Nikolái Gógol
(Sorochintsy, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852)
Noche de mayo o la ahogada (1831)
(“Майская ночь, или Утопленница”)
Вечера на хуторе близ Диканьки [Las veladas de Dikanka]
Часть первая [Primera parte]
(San Petersburgo, 1831)
¡Sólo el diablo lo entiende! Cuando a los cristianos
se les mete una cosa en la cabeza,
se atormentan y se afanan como perros
en pos de una liebre, y todo en vano.
Pero cuando se entromete el diablo,
basta con que mueva la cola para que
se obtenga el don como llovido del cielo.
I. HANNA
La sonora melodía de una canción fluía como un río por las calles de la aldea de ***. Era la hora en que, agotados por las tareas y las preocupaciones de la jornada, los mozos y las muchachas se reunían en ruidoso círculo, bajo el resplandor de un límpido atardecer, para verter su alegría en sonidos siempre entreverados de melancolía. El pensativo atardecer estrechaba soñador el cielo azul, cubriéndolo todo de vaguedad y lejanía. Caía ya el crepúsculo, pero seguían sonando las canciones. Con una bandurria en la mano, el joven cosaco Levko, hijo del alcalde de la villa, se separó del grupo de cantantes y emprendió un paseo en solitario. Llevaba el cosaco un gorro de piel de cordero. Avanzaba por la calle, rasgueaba las cuerdas de la bandurria y trazaba un paso de baile. De pronto se detuvo en silencio ante la puerta de una jata rodeada de pequeños cerezos. ¿De quién era esa jata? ¿Quién vivía tras esa puerta? Después de un breve silencio, el cosaco se puso a tocar y a cantar:
El sol está bajo, la noche se acerca, sal ya, corazón, espero a tu puerta.
—¡No, se ve que duerme a pierna suelta mi bella de límpidos ojos! —dijo el cosaco, dando por terminada su canción y aproximándose a la ventana—. ¡Halia! ¡Halia! ¿Duermes o es que no quieres salir? Seguramente temes que alguien nos vea o quizás no quieras exponer al frío tu blanco rostro. No tengas miedo: no hay nadie. La noche es templada. Y si aparece alguien, te cubriré con mi casaca, te envolveré con mi cinturón y te ocultaré con mis brazos, de modo que nadie te verá. Y si se levanta una ráfaga de viento frío, te estrecharé aún más contra mi corazón, te calentaré con besos y arroparé tus blancos pies con mi gorro. ¡Corazón mío, tesoro, perla mía! Muéstrate por un instante. Tiéndeme al menos tu blanca mano por la ventana… ¡No, no estás dormida, altanera muchacha! —dijo levantando la voz, como avergonzado de aquel momento de flaqueza—. ¿Te gusta burlarte de mí? ¡Pues adiós!
Y así diciendo, se dio la vuelta, se puso el gorro ladeado y se alejó con orgullosos pasos de la ventana, rasgueando suavemente las cuerdas de su bandurria. En ese momento el picaporte de madera giró y la puerta se abrió con un chirrido. Una muchacha de diecisiete primaveras, envuelta en el crepúsculo, apareció en el umbral y, sin soltar el picaporte, avanzó unos pasos, mirando con temor a su alrededor. Sus ojos claros, como pequeñas estrellas, centelleaban con un brillo de bienvenida en medio de la penumbra; su collar de coral rojo resplandecía; ni siquiera el pudoroso rubor que cubría sus mejillas escapaba a la penetrante mirada del muchacho.
—¡Qué impaciente eres! —le dijo en voz baja—. ¡Ya te has enfadado! ¿Por qué has elegido este momento? No deja de pasar gente por las calles… Todo mi cuerpo está temblando…
—¡Oh, no tiembles, mi arándano rojo! ¡Apriétate más a mí! —dijo el muchacho, depositando a un lado la bandurria que llevaba colgada al cuello, abrazando a la muchacha y sentándose con ella a la puerta de la jata—. Ya sabes que no puedo pasar una hora sin verte.
—¿Sabes lo que pienso? —le interrumpió la muchacha, mirándole con ojos pensativos—. Parece como si una voz me susurrara al oído que a partir de ahora no podremos vernos tan a menudo. La gente de tu aldea no es buena. Todas las muchachas me miran con envidia y los mozos… He reparado incluso en que desde hace algún tiempo mi madre me vigila con mayor severidad. Te aseguro que la vida era más alegre lejos de mi casa.
Al pronunciar esas últimas palabras una expresión de tristeza se dibujó en su cara.
—¡Sólo llevas dos meses en tu aldea natal y ya te aburres! ¿O acaso te aburro yo?
—¡No, no! —dijo ella con una sonrisa—. ¡Por ti sólo siento amor, cosaco de negras cejas! Te amo por tus ojos castaños y porque, cuando me miras, toda mi alma parece sonreír, llenarse de contento y de dicha; te amo por el modo tan atractivo con que frunces tu bigote negro, porque paseas por la calle cantando y tocando tu bandurria, y mi corazón se alegra al escucharte.
—¡Oh, mi Halia! —exclamó el muchacho, besándola y apretándola con más fuerza contra su pecho.
—¡Basta! ¡Detente, Levko! Dime primero si has hablado con tu padre.
—¿Qué? —exclamó él, como despertando de un sueño—. Le he dicho que quiero casarme contigo y que tú quieres ser mi mujer.
Pero en su boca las palabras “le he dicho” sonaron con cierta melancolía.
—¿Y qué más?
—¿Qué puedo hacer con él? El viejo zorro se hace el sordo, como de costumbre. No quiere oír nada y me reprende por andar por las calles, alborotar y armar jaleo en compañía de otros muchachos. ¡Pero no te preocupes, Halia mía! ¡Te doy mi palabra de cosaco de que conseguiré convencerlo!
—Sí, Levko, sólo tienes que pronunciar una palabra para que todo se arregle. Lo sé por experiencia: a veces me propongo no escucharte, pero basta que digas una palabra para que acabe haciendo todo lo que quieres. ¡Mira, mira! —continuó, apoyando su cabeza en el hombro del muchacho y levantando los ojos hacia el cielo azul de Ucrania, tibio e inmenso, medio oculto por las frondosas ramas de los cerezos que se alzaban ante ellos—. Mira, allá a lo lejos empiezan a titilar algunas estrellas: una, dos, tres, cuatro, cinco… Son ángeles de Dios que han abierto los ventanucos de sus brillantes moradas celestes y nos miran, ¿no es así, Levko? ¿No son ellos los que contemplan nuestra tierra? ¡Si los hombres tuvieran alas como los pájaros, podrían volar alto, muy alto, y llegar hasta ellos! ¡Ah, qué miedo! Ninguno de nuestros robles llega hasta el cielo. No obstante, dicen que en un país muy lejano hay un árbol tan alto que agita su copa en el mismo cielo, y que por él desciende Dios a la tierra la noche de Pascua.
—No, Halia; Dios dispone de una larga escalera que comunica el cielo con la tierra. Los santos arcángeles la despliegan la víspera de la Pascua; en cuanto Dios pone el pie en el primer peldaño, todos los espíritus impuros se precipitan hacia abajo y se hunden por docenas en el infierno; por eso en la fiesta de Cristo no hay ni un espíritu maligno en la tierra.
—¡El agua se agita con la misma dulzura que un niño en la cuna! —continuó Hanna, señalando el estanque, al que un oscuro bosque de arces ponía sombrío cerco, mientras los sauces, inclinando sobre las aguas sus quejosas ramas, lloraban sobre él. Como un anciano sin fuerzas, el estanque apretaba con su frío abrazo el lejano y oscuro cielo, cubriendo de besos helados las estrellas de fuego, que ondeaban con su pálido brillo en el tibio aire nocturno, como si presintieran la inminente aparición de la centelleante reina de la noche. Junto al bosque, en la montaña, una vieja casa de madera dormitaba con sus postigos cerrados; el musgo y la maleza habían cubierto su tejado; frondosos manzanos habían crecido ante sus ventanas; el bosque, que la abrazaba con su sombra, le daba un aspecto siniestro y salvaje; a sus pies había un nogueral que descendía hasta el estanque.
—Recuerdo como a través de un sueño —dijo Hanna, sin apartar los ojos de sus paredes— que hace mucho tiempo, cuando yo era muy pequeña y vivía aún con mi madre, se decían cosas terribles de esa casa. Tú debes saber la historia, Levko. ¡Cuéntamela!
—¡Dejemos eso ahora, querida mía! ¡La de cosas que son capaces de contar las mujeres y las gentes estúpidas! Esa historia te llenaría de inquietud, te daría miedo y te impediría dormir en paz.
—¡Cuéntamela, cuéntamela, mi querido muchacho de negras cejas! —exclamó Hanna, apretando su rostro contra la mejilla de Levko y abrazándolo—. ¡No! Ya veo que no me amas y que tienes otra muchacha. No me asustaré y dormiré tranquila toda la noche. Pero si no me la cuentas, no podré conciliar el sueño. No dejaré de atormentarme y de pensar… ¡Cuéntamela, Levko!…
—Ya veo que la gente tiene razón cuando dice que las muchachas están poseídas por un diablo que excita su curiosidad. Bueno, escucha. Hace mucho tiempo, corazón mío, vivía en esa casa un centurión de cosacos. Ese centurión tenía una hija, una hermosa muchacha blanca como la nieve, blanca como tu bello rostro. La mujer del centurión había muerto hacía mucho tiempo, y éste había decidido volver a casarse. “¿Seguirás queriéndome como antes, padre mío, cuando tengas otra mujer?”. “¡Pues claro, hija mía! ¡Y te apretaré aún con más fuerza contra mi corazón! ¡Pues claro, hija mía! ¡Y te regalaré pendientes y collares aún más brillantes!”. El centurión trajo a su joven esposa a la nueva casa. Era una muchacha muy bella. Tenía las mejillas sonrosadas y la tez blanca; pero dirigió una mirada tan terrible a la hijastra que ésta lanzó un grito al verla. Durante toda la jornada no salió una palabra de los labios de la severa madrastra. Llegó la noche; el centurión se retiró a su habitación con su joven esposa; la blanca señorita también se encerró en su cuarto. Sintiendo una inmensa amargura, se echó a llorar. Pero de pronto vio una terrible gata negra que avanzaba sigilosamente hacia ella; su pelo llameaba y sus garras de hierro resonaban en el suelo. Aterrorizada, la muchacha se subió al banco; la gata la siguió. La joven saltó entonces sobre el camastro, pero la gata fue tras ella y, arrojándose de pronto sobre su cuello, trató de ahogarla. Con un grito la apartó de sí y la arrojó al suelo; pero la terrible gata empezó a avanzar de nuevo hacia ella. La angustia se apoderó de la joven. De la pared colgaba el sable de su padre. La muchacha lo cogió y descargó un golpe sobre la gata. Una pata, con su garra de hierro, se desprendió del cuerpo y la gata desapareció con un chillido por un rincón oscuro. Al día siguiente, la joven esposa no abandonó su habitación en toda la jornada. Cuando reapareció, al cabo de tres días, llevaba una mano vendada. La pobre señorita adivinó que su madrastra era una bruja y que ella le había cortado la mano. Al cuarto día el centurión ordenó a su hija que fuera por agua y que barriera la casa, como si fuera una simple sirvienta, y le prohibió que entrara en los aposentos de los amos. Esas palabras causaron un gran pesar a la muchacha, pero no tenía más remedio que obedecer las órdenes de su padre. Al quinto día el centurión echó a su hija de la casa, descalza y sin entregarle siquiera un pedazo de pan para el camino. Sólo entonces la muchacha estalló en sollozos y se cubrió el blanco rostro con las manos: “¡Has conseguido perder a tu pobre hija, padre mío! ¡Tu alma pecadora se ha condenado por culpa de esa bruja! Que Dios te perdone. En cuanto a mí, desdichada, está escrito que no debo seguir viviendo”. Mira ahí… —dijo Levko volviéndose hacia Hanna y señalándole con el dedo la vieja mansión—. Mirá ahí: más allá de la casa está la parte más escarpada de la orilla. Desde allí se arrojó al río la muchacha, desapareciendo para siempre de este mundo…
—¿Y la bruja? —le interrumpió Hanna con voz temerosa, mirándole fijamente con los ojos llenos de lágrimas.
—¿La bruja? Las viejas aseguran que a partir de ese día, las noches de luna llena, todas las ahogadas salen del agua y se reúnen en el jardín del centurión para calentarse bajo sus rayos, y que la hija de éste es su superiora. Una noche vio a su madrastra junto al estanque, cayó sobre ella y con un grito la arrastró hasta el río. Pero la bruja no perdió la cabeza; una vez bajo el agua tomó la apariencia de una ahogada y gracias a esa estratagema escapó al látigo de verdes cañas que las otras habían trenzado para azotarla. Pero ¡quién va a creer a las mujeres! También cuentan que la muchacha convoca todas las noches a las ahogadas y las mira a los ojos, tratando de reconocer a la bruja; pero aún no lo ha conseguido. Y cuando cae en sus manos un hombre le obliga a adivinar quién es la bruja, bajo la amenaza de ahogarlo. ¡Eso es lo que cuentan las viejas, querida Halia!… El actual dueño de la casa quiere construir una fábrica de aguardiente en ese lugar, y con ese propósito ha hecho venir a un destilador… Pero oigo voces. Son nuestros amigos, que han terminado ya sus cánticos y vuelven a sus casas. ¡Adiós, Halia! Que duermas bien. Y no pienses en esas historias de mujeres.
Tras pronunciar esas palabras, la abrazó con más fuerza, la besó y se fue.
—¡Adiós, Levko! —dijo Hanna, escrutando con mirada soñadora el sombrío bosque.
Una luna enorme, que parecía de fuego, empezó a recortarse majestuosa sobre la tierra. Sólo había emergido una mitad, pero ya inundaba el mundo entero con una luminosidad solemne. El estanque se cubrió de chispas. La sombra de los árboles comenzó a dibujarse con nitidez entre la oscura verdura.
—¡Adiós, Hanna! —oyó la muchacha a sus espaldas, al tiempo que alguien le daba un beso.
—¡Ya está aquí otra vez! —exclamó ella, dándose la vuelta; pero, al ver a su lado a un muchacho desconocido, se apartó.
—¡Adiós, Hanna! —se oyó de nuevo, y alguien volvió a besarla en la mejilla.
—¡Ya ha traído el diablo a otro! —dijo ella con enfado.
—¡Adiós, querida Hanna!
—¡Otro más!
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós, Hanna! —y le llovieron besos por todas partes.
—¡Pero si hay toda una cuadrilla! —gritó Hanna, apartándose de una multitud de muchachos que se apresuraban a abrazarla a cada cual mejor—. ¿Cómo no se aburren de tanto besuqueo? ¡A lo que se ve, pronto no voy a poder salir de casa!
Tras pronunciar esas palabras, cerró la puerta y ya sólo se oyó el chirrido del cerrojo de hierro.
II. EL ALCALDE
¿Sabéis cómo es la noche en Ucrania? ¡No, seguramente no lo sabéis! Fijaos bien: en medio del cielo luce la luna; la inmensa bóveda celeste se ensancha, se hace aún más extensa. Arde y respira. Toda la tierra se cubre de una luz plateada; y el maravilloso aire, fresco y sofocante a un tiempo, lleno de voluptuosidad, transporta un océano de fragancias. ¡Noche divina! ¡Noche deleitosa! Inmóviles, inspirados, los bosques se alzan llenos de penumbra y proyectan a lo lejos sus gigantescas sombras. En los estanques reinan la serenidad y el silencio; sus aguas frías y sombrías soportan el lúgubre encierro de los muros verde oscuro de los jardines. Las virginales frondas de los alisos y de los cerezos hunden temerosamente sus raíces en las aguas heladas de una fuente, y sus follajes susurran a veces, como si les enfadara y les irritara que el viento nocturno, esa inconstante beldad, se acercara a hurtadillas para besarlos. Todo el paisaje duerme. Y por encima, todo respira, todo es mágico, todo está lleno de solemnidad. Del alma se apodera el sentimiento de lo infinito y lo maravilloso; y en su profundidad surgen armoniosamente multitud de plateadas visiones. ¡Noche divina! ¡Noche deleitosa! De pronto todo se anima: los bosques, los estanques y las estepas. Se oye el armonioso trino del ruiseñor ucraniano, y parece como si la misma luna se parara en medio del cielo para escucharlo… La aldea duerme como encantada sobre la colina. A la luz de la luna las casas parecen aún más blancas y brillantes; aún más cegadores se recortan en la penumbra sus bajos muros. Los cantos han cesado. Todo está en silencio. Los hombres honrados ya duermen. Sólo en alguna estrecha ventana todavía hay luz. Sólo junto a la puerta de una jata alguna familia retrasada toma su tardía cena.
—¡El hopak no se baila así! Ya me parecía a mí que no salía bien. ¿Qué es lo que dice el compadre?… A ver: ¡hop, tralá!, ¡hop, tralá!, ¡hop, hop, hop! —Así hablaba consigo mismo un campesino de mediana edad, bastante achispado, mientras bailaba en medio de la calle—. ¡Así no se baila el hopak, os lo digo yo! ¡Para qué voy a mentir! ¡No, no se baila así! Vamos a ver: ¡hop, tralá!, ¡hop, tralá!, ¡hop, hop, hop!
—¡Ese hombre está mal de la cabeza! Si al menos fuera joven… ¿Pero qué hace un perro viejo bailando por la noche en medio de la calle? ¡Se van a reír de él hasta los niños! —gritó una mujer madura que pasaba por la calle, llevando en las manos un montón de paja—. ¡Vete a tu casa! ¡Hace tiempo que deberías estar durmiendo!
—¡Ya voy! —dijo el campesino, deteniéndose—. Ya voy. No haré caso a ningún alcalde. Pero ¡qué se ha creído! ¡Que el diablo se le aparezca a su padre! Por ser alcalde y arrojar agua fría a la gente en plena helada se figura que puede hacer cualquier cosa. Bueno, es el alcalde, es el alcalde, de acuerdo. Pero yo soy el alcalde de mí mismo. ¡Que me castigue Dios! ¡Que Dios me castigue! Soy el alcalde de mí mismo. Así es y no… —continuó y, acercándose a la primera jata con la que se topó, se detuvo delante de la ventana, pasó los dedos por el cristal y trató de encontrar el picaporte de madera—. ¡Abre, mujer! ¡Vamos, mujer, te estoy diciendo que abras! ¡Ya es hora de que duerma este cosaco!
—¿Adónde vas, Kalenik? ¡Estás llamando a una casa ajena! —le gritaron entre risas unas muchachas que volvían de una reunión en la que habían entonado alegres canciones—. ¿Quieres que te indiquemos dónde está la tuya?
—¡Haced el favor, amables señoritas!
—¿Señoritas? ¿Habéis oído? —exclamó una—. ¡Qué cortés es Kalenik! Merece que le mostremos el camino… Pero no, antes tendrá que bailar.
—¿Bailar?… ¡Ah, qué muchachas más traviesas! —dijo Kalenik, arrastrando las palabras, riendo, amenazándolas con un dedo y tambaleándose, pues sus piernas no podían sostenerlo en un mismo sitio—. ¿Y me dejaréis que os bese una por una? ¡A todas, quiero besaros a todas!… —y con pasos inseguros se puso a perseguirlas.
Las muchachas dejaron escapar algunos gritos y armaron un gran alboroto; pero al poco rato, viendo que los pies de Kalenik no se movían con soltura, cobraron ánimo y corrieron al otro lado de la calle.
—¡Allí está tu casa! —le gritaron, alejándose y mostrándole una isba mucho más grande que las demás, que pertenecía al alcalde de la villa. Kalenik, siguiendo sus indicaciones, avanzó en esa dirección, al tiempo que volvía a injuriar al alcalde.
¿Quién era ese alcalde que inspiraba rumores y palabras tan contrarias a su buen nombre? ¡Ah, en una aldea el alcalde es siempre un personaje importante! Mientras Kalenik llega al final de su camino, tendremos tiempo suficiente para decir unas palabras sobre él. Todos los habitantes de la aldea se quitan el gorro en cuanto lo ven; y las muchachas, hasta las más jovencitas, le dan los “buenos días”. ¡Qué mozo no querría ser alcalde! El alcalde tiene libre acceso a todas las tabaqueras; hasta el campesino más robusto mantiene una actitud respetuosa y conserva el gorro en la mano mientras el alcalde hunde sus gordos y toscos dedos en su tabaquera de madera de tilo. En la Asamblea Regional o gromada, a pesar de que su poder se limita a disponer de algunos votos, el alcalde siempre se sale con la suya y envía a quien le parece a igualar y alisar caminos o a cavar zanjas. El alcalde es un hombre sombrío, de aspecto severo, amigo de pocas palabras. Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando la gran emperatriz Catalina, de feliz memoria, se trasladó a Crimea, fue elegido para formar parte de su séquito; durante dos días enteros desempeñó esas funciones e incluso tuvo el honor de ir sentado en el pescante junto al cochero de la zarina. Desde entonces, el alcalde había adquirido la costumbre de bajar la cabeza con aire de importancia, como si estuviera sumido en profundos pensamientos, atusarse el largo bigote con las guías hacia abajo y dirigir penetrantes miradas de soslayo; desde entonces, el alcalde, cualquiera que fuera el tema de conversación, siempre encontraba el modo de contar cómo había acompañado a la zarina y se había sentado en el pescante de la carroza imperial. Al alcalde le gusta hacerse el sordo de vez en cuando, especialmente cuando oye algo que no le gusta. El alcalde no soporta la afectación en el vestir: lleva siempre una casaca de paño negro de confección casera y se ciñe con un cinturón de lana de colores; nadie le ha visto nunca con otro atuendo, excepto en aquel viaje a Crimea como acompañante de la zarina, en el que lució un caftán azul de cosaco. Pero en toda la aldea apenas había nadie que recordara esos tiempos; en cuanto al caftán, lo guarda bajo llave en un baúl. El alcalde era viudo; pero en su casa vivía una cuñada que le preparaba la comida y la cena, lavaba los bancos, blanqueaba las paredes, le tejía las camisas y se ocupaba de toda la casa. En la aldea corría el rumor de que esa mujer no era su cuñada; pero ya hemos visto que el alcalde tenía muchos detractores a los que gustaba difundir toda suerte de infundios. Esas habladurías acaso se debieran al disgusto que mostraba la cuñada cada vez que el alcalde iba a los campos en los que trabajaban las segadoras o visitaba a un cosaco que tuviera una hija joven. El alcalde era tuerto; pero el ojo que le quedaba era muy pícaro y podía distinguir desde lejos a una aldeana bonita. No obstante, nunca dirigía la mirada sobre un bello rostro hasta haberse cerciorado de que su cuñada no se encontraba cerca. Ya hemos dicho casi todo lo que es necesario saber sobre el alcalde; pero el borracho Kalenik aún no ha recorrido la mitad de su camino y sigue obsequiando al alcalde con cuantas palabras escogidas le vienen a la perezosa y torpe lengua.
III. UN RIVAL INESPERADO. LA CONSPIRACIÓN
—¡No, muchachos, no, no quiero! ¡Ya está bien de juergas! ¿Cómo no os aburre tanta francachela? Ya sin eso tenemos fama de alborotadores de la peor especie. Es mejor que os vayáis a dormir —en esos términos se dirigía Levko a sus bulliciosos compañeros, que le proponían nuevas travesuras—. ¡Adiós, hermanos! ¡Buenas noches! —y se alejó de ellos con rápidos pasos.
“¿Estará durmiendo mi Hanna de ojos claros?”, pensaba mientras se acercaba a la jata rodeada de cerezos que ya conocemos. En medio del silencio se oyó un apagado murmullo. Levko se detuvo. Entre los árboles surgió la blanca mancha de una camisa… “¿Qué significa esto?”, pensó, y, aproximándose un poco más, se ocultó detrás de un árbol. A la luz de la luna brillaba el rostro de una muchacha… ¡Era Hanna! Pero ¿quién era el hombre de elevada estatura que le daba la espalda? En vano trataba de identificarlo: la sombra le cubría de pies a cabeza. Sólo por delante estaba levemente iluminado; pero el menor paso en esa dirección exponía a Levko a la desagradable posibilidad de ser descubierto. Se apoyó en silencio en el árbol y decidió no moverse de su sitio. La muchacha pronunció con clara voz su nombre.
—¿Levko? ¡Levko es aún un mocoso! —susurró con voz ronca el hombre de elevada estatura—. Si le encuentro un día en tu casa, le arrancaré el tupé.
—¡Me gustaría saber quién es ese canalla que se jacta de poder arrancarme el tupé! —murmuró Levko, y estiró el cuello, tratando de no perder ni una palabra. Pero el desconocido siguió hablando en voz tan baja que no alcanzó a oír nada.
—¡Cómo no te da vergüenza! —exclamó Hanna cuando el hombre terminó su discurso—. Mientes; tratas de engañarme; no me amas; nunca creeré que me amas.
—Ya sé —continuó el hombre de elevada estatura— que Levko te ha dicho tantas tonterías que la cabeza te da vueltas (en ese momento le pareció al muchacho que la voz del desconocido le resultaba familiar, que ya la había oído antes). ¡Pero se va a enterar ese Levko! —continuó el desconocido en el mismo tono—. Se imagina que no veo todas sus tretas. Pero le voy a hacer probar mis puños a ese hijo de perra.
Al oír esas últimas palabras Levko no pudo contener más su ira. Dio tres pasos hacia él y levantó los brazos con todas sus fuerzas para asestarle un golpe tan tremendo que, a pesar de su visible fortaleza, el desconocido probablemente se habría desplomado; no obstante, en ese momento la luz iluminó su rostro y Levko, estupefacto, se encontró cara a cara con su padre. Sólo con un involuntario movimiento de la cabeza y un leve silbido entre dientes acertó a expresar su sorpresa. A su lado se oyó un susurro; Hanna entró apresuradamente en la jata y cerró la puerta tras ella.
—¡Adiós, Hanna! —gritó en ese momento uno de los muchachos, acercándose a hurtadillas al alcalde y abrazándolo, aunque retrocedió asustado en cuanto sus labios se encontraron con un áspero bigote.
—¡Adiós, hermosa! —gritó otro, pero en esta ocasión un fuerte empujón del alcalde le hizo caer al suelo de cabeza.
—¡Adiós, adiós, Hanna! —gritaron algunos muchachos, colgándose de su cuello.
—¡Desapareced de aquí, malditos granujas! —gritó el alcalde, rechazándolos y pateando el suelo—. ¡Cómo voy a ser yo Hanna! ¡Vais a ir con vuestros padres a la horca, hijos del diablo! ¡Se pegan como moscas a la miel! ¡Os voy a dar yo Hanna!…
—¡El alcalde! ¡El alcalde! ¡Es el alcalde! —gritaron los muchachos, y se dispersaron por todas partes.
—¡Vaya con mi padre! —exclamó Levko, recuperándose de su sorpresa y siguiendo con la vista al alcalde, que se alejaba profiriendo juramentos—. ¡Cómo se las gasta! ¡Muy bonito! Y yo que me sorprendía y no dejaba de preguntarme por qué siempre se hacía el sordo cuando le hablaba del asunto. Espera un poco, vejestorio, y ya te enseñaré yo a rondar bajo las ventanas de las muchachas. ¡Ya te enseñaré yo a robar las prometidas ajenas! ¡Eh, muchachos! ¡Venid aquí! ¡Aquí! —gritó, haciendo señas con las manos a los mozos, que se habían reagrupado—. ¡Venid aquí! Os había aconsejado que os fuerais a la cama, pero he cambiado de opinión y estoy dispuesto a divertirme con vosotros durante toda la noche.
—¡Muy bien dicho! —exclamó un muchacho fornido y apuesto, que estaba considerado el mayor juerguista y alborotador de la aldea—. ¡Todo me parece aburrido cuando no consigo divertirme a mis anchas y gastar alguna broma! Me siento como si me faltara algo, como si hubiera perdido la gorra o la pipa; en una palabra, como si no fuera un cosaco.
—¿Queréis que hagamos rabiar al alcalde?
—¿Al alcalde?
—Sí, al alcalde. ¿Qué se ha creído? Nos da órdenes como si fuera un hetman [el jefe militar de los cosacos]. No sólo nos toma por criados suyos, sino que además persigue a nuestras muchachas. Me parece que no hay en la aldea una sola joven bonita a la que no haga la corte.
—Es verdad, es verdad —gritaron a una sola voz todos los mozos.
—¿Acaso somos criados, muchachos? ¿Acaso no tenemos todos el mismo rango? ¡Somos, gracias a Dios, cosacos libres! ¡Vamos a demostrarle, muchachos, que somos cosacos libres!
—¡Vamos a demostrárselo! —gritaron los mozos—. ¡Y no sólo al alcalde, sino también al escribano!
—¡También al escribano! Precisamente, se me acaba de ocurrir una bonita canción sobre el alcalde. Vamos, os la enseñaré —continuó Levko, tañendo las cuerdas de su bandurria—. Y una cosa más: ¡disfrazaos con lo primero que encontréis!
—¡Pásatelo bien, cosaco! —exclamó el robusto juerguista, chocando los talones y dando una palmada—. ¡Qué esplendor! ¡Qué libertad! En cuanto uno empieza a hacer diabluras, se diría que vuelven los tiempos de antaño. El corazón se siente ligero y libre, y el alma parece encontrarse en el paraíso. ¡Vamos, muchachos! ¡Divirtámonos!…
Y el grupo se lanzó ruidosamente por las calles. Las piadosas viejas, despertadas por los gritos, abrían las ventanas y se santiguaban con mano soñolienta, diciendo: “¡Bueno, ya se van de juerga los muchachos!”.
IV. LOS MUCHACHOS SE DIVIERTEN
Sólo una jata, en el fondo de la calle, estaba aún iluminada. Era la morada del alcalde. Hacía tiempo que éste había terminado de cenar y sin duda llevaría un buen rato durmiendo de no haber sido porque tenía un huésped: un destilador enviado a montar una fábrica de aguardiente por un hacendado que poseía algunas tierras entre los campos de los cosacos libres. El huésped estaba sentado bajo los iconos, en el lugar de honor; era un hombre grueso, de baja estatura, con ojillos siempre sonrientes, en los que parecía reflejarse la satisfacción con que fumaba su corta pipa; no paraba de escupir y aplastaba con el dedo el tabaco transformado en ceniza, siempre a punto de desbordarse. Nubes de humo se elevaban veloces por encima de su cabeza, recubriéndolo de una niebla azulada. Parecía como si la ancha chimenea de alguna destilería, aburrida de descansar sobre su tejado, hubiera decidido darse un paseo y sentarse dignamente a la mesa del alcalde. Bajo la nariz asomaban un bigote corto y espeso, pero se distinguía con tanta dificultad en ese ambiente saturado de humo que parecía más bien un ratón que el destilador había atrapado y mantenía en su boca, acabando de ese modo con el monopolio del ambarino gato. El alcalde, en calidad de anfitrión, sólo iba vestido con una camisa y pantalones bombachos de lienzo. Su ojo de águila, como el sol poniente, empezaba poco a poco a parpadear y a apagarse. En el extremo de la mesa, con la casaca puesta por respeto a su patrón, fumaba su pipa uno de los guardias que formaban la milicia del alcalde.
—¿Piensa usted construir pronto ésa destilería? —preguntó el alcalde, volviéndose hacia el huésped y haciendo la señal de la cruz sobre su boca para disimular un bostezo.
—Si Dios lo quiere tal vez podamos empezar a fabricar aguardiente este otoño. Estoy dispuesto a apostar que el día de la Intercesión de la Virgen el señor alcalde irá haciendo eses por el camino.
Al pronunciar esas palabras los ojillos del destilador desaparecieron; en su lugar, surgieron unas arrugas que se extendieron hasta sus orejas; todo el torso se vio sacudido por la risa y los alegres labios se apartaron por un instante de la humeante pipa.
—¡Dios le oiga! —exclamó el alcalde, esbozando un gesto semejante a una sonrisa—. Ahora, gracias a Dios, las fábricas de aguardiente son poco numerosas, pero en los viejos tiempos, cuando yo acompañaba a la zarina por la carretera de Pereiaslav, el difunto Bezborodko…
—Pero bueno, hermano, ¿de qué tiempos me hablas? En aquel entonces, desde Kremenchug hasta Romni, no había más que dos fábricas de aguardiente, mientras que ahora… ¿Te has enterado de lo que han inventado esos malditos alemanes? Dentro de poco, según dicen, ya no destilarán alcohol con leña, como hacen todos los cristianos honrados, sino con una especie de vapor diabólico. —Y al pronunciar esas palabras, el destilador contempló con aire pensativo la mesa y sus propias manos, extendidas sobre ella—. ¡No sé cómo puede hacerse eso con vapor!
—Que Dios me perdone, ¡pero qué tontos son esos alemanes! —exclamó el alcalde—. ¡Yo les daría de latigazos a todos esos hijos de perra! ¿Dónde se ha oído que se pueda hervir algo con vapor? Si no puede uno llevarse a la boca una cucharada de borsch [la sopa ucraniana a base de remolacha] sin quemarse los labios como un lechón…
—Y tú, compadre —intervino la cuñada, que estaba sentada en el poyo de la estufa con las piernas recogidas—, ¿vas a pasar todo este tiempo entre nosotros sin tu mujer?
—¿Y para qué la necesito? Si tuviera alguna cualidad, sería otra cosa.
—¿Acaso no es bonita? —le preguntó el alcalde, mirándole fijamente con su ojo.
—¡Pero qué dices! Es vieja como un demonio. Tiene toda la jeta arrugada como un monedero vacío. —Y la achaparrada figura del destilador se vio sacudida de nuevo por una fuerte risa.
En ese momento se oyó cómo alguien tanteaba en el picaporte por fuera; a continuación la puerta se abrió y apareció un mujik que atravesó el umbral sin quitarse la gorra y se quedó mirando el techo con aire pensativo y la boca abierta. Era nuestro amigo Kalenik.
—¡Por fin me encuentro en casa! —exclamó, sentándose en el banco que había junto a la puerta, sin prestar la menor atención a los presentes—. ¡Cómo me ha alargado el camino ese miserable de Satanás! ¡Por más que andaba, no había manera de llegar! Parecía como si alguien me hubiera roto las piernas. Eh, vieja, vete a buscarme la pelliza para que me acueste. No me subiré a la estufa junto a ti, te lo aseguro. ¡Me duelen las piernas! Vete a buscármela. Está ahí, junto a la pared; pero procura no tirar la olla con el tabaco picado. Pero no, no la toques, más vale que no la toques. Puede que hoy estés borracha… Deja, yo mismo la cogeré.
Kalenik hizo intención de levantarse, pero una fuerza irresistible le mantenía pegado al banco.
—Esto me gusta —dijo el alcalde— ¡llega a una casa ajena y se comporta como si estuviera en la suya! ¡Sacadlo de aquí sin contemplaciones!
—¡Déjalo que descanse, compadre! —exclamó el destilador, cogiéndolo por el brazo—. Es un hombre útil; si hubiera mucha gente como él, nuestra fábrica de aguardiente marcharía a las mil maravillas…
No obstante, no había sido la bondad la que había inspirado esas palabras. El destilador creía en todos los presagios y, en su opinión, expulsar a un hombre que ya se había sentado significaba atraerse una desgracia segura.
—¡Qué será de mí cuando llegue la vejez! —balbuceaba Kalenik, mientras se acostaba en el banco—. Si al menos estuviera borracho; pero no, no estoy borracho. ¡Dios es testigo de que no estoy borracho! ¿Para qué voy a mentir? Estoy dispuesto a declararlo ante el alcalde en persona. ¿Qué me importa a mí el alcalde? ¡Ojalá reviente ese hijo de perra! ¡Escupo sobre él! ¡Ojalá le aplaste una carreta a ese diablo tuerto! Bañar a las gentes con agua fría en pleno invierno…
—¡Vaya! El muy cerdo se mete en una casa ajena y encima pone las patas sobre la mesa —exclamó el alcalde, levantándose con indignación; pero en ese mismo instante, una pesada piedra hizo añicos el vidrio de la ventana y rodó hasta sus pies. El alcalde se detuvo—. ¡Si supiera quién es el canalla que la ha lanzado —dijo, recogiendo la piedra—, le iba a dar una buena lección! ¡Vaya unas gamberradas! —continuó, examinando con mirada colérica la piedra que tenía entre las manos—. Ojalá se atragante con ella…
—¡Calla, calla! ¡Que Dios te guarde, compadre! —exclamó el destilador, palideciendo—. ¡Que Dios te guarde en este mundo y en el otro de desear esos males a tus semejantes!
—¿Acaso vas a defenderle? ¡Ojalá reviente!
—¡Ni se te ocurra pensarlo, compadre! Probablemente no sabes lo que le ocurrió a mi difunta suegra.
—¿A tu suegra?
—Sí, a mi suegra. Una noche, quizás algo más temprano que ahora, todos se sentaron a la mesa para cenar: mi difunta suegra, mi difunto suegro, el criado, la criada y unos cinco o seis niños. Mi suegra había retirado del caldero algunas galushkas y las había puesto en una escudilla para que se enfriaran más deprisa, pero después del trabajo todos estaban hambrientos y ninguno quería esperar a que se enfriaran, de modo que, pinchándolas con largos palillos de madera, empezaron a comer. De pronto apareció un hombre —vaya usted a saber de dónde venía y quién era— y pidió que se le permitiera compartir la comida. ¿Cómo no dar de comer a un hambriento? Le entregaron un palillo, y el extraño empezó a comer galushkas como una vaca el heno. Los demás sólo habían tenido tiempo de comer una y se aprestaban a coger otra con el palillo, cuando se encontraron con que el fondo estaba tan liso como el suelo de la casa de un señor. Mi suegra trajo algunas más, pensando que el visitante ya se habría saciado y comería menos. Pero no fue así. Se puso a comer todavía con más ganas y no tardó en vaciar esa segunda escudilla. “Ojalá te atragantes con esas galushkas”, se dijo para sí mi hambrienta suegra, y en ese mismo momento el hombre se atragantó y cayó al suelo. Todos se precipitaron sobre él, pero ya estaba muerto. Se había ahogado.
—Eso es lo que se merecía ese maldito glotón —exclamó el alcalde.
—Así es, pero no acabó ahí la cosa: desde ese día mi suegra no tuvo un minuto de paz. En cuanto caía la noche, se le aparecía el muerto. Se sentaba sobre la chimenea, el maldito, con una galushka entre los dientes. Durante el día todo estaba tranquilo, y no había ni rastro de él; pero en cuanto oscurecía, bastaba con levantar los ojos para verlo, al muy hijo de perra, sentado en la chimenea.
—¿Con una galushka entre los dientes?
—Así es.
—¡Vaya una historia, compadre! En tiempos de la difunta zarina oí contar algo parecido…
Nada más pronunciar esas palabras, el alcalde se detuvo. Bajo la ventana se oyeron algunos ruidos y taconeos de baile. Alguien tañó con suavidad las cuerdas de una bandurria; luego se oyó una voz. Las cuerdas sonaron con mayor fuerza; otras voces acompañaron a la primera, y la canción se elevó en una suerte de torbellino:
Muchachos, ¿no habéis oído que le falta algún tornillo al alcalde en la cabeza?
Se le mueve y no está quieta. Clávale cercos de acero en la testa, tonelero.
Rocíala, tonelero, con estacazos certeros.
Nuestro alcalde es viejo y tonto,
tuerto, necio y peina canas,
caprichoso y lujurioso
y corteja a las muchachas…
¿Qué buscas entre nosotros
si estás con un pie en el hoyo?
Cogedle por el cogote,
por el cuello y el bigote.
—¡Bonita canción, compadre! —exclamó el destilador, inclinando levemente la cabeza y volviéndose hacia el alcalde, que se había quedado perplejo ante tanta insolencia—. ¡Muy bonita! La única pega es que las palabras dedicadas al alcalde no son del todo convenientes… —y el destilador volvió a poner las manos sobre la mesa, con una especie de tierna dulzura en la mirada, y se dispuso a seguir escuchando, pues bajo la ventana se oían carcajadas y gritos: “¡Más! ¡Más!”.
No obstante, un ojo perspicaz habría constatado enseguida que la inmovilidad del alcalde no se debía a la estupefacción. Su actitud era la de un viejo y experimentado gato que permite a un inexperto ratón correr junto a su cola, mientras improvisa un rápido plan para cortarle la retirada a su madriguera. El único ojo del alcalde seguía fijo en la ventana, mientras su mano, con la que había hecho una señal al guardia, se había apoyado ya en el picaporte de madera de la puerta. De pronto se produjo un griterío en la calle… El destilador, entre cuyas numerosas virtudes se encontraba también la curiosidad, se apresuró a llenar su pipa de tabaco y salió corriendo a la calle, pero los gamberros ya se habían dispersado.
—¡No, no te escaparás de mí! —gritaba el alcalde, arrastrando de la mano a un hombre vestido con una pelliza negra de piel de cordero vuelta del revés. El destilador acudió corriendo y se acercó para ver el rostro de ese perturbador de la paz, pero retrocedió confundido en cuanto distinguió una barba larga y una cara terriblemente pintarrajeada—. No, no te escaparás de mí —gritaba el alcalde, que seguía empujando hacia la entrada a su prisionero, aunque éste no oponía la menor resistencia y le seguía tranquilamente, como si se dirigiera a su propia casa—. Karpo, abre el granero —dijo el alcalde al guardia—. ¡Vamos a meterlo en el granero oscuro! Después despertaremos al escribano, reuniremos a los demás guardias, atraparemos a todos esos alborotadores y hoy mismo dictaremos una resolución contra ellos.
El guardia hizo tintinear un pequeño candado suspendido de la puerta y abrió el granero. En ese momento el prisionero, aprovechándose de la oscuridad del lugar y haciendo gala de una fuerza poco común, se liberó de las manos del alcalde.
—¿Adónde vas? —le gritó el alcalde, agarrándolo del cuello con mayor fuerza.
—¡Déjame, soy yo! —dijo el prisionero con una voz muy fina.
—¡Pierdes el tiempo, pierdes el tiempo, hermano! ¡Puedes hacerte pasar por una mujer, e incluso por el diablo, pero no me engañarás! —y le empujó al interior del oscuro granero con tanta fuerza que el pobre prisionero cayó al suelo y lanzó un gemido; luego, en compañía del guardia, el alcalde se dirigió a casa del escribano, seguido por el destilador, que levantaba tanto humo con su pipa como un barco de vapor.
Los tres iban con la cabeza baja, sumidos en sus propios pensamientos, cuando de pronto, al entrar en un oscuro callejón, un fuerte golpe en la frente les hizo gritar al unísono, mientras alguien les respondía con un grito similar. El alcalde, guiñando su único ojo, reconoció con estupefacción al escribano, que avanzaba en compañía de dos guardias.
—Precisamente me dirigía a tu casa, señor escribano.
—Y yo a la de su excelencia, señor alcalde.
—Están pasando cosas muy raras, señor escribano.
—Así es, señor alcalde.
—¿Qué sucede?
—¡Los muchachos se han vuelto locos! Van en grupos por las calles cometiendo toda clase de desórdenes. Honran a su excelencia con tales lindezas que da vergüenza repetirlas; ni siquiera un borracho se atrevería a pronunciarlas con su lengua impura.
El escribano, un hombre delgaducho, con pantalones bombachos de dril y un chaleco del color de la levadura, acompañaba sus palabras con movimientos del cuello, que estiraba y luego volvía a encoger.
—Estaba a punto de quedarme dormido, cuando esos malditos granujas me levantaron de la cama con sus desvergonzadas canciones y sus ruidos. Quise darles un escarmiento, pero mientras me ponía los pantalones y el chaleco se dispersaron por todas partes. No obstante, hemos atrapado al principal culpable. Ahora mismo está canturreando en la jata en la que encerramos a los presos. Ardía en deseos de saber quién es ese pájaro, pero tiene la cara tan pintarrajeada de hollín como el diablo que forja los clavos para los pecadores.
—¿Y cómo va vestido, señor escribano?
—Ese hijo de perra lleva una pelliza negra vuelta del revés, señor alcalde.
—¿No estarás mintiendo, señor escribano? Precisamente tengo a ese granuja encerrado en mi granero.
—No, señor alcalde. Es usted el que se equivoca, dicho sea sin ofender.
—¡Traed luz! ¡Vamos a verlo!
Acercaron una luz, abrieron la puerta y el alcalde lanzó un grito de sorpresa al ver ante sí a su cuñada.
—Dime, por favor —le abordó ella—, ¿es que has perdido el juicio por completo? ¿Había una pizca de cerebro en tu cabeza de tuerto cuando me arrojaste en el granero oscuro? Menos mal que no me di en la cabeza con ese gancho de hierro. ¿Acaso no te grité que era yo? ¡Me cogiste, maldito oso, con tus garras de hierro y me empujaste! ¡Ojalá te empujen así los diablos en el otro mundo!
Esas últimas palabras fueron pronunciadas ya en la calle, adonde la había conducido alguna razón personal.
—¡Sí, ya veo que eres tú! —exclamó el alcalde, recobrando su humor habitual—. ¿Qué dices tú, señor escribano? ¿No es un canalla ese maldito granuja?
—Un canalla, señor alcalde.
—¿No es hora de darles una buena lección a todos esos haraganes y obligarles a que se ocupen de cosas serias?
—Ya lo creo que sí, señor alcalde.
—Los muy estúpidos se han creído… ¡Diablos! Me ha parecido oír gritar a mi cuñada en la calle. Los muy estúpidos se han creído que están a mi altura. ¡Piensan que soy un compañero suyo, un simple cosaco! —La tosecilla y la mirada de soslayo que siguieron a esas palabras dieron a entender que el alcalde se disponía a hablar de algo importante. En el año mil… Esas malditas fechas; aunque me mataran no lograría recordarlas; bueno, en la época a que me refiero, el comisario de entonces, Ledachi, recibió la orden de elegir entre los cosacos al más avisado de todos. ¡Oh! (el alcalde pronunció ese “¡oh!” levantando un dedo). ¡El más avisado de todos!… para que escoltara a la zarina… Yo, entonces…
—¡No es necesario que siga! Ya conocemos esa historia, señor alcalde. Todo el mundo sabe cómo se ganó usted el favor de la zarina. Pero ahora debe reconocer que yo tenía razón: ha cargado su conciencia con un pecado leve al decir que había atrapado a ese granuja de la pelliza vuelta del revés.
—En cuanto a ese diablo de la pelliza vuelta, habrá que darle un buen escarmiento que sirva de advertencia a los demás: que le pongan cadenas en los pies y se le aplique un castigo ejemplar. ¡Así aprenderán a respetar la autoridad! ¿Acaso no es el zar quien designa al alcalde? Después nos ocuparemos de los otros muchachos. No he olvidado que esos malditos granujas soltaron en mi huerto un rebaño de cerdos que se comieron todas mis coles y pepinillos. No he olvidado que esos hijos de Satanás se negaron a moler mi trigo. No he olvidado… Pero que se vayan al diablo; lo que ahora necesito saber es quién es ese canalla de la pelliza del revés.
—¡Por lo que veo es un pájaro de cuenta! —dijo el destilador, cuyas mejillas, durante todo el tiempo que duró esa conversación, no dejaron de llenarse de humo, como un cañón de guerra, mientras los labios, al soltar la corta pipa, se convertían en un verdadero surtidor de nubes—. En cualquier caso, no estaría mal tener un hombre como ése en la fábrica de aguardiente; aunque lo mejor sería colgarlo en lo alto de un roble como un farol.
Semejante agudeza no pareció completamente estúpida al destilador, pues en ese mismo instante, sin esperar el asentimiento de los otros, decidió recompensarse con una ronca risa.
Poco después se aproximaron a una pequeña jata medio derruida; la curiosidad de nuestros paseantes iba en aumento. Todos se agolparon ante la puerta. El escribano sacó una llave que tintineó junto a la cerradura; pero era la de su baúl. La impaciencia crecía. El escribano empezó a rebuscar en las ropas y a lanzar juramentos, pues no lograba encontrarla. “¡Aquí está!”, dijo por fin, inclinándose y sacándola de las profundidades de uno de los vastos bolsillos que adornaban sus pantalones bombachos de dril. Al oír esas palabras, los corazones de nuestros héroes parecieron fundirse en uno solo, y ese corazón inmenso empezó a palpitar con tanta fuerza que ni siquiera el chirrido de la cerradura consiguió sofocar su irregular latido. La puerta se abrió y… el alcalde se puso tan pálido como una sábana; el destilador sintió un escalofrío y sus cabellos se erizaron como si tuvieran intención de salir volando; en el rostro del escribano se dibujó una expresión de terror; los guardias quedaron clavados al suelo, sin poder cerrar las bocas, que se habían abierto al unísono: ¡ante ellos estaba la cuñada del alcalde!
Aunque la mujer parecía tan sorprendida como ellos, se recuperó un poco e hizo intención de aproximarse.
—¡Alto! —gritó el alcalde con voz salvaje, y le cerró la puerta en las narices—. ¡Señores! ¡Es Satanás! —continuó—. ¡Fuego! ¡Rápido, que prendan fuego! ¡No me da pena de esta jata, aunque sea un bien público! ¡Quemadla, quemadla, para que no quede del diablo ni los huesos!
La cuñada, que había oído el veredicto desde el otro lado de la puerta, lanzaba gritos de terror.
—¡Pero qué estáis haciendo, hermanos! —dijo el destilador—. Gracias a Dios peináis ya canas, pero por lo visto no habéis aprendido nada: una llama ordinaria no basta para quemar a una bruja. Sólo el fuego de una pipa puede abrasar a una hechicera. ¡Esperad, ahora mismo lo arreglaré todo!
Tras pronunciar esas palabras, vació las cenizas ardientes de la pipa en un montón de paja y empezó a soplar sobre la llama. En ese momento la desesperación dio ánimos a la pobre cuñada, que empezó a suplicar con fuertes voces, tratando de sacarles de su error.
—¡Esperad, hermanos! ¿Por qué arriesgarse a cometer un pecado en vano? Tal vez no se trate de Satanás —exclamó el escribano—. Si la criatura que está ahí metida acepta santiguarse, será una señal segura de que no es el diablo.
La proposición fue aprobada.
—¡Apártate de mí, Satanás! —continuó el escribano, pegando los labios a una hendidura de la puerta—. ¡Si no te mueves de tu sitio, abriremos la puerta!
Abrieron la puerta.
—¡Santíguate! —exclamó el alcalde, mirando hacia atrás, como buscando un lugar seguro por si fuera necesario salir corriendo.
La cuñada se santiguó.
—¡Qué diablos! ¡Es mi cuñada!
—¿Qué fuerza maligna te ha arrastrado a este cuchitril, comadre?
Entonces la cuñada contó entre sollozos que los mozos la habían asaltado en plena calle, la habían hecho pasar por la ancha ventana de la jata, a pesar de su oposición, y la habían encerrado clavando un postigo. El escribano echó un vistazo: en efecto, los goznes del amplio postigo habían sido arrancados y éste sólo estaba fijo a la parte de arriba por medio de una barra de madera.
—¡Bueno estás tú, Satanás de un solo ojo! —gritó la mujer, avanzando hacia el alcalde, que retrocedió unos pasos sin apartar de ella la mirada—. Ya he visto cuáles eran tus intenciones: estabas deseando quemarme viva para poder cortejar libremente a las muchachas. ¡Para que nadie viera las tonterías de un abuelo canoso! ¿Acaso crees que no sé qué has estado hablando esta noche con Hanna? ¡Oh! Lo sé todo. No es fácil engañarme, y no será un cabeza de chorlito como tú quien lo consiga. He tenido mucha paciencia, pero no te quejes si…
Al tiempo que pronunciaba esas palabras, mostró el puño y se alejó con grandes pasos, dejando estupefacto al alcalde. “Seguramente el diablo ha intervenido en todo esto”, pensó, rascándose con fuerza la coronilla.
—¡Lo hemos atrapado! —gritaron los guardias, entrando en ese momento.
—¿A quién? —preguntó el alcalde.
—Al diablo de la pelliza del revés.
—¡Traedlo aquí! —gritó el alcalde, cogiendo de las manos al prisionero cuando lo tuvo delante—. Os habéis vuelto locos: ¡si es el borracho Kalenik!
—¡Maldición! ¡Lo teníamos en nuestro poder, señor alcalde! —contestaron los guardias—. Pero en el callejón nos rodearon esos malditos muchachos, se pusieron a bailar, nos zarandearon, nos sacaron la lengua, trataron de arrebatarnos al prisionero… ¡Que el diablo se los lleve!… ¡Sólo Dios sabe cómo hemos cogido a este pájaro de mal agüero en lugar del otro!
—Por el poder de que estoy investido y en nombre de toda la comunidad —dijo el alcalde— ordeno que se atrape inmediatamente a ese bandido, así como a todos los que se encuentren en la calle, y que me los traigan para ser juzgados.
—¡Piedad, señor alcalde! —gritaron algunos guardias, haciendo profundas reverencias—. Deberías haber visto esas caras: que nos castigue Dios si, desde que nacimos y fuimos bautizados, hemos visto alguna vez unas jetas tan repugnantes. Pueden asustar de tal modo a un hombre de bien que después no habrá mujer que se atreva a verter el perepoloj.
—¡Os voy a dar yo perepoloj! ¿Qué pasa? ¿Os negáis a obedecerme? ¿Estáis confabulados con ellos? ¿Os amotináis? ¿Qué significa esto?… ¿Eh, qué significa esto?… Vosotros… ¡Voy a llevar el asunto ante el comisario! ¡En este mismo momento! ¿Me oís? ¡En este mismo momento! ¡Corred! ¡Volad como pájaros! Os voy… Me vais…
V. LA AHOGADA
Sin preocuparse de nada, sin inquietarse de los perseguidores mandados en su busca, el culpable de todo ese alboroto se aproximaba con lentos pasos a la vieja casa levantada junto al estanque. No creo necesario aclarar que se trataba de Levko. Llevaba abierta su pelliza negra y tenía la gorra en la mano. El sudor le caía a chorros. El bosque de arces, sombrío y majestuoso, destacaba como una masa oscura a la luz de la luna. Un soplo de aire fresco, procedente del estanque inmóvil, acarició al fatigado caminante, incitándole a descansar junto a la orilla. Todo estaba en silencio; sólo en la profunda espesura se oía el canto de un ruiseñor. Una invencible somnolencia le cerraba los ojos; sus cansados miembros se volvieron más pesados y rígidos. El joven inclinó la cabeza… “No, a este paso, voy a quedarme aquí dormido”, dijo, levantándose y frotándose los ojos. Miró a su alrededor: la noche le pareció aún más brillante. Un extraño y mirífico resplandor se entreveraba con el destello de la luna. Nunca había visto nada semejante. Una niebla plateada flotaba por los alrededores. El aroma de los manzanos floridos y de las flores nocturnas se difundía por toda la tierra. Levko miraba con asombro las aguas inmóviles del estanque: la vieja casa señorial se reflejaba en ellas boca abajo, pura e investida de una diáfana majestuosidad. En lugar de sombríos postigos, se veían alegres cristales en ventanas y puertas. A través de los vidrios transparentes se vislumbraban algunos dorados. De pronto le pareció que una de las ventanas se abría. Conteniendo el aliento, sin moverse y sin apartar los ojos del estanque, se sintió transportado a las profundidades y vio, primero, un brazo blanco en la ventana, y más tarde, apoyado en él, una bonita cabeza de brillantes ojos, que centelleaban dulcemente entre ondas de cabellos castaños. También advirtió que la muchacha sacudía levemente la cabeza, agitaba los brazos, sonreía… El corazón del hombre empezó a latir con fuerza… El agua tembló y la ventana volvió a cerrarse. Levko se apartó en silencio del estanque y contempló la casa: los sombríos postigos estaban abiertos; los vidrios resplandecían a la luz de la luna. “Qué poco hay que fiarse de las habladurías de las gentes”, se dijo. “La casa parece nueva; los colores son tan vivos como si la hubieran pintado hoy mismo. Alguien debe habitarla”, y se acercó sin hacer ruido, pero en la casa todo era silencio. Los armoniosos trinos de los ruiseñores resonaban fuertes y sonoros, y cuando llegaban a la cumbre del deleite y empezaban a languidecer, se oía el susurro y el rumor de los grillos o el zumbido de un ave de los pantanos, que golpeaba con su resbaladizo pico el vasto espejo de las aguas. Un sentimiento de suave quietud y de bienestar se apoderó del corazón de Levko. Afinó su bandurria y se puso a tocar y a cantar:
¡Oh luna, luna mía!
¡Oh, tú, brillante estrella! ¡Ilumina la casa
de mi hermosa doncella!
La ventana se abrió en silencio y la misma muchacha cuyo reflejo había contemplado en el estanque se asomó a ella y prestó oídos a la canción. Sus largas pestañas casi ocultaban sus ojos. Estaba tan pálida como un lienzo, como la luz de la luna. ¡Era una muchacha maravillosa y muy bella! De pronto se echó a reír… Levko se estremeció.
—¡Cántame una canción, joven cosaco! —dijo ella en voz baja, inclinando la cabeza y bajando ya del todo sus espesas pestañas.
—¿Qué canción quieres que te cante, mi bella señorita? Unas lágrimas silenciosas rodaron por su pálido rostro.
—Muchacho —dijo ella, y en sus palabras había un matiz inefable y conmovedor—. ¡Muchacho, encuentra a mi madrastra! Te daré todo lo que me pidas. Serás recompensado.
Te entregaré ricos y espléndidos presentes. Tengo bocamangas bordadas de seda, corales, collares. Te regalaré un cinturón guarnecido de perlas. También tengo oro… ¡Muchacho, encuentra a mi madrastra! Es una horrible bruja: en vida no me concedió un instante de paz. Me atormentaba, me hacía trabajar como una simple campesina. Mira mi cara: ha borrado el rubor de mis mejillas con sus sortilegios impuros. Mira mi blanco cuello: ¡no se quitan! ¡No se quitan! ¡Nada podrá borrar esas manchas azules de sus garras de hierro! Mira mis blancos pies: han caminado mucho, pero no por alfombras, sino por la ardiente arena, por la tierra húmeda, por las espinosas zarzas. Mira mis ojos, míralos: las lágrimas les impiden ver… ¡Encuéntrala, muchacho! ¡Encuentra a mi madrastra!
Su voz, que empezaba a subir de tono, de pronto se interrumpió. Arroyos de lágrimas resbalaban por su pálido rostro. Un sentimiento angustioso, mezcla de tristeza y amargura, oprimía el pecho del muchacho.
—¡Estoy dispuesto a todo por ti, bella mía! —exclamó con sincera emoción—. Pero ¿cómo conseguiré encontrarla?
—¡Mira, mira! —dijo ella con atropellada voz—. ¡Allí está, jugando al corro en la orilla con mis muchachas y calentándose a la luz de la luna! Es muy astuta y artera. Ha tomado el aspecto de una ahogada; pero yo sé, percibo que está aquí. Su presencia me sofoca, me ahoga. Me impide nadar con la ligereza y la libertad de un pez. Me hundo y me voy al fondo como una llave. ¡Encuéntrala, muchacho!
Levko contempló la ribera: en medio de la fina niebla plateada había unas muchachas ligeras como sombras, vestidas con camisas tan blancas como los lirios que cubrían el prado; collares de oro, gargantillas y ducados brillaban en sus cuellos; pero estaban pálidas. Sus cuerpos parecían compuestos de nubes transparentes y como atravesados por la luminosidad plateada de la luna. A medida que bailaban, las muchachas que conformaban el corro se iban aproximando a él. Se oyeron algunas voces.
—¡Al cuervo, vamos a jugar al cuervo! —gritaron todas, levantando un rumor semejante al de los juncos en la ribera, cuando son acariciados por los aéreos labios del viento en la serena hora del crepúsculo.
—¿Quién hará de cuervo?
Lo echaron a suertes y una muchacha se separó del grupo. Levko la miró con atención. En nada se diferenciaba de las otras: idénticos eran su rostro, su vestido y toda su apariencia; pero se advertía que interpretaba a regañadientes su papel. El grupo se estiró en una larga fila y empezó a huir de los ataques de su rapaz enemigo.
—¡No, no quiero ser cuervo! —dijo la muchacha, completamente agotada—. ¡Me da pena arrebatarle los polluelos a sus pobres madres!
“Tú no eres la bruja”, pensó Levko.
—Entonces, ¿quién hará de cuervo?
Las muchachas se preparaban de nuevo para echarlo a suertes.
—¡Yo seré el cuervo! —dijo una de ellas.
Levko la examinó atentamente. Perseguía a las otras con movimientos rápidos y audaces y se lanzaba a un lado y a otro para capturar a su presa. Levko advirtió que su cuerpo no era tan transparente como el de las otras: en su interior se veía algo negro. De pronto se oyó un grito: el cuervo se había lanzado sobre una de las muchachas y la había capturado. A Levko le pareció que sus manos se transformaban en garras y que en su rostro se dibujaba una alegría maligna.
—¡Ésa es la bruja! —dijo, señalándola de pronto con el dedo y volviéndose hacia la casa.
La señorita se echó a reír y las muchachas, dando gritos, cogieron a la que había representado el papel de cuervo.
—¿Con qué puedo recompensarte, muchacho? Sé que no necesitas oro: estás enamorado de Hanna, pero tu severo padre te impide casarte con ella. Ya no se interpondrá más. Toma, dale este billete.
La muchacha extendió su blanca mano, y su rostro se iluminó y brilló con una prodigiosa claridad… Sintiendo que una agitación inexplicable se apoderaba de él y que su corazón latía con todas sus fuerzas, el muchacho cogió el papel y… se despertó.
VI. EL DESPERTAR
—¿Habrá sido todo un sueño? —se dijo Levko, levantándose del pequeño montículo en que estaba sentado—. ¡Parecía todo tan real como la vida!… ¡Qué prodigio! ¡Qué prodigio! —repitió, mirando a su alrededor.
La luna, que se había detenido sobre su cabeza, marcaba la medianoche; todo era silencio en el lugar; desde el estanque llegaba una fresca brisa; ante él se alzaba la triste y vieja casa con los postigos cerrados; el musgo y la maleza mostraban que llevaba mucho tiempo deshabitada. Levko abrió la mano, que durante todo el sueño había mantenido fuertemente cerrada, y lanzó un grito de estupefacción cuando advirtió que en ella había un billete: “¡Ah, si supiera leer!”, pensó, examinándolo por todas partes. En ese instante oyó un ruido a sus espaldas.
—¡No tengáis miedo! ¡Cogedlo ahora mismo! ¡No hay de qué asustarse! Somos diez. ¡Estoy seguro de que es un hombre y no un diablo! —así gritaba el alcalde a sus compañeros; poco después Levko se vio cogido por varias manos, algunas de las cuales temblaban de miedo—. ¡Vamos, amigo, quítate esa horrible careta! ¡Deja ya de burlarte de la gente! —dijo el alcalde, agarrándole de las solapas; pero nada más verlo, se quedó atónito, mientras su único ojo parecía querer salirse de su órbita—. ¡Es Levko, mi hijo! —gritó, retrocediendo con asombro y dejando caer los brazos—. ¡Eres tú, hijo de perra! ¡Engendro del diablo! ¡Y yo que me preguntaba quién sería el canalla, el demonio disfrazado que inventaba todas esas jugarretas! ¡Y resulta que eras tú el que se estaba atragantando en la garganta de tu padre como una gelatina mal cocida! ¡Eras tú el que organizaba esos tumultos en la calle, el que componía esas canciones…! ¡Vaya, vaya con Levko! ¿Qué significa esto? A lo que parece, te pica ya la espalda. ¡Atadle!
—¡Espera, padre! Me han ordenado que te entregue este billete —dijo Levko.
—¡No es momento para billetes, querido! ¡Atadlo!
—¡Espere, señor alcalde! —exclamó el escribano, desplegando la nota— es la letra del comisario.
—¿Del comisario?
—¿Del comisario? —repitieron maquinalmente los guardias.
“¿Del comisario? ¡Qué raro! ¡Cada vez entiendo menos!” —pensó Levko.
—¡Léela, léela! —exclamó el alcalde—. ¿Qué escribe el comisario?
—¡Oigamos lo que dice el comisario! —dijo el destilador, que mantenía la pipa entre los dientes mientras le prendía fuego.
El escribano carraspeó y empezó a leer:
—“Orden para el alcalde Evtuj Makogónenko. Ha llegado a nuestro conocimiento que tú, viejo tonto, en lugar de recaudar impuestos atrasados y mantener la aldea en orden, has perdido el juicio y cometes todo tipo de vilezas…”.
—¡Por Dios! —le interrumpió el alcalde—. ¡No oigo nada!
El escribano empezó desde el principio:
—“Orden para el alcalde Evtuj Makogónenko. Ha llegado a nuestro conocimiento que tú, viejo ton…”.
—¡Para, para! ¡No es necesario que sigas! —gritó el alcalde— aunque no he oído nada, sé que no es eso lo importante. ¡Lee más adelante!
—“Por consiguiente, te ordeno que cases enseguida a tu hijo, Levko Makogónenko, con Hanna Petríchenkova, joven cosaca de la misma aldea, y también que repares los puentes de la carretera principal y que no prestes los caballos de los vecinos a los funcionarios del tribunal sin mi consentimiento, aunque vengan directamente de la Audiencia. Si a mi llegada esta orden no ha sido cumplida, toda la responsabilidad recaerá sobre ti. El comisario, teniente retirado Kozmá Derkach-Drishpanovski”.
—¡Vaya! —dijo el alcalde, con la boca abierta—. Ya habéis oído: de todo será responsable el alcalde; por tanto, tenéis que obedecerme. ¡Obedecer sin rechistar! Si no, no me pidáis… En cuanto a ti —añadió, dirigiéndose a Levko—, ya que el comisario lo ordena (aunque me sorprende que este asunto haya llegado a su conocimiento), te casaré; pero antes te haré probar mi látigo; ya sabes, el que está colgado en la pared, junto al rincón de los iconos. Mañana le voy a quitar el polvo… ¿Dónde te han entregado ese billete?
Levko, a pesar de la sorpresa causada por ese giro inesperado de los acontecimientos, tuvo el ingenio suficiente para improvisar una respuesta y ocultar el verdadero modo en que se había hecho con aquel papel.
—Ayer por la tarde —contó— fui a la ciudad y me encontré con el comisario en el momento en que éste salía de su calesa. Al enterarse de que soy natural de la aldea, me dio esta nota y me ordenó decirte que a su vuelta se quedaría a cenar en nuestra casa.
—¿Dijo eso?
—Sí.
—¿Habéis oído? —dijo el alcalde con aire de importancia, volviéndose hacia sus compañeros— el comisario en persona va a venir a cenar a nuestra casa, quiero decir a mi casa. ¡Oh! —en ese momento el alcalde levantó el dedo e inclinó ligeramente la cabeza, como si prestara atención a algún ruido—. El comisario, ¿lo habéis oído? ¡El comisario va a venir a comer a mi casa! ¿Qué te parece, señor escribano? ¿Y a ti, compadre? Es un gran honor, ¿no os parece?
—Que yo recuerde —comentó el escribano—, el comisario nunca se ha quedado a cenar en casa de ningún alcalde.
—¡Es que hay alcaldes y alcaldes! —exclamó con aire satisfecho el regidor. Su boca se torció y de sus labios salió una especie de risa pesada y ronca, semejante al estrépito de un trueno lejano—. ¿Qué piensas tú, señor escribano? Para agasajar a ese ilustre huésped, ¿no convendría ordenar que cada vecino trajera al menos un pollo, una pieza de tela y alguna otra cosa?… ¿No?
—¡Me parece muy oportuno, señor alcalde!
—¿Y cuándo será la boda, padre? —preguntó Levko.
—¿La boda? ¡Te voy a dar yo boda!… Bueno, en honor de nuestro ilustre huésped… el pope os casará mañana. ¡Al diablo con vosotros! ¡Al menos el comisario verá cómo trabaja un funcionario escrupuloso! ¡Y ahora, muchachos, a dormir! ¡Marchaos a vuestras casas!… Los acontecimientos de este día me traen a la memoria aquellos tiempos en que yo… —al pronunciar esas últimas palabras el alcalde, según su costumbre, miró de soslayo con aire de importancia y complicidad.
—Bueno, ahora el alcalde empezará a contar cómo acompañó a la zarina —dijo Levko, y con pasos rápidos y alegres se dirigió a la jata rodeada de pequeños cerezos que ya conocemos. “Que Dios te acoja en su reino, hermosa y buena doncella”, pensaba. “¡Ojalá en el otro mundo puedas sonreír eternamente entre los ángeles celestiales! A nadie le hablaré del prodigio de esta noche; sólo a ti, Halia, te lo contaré. ¡Sólo tú me creerás y rezarás conmigo por el eterno descanso de la desdichada ahogada!”.
En ese momento llegó ante la jata; la ventana estaba abierta; los rayos de la luna penetraban por ella y caían sobre la dormida Hanna; su cabeza se apoyaba en la mano; las mejillas mostraban un suave rubor; los labios se movían y pronunciaban confusamente el nombre de Levko. “¡Duerme, amada mía! Sueña con todas las cosas hermosas que hay en el mundo; pero ni siquiera ese sueño será más hermoso que nuestro despertar”.
Después de hacer la señal de la cruz sobre ella, cerró la ventana y se alejó en silencio. Al cabo de unos minutos, todos dormían en la aldea; sólo la luna, brillante y maravillosa, navegaba por las inmensas extensiones del suntuoso cielo de Ucrania. Todo en las alturas seguía respirando solemnidad, y la noche, la divina noche, se consumía majestuosamente. La Tierra, envuelta en ese maravilloso resplandor plateado, mostraba la misma hermosura; pero ya nadie se embriagaba con ese espectáculo: todos se habían hundido en el sueño. Sólo de vez en cuando quebraban el silencio el ladrido de algún perro o el tambaleante paso del borracho Kalenik, que durante largo rato siguió recorriendo las calles dormidas en busca de su jata.
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