacer, le habría sacado una cabeza al papá de mi Sofie, que también es bastante alto y gordo. Ese bruto debe de ser un redomado bribón. Le gruñí, pero él, como si nada. Ni caso. Sacó la lengua, agachó las enormes orejazas y se asomó a la ventana, el muy paleto. Pero ¿crees que tengo un corazón insensible a todas las insinuaciones? Oh, no… Si vieras a un caballero, llamado Trésor, que salta las tapias de la casa vecina. ¡Ay, ma chère, qué hociquito tiene!”

       ¡Al diablo!… ¡Maldita!… ¿Cómo se puede llenar las cartas de semejantes sandeces? ¡No, dadme al hombre! Quiero ver al hombre; yo exijo un alimento que nutra y deleite mi espíritu, no esta sarta de tonterías… Volvamos la página, a ver si tengo más suerte:

    “… Sofie estaba sentada a la mesa cosiendo. Yo miraba por la ventana, porque me gusta observar a los que pasan. De pronto entró un criado y dijo: “¡Teplov!”. “Que pase”, gritó Sofie, y se puso a abrazarme. “¡Oh, Medji, Medji! ¡Si le vieras…! Es gentilhombre de cámara, moreno y… ¡qué ojos! Negros y brillantes como el fuego”. Y Sofíe entró corriendo en su habitación. Un instante después aparecía el joven gentilhombre de cámara, que lleva patillas negras. Se acercó al espejo, se arregló el pelo y echó una ojeada a la habitación. Yo refunfuñé y me senté en mi sitio. Sofie salió pronto y contestó alegre a la reverencia de él. Yo seguí asomada a la ventana, como si tal cosa, como si no viera nada, pero ladeé un poco la cabeza, para oír lo que hablaban. ¡Ay, ma chère, las sandeces que decían! Hablaron de una dama que, en el baile, en lugar de hacer no sé qué figura, hizo otra; de que si un tal Bobov parecía, con su gola, una cigüeña, y que por poco rueda por el suelo; que una tal Lídina se imaginaba que tenía verdes los ojos, cuando los tiene azules; y cosas por el estilo. ¡Cómo se puede comparar a un gentilhombre con Trésor!, pensé. ¡Menuda diferencia! En primer lugar, el gentilhombre tiene la cara lisa y ancha, y patillas alrededor, como si llevara atado un pañuelo negro, mientras que Trésor tiene el morrito largo y, en medio de la frente, una estrella blanca. El talle del Trésor no se puede comparar con el del gentilhombre. Los ojos, los modales y las costumbres son completamente distintos. ¡Vaya diferencia! No sé, ma chère, qué puede ver ella en su gentilhombre de cámara. ¡Por qué le admira tanto…!”

       A mí también me parece que ahí hay algo oscuro. Es imposible que un gentilhombre de cámara la haya enamorado de tal manera. Pero sigamos:

    “Según van las cosas, si le gusta el gentilhombre terminará por gustarle ese funcionario que está en el despacho de papá. Ay, ma chère, si vieras qué adefesio. Parece una tortuga en un saco…”

       ¿Qué funcionario será ése?…

    “Tiene un apellido rarísimo. Siempre le ves sentado y cortando plumas. Su pelo parece de paja. Papá siempre le manda a hacer los recados, como si fuera un criado…”

       Me da la impresión de que esa infame perra apunta hacia mí. ¿Tengo yo pelo de paja?

    “Sofie, cuando le mira, no puede contener la risa”.

       ¡Mientes, perra miserable! ¡Deslenguada! Ya sé que es pura envidia. Sé de quién son estos manejos. Del jefe de sección. Ese hombre me juró odio eterno y no cesa de hacerme trastadas a cada paso. Pero veamos esta otra carta. Quizá en ella se aclaren las cosas por sí mismas.

    “Ma chère Fidel, cuánto tiempo hace que no te escribía. Perdón. Es que he vivido como embelesada. Bien dijo no sé qué escritor que el amor es una segunda vida. Además, en nuestra casa se han producido muchos cambios. El gentilhombre ahora viene por aquí todos los días. Sofie está loca por él. Papá está muy contento. Incluso oí decir a Gregory, el que, cuando barre el suelo, habla consigo mismo, que pronto tendremos boda; porque papá está empeñado en que Soñé se case con un general, o con un gentilhombre de cámara, o con un coronel del ejército…”

       ¡Diablos! No puedo seguir leyendo… Todo es para los gentileshombres o para los generales. Todo lo que hay de bueno en el mundo, va a parar a manos de gentileshombres o de generales. Cuando encuentras un pobre tesoro y piensas que está al alcance de tu mano, se te adelanta un gentilhombre o un general. ¡Diablos! Desearía ser general, pero no para obtener su mano y demás, no: desearía ser general únicamente para ver cómo me bailaban el agua y me venían con todas esas lisonjas y arrumacos palaciegos, y, después, decirles que ahí se pudran los dos. Diablos, ¡qué rabia! Rompí en mil pedazos las cartas de la estúpida perrita.

Diciembre, 3

      ¡No puede ser! ¡Mentira! ¡No habrá, boda! Y si él es un gentilhombre, ¿qué? Eso no es nada más que un título; no es algo que se pueda tocar con la mano. Por ser gentilhombre no le va a salir otro ojo en la frente. Su nariz no es de oro, sino igual que la mía, que la de otro cualquiera. Le sirve para oler, no para comer; para estornudar, no para toser, ¿verdad? Varias veces he intentado comprender por qué se dan estas diferencias. ¿Por qué soy consejero titular? ¿A santo de qué soy consejero titular? ¿Y si fuera un conde o un general, sólo con apariencias de consejero titular? A lo mejor, ni yo mismo sé quién soy. La historia está llena de ejemplos así: un hombre de lo más simple, que ni siquiera es noble, sino simplemente un burgués, o incluso un campesino, y, de pronto, se descubre que es un aristócrata, o hasta rey. Si de un patán salen esas cosas, ¿qué no podrá salir de un noble? Y si de pronto, por poner un ejemplo, entro yo en uniforme de general: con una charretera en el hombro derecho y otra charretera en el izquierdo y una banda azul al pecho, ¿qué? ¿Qué canción me cantaría entonces mi niña bonita? ¿Qué iba a decir su señor papá, nuestro director, eh? Es un ambicioso de cuidado. Es masón, seguro que es masón; él fingirá ser esto y lo otro, pero yo en seguida descubrí que era masón: ése, cuando da la mano sólo asoma dos dedos. ¿Acaso no puedo yo ser nombrado de pronto gobernador general, o intendente, o algo así? Me gustaría saber por qué soy consejero titular. ¿Por qué precisamente consejero titular?

Diciembre, 6

      Me pasé toda la mañana leyendo la prensa. En España están pasando cosas raras. Ni siquiera conseguí entenderlas del todo. Dicen que el trono ha sido suprimido y que los altos dignatarios están en un aprieto para elegir al heredero, y que eso provoca protestas. Yo lo encuentro muy raro. ¿Acaso es posible suprimir un trono? Dicen que deberá subir al trono no sé qué doña. Una doña no puede subir al trono. De ninguna manera. En el trono tiene que estar un rey. Sí —dicen—, pero es que no hay rey. —Es imposible que no haya un rey. Sin rey no puede haber Estado. Hay rey, lo que pasa es que debe de andar escondido por alguna parte. Incluso puede estar allí mismo, pero oculto por razones familiares, o por miedo a las potencias vecinas, como Francia, o por otra causa.

Diciembre, 8

      Estaba ya a punto de salir hacia e1 negociado, cuando distintas razones y reflexiones me hicieron desistir. Los sucesos de España no se me van de la cabeza. ¿Cómo puede ser eso de que una doña se haga reina? No lo consentirán. Primero no lo consentirá Inglaterra. Además, están los intereses políticos de Europa entera: el emperador austríaco y nuestro zar soberano… Confieso que estos sucesos me han impresionado y trastornado de tal forma, que en todo el día no he podido ocuparme de nada. Mavra me hizo observar que durante la comida había estado muy distraído. Es verdad. Por causa de esa distracción tiré al suelo dos platos, que se rompieron inmediatamente. Después de la comida anduve en reflexiones. No llegué a ninguna conclusión provechosa. Casi todo el día me lo pasé tumbado en la cama, meditando sobre los sucesos de España.

Año 2000, abril, 43

      Hoy es un día de gran júbilo. En España ya hay rey. Ha aparecido. Ese rey soy yo. Hoy, precisamente, me enteré de ello. Francamente, fue como si me fulminara un rayo. No me explico cómo pude creer e imaginarme que era un consejero titular. ¿Cómo me entró en la cabeza una idea tan descabellada? Menos mal que a nadie se le ocurrió encerrarme en un manicomio. Ahora lo tengo todo bien claro. Ahora todo está como en la palma de la mano. Sin embargo, antes, no entiendo por qué, todo lo veía como envuelto en una bruma. Todo esto se debe a que la gente se cree que el cerebro humano se aloja en la cabeza; y no es cierto: lo trae el viento del mar Caspio.
       Primero anuncié a Mavra quién era yo. Cuando supo que ante sí tenía al rey de España, juntó las manos y por poco se muere del susto. Esa tonta jamás había visto al rey de España. No obstante, procuré tranquilizarla, y, con palabras afables, le hice patente mi benevolencia y le expresé que no me enfadaba en absoluto por las veces que me limpió mal las botas. Claro, es la chusma. Con ella no se pueden tratar cuestiones elevadas.
       Se asustó porque creía que todos los reyes de España debían de parecerse a Felipe II. Le expliqué que Felipe y yo no teníamos el menor parecido y que yo no tenía a mi disposición un solo capuchino… No fui a la oficina. ¡Que se vayan al diablo! Ahí no vuelvo por nada del mundo. Amiguitos, ¡no contéis conmigo para copiar vuestros asquerosos papeles!


Marzo, 86. Entre el día y la noche

      Hoy vino a casa nuestro ejecutor, con la petición de que me presentara en la oficina, porque llevo más de tres semanas sin ir al trabajo. Me presenté para tomarles el pelo. El jefe de la sección se creía que iba a saludarle y pedirle disculpas, pero le dirigí una mirada indiferente, ni muy airada ni muy benévola, y me fui a mi sitio, como si no viera a nadie. Mientras observaba a la canalla burocrática, pensaba: “Si supierais a quién tenéis entre vosotros. ¡Dios mío, la que se iba a armar! Hasta el jefe de sección vendría a saludarme con la misma reverencia que dedica al director”.
       Me pusieron delante unos papeles, para que hiciera un extracto. Pero yo ni los toqué. A los pocos minutos andaban todos de cabeza. Anunciaron que venía el director. Muchos funcionarios se lanzaron corriendo a exhibirse ante él. Menos yo, que ni me moví del sitio. Cuando pasaba por nuestra sección todos se abotonaron hasta el cuello; yo ¡como si nada! ¿Quién es el director para que tenga yo que cuadrarme ante él? ¡Jamás! ¿Eso es un director? Eso es un tarugo, no un director. Un simple tarugo. De los que se espetan en la madera. Lo que más gracia me hizo fue cuando me dieron a firmar unos papeles. Se creían que iba a poner la firma al final del todo: el secretario, fulano de tal. ¡Están arreglados! En el medio, donde firma el director del departamento, allí mismo estampé: Femando VIII. Había que ver el silencio de admiración que eso provocó. Yo me limité a hacer un ademán y dije: “¡No quiero muestras de pleitesía!”, y salí. De allí fui directamente a casa del director. Resultó estar ausente. Un criado trató de impedirme el paso, pero le dije unas cuantas cosas que le dejaron pasmado. Fui derecho al gabinete. Ella, que estaba sentada ante el espejo, se levantó rápidamente y se apartó de mí. No le dije que yo era rey de España; sólo que iba a ser más dichosa de lo que nunca hubiera imaginado y que, pese a las malas artes del enemigo, estaríamos juntos. No deseaba manifestar nada más, y salí.
       ¡Oh, mujeres, seres pérfidos! Sólo ahora he llegado a comprenderlas. Hasta aquí nadie sabía de quién se enamora la mujer: se enamora del diablo. Que no bromeo. Mientras los físicos escriben bobadas sobre esto y, lo de más allá, ella sólo ama al diablo. Fíjense en ésa de la platea, la que observa con los impertinentes. ¿Creen que mira al gordinflón de la estrella en el pecho? Nada de eso: contempla al diablo, que está tras, las espaldas de él. ¿Ven? Ahora se ha escondido entre los pliegues del frac. Desde allí la llama con el dedo. Y ella se casará con él. Seguro. Y todos ésos, sus encumbrados papás, todos esos adulones, que procuran introducirse en palacio y se las dan de patriotas, ésos lo que quieren son rentas; rentas es lo que buscan esos patriotas. ¡Por dinero son capaces de vender a su madre, a Dios, esos judas! Todo ello no es más que ambición y la ambición es debida a que debajo de la lengua llevan un frasquito con un gusanillo, pequeño como la cabeza de un alfiler, fabricado por un barbero de la Gorójovaya. No recuerdo su nombre. Pero quien lo mueve todo es el sultán turco, que sobornó al barbero y quiere propagar por todo el mundo el islamismo. Dicen que en Francia la mayoría de la gente acepta ya la religión de Mahoma.


No número. El día no tenía fecha

      Estuve paseando de incógnito por la Avenida Nevski. Pasó el emperador. Toda la ciudad se destocó, y yo, también, aunque sin dejar ver que yo era el rey de España. Estimé inadecuado revelar mi personalidad a la vista de todo el mundo; porque en primer lugar debo presentarme en la Corte. Lo único que me frena es no tener todavía el traje de rey. ¡Si por lo menos consiguiera el manto! Quise encargárselo a un sastre, pero son unos bestias; además, no tienen ningún apego a su profesión, porque, por hacer negocio, la mayoría se dedican a empedrar calles.
       Decidí sacar el manto del nuevo uniforme que sólo me puse un par de veces. Pero, para que esos granujas no me lo echaran a perder, resolví hacérmelo yo mismo, a puerta cerrada, para que nadie me viera. Recorté con tijeras todo el uniforme, porque el corte tiene que ser algo totalmente distinto.


No recuerdo la fecha. Tampoco hubo mes.
El diablo sabe qué habría

      Tengo el manto completamente acabado. Cuando me lo puse, Mavra comenzó a dar gritos. Pero aún me resisto a presentarme en la Corte. A estas alturas aún no ha llegado ninguna delegación de España. Sin delegación resultaría inoportuno. Sería en detrimento de mi dignidad. Espero que lleguen de un momento a otro.

Día I

       Me extraña mucho que la delegación tarde tanto. ¿Qué razones podrían retardar su llegada? ¿Será Francia? Sí, es la potencia menos dispuesta a facilitar las cosas. Fui a correos, a preguntar si había llegado la delegación española. Pero el jefe de la oficina es tonto de remate y no sabe nada. “No —me dice—, aquí no hay ningún delegado español; pero, si quiere enviar una carta, la admitiremos de acuerdo a la tarifa establecida”. ¡Demonios! ¿Qué tienen que ver las cartas? Las cartas son sandeces. Las cartas las escriben los boticarios…

Madrid, Febrario, treinta

      Pues ya estoy en España, y todo fue tan rápido, que apenas salgo de mi asombro.
       Esta mañana se presentaron en mi casa los delegados españoles y subí con ellos a una carroza. Fuimos tan velozmente, que a la media hora habíamos llegado a la frontera española. Aunque por otra parte, hoy toda Europa tiene caminos de hierro y las locomotoras corren muy de prisa.
       Es un país muy raro, esta España: entramos en la primera habitación y vi a muchas personas con la cabeza afeitada. Comprendí que debían de ser Grandes de España, o bien soldados, que llevan la cabeza afeitada. Me extrañó mucho el trato que me dispensó el canciller de Estado, que me cogió del brazo, me metió en una pequeña habitación y me dijo: “Quieto aquí; y, como vuelvas a decir que eres el rey Fernando, te quitaré las ganas de serlo”. Pero yo, sabiendo que era una provocación, seguí en mis trece; por eso el canciller me dio dos varazos en la espalda. Me hizo tanto daño, que me faltó poco para gritar; pero me contuve al recordar que tal proceder es costumbre entre caballeros, cuando reciben ese alto título, pues en España las normas caballerescas siguen vigentes.
       Cuando me quedé solo decidí ocuparme de los asuntos de Estado. Descubrí que China y España eran un mismo territorio y que sólo la ignorancia los considera Estados distintos. Prueben a escribir en un papel la palabra “España” y verán como les saldrá “China”.
       Estoy muy preocupado por un acontecimiento que tendrá lugar mañana: mañana, a las siete, ocurrirá un extraño fenómeno, la tierra se posará en la luna. De eso escribe también Wellington, el célebre químico inglés. Confieso mi zozobra al pensar en lo delicada y frágil que es la luna. La luna suele fabricarse en Hamburgo, y es dé una calidad pésima. Me asombra que Inglaterra no se dé cuenta de ello. La fábrica un tonelero cojo y se ve que el imbécil no tiene idea de lo que es la luna. Emplea cuerda alquitranada y una parte de aceite de hojuela; por eso en toda la tierra huele tan mal que hay que taparse las narices. Por eso, también la luna es un globo tan frágil, que la gente ya no puede vivir allí, y ahora sólo la habitan las narices. De ahí que no nos podamos ver la nariz: está en la luna. Cuando me imaginé que la tierra es una materia pesada y que al posarse podría despachurrar nuestras narices, me alarmé tanto, que, tras ponerme las medias y los zapatos, corrí al salón del Consejo de Estado, para ordenar a la policía que no permita a la tierra posarse en la luna. Los Grandes, de los que encontré gran número en el salón del Consejo, eran muy inteligentes, pues cuando dije: “Señores, salvemos la luna, porque la tierra quiere posarse sobre ella”, todos se precipitaron, sin titubear, a cumplir mi soberana voluntad, y muchos se subieron por las paredes, para alcanzar la luna; pero en ese momento entró el gran canciller. Al verle, todos salieron corriendo. Yo, como rey, permanecí allí. Pero con gran asombro de mi parte el canciller me dio un estacazo y me mandó a mi habitación. ¡En España las tradiciones populares tienen mucho arraigo!


Enero del mismo año, que llegó después de febrero

      Sigo sin comprender qué clase de país es España. Las costumbres populares y la etiqueta de Palacio no tienen parangón. No lo entiendo, no lo entiendo, decididamente no entiendo nada. Hoy, por más que grité con todas mis fuerzas que no quería ser monje, me afeitaron la cabeza. Pero no quiero ni acordarme de lo que pasé cuando me echaban agua fría por encima. Jamás había soportado tal suplicio. Estuve a punto de rabiar; a duras penas podían sujetarme. No alcanzo a ver el sentido de esta extraña costumbre. Es estúpida y absurda. Tampoco logro comprender la insensatez de unos reyes que aún no la han abolido. Todos los indicios me hacen sospechar que caí en manos de la Inquisición y que el que tomé por canciller era el Gran Inquisidor General en persona. Pero sigo sin entender que un rey pueda ser sometido a la Inquisición. Aunque también puede ser cosa de Francia, y principalmente de Polignac. Ese Polignac es un bicho. Ha jurado hacerme todo el mal que pueda, y me persigue sin cesar. Pero sé bien, amigo mío, que te manejan los ingleses. Los ingleses son grandes políticos. Siempre andan con subterfugios. Ya sabe todo el mundo que cuando Inglaterra aspira rapé, Francia estornuda.

Fecha 25

      Hoy el Gran Inquisidor vino a mi habitación, pero yo, nada más oír de lejos sus pasos, me escondí bajo la silla. Como no me viera en el cuarto, comenzó a llamarme. Primero grito: “¡Poprishchin!” Yo, ni pío. Después: “¡Aksentiy Ivánov! ¡Consejero titular! ¡Caballero!” Yo, callado. “¡Femando VIII, Rey de España!” Mi primera intención fue asomar la cabeza, pero después pensé: “No, amigo, a mí no me la pegas. Ya te conocemos: otra vez me echaras agua fría por la cabeza”. Pero me vio y a bastonazos me sacó de bajo la silla. ¡Cómo duele el maldito palo! Pero hoy he descubierto algo que me ha recompensado: supe que cada gallo tiene su España, y que la lleva debajo de las plumas.
       El Gran Inquisidor se fue enfadadísimo y me amenazó con no sé qué castigos. Pero yo me desentiendo de su ira impotente: sé bien que es un mecanismo, un instrumento en manos de los ingleses.


Fe 34 cha Ms ñoa
Febrero 349

      No, ya no tengo fuerzas para soportarlo. Dios mío, ¿qué hacen conmigo? ¡Me echan agua fría por la cabeza! No me escuchan, no me ven, no me oyen. ¿Qué les he hecho? ¿Por qué me atormentan? ¿Qué quieren de este pobre? ¿Qué puedo darles yo? Si no tengo nada. No me quedan fuerzas, no puedo soportar todos sus tormentos, me arde la cabeza y todo me da vueltas ante los ojos. ¡Salvadme! ¡Sacadme de aquí! ¡Dadme unos caballos rápidos como el viento! ¡Al pescante, cochero mío, cascabelead campanillas, volad, caballos, sacadme de este mundo! Más lejos, más, hasta que no se vea nada, nada. El cielo cabecea ante mí; una estrellita brilla a lo lejos; pasan los bosques con sus negros árboles oscuros y la luna; una bruma gris se extiende a mis pies; suena una cuerda en la niebla. A un lado está el mar, al otro, Italia. Ya se divisan las casas rusas. La que azulea a lo lejos ¿será la mía? ¿Quién está a la ventana? ¿Será mi madre? ¡Madre de mi alma, salva a tu pobre hijo! ¡Derrama una lágrima sobre su pobre cabeza! ¡Mira cómo le torturan! ¡Aprieta contra tu pecho a este pobre huérfano que no tiene sitio en el mundo, que es perseguido! ¡Madrecita, ten compasión de tu niño enfermo…!
       Pero ¿sabían ustedes que al bey de Argel le salió un lobanillo debajo de la nariz?




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