Nikolái Gógol
(Sorochintsy, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852)
La Nochebuena (1832)
(“Ночь перед Рождеством”)
Вечера на хуторе близ Диканьки [Las veladas de Dikanka]
Часть вторая [Segunda parte]
(San Petersburgo, 1832)
El día previo a la Navidad había pasado. Llegó la noche, una clara noche de invierno. Lucían las estrellas. La luna se elevaba majestuosamente en el cielo, iluminando a las gentes de bien y al universo entero, para que todos pudieran glorificar a Cristo y cantar alegres koliadki[1]. El frío era más intenso que por la mañana, pero el silencio era tan acabado que el crujido del hielo bajo la bota se oía a medio kilómetro. Ni un solo grupo de muchachos había aparecido bajo las ventanas de las jatas; sólo la luna dirigía sobre ellas alguna mirada fugitiva, como invitando a las jóvenes a salir más deprisa a la crujiente nieve. En ese momento, por la chimenea de una jata, salieron unas volutas de humo que se elevaron por el cielo como nubes, y entre ellas apareció una bruja montada en una escoba.
Si en ese instante hubiera acertado a pasar por allí en su troika el asesor de Soróchintsi, con su gorro ribeteado de piel de cordero, cortado al estilo de los ulanos, su pelliza azul con forro de astracán y su látigo trenzado de manera diabólica, con el que tenía la costumbre de azotar a su cochero para que condujera más deprisa, seguramente habría reparado en la bruja, pues no había persona en la aldea que pudiera escapar a su mirada. Sabía a la perfección cuántos lechones tenía el cerdo de cada campesina, cuánta tela guardaba cada una de ellas en su cofre y qué prenda de vestir o del ajuar empeñaría el domingo cada hombre de bien en la taberna. Pero el asesor de Soróchintsi no se encontraba por allí: ¿qué iba a estar haciendo en un distrito ajeno, cuando tenía el suyo? Entre tanto, la bruja alcanzó tal altura que parecía una simple mancha negra en el cielo. A medida que esa pequeña mancha avanzaba por el firmamento, las estrellas iban desapareciendo. La bruja pronto se llenó de ellas la manga. Aún brillaban tres o cuatro. De pronto, por el otro lado del cielo, apareció una segunda mancha que aumentó de tamaño y se extendió hasta perder esa primera apariencia. Un miope, aunque llevara puestas sobre la nariz, a modo de gafas, las ruedas de la calesa del comisario, no hubiera reconocido lo que era aquello. Por su parte delantera el objeto guardaba una semejanza completa con un alemán[2]: un hocico afilado, que no paraba de moverse y lo olisqueaba todo, y terminaba, como en los cerdos, en un pequeño apéndice redondo; unas piernas tan finas que si el alcalde de Yaréskov las hubiera tenido semejantes, se las hubiera roto en el primer baile cosaco. En cambio, visto de espaldas parecía todo un funcionario provincial vestido de uniforme, porque tenía un rabo tan largo y afilado como los faldones de los uniformes actuales; sólo la barba de chivo que lucía sobre el mentón, los pequeños cuernos que despuntaban en su cabeza y el hecho de que toda su figura no fuera más blanca que la de un deshollinador permitían adivinar que no era un alemán ni un funcionario provincial, sino simplemente el diablo, al que sólo le quedaba una noche para deambular por este mundo e inducir a pecar a los hombres de bien. Al día siguiente, en cuanto tañeran las campanas llamando a maitines, tendría que correr sin volver la vista, con el rabo entre las piernas, hasta su guarida.
Entretanto el diablo se aproximó a hurtadillas a la luna y ya se disponía a alargar la mano para cogerla, cuando de pronto la retiró, como si se hubiese quemado, se chupó los dedos, sacudió la pierna y lo intentó de nuevo por el otro lado, pero también esta vez tuvo que apartarse y retirar la mano. No obstante, a pesar de esos fracasos repetidos, el astuto diablo no renunció a su aviesa intención. Se acercó de nuevo, agarró la luna con ambas manos, soplando y haciendo gestos de dolor, y se la pasó de una mano a otra, como hace el campesino cuando coge un tizón con su mano desnuda para encender su pipa; finalmente la ocultó con premura en el bolsillo y siguió su camino como si tal cosa. En Dikanka nadie advirtió que el diablo había robado la luna. A decir verdad, el escribano del distrito, cuando salía a cuatro patas de la taberna, vio cómo la luna bailaba en el cielo y lo aseguró ante el pueblo entero, poniendo a Dios por testigo; pero los vecinos movieron la cabeza y hasta se burlaron de él. No obstante, ¿qué razón había impulsado al diablo a cometer un acto tan contrario a la ley? Pues la siguiente: sabía que el sacristán había invitado a comer kutiá al rico cosaco Chub, al alcalde, a un familiar del sacristán, chantre en el arzobispado, que llevaba una levita azul y sabía dar las notas más bajas, al cosaco Sverbiguz y a algún otro; allí, además de kutiá, se servirían toda suerte de manjares y vodka de azafrán. Mientras tanto, la hija de Chub, la joven más bella de la aldea, se quedaría sola en la casa, y probablemente recibiría la visita del herrero, un muchacho fuerte y apuesto, por el que el diablo sentía aún más repugnancia que por los sermones del padre Kondrat. En sus ratos libres el herrero se entretenía pintando y estaba considerado el mejor pintor de toda la región. El capitán de cosacos L… ko, entonces con vida, lo llamó expresamente a Poltava para que pintara la valla de madera que rodeaba su casa. Todas las escudillas en las que los cosacos de Dikanka tomaban el borsch [sopa ucraniana a base de remolacha] habían sido decoradas por el herrero, que era una persona temerosa de Dios y solía pintar la imagen de los santos: todavía puede verse en la iglesia de T. su retrato del evangelista San Lucas. Pero la cumbre de su arte era un cuadro que había pintado en la pared de la iglesia, a la derecha de la entrada, en el que se representaba a San Pedro el día del Juicio Final, con las llaves en la mano, expulsando al espíritu maligno a los infiernos; el asustado diablo corría de un lado para otro, presintiendo su derrota, y los pecadores, hasta entonces prisioneros suyos, le perseguían y le golpeaban con látigos, palos y todo lo que caía en sus manos. Durante todo el tiempo que el pintor empleó en su cuadro, ejecutado sobre una gran tabla de madera, el diablo había hecho todo lo posible por molestarle: le movía la mano a escondidas, levantaba las cenizas de la fragua y las lanzaba sobre el cuadro; no obstante, a pesar de todo, el herrero terminó el trabajo, la tabla fue transportada a la iglesia e incrustada en la pared, cerca de la entrada; desde entonces, el diablo había jurado vengarse del herrero.
Sólo le quedaba una noche para deambular por el mundo y el diablo la ocupaba en buscar la manera de descargar su odio sobre el herrero. Por eso había decidido robar la luna, juzgando que el viejo Chub era un hombre perezoso e indolente y que su isba quedaba lejos de la casa del diácono; además, el camino discurría por detrás de la aldea, pasaba junto a los molinos y el cementerio y bordeaba el barranco. Si hubiera brillado la luna, el licor de especias y el vodka de azafrán habrían podido decidir a Chub. Pero en una noche tan oscura, no habría manera de que bajara de la estufa y saliera de su casa. Y el herrero, a pesar de su fuerza, nunca se atrevería a visitar a la hija en presencia de su padre, con el que no mantenía buenas relaciones desde hacía tiempo.
De ese modo, en cuanto el diablo se guardó la luna en el bolsillo, el mundo entero quedó sumido en una oscuridad tan absoluta que difícilmente habría encontrado alguien no ya el camino que conducía a casa del sacristán, sino incluso el que llevaba a la taberna. La bruja, al verse de pronto envuelta en esas tinieblas, dio un grito. En ese momento el diablo se acercó a ella haciéndole cumplidos, la cogió del brazo y empezó a susurrarle al oído las palabras que suelen decirse a las mujeres. ¡Es extraño cómo está construido este mundo nuestro! Todas las criaturas que viven en él se esfuerzan por imitarse y copiarse unas a otras. Hace tiempo, en Mírgorod, el juez y el alcalde eran los únicos que llevaban en invierno pellizas forradas de paño, mientras que los pequeños funcionarios usaban las corrientes. Ahora, en cambio, el asesor y el secretario rural se mandan hacer pellizas nuevas de piel de cordero forradas de paño. Hace dos años, el oficinista y el escribano compraron una tela azul a ochenta y cinco kopeks el metro. Y el sacristán se ha hecho este verano unos pantalones bombachos de nanquín y un chaleco de lana a rayas. En una palabra, todo es apariencia. ¡Cuándo dejarán los hombres de ser vanidosos! Apuesto a que muchos quedarán sorprendidos al saber que el diablo seguía el mismo camino. Lo más irritante es que seguramente se creía muy apuesto, cuando en realidad tenía una cara que daba miedo. ¡Con una jeta como la suya —que, como dice Fomá Grigórievich, es lo más repugnante que hay en el mundo—, y se pone a hacer la corte! No obstante, tanto en el cielo como en la tierra reinaba una oscuridad tan espesa que nada alcanzó a verse de lo que pasó entre ellos.
—Entonces, compadre, ¿todavía no has estado en la nueva jata del sacristán? —preguntó el cosaco Chub, mientras salía a la puerta de su casa, a un hombre enjuto, alto, vestido con una pelliza corta, cuya hirsuta barba mostraba que desde hacía más de dos semanas no acariciaba sus mejillas el pedazo de hoz que, a falta de navaja, los campesinos suelen emplear para afeitarse—. ¡Buen jaleo habrá allí ahora! —continuó Chub, al tiempo que su rostro esbozaba una sonrisa—. Espero que no lleguemos tarde.
Así diciendo, Chub se ajustó el cinturón de su pelliza, se caló con fuerza el gorro y apretó en su mano la fusta, que era el terror y el flagelo de los perros inoportunos. No obstante, nada más levantar los ojos al cielo, se detuvo.
—¡Por todos los diablos! ¡Mira! ¡Mira, Panas!…
—¿Qué? —exclamó el compadre, mirando también hacia arriba.
—¿Cómo que qué? ¡No hay luna!
—¡Pues sí que es raro! ¡Es cierto que no hay luna!
—No parece que eso te importe mucho —dijo Chub con un punto de irritación ante la indiferencia imperturbable de su compañero.
—¿Y qué quieres que haga?
—Seguramente algún diablo —ojalá no llegue a beber ese perro su copa de vodka por la mañana— se ha mezclado en esto —continuó Chub, secándose el bigote con la manga—. En verdad, parece hecho a propósito… Hace un momento, cuando estaba sentado en casa, miré por la ventana y hacía una noche espléndida. Había una claridad extraordinaria y la nieve brillaba a la luz de la luna. Se veía todo como si fuera de día. Pero, en cuanto llega el momento de salir, se cierne sobre la tierra esta oscuridad impenetrable.
Chub siguió farfullando y blasfemando durante un buen rato, al tiempo que pensaba lo que debía hacer. Sentía un enorme deseo de charlar de cualquier tema en casa del sacristán, donde, seguramente, ya se habían reunido el alcalde, el chantre recién llegado y el vendedor de brea Mikita, que iba cada dos semanas al mercado de Poltava y contaba tales historias que todos los vecinos tenían que agarrarse el vientre para no estallar de risa. Chub veía ya el licor puesto sobre la mesa. Todo eso era muy tentador, pero la oscuridad de la noche le recordaba esa pereza tan cara a todos los cosacos. Con qué gusto se tumbaría ahora sobre la estufa, con las piernas recogidas, se fumaría tranquilamente su pipa y escucharía a través de una agradable somnolencia los villancicos y las canciones de los alegres mozos y las muchachas, reunidos en grupos bajo las ventanas. Sin ninguna duda, habría adoptado esa última resolución si hubiera estado solo. Pero en compañía no le resultaba tan terrible y aburrido ese paseo nocturno; además, no quería pasar ante los otros por un perezoso o un cobarde. Una vez agotados los juramentos, se dirigió de nuevo a su compadre.
—Entonces ¿no hay luna, compadre?
—No.
—¡Pues sí que es raro! Dame un poco de tabaco. Tienes un tabaco estupendo, compadre. ¿Dónde lo compras?
—¡Qué diablos va a ser bueno! —respondió el compadre, cerrando la tabaquera de madera de abedul, decorada con cintas y volutas—. ¡No haría estornudar ni a una gallina vieja!
—Recuerdo —continuó Chub en el mismo tono— que el difunto tabernero Zuzulia me trajo en una ocasión tabaco de Nezhin. ¡Eso sí que era tabaco! ¡Un tabaco excelente! Entonces ¿qué hacemos, compadre? En la calle todo está oscuro.
—Quedémonos en casa —exclamó el compadre, agarrando el picaporte de la puerta.
Si el compadre no hubiera hecho ese comentario, Chub probablemente hubiera decidido quedarse, pero ahora algo le impulsaba a tomar el partido contrario.
—No, compadre, vayamos. No podemos quedarnos. Tenemos que ir.
Nada más decir esas palabras, Chub se arrepintió de haberlas pronunciado. Le resultaba muy desagradable arrastrarse por la calle en una noche como ésa; pero se consolaba pensando que hacía lo que quería y no lo que el otro le había aconsejado.
El compadre no dejó que su rostro trasluciera el menor rastro de enojo; como persona a la que resultara indiferente quedarse en casa o salir de ella, miró a su alrededor y se rascó los hombros con el mango de su bastón; a continuación, los dos compadres se pusieron en camino.
Veamos ahora lo que hacía la bella hija de Chub, que se había quedado sola en la casa. Oksana aún no había cumplido los diecisiete años, pero en el mundo entero, a un lado y otro de Dikanka, sólo se hablaba de ella. Los muchachos habían proclamado a una sola voz que jamás había habido ni volvería a haber una muchacha tan hermosa en la aldea.
Oksana sabía lo que se decía de ella, pues había oído esos comentarios, y era caprichosa como toda beldad. Si en lugar de falda y delantal hubiera llevado un capote, habría eclipsado a todas las demás muchachas. Los mozos la cortejaban en masa, pero poco a poco perdían la paciencia y acababan dirigiéndose a otras jóvenes menos mimadas. Sólo el herrero se mostraba tenaz y seguía cortejándola, a pesar de no recibir mejor trato que los otros.
Una vez que se marchó su padre, pasó largo rato arreglándose y haciendo gestos delante de un pequeño espejo con marco de estaño, sin dejar de admirarse. “¿Por qué la gente proclama que soy hermosa?”, decía como distraída, con la única intención de hablar un poco consigo misma. “La gente miente. No tengo nada de hermosa”. Pero una mirada al espejo, donde se reflejaba un rostro lleno de fresca e infantil viveza, con brillantes ojos negros y una sonrisa inefable y encantadora, que abrasaba el alma, le convencía de lo contrario. “¿Acaso mis ojos y mis cejas negras, continuaba la bella sin apartarse del espejo, son tan hermosos que no conocen igual en el mundo? ¿Qué tiene de bonito esta nariz respingona? ¿Y estas mejillas? ¿Y estos labios? ¿Acaso son hermosas mis negras trenzas? ¡Ay, hasta darían miedo por la noche! Parecen largas serpientes entrelazadas y enroscadas sobre mi cabeza. ¡Ahora me doy cuenta de que en absoluto soy hermosa!” y, apartando un poco el espejo, exclamó: “¡Sí, soy hermosa! ¡Ah, qué hermosa soy! ¡Una maravilla! ¡Qué dichoso haré a mi marido! ¡Cómo me admirará! Perderá la cabeza. Me comerá a besos”.
—¡Extraña muchacha! —susurró el herrero, que había entrado en la casa sin hacer ruido—. ¡No es poco lo que se alaba! ¡Lleva ya una hora delante del espejo, mirándose y diciéndose cumplidos en voz alta!
“Sí, muchachos, ¿pensáis que estoy hecha para vosotros? Miradme bien”, continuó la bella coqueta: “mirad con qué garbo camino. Mi blusa está bordada de seda roja. ¡Y qué cintas llevo en la cabeza! ¡No habéis visto en vuestra vida adornos más ricos! Todo esto me lo ha comprado mi padre para que se case conmigo el mejor muchacho del mundo”. En ese instante se volvió con una sonrisa y reparó en el herrero…
Nada más verlo lanzó un grito y se detuvo ante él con aire severo.
El herrero perdió todo su ánimo.
Sería difícil describir lo que expresaba el atezado rostro de la extraña muchacha: en su severidad se advertía un matiz de burla, motivado por la timidez del herrero, y una leve huella de enfado, apenas perceptible, cubría de un delicado rubor todo su rostro; todos esos sentimientos entremezclados la hacían tan indescriptiblemente hermosa que lo mejor que podía hacerse era cubrirla de un millón de besos.
—¿A qué has venido? —comenzó Oksana—. ¿Acaso quieres que te eche de aquí a palazos? Todos vosotros sois unos maestros cuando se trata de cortejar a las muchachas. Enseguida olfateáis el momento en que los padres no están en casa. ¡Os conozco muy bien! ¿Y qué pasa con mi cofre? ¿Ya está terminado?
—Estará listo después de las fiestas, corazón mío. Si supieras cuánto he trabajado en él: me he pasado dos noches sin salir de la herrería. Pero ninguna hija de pope tendrá nunca un cofre semejante. El hierro que he empleado para los herrajes ni siquiera lo he puesto en la calesa del capitán de cosacos, cuando trabajaba en Poltava. ¡Y qué dibujos lo adornarán! ¡Aunque recorrieras toda la región con tus blancos pies no encontrarías nada igual! Toda la superficie estará decorada de flores rojas y azules. Relucirá como el fuego. ¡No te enfades conmigo! ¡Permíteme, por lo menos, que te hable y te mire!
—¿Quién te lo prohíbe? ¡Habla y mira!
Tras pronunciar esas palabras, se sentó en el banco, se miró de nuevo en el espejo y empezó a acomodarse las trenzas sobre la cabeza. Miraba su cuello, su nueva blusa bordada de seda, y un delicado sentimiento de satisfacción se dibujaba en sus labios y en sus frescas mejillas, iluminando sus ojos.
—¡Permíteme que me siente a tu lado! —dijo el herrero.
—Siéntate —concedió Oksana, con la misma expresión de satisfacción en los labios y en los ojos.
—¡Maravillosa, encantadora Oksana! ¡Permíteme que te bese! —exclamó el enardecido herrero, apretándola contra sí con intención de besarla. Pero Oksana apartó sus mejillas, que se encontraban ya muy cerca de los labios del herrero, y lo rechazó.
—¿Y qué más quieres? ¡Se le da miel y pide también la cuchara! Vete de aquí, tienes las manos más ásperas que el hierro. Además, hueles a humo. Creo que me has manchado toda de hollín.
Y así diciendo, se acercó de nuevo al espejo y empezó a arreglarse.
“No me ama”, pensó el herrero, bajando la cabeza. “No hace más que jugar conmigo, mientras yo sigo delante de ella como un imbécil, sin quitarle los ojos de encima. ¡Y podría pasar así la vida entera, sin dejar de mirarla! ¡Extraña muchacha! ¡Lo que daría por saber lo que guarda en el corazón, a quién ama! Pero no, ella no necesita a nadie. Sólo se admira a sí misma. ¡Cómo me atormenta, pobre de mí! La tristeza que siento me impide ver el mundo. ¡La quiero tanto como nadie ha querido jamás!”.
—¿Es cierto que tu madre es una bruja? —preguntó Oksana, echándose a reír; y el herrero sintió que todo su ser también reía. Parecía como si la risa de la joven resonara en su corazón y en sus estremecidas venas, y el despecho se apoderó de su alma cuando pensó que no podía cubrir de besos ese rostro de risa tan deliciosa.
—¡Qué me importa a mí mi madre! Tú eres mi madre, mi padre y todo lo más querido que hay para mí en este mundo. Si el zar me llamara y me dijera: “Herrero Vakula, pídeme todo lo mejor que hay en mi imperio y te lo daré. Haré que te construyan una herrería de oro y forjarás con martillos de plata”. “No quiero ni piedras preciosas, ni herrerías de oro ni todo tu imperio” —le diría yo al zar—. “¡Dame mejor a Oksana!”.
—¡Hay que ver cómo eres! Pero mi padre tampoco es tonto. Lo verás cuando se case con tu madre —dijo Oksana, con una sonrisa maliciosa—. Las muchachas no vienen… ¿Qué habrá pasado? Ya es hora de cantar villancicos. Empiezo a aburrirme.
—¡Que se vayan al diablo, hermosa mía!
—Pero ¡qué dices! Con ellas vendrán probablemente los mozos. Organizaremos un baile. Puedo ya imaginarme las divertidas historias que contarán.
—Entonces, ¿te diviertes con ellos?
—Mucho más que contigo. ¡Ah! Alguien llama; seguramente serán las muchachas y los mozos.
“¿Qué más puedo esperar?”, se dijo el herrero. “Se burla de mí. Le importo tanto como una herradura oxidada. No obstante, no permitiré que ningún otro se ría de mí. Sólo tengo que fijarme en quién le gusta más que yo. Se va a enterar ése…”.
El curso de sus pensamientos se vio interrumpido por un golpe en la puerta, mientras una voz, que resonaba con fuerza en el aire helado, decía: “¡Abre!”.
—Espera, yo abriré —dijo el herrero, y salió enfadado al zaguán, con intención de romperle las costillas al primer hombre con el que se encontrara.
La helada se recrudecía y en las alturas el frío era tan intenso que el diablo saltaba con una pezuña sobre la otra y se soplaba los puños tratando de calentarse un poco las manos heladas. No es raro que tenga frío alguien que se pasa los días dando empellones en el infierno, donde, como es sabido, no hace tanto frío como aquí en invierno, y donde, calándose un gorro y poniéndose delante del fuego como un cocinero, asa a los pecadores con la misma satisfacción que experimenta una mujer cuando fríe una salchicha en Navidad.
Hasta la bruja tenía frío, a pesar de que llevaba ropas de abrigo; por eso, levantando los brazos y avanzando un pie, adoptó la postura de un patinador que vuela por el hielo y, sin mover un solo músculo, se deslizó por el aire como por una ladera helada, hasta alcanzar su chimenea.
El diablo avanzaba de la misma manera detrás de ella. Pero como ese animal es más hábil que cualquier petimetre con medias, no es extraño que, en el momento preciso en que la bruja penetraba por el tubo de la chimenea, él se agarrara al cuello de su amada y ambos acabaran cayendo en la espaciosa estufa, en medio de los pucheros.
La viajera empujó sin ruido la portezuela para ver si su hijo Vakula había traído invitados, pero al no ver más que unos sacos tirados en medio de la habitación, salió de la estufa, se quitó su gruesa pelliza y se arregló las ropas, de modo que nadie habría podido sospechar que un minuto antes volaba sobre una escoba.
La madre del herrero Vakula no tenía más de cuarenta años. No era guapa ni fea. Es difícil conservarse bonita a esa edad, pero ella sabía cómo encandilar a los cosacos más respetables (que, dicho sea de paso, poco se preocupan de la belleza); de hecho, la visitaban el alcalde, el sacristán Ósip Nikíforovich (cuando su mujer no estaba en casa, naturalmente), el cosaco Korni Chub y el cosaco Kasian Sverbiguz. Hay que decir en su honor que sabía tratarlos con mucha habilidad. Ninguno de ellos sospechaba que tenía rivales. Cuando un campesino devoto o un gentilhombre, como a sí mismos suelen llamarse los cosacos, llevando su capa con capucha, iba el domingo a la iglesia, o, si hacía mal tiempo, a la taberna, nunca dejaba de pasar por casa de Soloja, para degustar sus grasientos buñuelos con crema agria y charlar un rato en la caldeada isba de la dicharachera y acogedora dueña. Había algún gentilhombre que daba un gran rodeo antes de ir a la taberna y, cuando llegaba a casa de la mujer, le decía que “iba de paso”. Los días de fiesta, cuando Soloja iba a la iglesia y se plantaba delante del coro, con su saya de color vivo, su mandil de tela y su falda azul por encima, adornada con cintas doradas en la parte trasera, era seguro que el sacristán empezaría a toser e involuntariamente se pondría a guiñar el ojo en esa dirección; el alcalde, por su parte, se atusaría el bigote, se colocaría el tupé detrás de la oreja y le diría al vecino más cercano: “¡Ah, qué mujer más estupenda! ¡Es un diablo de mujer!”.
Soloja saludaba a todo el mundo y cada uno pensaba que sólo le saludaba a él. Sin embargo, una persona que se interesara por los asuntos ajenos habría observado enseguida que Soloja era especialmente amable con el cosaco Chub. Chub era viudo. Delante de su jata siempre había ocho almiares de trigo. Dos parejas de robustos bueyes sacaban la cabeza del establo y mugían cada vez que pasaba por la calle su comadre la vaca o su tío el grueso toro. Un chivo barbudo se encaramaba en el tejado y desde allí, como si fuera el alcalde, balaba con una voz aguda, haciendo rabiar a los pavos que deambulaban por el patio, y se daba la vuelta cuando veía a sus enemigos, los muchachos, que se burlaban de su barba. En los cofres de Chub había cantidad de telas, caftanes y antiguos abrigos con galones dorados, pues su difunta esposa había sido una mujer muy presumida. En el huerto, además de amapolas, repollos y girasoles, se plantaban cada año dos bancales de tabaco. Soloja no encontraba superfluo añadir todas esas propiedades a su propia hacienda; pensaba por anticipado en la forma que todo eso tomaría cuando estuviera en su poder, y redoblaba las atenciones hacia el viejo Chub. Y para que su hijo Vakula no pudiera engatusar a Oksana y apropiarse de sus bienes —pues en ese caso no le habría permitido mezclarse en nada—, había recurrido al método habitual de todas las cuarentonas: procurar que Chub y el herrero discutieran con la mayor frecuencia posible. Puede que esas argucias y tretas fueran las responsables de que las viejas hubieran empezado a decir, sobre todo cuando habían bebido una copa de más en alguna alegre reunión, que Soloja era una verdadera bruja; de que el joven Kiziakolupenko hubiera advertido que le salía por detrás un rabo no mayor que un huso; de que dos semanas antes, un jueves, algunas personas la hubieran visto atravesar la calle bajo la apariencia de un gato negro; y de que en cierta ocasión, la mujer del pope hubiera contemplado cómo un cerdo entraba en su casa, cacareaba, se ponía en la cabeza el gorro del padre Kondrat y a continuación salía corriendo.
En una ocasión, mientras las viejas hablaban del tema, llegó un pastor de vacas llamado Timish Korostiavi. Ese hombre contó que el verano anterior, la víspera de San Pedro, cuando se echaba a dormir en el establo, después de colocar un poco de paja bajo la cabeza, vio con sus propios ojos cómo una bruja, con los cabellos sueltos y una camisa por todo vestido, se ponía a ordeñar las vacas; según sus palabras, no había podido moverse de lo hechizado que estaba. Una vez concluida su labor, la bruja se acercó a él y le untó los labios con alguna sustancia tan repugnante que después se había pasado todo el día escupiendo. Pero esa anécdota tenía un aire sospechoso, ya que sólo el asesor de Soróchintsi era capaz de ver brujas. Por eso todos los cosacos respetables se mostraban indiferentes cuando oían esas conversaciones y solían responder a ellas con el siguiente comentario: “¡Cuentos de mujeres!”.
Cuando salió de la estufa y se arregló un poco las ropas, Soloja, como buena ama de casa, empezó a limpiar la pieza y a ponerlo todo en su sitio, pero no tocó los sacos: “Los ha traído Vakula, pues que se los lleve él”. Cuando el diablo se disponía a entrar por la chimenea, se dio la vuelta casualmente y vio que Chub y su compadre caminaban cogidos del brazo, ya muy lejos de la isba. En un abrir y cerrar de ojos salió de la estufa, les cortó el paso y empezó a arrancar por todas partes montones de nieve helada. Se levantó una nevasca. El aire se volvió blanco. La nieve iba de un lado para otro, envolviéndolo todo como en una red, y amenazaba con tapar los ojos, la boca y las orejas de los caminantes. El diablo, entonces, volvió volando a la chimenea, convencido de que Chub regresaría con su compadre, sorprendería al herrero en su casa y le daría tal paliza que durante mucho tiempo éste no tendría fuerzas para coger el pincel y pintarrajear esas ofensivas caricaturas.
Y en efecto, en cuanto se levantó la nevasca y el viento empezó a soplarles directamente en los ojos, Chub dio muestras de arrepentimiento y, calándose aún más su gorro, empezó a dirigir improperios a su compadre, al diablo y a sí mismo. No obstante, ese despecho era fingido. Chub se alegraba mucho de que se hubiera levantado esa tormenta. Para llegar a la casa del sacristán quedaba una distancia ocho veces superior a la ya recorrida. Los caminantes dieron la vuelta. El viento les soplaba en la nuca y a través de la arremolinada nieve no se veía nada.
—¡Para, compadre! Me parece que nos hemos equivocado de camino —dijo Chub, al cabo de unos pasos—. No veo ni una jata. ¡Menuda nevasca! Tuerce un poco hacia ese lado para ver si encuentras el camino; mientras tanto, yo buscaré por aquí. ¡Es el mismo demonio el que nos ha obligado a salir con esta tormenta! ¡No te olvides de gritar cuando encuentres el camino! ¡Vaya montón de nieve nos ha echado en los ojos Satanás!
No obstante, no se veía ningún camino. El compadre, tras alejarse un poco, fue de un lado para otro con sus grandes botas, hasta que finalmente llegó ante la taberna. Ese hallazgo le alegró tanto que se olvidó de todo; sacudiéndose la nieve, entró en el zaguán, sin preocuparse lo más mínimo por el compadre que había quedado a la intemperie. Mientras tanto, a Chub le pareció que había encontrado el camino; se detuvo, se puso a gritar con todas sus fuerzas, pero al ver que el compadre no aparecía, decidió continuar solo. Después de caminar un rato, llegó a su jata. La nieve se amontonaba alrededor de la vivienda y en el tejado. Se puso a llamar a la puerta con sus manos entumecidas por el frío y le gritó a su hija con imperioso tono que le abriera.
—¿Qué quieres? —le gritó con voz severa el herrero, saliendo de la casa.
Chub, al reconocer la voz del herrero, retrocedió unos pasos. “No, ésta no es mi jata”, se dijo. “El herrero no se atrevería a entrar en ella. No obstante, mirándola bien, tampoco parece la suya. ¿De quién será? ¡Vaya! ¡Como si no la conociera! Es la del cojo Levchenko, que se casó hace poco con una mujer joven. Es el único que tiene una jata semejante a la mía. Ya me parecía un poco raro haber llegado tan pronto. No obstante, en estos momentos Levchenko se encuentra en casa del sacristán. Entonces, ¿qué hace aquí el herrero?… ¡Ajá! Ha venido a ver a su joven esposa. ¡Así es! ¡Muy bien! ¡Ahora lo entiendo todo!”.
—¿Quién eres y qué haces llamando a las puertas ajenas? —gritó el herrero con voz más severa que antes, acercándose a él.
“No, no le diré quién soy”, pensó Chub: “¡Podría pegarme el maldito bribón!” —y enmascarando la voz, respondió:
—¡Soy yo, buen hombre! He venido a cantar unos villancicos bajo tus ventanas para divertirte.
¡Vete al diablo con tus villancicos! —gritó furioso Vakula—. ¿Qué haces ahí? ¿No me has oído? ¡Vete ahora mismo!
Chub había tomado ya esa juiciosa decisión, pero consideraba ultrajante obedecer las órdenes del herrero. Parecía como si un espíritu maligno le incitara a llevarle la contraria.
¿Por qué gritas de ese modo? —exclamó forzando la voz—. Sólo quiero cantar unos villancicos, eso es todo.
—¡Ah! ¡Parece que no te basta con las palabras!… —y a continuación Chub sintió un fuerte puñetazo en el hombro.
—Ya veo que empiezas a pegar —dijo éste, retrocediendo unos pasos.
—¡Vete, vete! —gritó el herrero, propinándole otro golpe.
—Pero ¿qué te pasa? —exclamó Chub con una voz en la que se entremezclaban el dolor, el enfado y el miedo—. ¡Por lo visto no estás de broma! ¡Me has hecho daño!
—¡Vete, vete! —gritó el herrero y cerró de un portazo.
—¡Miren cómo se hace el valiente! —dijo Chub al quedarse solo en la calle—. ¡Acérquense! ¡Mírenlo! ¡Vean qué gran señor! ¿Crees que no puedo denunciarte? No, hermano, voy a ir directamente a la comisaría. ¡Vas a saber quién soy yo! No me importa que seas herrero o pintor. Me gustaría verme la espalda y el hombro: seguro que me ha hecho algún moratón. ¡Me ha golpeado bien, ese hijo de Satanás! ¡Lástima que haga tanto frío y no pueda quitarme el abrigo! Espera un poco, herrero del diablo, que ya os dará una buena el demonio a ti y a tu fragua. ¡He de verte bailar en la horca, maldito! Pero veamos… No está en casa en este momento. Por tanto, Soloja debe de estar sola. Hum… Su casa no queda lejos de aquí. No sé si acercarme. A esta hora no le ve a uno nadie. Tal vez sea posible… ¡Vaya golpe me ha propinado ese maldito herrero!
Al tiempo que pronunciaba esas palabras, Chub se rascó la espalda y partió en dirección contraria. La recompensa que esperaba de su visita a Soloja atenuaba un tanto el dolor y le hacía incluso insensible al hielo que crepitaba en las calles, cuyos crujidos no conseguía sofocar el silbido de la ventisca. De vez en cuando en su rostro, cuya barba y bigotes el temporal había enjabonado de nieve más pronto que el barbero cuando coge de manera tiránica la nariz de su víctima, se dibujaba una expresión casi dulce. Pero si la nieve no lo hubiera tapado todo con sus remolinos, se hubiera visto a Chub pararse más de una vez, rascarse la espalda y exclamar: “¡Vaya golpe me ha propinado ese maldito herrero!”, y a continuación seguir de nuevo su camino.
Mientras nuestro hábil petimetre con cola y barba de chivo salía de la chimenea y luego volvía a entrar, la bolsa que llevaba colgada del costado, y en la que había ocultado la luna robada, se enganchó desgraciadamente en algún lugar de la estufa, se abrió y el astro, aprovechando la ocasión, salió volando por la chimenea de Soloja y subió sin impedimentos hasta el cielo. Todo se iluminó. La ventisca desapareció como por arte de magia. La nieve brillaba como si fuera una vasta llanura de plata y parecía toda sembrada de estrellas de cristal. El frío se atenuó. Aparecieron grupos de mozos y muchachas con sacos. Resonaron las canciones y rara fue la jata ante la cual no se agolparon los cantantes.
La luna despedía una claridad maravillosa. No es fácil explicar lo agradable que resulta, en una noche así, deambular entre grupos de muchachas que ríen y cantan y mozos dispuestos a prodigar todas las bromas y burlas que les sugiere la alegre y risueña noche. Bajo una gruesa pelliza se siente calor; el hielo confiere un rubor más intenso a las mejillas; en cuanto a las travesuras, es el mismo maligno el que os empuja a realizarlas.
Grupos de muchachas con sacos irrumpieron en la jata de Chub y rodearon a Oksana. Los gritos, las carcajadas y las charlas aturdieron al herrero. Todas se apresuraban a anunciarle a la bella alguna novedad, vaciaban los sacos y mostraban con orgullo sus panes, salchichas y buñuelos, recibidos en gran cantidad por sus villancicos. Oksana parecía muy alegre y contenta, conversaba con unas y con otras y reía sin parar. El herrero contemplaba con envidia y enfado esa alegría y por una vez maldijo los villancicos, aunque en realidad le gustaban con locura.
—¡Eh, Odarka! —dijo la bella dirigiéndose a una de las muchachas—: ¡llevas unos botines nuevos! ¡Ah, qué bonitos son! ¡Y con adornos dorados! Eres muy afortunada, Odarka, de tener una persona que te compra todo lo que quieres. Yo no tengo a nadie que me procure unos botines tan bonitos.
—¡No te preocupes, mi amada Oksana! —intervino el herrero— yo te traeré unos botines como llevan muy pocas señoras.
—¿Tú? —dijo Oksana, dirigiéndole una mirada rápida y altanera—. Me gustaría saber dónde vas a encontrar unos botines que se acomoden a mis pies. ¿Acaso vas a traerme los que lleva la misma zarina?
—¡Vaya lo que pide! —gritaron las muchachas, echándose a reír.
—Sí —continuó con orgullosa voz la bella—. Os pongo a todas por testigos: si el herrero Vakula me trae los botines que lleva la zarina, doy mi palabra de que me casaré con él.
Las muchachas se llevaron con ellas a la caprichosa Oksana.
—¡Reíd, reíd! —dijo el herrero, saliendo tras ellas—. ¡Yo soy el primero en reírme de mí mismo! Por más que lo pienso, no sé qué ha pasado con mi buen juicio. No me quiere. Bueno, ¡pues que se quede con Dios! ¡Como si no hubiera en el mundo nadie más que ella! A Dios gracias hay muchas muchachas bonitas en la aldea. Además, ¿qué tiene Oksana de particular? Jamás será una buena ama de casa. Sólo sabe presumir. No, ya es suficiente. Basta de hacer el imbécil.
Al tiempo que el herrero se disponía a obrar con decisión, un espíritu maligno le mostró la imagen risueña de Oksana, mientras le decía con voz burlona: “¡Consígueme, herrero, los botines de la zarina, y me casaré contigo!”. Del herrero se apoderó una intensa agitación y Oksana se convirtió en su único pensamiento.
Grupos de cantantes —los mozos por un lado y las muchachas por otro— corrían de una calle a otra. Pero el herrero caminaba sin fijarse en nada y sin participar en unas diversiones que en el pasado nadie había amado tanto como él.
Entre tanto, el diablo se mostraba muy cariñoso con Soloja: le besaba la mano con tantos remilgos como un asesor a la hija de un pope, se llevaba la mano al corazón, suspiraba y le decía claramente que si no consentía en satisfacer su pasión y recompensarle de manera adecuada, estaba dispuesto a todo: se arrojaría al agua y mandaría su alma directamente al infierno. Soloja no era tan cruel; además, como se sabe, había hecho causa común con el diablo. Por lo general, le gustaba tener a su alrededor un grupo de admiradores y rara vez se quedaba sin compañía, pero había contado con pasar sola esa noche, pues todos los hombres respetables de la aldea habían sido invitados a casa del sacristán a comer hutiá. No obstante, las cosas sucedieron de otro modo: en cuanto el diablo presentó sus exigencias, se oyó la voz del robusto alcalde. Soloja fue corriendo a abrir la puerta y el ágil diablo se metió en uno de los sacos que había en el suelo.
El alcalde, tras sacudirse la nieve que cubría su gorro y vaciar la copa de vodka que le tendía Soloja, le dijo que no había ido a casa del sacristán porque se había levantado una nevasca; y como había visto luz en su jata, había decidido entrar y pasar la velada con ella.
Apenas tuvo tiempo el alcalde de pronunciar esas palabras, cuando se oyeron golpes en la puerta y resonó la voz del sacristán.
—Escóndeme en algún sitio —susurró el alcalde—. No me apetece encontrarme con el sacristán en este momento.
Soloja pasó un buen rato pensando dónde podía ocultar a su robusto huésped; finalmente escogió el saco de carbón más grande; vació el contenido en una tinaja y metió en su interior al grueso alcalde, con su bigote, su cabeza y su gorro.
El sacristán entró y, aclarándose la voz y frotándose las manos, dijo que a su casa no había ido nadie, que se alegraba de todo corazón de poder pasar un rato con ella y que no le había dado miedo la ventisca. A continuación se acercó a la mujer, tosió, sonrió, tocó con sus largos dedos el brazo desnudo y rollizo de Soloja y dijo con aire malicioso y satisfecho:
—¿Qué tiene usted ahí, admirable Soloja? —y tras pronunciar esas palabras, dio un salto hacia atrás.
—¿Pues qué va a ser, Ósip Nikíforovich? ¡Un brazo! —le contestó Soloja.
—¡Hum! ¡Un brazo!, ¡je, je, je! —exclamó el sacristán, muy satisfecho de su comienzo, dando unos pasos por la habitación.
—¿Y eso qué es, queridísima Soloja? —preguntó con el mismo tono, aproximándose de nuevo a ella, posando levemente la mano en su cuello y saltando de nuevo hacia atrás.
—¡Como si no lo viera usted, Ósip Nikíforovich! —respondió Soloja—. El cuello y sobre el cuello un collar.
—¡Hum! ¡Sobre el cuello un collar!, ¡je, je, je! —y el sacristán volvió a pasearse por la habitación, frotándose las manos.
—¿Y qué tiene usted ahí, incomparable Soloja?…
No sabemos qué parte del cuerpo se disponía a tocar el sacristán con sus largos dedos, cuando de pronto se oyeron golpes en la puerta y la voz del cosaco Chub.
—¡Ah, Dios mío, un extraño! —gritó asustado el sacristán—. ¿Qué pasaría si alguien encontrara aquí a una persona de mi condición?… ¡El asunto llegaría a oídos del padre Kondrat!
Pero en realidad los temores del sacristán eran de otro orden: lo que más le asustaba era que se enterara su mujer, que con su temible mano había reducido su gruesa trenza a sólo cuatro pelos.
—Por el amor de Dios, virtuosa Soloja —exclamó, temblando con todo su cuerpo—. Su bondad, como dice el Evangelio según San Lucas en el capítulo décimo ter… ter… ¡Están llamando! ¡Le juro que están llamando! ¡Oh, escóndame en alguna parte!
Soloja vació en la tinaja un segundo saco de carbón y el sacristán, cuyo cuerpo no era demasiado voluminoso, se introdujo en él y se sentó en el fondo de tal manera que en el interior todavía quedaba espacio para medio saco de carbón.
—¡Hola, Soloja! —dijo Chub, entrando en la jata—. Probablemente no me esperabas. No me esperabas, ¿verdad? Puede que te haya molestado… —continuó Chub, con una expresión alegre y maliciosa, señal evidente de que su torpe cerebro se esforzaba en configurar alguna broma sutil y mordaz—. Puede que estuvieras divirtiéndote con otro… Puede que tengas a alguien escondido, ¿eh? —y satisfecho de su propio comentario, Chub se echó a reír, íntimamente convencido de que era el único que gozaba de los favores de la mujer—. Bueno, Soloja, dame una copa de vodka. Me parece que ese maldito frío me ha helado la garganta. ¡Vaya Nochebuena nos ha enviado Dios! Habrás visto, Soloja, habrás visto… Ah, tengo las manos entumecidas. No puedo desabotonarme el abrigo. Habrás visto la tormenta que se ha levantado…
—¡Abre! —gritó alguien desde la calle, al tiempo que golpeaba la puerta.
—Alguien llama —dijo Chub, que se había quedado inmóvil.
—¡Abre! —gritaron con más fuerza aún.
—¡Es el herrero! —exclamó Chub, cogiendo su gorro—. Escucha, Soloja: escóndeme donde sea. Por nada del mundo quiero encontrarme con ese maldito bribón. Ojalá le salga a ese hijo del diablo una ampolla tan grande bajo los ojos como una gavilla de trigo.
Soloja, que también estaba asustada, iba de un lado para otro como una loca. Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, le hizo una señal a Chub para que se metiera en el mismo saco en el que se encontraba ya el sacristán. El pobre sacristán no se atrevió siquiera a dar muestras de su dolor mediante toses o carraspeos cuando el pesado campesino se sentó prácticamente sobre su cabeza y plantó sus botas heladas en sus sienes.
El herrero entró en silencio y, sin quitarse el gorro, se dejó caer sobre el banco. Se veía que estaba de muy mal humor.
En el momento en que Soloja cerraba la puerta, alguien volvió a llamar. Era el cosaco Sverbiguz. A ése no podía ocultarlo en un saco, porque no había ninguno apropiado. Era más robusto que el alcalde y más alto que el compadre Chub. Por ello, Soloja lo condujo al jardín y se dispuso a escuchar allí cuanto quisiera decirle.
El herrero contemplaba con mirada distraída la jata y de vez en cuando prestaba atención al sonido lejano de las canciones; finalmente sus ojos se detuvieron en los sacos. “¿Por qué los habré dejado ahí? Hace tiempo que tendría que haberlos retirado. Ese estúpido amor me ha hecho perder la cabeza. Mañana es fiesta y la casa está llena de basura. ¡Los llevaré a la herrería!”.
Y tras pronunciar esas palabras, el herrero se puso en cuclillas junto a los enormes sacos, los ató con fuerza y se dispuso a cargarlos sobre los hombros. Pero sus pensamientos debían estar en otra parte, pues de otro modo habría oído el quejido de Chub cuando el cordón con que ataba el saco le retorció los cabellos, y el fuerte hipo que sacudió el cuerpo del alcalde.
—¿Es que esa maldita Oksana no va a dejarme nunca en paz? —dijo el herrero—. Aunque trato de olvidarla, no puedo ver otra cosa que su rostro. ¿Cómo es posible que un pensamiento se te meta en la cabeza en contra de tu propia voluntad? ¡Diablos, parece como si los sacos pesaran más que antes! Aquí debe haber algo más que carbón. ¡Pero qué tonto soy! Me había olvidado de que ahora todo me parece más pesado. Antes, podía doblar y enderezar con la mano una moneda de cobre y una herradura, mientras que ahora no soy capaz de cargar unos sacos de carbón. Como siga así, pronto me tumbará el viento. No —gritó después de una pausa, cobrando nuevos bríos—. ¡Ni que fuera una mujer! ¡No permitiré que nadie se burle de mí! ¡Dadme diez sacos como éstos y los levantaré! —y con un movimiento poderoso, se echó sobre los hombros unos sacos que dos hombres robustos no habrían podido cargar—. También cogeré éste —añadió, levantando el más pequeño, en cuyo fondo estaba acurrucado el diablo—. Aquí debo haber guardado mis herramientas —dijo, y tras pronunciar esas palabras, salió de la jata, cantando:
No voy a atarme a una mujer.
En las calles las canciones y los gritos resonaban cada vez más fuertes. Los grupos errantes aumentaban en número gracias a gentes llegadas de las aldeas vecinas. Los mozos hacían travesuras y alborotaban. A menudo, entre los villancicos, se oía una alegre canción improvisada en ese mismo instante por algún joven cosaco. O en medio de la multitud alguien entonaba, en lugar de un villancico, una canción de Noche Vieja, gritando a pleno pulmón:
¡Es Noche Vieja, es Noche Vieja!
Dadme un buñuelo,
un plato de gachas,
una rodaja de salchicha.
Una carcajada recompensaba al animador. Las pequeñas ventanas se abrían y una vieja —sólo ellas y los respetables padres de familia se habían quedado en casa— sacaba su seca mano y entregaba a los cantantes una salchicha o un pedazo de pastel. Los mozos y las muchachas acercaban sus sacos y recogían la recompensa. En un determinado lugar, los mozos habían rodeado a un grupo de muchachas: se oyeron gritos, se produjo un gran alboroto; uno les lanzaba una bola de nieve; otro les arrancaba un saco lleno de toda suerte de cosas. En otro lugar las muchachas perseguían a un mozo, le ponían la zancadilla y él salía volando con su saco. Parecía que estaban dispuestos a divertirse hasta la llegada del alba. La noche, como a propósito, derramaba una fastuosa claridad, y el brillo de la nieve hacía aún más blanca la luz de la luna.
El herrero se detuvo con sus sacos. Le había parecido oír en un grupo de muchachas la voz y la fina risa de Oksana. Todo su cuerpo se estremeció; arrojó los sacos al suelo con tanta brusquedad que el sacristán, acurrucado en el fondo, lanzó un gemido a causa del golpe y el alcalde hipó con todas sus fuerzas; luego, con el saco más pequeño sobre los hombros, se unió a los mozos que perseguían al grupo de muchachas en el que le había parecido oír la voz de Oksana.
“¡Sí, es ella! ¡Camina como una reina y sus ojos negros brillan! Un apuesto muchacho le está contando alguna anécdota, por lo visto muy divertida, ya que ella se ríe. No obstante, ella siempre se está riendo”. Sin saber muy bien cómo, un poco en contra de su voluntad, el herrero se abrió camino entre la multitud y se situó a su lado.
—¡Ah, Vakula, estás ahí! ¡Hola! —dijo la bella, con aquella sonrisa que al herrero le hacía perder la cabeza—. ¿Has reunido muchas cosas? ¡Vaya un saco más pequeño! ¿Has conseguido ya los botines de la zarina? ¡Si me los traes, me casaré contigo! —y echándose a reír, se marchó corriendo con las otras muchachas.
El herrero se quedó como clavado al suelo. “No, no puedo; ya no tengo fuerzas…”, exclamó finalmente. “Pero Señor, ¿por qué es tan endiabladamente hermosa? Su mirada, su modo de hablar, todo en ella me abrasa el corazón… No, ya no puedo soportarlo más. Es hora de poner fin a todo esto. ¡Que se pierda mi alma! ¡Me arrojaré al río por un agujero del hielo y nadie me verá más!”.
Así diciendo, avanzó con paso decidido, alcanzó al grupo de muchachas, se situó junto a Oksana y le dijo con voz firme:
—¡Adiós, Oksana! Búscate el novio que quieras, búrlate de quien se te antoje; pero a mí no volverás a verme.
La bella pareció sorprendida e hizo intención de hablar, pero el herrero hizo un gesto con la mano y se marchó.
—¿Adónde vas, Vakula? —gritaron los muchachos al ver que se alejaba corriendo.
¡Adiós, hermanos! —respondió el herrero—. Si Dios quiere, nos veremos en el otro mundo, pero en éste ya no nos divertiremos juntos. ¡Adiós! ¡No me guardéis rencor! Decidle al padre Kondrat que celebre una misa por el reposo de mi alma pecadora. Los asuntos mundanos, pecador de mí, me han impedido pintar los cirios para los iconos del santo y de la Madre de Dios. ¡Adiós!
Tras pronunciar esas palabras, el herrero echó de nuevo a correr, con el saco al hombro.
—¡Está loco! —dijeron los muchachos.
—¡Un alma perdida! —musitó piadosamente una vieja que pasaba por allí—. Iré a contarle a todos que el herrero se ha ahorcado.
Vakula, tras recorrer unas cuantas calles, se detuvo para tomar aliento. “En realidad, ¿adónde me dirijo? —pensaba—. ¿Es que está todo perdido? Probaré otra solución: iré a ver al zaporogo Patsiuk el Panzudo. Se dice que conoce bien a los diablos y que puede hacer todo lo que se le antoja. Iré a verle, ya que de todos modos mi alma debe perderse”.
Al oír esas palabras el diablo, que había estado inmóvil todo el tiempo, se puso a dar saltos de alegría en su saco; pero el herrero, pensando que había sido él mismo quien había provocado ese movimiento, al rozarlo por descuido con el brazo, le propinó un golpe con su poderoso puño, se lo acomodó sobre los hombros y se encaminó a casa de Patsiuk el Panzudo.
Ese Patsiuk el Panzudo había sido en su tiempo zaporogo; nadie sabía si le habían expulsado o él mismo se había marchado de Zaporozhie. Hacía ya diez o quince años que se había establecido en Dikanka. En un principio había vivido como un verdadero zaporogo: no trabajaba, pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, comía como seis segadores y podía beberse de una vez un cubo entero; no obstante, no le faltaba espacio para meter todo eso, pues Patsiuk, a pesar de su baja estatura, era un hombre de cuerpo muy ancho. Además, los pantalones bombachos que llevaba eran tan amplios que, incluso cuando marchaba a grandes pasos, no se le distinguían las piernas y parecía que por la calle avanzaba un tonel de vino. Tal vez esa circunstancia había motivado que le apodaran Panzudo. Apenas llevaba unos días viviendo en la aldea, cuando ya todo el mundo sabía que era curandero. En cuanto alguien caía enfermo, enseguida se llamaba a Patsiuk; y a Patsiuk le bastaba con murmurar unas palabras para que el mal desapareciera como por encanto. Si sucedía que un noble hambriento se atragantaba con una espina, Patsiuk le daba un puñetazo en la espalda con tanta habilidad que la espina seguía su camino sin causar ningún daño en la garganta del noble. En los últimos tiempos apenas se dejaba ver. Quizás ello se debiera a la pereza y al hecho de que cada año le resultaba más difícil pasar por la puerta. Por eso, cuando alguien necesitaba su ayuda, tenía que ir a su casa.
El herrero, no sin cierta timidez, abrió la puerta y vio a Patsiuk, sentado a la turca, delante de un pequeño tonel sobre el que había una escudilla con galushkas. La escudilla estaba situada a la misma altura que su boca. Sin mover un dedo, inclinando apenas la cabeza hacia la escudilla, bebía el caldo y tomaba de vez en cuando una albóndiga entre los dientes.
“Éste es aún más vago que Chub —pensó Vakula—. El otro, al menos, come con cuchara; éste, en cambio, no quiere ni levantar la mano”.
Patsiuk debía estar muy ocupado con las galushkas, pues no pareció advertir la llegada del herrero, que, nada más franquear el umbral, le dirigió un respetuoso saludo.
—¡Vengo a implorar tu ayuda, Patsiuk! —le dijo Vakula, saludándole de nuevo.
El grueso Patsiuk levantó la cabeza y luego siguió comiendo sus galushkas.
—No te lo tomes a mal, no lo digo con intención de ofenderte —dijo el herrero, cobrando ánimos—, pero se dice que tienes tratos con el diablo.
Tras pronunciar esas palabras, Vakula se asustó, pensando que se había expresado de modo demasiado directo, sin suavizar apenas la rotundidad de sus palabras; por ello, esperando que de un momento a otro Patsiuk cogiera el tonel y la escudilla y se los tirara a la cabeza, se apartó un poco y se cubrió con la manga para que el líquido caliente de las galushkas no le salpicara la cara.
Pero Patsiuk se limitó a mirarle y siguió comiendo sus galushkas. Algo más animado, el herrero decidió continuar:
—He venido a verte, Patsiuk, que Dios te dé bienes en abundancia y pan en proporción —a veces el herrero sabía introducir una palabra a la moda, de las que había aprendido durante su estancia en Poltava para pintar la cerca de madera del capitán de cosacos—. ¡Estoy perdido, pecador de mí! ¡No hay nada en el mundo que pueda salvarme! Me veo obligado a pedirle ayuda al mismo diablo. ¿Qué dices Patsiuk? —exclamó el herrero, viendo que el otro seguía callado—. ¿Qué debo hacer?
—¡Si tienes necesidad del diablo, dirígete a él! —respondió Patsiuk, sin levantar la mirada y sin dejar de comer.
—Por eso he venido a verte —apuntó el herrero, haciendo una reverencia—. Creo que eres la única persona en el mundo que conoce el camino.
Patsiuk, sin pronunciar palabra, terminó las galushkas que le quedaban.
—¡Hazme esa merced, buen hombre! ¡Atiende mi súplica! —insistió el herrero—. Si necesitas un cerdo, salchichas, harina de trigo sarraceno, tela, cereal o cualquier otra cosa… Ya sabes cómo suele hacerse entre gentes de bien en caso de necesidad… No escatimaré nada. Dime, al menos, qué debo hacer para encontrar el camino.
—Aquel que lleva el diablo a sus espaldas, no necesita ir muy lejos —exclamó Patsiuk con indiferencia, sin cambiar de postura.
Vakula lo miró atentamente, como si en su frente estuviera escrita la explicación de esas palabras. “¿Qué dice?” —era la silenciosa cuestión que se leía en su rostro; y su boca entreabierta parecía dispuesta a engullir la primera palabra de Patsiuk como si fuera una galushka, pero éste seguía callado.
En ese instante Vakula advirtió que el tonel y las galushkas habían desaparecido; en su lugar vio en el suelo dos escudillas de madera: una estaba llena de buñuelos y la otra de nata agria. Sus pensamientos y sus ojos se dirigieron involuntariamente sobre esos alimentos. “Veamos cómo se las arregla Patsiuk para comer los buñuelos”, se dijo. “Seguramente no querrá inclinarse como ha hecho con las galushkas; además, no es posible: primero debe mojarlos en la nata agria”.
Apenas había tenido tiempo de concebir ese pensamiento, cuando Patsiuk entreabrió la boca, miró los buñuelos y luego la abrió del todo. En ese momento un buñuelo saltó de la escudilla, se bañó en la nata agria, se volvió del otro lado, rebotó y se fue derecho a la boca. Patsiuk se lo comió, volvió a abrir la boca y un segundo buñuelo siguió el mismo camino. Su único trabajo consistía en masticar y tragar.
“¡Vaya prodigio!”, pensó el herrero, mirándolo con la boca abierta, y en ese instante advirtió que un buñuelo se deslizaba hasta ella y le manchaba los labios de crema. Tras rechazar el buñuelo y secarse los labios, el herrero empezó a meditar en los extraños sucesos que tenían lugar en el mundo y en el grado de sutileza al que puede llevar a un hombre la fuerza maligna; en ese momento, se dio cuenta de que sólo Patsiuk podía ayudarle. “Voy a hacerle otra reverencia, a ver si me explica bien… ¡Pero qué diablos! ¡Hoy es día de vigilia, y está comiendo buñuelos y galushkas de carne! ¡Y yo sigo aquí como un imbécil, cargando mi conciencia con un pecado! ¡Atrás!” —y el piadoso herrero salió a toda prisa de la jata.
Pero el diablo, que seguía sentado en el saco, alegrándose por anticipado de su victoria, decidió no dejar escapar una presa tan preciada. En cuanto el herrero depositó el saco en el suelo, salió de un salto y se sentó sobre su cuello.
El herrero sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo; se asustó, palideció y no supo qué hacer. Quiso santiguarse, pero el diablo, acercando su hocico de perro a su oreja derecha, le dijo:
—Soy yo, tu amigo. ¡Haré cualquier cosa por un camarada y un amigo! Te daré todo el dinero que quieras —le chilló en la oreja izquierda—. Hoy mismo Oksana será tuya —susurró, aproximando de nuevo su hocico a la oreja derecha del herrero.
Vakula se quedó pensativo.
—De acuerdo —dijo por fin—. A ese precio estoy dispuesto a ser tuyo.
El diablo dio una palmada de alegría y se puso a cabalgar sobre el cuello del herrero. “¡Ya he atrapado al herrero!”, pensó. “Ahora me vas a pagar, hermano, todos esos garabatos y esos infundios que has propalado sobre los diablos. ¿Qué dirán mis compañeros cuando se enteren de que el hombre más piadoso de la aldea ha caído en mis manos?”. Y el diablo se rió alegremente, pensando cómo iba a hacer rabiar a todos sus rabudos compañeros en el infierno y cómo se enfurecería el diablo cojo, que estaba considerado un maestro en materia de engaños.
—¡Bueno, Vakula! —chilló el diablo, que seguía sentado en el cuello del herrero, como si temiera que éste se le escapara—. Ya sabes que sin contrato no puedo hacer nada.
—¡Estoy dispuesto! —dijo el herrero—. He oído decir que entre vosotros se firma con sangre. Espera, voy a coger un clavo del bolsillo —y a continuación echó la mano hacia atrás y agarró al diablo por la cola.
—¡Mira qué bromista! —gritó el diablo, riéndose—. ¡Bueno, basta ya de travesuras!
—Espera, hermano —gritó el herrero—. A ver qué te parece esto. —Nada más pronunciar esas palabras, hizo la señal de la cruz y el diablo se volvió tan manso como un cordero—. Espera un poco más —dijo, cogiéndolo por la cola y tirándolo al suelo—. Voy a enseñarte a incitar al pecado a las gentes de bien y a los cristianos honrados —y tras pronunciar esas palabras, sin soltarle la cola, el herrero saltó sobre él y levantó la mano para hacer la señal de la cruz.
—¡Piedad, Vakula! —gimió con voz lastimera el diablo—. Haré todo lo que quieras, pero no me atormentes más: no hagas sobre mí la terrible señal de la cruz.
—¡Ah, ya empiezas a cantar con otra voz, maldito alemán! Ahora ya sé lo que debo hacer. ¡Llévame ahora mismo sobre tus espaldas! ¿Me oyes? ¡Llévame como un pájaro!
—¿Adónde? —preguntó el apesadumbrado diablo.
—A San Petersburgo, directamente al palacio de la zarina. Y el herrero se quedó petrificado de terror, al sentir que se elevaba por los aires.
Oksana pasó largo rato meditando en las extrañas palabras del herrero. Una voz interior le decía que le había tratado con excesiva dureza. ¿Y si se decidía a hacer algo terrible? “¡Quién sabe! Tal vez la tristeza le lleve a enamorarse de otra a la que, por despecho, dará el título de muchacha más bella de la aldea. Pero no, él me ama. ¡Soy tan hermosa! Por nada del mundo renunciará a mí; bromea, finge. Antes de diez minutos volverá para contemplarme. Es verdad que soy muy severa con él. Tendré que dejarme besar como a desgana. ¡Vaya si se alegrará!”. Y la frívola beldad empezó a bromear con sus amigas.
—Esperad —dijo una de ellas—. El herrero ha olvidado sus sacos. ¡Mirad qué grandes son! Le ha ido mejor con los villancicos que a nosotros. Seguro que lleva dentro un cuarto entero de cordero; en cuanto a las salchichas y los trozos de pan, no se deben poder ni contar. ¡Qué abundancia! Hay para hartarse durante todas las fiestas.
—¿Son los sacos del herrero? —preguntó Oksana—. Llevémoslos enseguida a mi jata y examinemos su contenido.
Todas aceptaron la proposición, en medio de grandes risas.
—¡Pero no conseguiremos levantarlos! —gritaron las muchachas, mientras se esforzaban en moverlos.
—Esperad —exclamó Oksana—. Será mejor que vayamos por un trineo y los carguemos en él.
Y las muchachas corrieron en su busca.
A los prisioneros empezaba a aburrirles esa larga estancia en el interior de los sacos, aunque el sacristán había conseguido practicar un agujero considerable con el dedo. Si no hubiera habido gente alrededor, seguramente habría encontrado el modo de liberarse. ¡Pero salir de un saco en presencia de todo el mundo! ¡Exponerse a la burla general!… Esa posibilidad le asustaba tanto que decidió seguir esperando, limitándose a gruñir bajo las botas poco ceremoniosas de Chub. El propio Chub tenía tantos deseos como él de recobrar la libertad, pues sentía que estaba sentado sobre un objeto muy incómodo. Pero en cuanto oyó la proposición de su hija, se tranquilizó y resolvió no salir de allí, considerando que para llegar a su jata era necesario dar al menos un centenar de pasos, tal vez incluso doscientos. Si salía, tendría que arreglarse las ropas, abrocharse el abrigo, ajustarse el cinturón —¡qué trabajo!—; además, se había dejado el gorro en casa de Soloja. No, mejor sería que las muchachas le llevaran en el trineo. Pero todo sucedió de manera muy distinta a como había pensado. Mientras las muchachas corrían en busca de un trineo, el flaco compadre salió de la taberna contrariado y de muy mal humor. La tabernera no había querido fiarle; estuvo esperando un rato por si aparecía algún noble piadoso que le convidara, pero todos los nobles parecían haberse puesto de acuerdo para quedarse en casa y tomar la zutiá en familia, como buenos cristianos. Meditando en la degeneración de las costumbres y en el corazón de piedra de la judía que despachaba el vino, el compadre se topó con los sacos y se detuvo sorprendido.
—¡Mira qué sacos han dejado tirados en medio del camino! —exclamó, mirando a su alrededor— seguro que dentro hay también carne de cerdo. ¡Vaya suerte ha tenido el que ha visto recompensados sus villancicos con tal cantidad de cosas! ¡Qué sacos tan tremendos! Supongamos que están llenos de pan negro y de tortas de trigo… ¡No estaría mal! Tampoco sería mala cosa si contuvieran pan blanco. Por cada uno de ellos la judía me daría medio cuartillo de vodka. Voy a llevármelos enseguida para que nadie los vea —y tras pronunciar esas palabras, quiso echarse sobre los hombros el saco que contenía a Chub y el sacristán, pero se dio cuenta de que era demasiado pesado—. No, no puedo llevarlo yo solo —dijo—, pero precisamente por allí viene el tejedor Shapuvalenko. ¡Hola, Ostap!
—Hola —dijo el tejedor, y se detuvo.
¿Adónde vas?
—A ninguna parte. Adonde me lleven los pies.
—¡Ayúdame, buen hombre, a llevar estos sacos! Algún cantante los ha llenado y luego los ha dejado en medio del camino. Nos repartiremos el contenido a partes iguales.
—¿De los sacos? ¿Y de qué están llenos, de panes o de tortas?
—Creo que hay de todo.
A continuación arrancaron unas tablas de una cerca, pusieron el saco encima y de ese modo lo cargaron sobre los hombros.
—¿Adónde lo llevamos? ¿A la taberna? —preguntó el tejedor por el camino.
Eso había pensado, pero esa maldita judía no nos creerá y empezará a decir que lo hemos robado en alguna parte; además, acabo de salir de allí. No, mejor lo llevaremos a mi casa. Allí no nos molestará nadie: mi mujer ha salido.
—¿Estás seguro? —le preguntó el precavido tejedor.
—Gracias a Dios, todavía no he perdido del todo el juicio —exclamó el compadre—. Sólo el diablo me llevaría donde se encuentre ella. Andará callejeando con las otras mujeres hasta el amanecer.
—¿Quién está ahí? —gritó la esposa del compadre, al escuchar un ruido en el zaguán, en el que acababan de entrar los dos amigos, y a continuación abrió la puerta.
El compadre se quedó estupefacto.
—¡Estamos listos! —exclamó el tejedor, dejando caer los brazos.
La mujer del compadre era un tesoro de esos que abundan en el mundo. Lo mismo que su marido, apenas paraba en casa y pasaba casi todo el día en compañía de sus comadres o de alguna vieja acaudalada, comiendo con gran apetito y prodigando halagos; con su marido sólo discutía por la mañana, porque era el único momento del día en que a veces lo veía. Su casa era dos veces más vieja que los pantalones bombachos del secretario provincial, y al tejado le faltaba paja en algunos puntos. De la cerca sólo subsistían algunos vestigios, pues los aldeanos, cuando salían de sus casas, no cogían nunca una vara para ahuyentar a los perros y esperaban a pasar junto al jardín del compadre para arrancar una tabla de su valla. A veces pasaban tres días seguidos sin que nadie encendiera la estufa. Todo lo que la tierna esposa conseguía de las buenas gentes lo escondía lo más posible de su marido y con frecuencia le arrebataba por la fuerza el dinero que éste llevaba encima, si no había tenido tiempo de bebérselo en la taberna. A pesar de su habitual indolencia, al compadre no le gustaba ceder; por eso solía salir de casa con los dos ojos morados, mientras su media naranja, gimoteando, iba corriendo a contarle a las viejas las atrocidades de su marido y los golpes que le había propinado.
Imagínese el lector la perplejidad del tejedor y su compadre ante esa aparición inesperada. Tras dejar el saco en el suelo, se pusieron delante de él y trataron de ocultarlo con los faldones; pero era demasiado tarde: aunque la mujer del compadre no veía bien con sus fatigados ojos, había reparado en el saco.
—¡Ésta si que es buena! —dijo con la alegría de un halcón cuando descubre una presa—. ¡Me llena de satisfacción que hayáis reunido tantas cosas cantando villancicos! Así es como hacen las gentes de bien; pero no: me parece que vosotros lo habéis robado en alguna parte. ¡Enseñadme ahora mismo ese saco! ¿Me habéis oído? ¡Enseñádmelo ahora mismo!
—Será un diablo calvo el que te lo enseñe, pero lo que es nosotros… —dijo el compadre con resolución.
—¿Por qué te metes en esto? —exclamó el tejedor—. Los villancicos los hemos cantado nosotros, no tú.
—¡Ya lo creo que me lo enseñarás, maldito borracho! —gritó la mujer, propinando un puñetazo en el mentón del gran compadre y acercándose al saco.
Pero el tejedor y el compadre defendieron con valor su botín y la obligaron a retroceder. Apenas habían tenido tiempo de reponerse, cuando la mujer apareció de nuevo en el zaguán, esta vez con un atizador en la mano. Tras descargar un golpe en el brazo de su marido y otro en la espalda del tejedor, se acercó de nuevo al saco.
—¿Por qué la hemos dejado llegar hasta aquí? —dijo el tejedor, recobrándose.
—¿Cómo que por qué la hemos dejado? Dirás mejor por qué la has dejado —exclamó impertérrito el compadre.
—¡Por lo que veo tenéis un atizador de hierro! —dijo el tejedor después de unos instantes de silencio, rascándose la espalda—. El año pasado mi mujer compró un atizador en la feria; pagó por él veinticinco kopeks, pero no hace tanto daño…
Entretanto la esposa triunfadora, tras depositar un candil en el suelo, desataba el saco y miraba en su interior. Pero sus cansados ojos, que tan pronto le habían descubierto el saco, en esta ocasión la engañaron.
—¡Vaya, pero si hay un cerdo entero! —gritó, dando palmadas de alegría.
—Un cerdo, ¿has oído? ¡Un cerdo entero! —dijo el tejedor, empujando al compadre—. ¡Y tú tienes la culpa de todo!
—¿Qué quieres que haga? —exclamó el compadre, encogiéndose de hombros.
—¿Y me lo preguntas? ¿A qué estamos esperando? ¡Cojamos el saco! ¡Vamos!
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ese cerdo es nuestro! —gritaba el tejedor avanzando hacia la mujer.
—¡Vete, vete, vieja del diablo! ¡Ese animal no es tuyo! —dijo el compadre acercándose.
La mujer se disponía a blandir de nuevo el atizador, pero en ese momento Chub salió del saco y se plantó en medio del zaguán, estirándose como si acabara de despertarse de un largo sueño.
La esposa del compadre lanzó un grito y descargó un puñetazo sobre el suelo; todos quedaron con la boca abierta.
—¡Y esta tonta decía que era un cerdo! ¡No es un cerdo! —exclamó el compadre, con los ojos casi fuera de sus órbitas.
—¡Un hombre como éste dentro de un saco! —dijo el tejedor, retrocediendo asustado—. ¡Puedes decir lo que quieras, puedes reventar ahí mismo, pero estoy convencido de que en esto ha tenido que intervenir alguna fuerza maléfica! ¡Si ni siquiera cabe por la ventana!
—¡Es el compadre! —gritó el otro compadre, después de una atenta mirada.
—¿Y quién creías que era? —dijo Chub sonriendo—. Os he gastado una buena broma, ¿eh? ¡Y vosotros ya queríais comerme como si fuera un cerdo! Esperad, voy a daros una buena noticia: en el saco hay alguna cosa más; si no es un cerdo debe ser un lechón o algún otro animal. No paraba de moverse debajo de mí.
El tejedor y el compadre se precipitaron sobre el saco, mientras la dueña de la casa lo agarraba por el lado contrario; sin duda la disputa se hubiera recrudecido si el sacristán, viendo que ya no podía seguir ocultándose, no hubiera salido de su escondite.
La mujer del compadre, petrificada, soltó el pie del sacristán, del que había empezado a tirar para ayudarle a salir.
—¡Otro más! —gritó aterrado el tejedor—. ¡Qué cosas pasan en este mundo! La cabeza me da vueltas… ¡En los sacos no hay salchichas ni panes, sino personas!
—¡Es el sacristán! —exclamó Chub, más sorprendido que ninguno—. ¡Caramba! ¡Vaya con Soloja! Meterlo en un saco… Ahora comprendo por qué tenía toda la casa llena de sacos: en cada uno de ellos había dos hombres. Y yo que pensaba que era el único… ¡Vaya con Soloja!
Las muchachas quedaron algo extrañadas ante la falta de un saco.
—¡Qué le vamos a hacer! ¡Contentémonos con éste! —balbució Oksana.
Cogieron el saco entre todas y lo subieron al trineo.
El alcalde había decidido callarse, considerando que si gritaba para que abrieran el saco y lo dejaran salir, esas estúpidas muchachas echarían a correr pensando que era el diablo, y él se quedaría allí dentro, probablemente hasta el día siguiente.
Mientras tanto las mozas se cogieron de la mano y partieron en tromba, arrastrando el trineo sobre la crujiente nieve. Muchas de ellas, jugando, se subieron al trineo, mientras otras se encaramaron sobre el alcalde, que había decidido soportarlo todo. Finalmente llegaron, abrieron de par en par la puerta del zaguán y la de la jata y entre risas arrastraron el saco al interior de la vivienda.
—Veamos lo que hay dentro —gritaron todas, tratando de deshacer el nudo.
En ese momento, el hipo que había atormentado al alcalde durante su larga permanencia en el saco se incrementó de tal modo que empezó a hipar y a toser con todas sus fuerzas.
—¡Ah, hay alguien dentro! —gritaron todas y, asustadas, se precipitaron fuera de la casa.
—¿Qué diablos pasa? ¿Por qué corréis como si estuvieseis locas? —preguntó Chub, que en ese preciso instante entraba en la jata.
—¡Ay, padre! —exclamó Oksana—. ¡Hay alguien dentro del saco!
—¿En el saco? ¿Dónde lo habéis encontrado?
—El herrero lo abandonó en medio del camino —dijeron todas al unísono.
“Vaya, ¿no lo decía yo?”, pensó Chub.
—¿De qué os habéis asustado? Veamos. Venga, buen hombre —perdóname si ignoro tu nombre y tu patronímico—, ¡sal del saco!
Apareció el alcalde.
—¡Ay! —gritaron las muchachas.
—También el alcalde —se dijo Chub, estupefacto, mirándolo de los pies a la cabeza—. ¡Hay que ver!… ¡Vaya! —fue lo único que acertó a decir.
El alcalde estaba no menos sorprendido y no sabía cómo empezar.
—Debe hacer frío en la calle —exclamó, dirigiéndose a Chub.
—Está helando —respondió Chub—. Permíteme que te haga una pregunta: ¿con qué engrasas tus botas, con sebo o con brea?
No era eso lo que quería decir; en realidad, le hubiera gustado preguntar: “¿Qué hacías metido en ese saco, alcalde?”, y él mismo no entendía por qué había dicho otra cosa.
—¡Con brea, es mejor! —respondió el alcalde—. Bueno, ¡adiós, Chub! —y, calándose el gorro, salió de la jata.
—¿Por qué le habré hecho esa pregunta? —exclamó Chub, mirando la puerta por la que acababa de salir el alcalde—. ¡Ah, Soloja! ¡Encerrar a un hombre como ése en un saco!… ¡Hay que ver! ¡Esa mujer es un diablo! Y yo soy tonto… Pero ¿dónde está ese maldito saco?
—Lo he puesto en un rincón. Ya no tiene nada —exclamó Oksana.
—¡Pues sí! ¡Ya conozco yo esta historia! ¡Tráelo aquí! Seguro que hay alguno más. ¡Sacúdelo bien!… ¿Qué? ¿No hay nada?… ¡Maldita mujer! Cuando la miras parece una santa, con ese aire de no haber roto un plato en su vida.
Pero dejemos que Chub dé libre curso a su enfado y volvamos a nuestro herrero, pues seguramente ya son más de las ocho.
En un principio Vakula se asustó cuando se sintió transportado a una altura tan grande que nada veía de cuanto había a sus pies; semejante a una mosca, pasó tan cerca de la luna que tuvo que inclinarse levemente para que su gorra no quedara prendida. No obstante, al cabo de un rato tomó ánimos y empezó a gastarle bromas al diablo. Le divertía mucho oírle estornudar y toser cuando se quitaba del cuello una pequeña cruz de madera de ciprés y se la ponía cerca de la cara. Levantaba a propósito la mano para rascarse la cabeza y el diablo, pensando que se disponía a santiguarse, aceleraba la marcha. En las alturas reinaba una gran claridad. El aire, envuelto en una ligera neblina plateada, era transparente. Y cuántas cosas se veían: un hechicero que, sentado en una olla, pasó junto a ellos como un torbellino; estrellas que se reunían para jugar a la gallinita ciega; un enjambre entero de espíritus que se arremolinaba a un lado como nubes; un diablo que bailaba a la luz de la luna y que se quitó el sombrero cuando el herrero, galopando sobre su montura, pasó a su lado; una escoba que regresaba sola, tras haber llevado a una bruja a su cita… Muchas porquerías más vieron por el camino. Todas las criaturas con las que se cruzó el herrero se detenían un instante para mirarlo y luego continuaban su camino y retomaban sus actividades. El herrero seguía volando; de pronto resplandeció ante él la ciudad de San Petersburgo, toda desbordante de luces. (Había entonces, con motivo de alguna celebración, una gran iluminación). El diablo, una vez atravesada la barrera, se transformó en un caballo y el herrero se vio en medio de una calle cabalgando sobre un brioso corcel.
¡Dios mío! ¡Qué ruido, qué estrépito, qué resplandor! A ambos lados de la calle se elevaban casas de cuatro pisos; el ruido de las herraduras y de las ruedas retumbaba por todas partes; las casas crecían y parecían surgir del suelo a cada paso; los puentes temblaban; los carruajes volaban; los cocheros y los postillones gritaban; la nieve silbaba bajo miles de trineos que volaban en todas direcciones; los transeúntes se agolpaban y se apretaban junto a las casas guarnecidas de faroles, y sus inmensas sombras, deslizándose sobre los muros, alcanzaban con sus cabezas las chimeneas y los tejados. El herrero miraba con asombro a uno y otro lado. Le parecía que todas las casas dirigían sobre él sus innumerables ojos de fuego y le miraban. Había tantos señores vestidos con pellizas forradas de tela que no sabía ante quién descubrirse. “¡Dios mío, cuánta nobleza hay aquí!”, pensó el herrero. “Seguramente todos los peatones que llevan pelliza deben ser como mínimo asesores, y los que viajan en esas maravillosas calesas con cristales deben de ser, si no gobernadores, al menos comisarios y hasta puede que algo más”. El diablo interrumpió el curso de sus reflexiones con una pregunta: “¿Debo ir directamente al palacio de la zarina?”. “No, me da miedo”, pensó el herrero. “Sé que en alguna parte deben andar los zaporogos que pasaron por Dikanka este otoño. Venían de la Siech con papeles para la zarina; será mejor que les pida consejo”.
—¡Eh, Satanás, métete en mi bolsillo y llévame a ver a los zaporogos!
En un instante el diablo se encogió y se hizo tan pequeño que entró sin ninguna dificultad en el bolsillo del herrero. Apenas había tenido tiempo Vakula de volverse, cuando se encontró ante una gran casa y, sin saber bien cómo, empezó a subir por la escalera; abrió la puerta y retrocedió unos pasos, deslumbrado por el rico mobiliario de la habitación, pero recobró el ánimo en cuanto reconoció a los zaporogos que habían pasado por Dikanka; estaban sentados a la turca, con sus botas engrasadas de brea, sobre divanes forrados de seda y fumaban un tabaco especialmente fuerte que recibe el nombre de “raíz”.
—¡Salud, señores, y que Dios os guarde! ¡Mirad dónde nos hemos encontrado! —dijo el herrero, acercándose y haciendo una profunda reverencia.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó el cosaco que estaba sentado frente al herrero, dirigiéndose a otro que se encontraba más lejos.
—¿No os acordáis de mí? —preguntó el herrero— ¡soy yo, Vakula, el herrero! Cuando pasasteis este otoño por Dikanka —que Dios os conceda salud y larga vida—, os quedasteis dos días enteros. Incluso puse una goma nueva a la rueda delantera de vuestro carruaje.
—¡Ah! —exclamó el mismo zaporogo—. ¡Es el herrero que pinta tan bien! ¡Salud, paisano! ¿Qué te ha traído por aquí?
Nada de particular. Tenía ganas de ver mundo; se cuenta…
—Y qué, paisano —exclamó el zaporogo, haciéndose el importante y deseando demostrar que sabía hablar ruso—, y qué, ¿te parece grande la ciudad?
El herrero no quería hacer el ridículo ni que le tomaran por un novato; además, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, sabía hablar con distinción.
—¡Es una capital magnífica! —respondió con tono indiferente—. No se puede decir otra cosa: las casas son inmensas y tienen cuadros extraordinarios en las paredes. Muchas viviendas están profusamente adornadas con letras de oro. Hay que reconocerlo: la proporción es maravillosa.
Los zaporogos, cuando oyeron al herrero expresarse con tanta soltura, se formaron de él una opinión muy favorable.
—Ya seguiremos hablando contigo más tarde, paisano; ahora tenemos que ir a ver a la zarina.
—¿A la zarina? ¡Señores, tened la bondad de llevarme con vosotros!
—¿A ti? —exclamó el zaporogo con el tono que emplea un ayo cuando se dirige a un niño de cuatro años que le ha pedido permiso para montar un caballo grande, de verdad—. ¿Y qué ibas a hacer allí? No, no es posible —y al pronunciar esas últimas palabras, su rostro adquirió una expresión de importancia—. Vamos a hablar con la zarina de nuestros asuntos, hermano.
—¡Llevadme! —insistió el herrero—. ¡Pídeselo tú! —le susurró al diablo, dando un puñetazo en el bolsillo.
Apenas había pronunciado esas palabras, cuando otro zaporogo exclamó:
—¿Por qué no lo llevamos, hermano?
—Bueno, lo llevaremos —dijeron los demás.
—Vístete como nosotros.
Mientras el herrero se ponía con premura una túnica verde, la puerta se abrió y un hombre vestido con un traje guarnecido de oro anunció que ya era hora de partir.
Una vez más el herrero se quedó maravillado cuando se sintió transportado por un inmenso carruaje, que se balanceaba sobre sus resortes, mientras a ambos lados pasaban casas de cuatro plantas y el empedrado, tronando, parecía rodar bajo los cascos de los caballos.
“¡Dios mío, qué cantidad de luz!”, pensaba el herrero. “En nuestra aldea ni siquiera de día hay tanta claridad”.
El carruaje se detuvo ante el palacio. Los zaporogos salieron, se internaron en el magnífico vestíbulo y empezaron a subir por una escalera brillantemente iluminada.
—¡Qué escalera! —murmuraba el herrero—. ¡Hasta da pena pisarla! ¡Y qué ornamentos! ¡Para que luego digan que los cuentos están llenos de mentiras! ¡Nada de mentiras! ¡Dios mío, qué balaustrada! ¡Qué trabajo tan extraordinario! ¡En su fabricación sólo han empleado hierro, y por un valor de al menos cincuenta rublos!
Una vez arriba, los zaporogos atravesaron una primera sala. El herrero los seguía con aire apocado, temiendo a cada paso resbalar en el parqué. Atravesaron tres salas y el herrero no dejaba de asombrarse. Cuando entraron en una cuarta, se acercó maquinalmente a un cuadro colgado de la pared, con la Virgen y el Niño en brazos. “¡Vaya cuadro! ¡Es una pintura maravillosa!”, pensó. “¡Se diría que habla! ¡Parece viva! ¡Y el Niño Jesús! ¡Cómo cierra las manitas! ¡Cómo sonríe, el pobrecito! ¡Y qué colores! ¡Dios mío, qué colores! Creo que no hay ni un kopek de ocre, todo es cardenillo y bermellón. ¡Y el azul parece que arde! ¡Un trabajo extraordinario! Probablemente el fondo ha sido preparado con albayalde. Pero por muy asombrosas que sean las pinturas, este picaporte de cobre —continuó, acercándose a la puerta y palpando la cerradura— merece aún mayor admiración. ¡Qué trabajo tan perfecto! Seguro que lo han fabricado herreros alemanes, y por no poco dinero”.
Probablemente el herrero hubiera continuado largo rato con sus reflexiones si un lacayo con galones no le hubiera empujado por el codo para recordarle que no debía quedarse rezagado de los demás. Los zaporogos atravesaron otras dos salas y se detuvieron. Allí se les ordenó esperar. La sala estaba repleta de generales con uniformes bordados de oro. Los zaporogos saludaron a un lado y a otro y quedaron agrupados en un rincón de la estancia.
Al cabo de un minuto, acompañado de su séquito, entró un hombre de una estatura majestuosa, bastante robusto, vestido con uniforme de hetman y calzado con botas amarillas. Llevaba los cabellos despeinados, bizqueaba un poco y su rostro expresaba una suerte de altiva majestuosidad; en cada uno de sus movimientos se advertía que estaba habituado a mandar. Todos los generales, que se paseaban con aire altanero en sus uniformes guarnecidos de oro, se apresuraron a saludarlo con profundas reverencias, tratando de captar cada una de sus palabras y hasta sus menores gestos para ejecutar al momento su voluntad. Pero el hetman, sin prestarles la menor atención, saludándolos apenas con una inclinación de cabeza, avanzó hacia los zaporogos.
Éstos se inclinaron casi hasta el suelo.
—¿Estáis todos aquí? —preguntó arrastrando las palabras y con una voz ligeramente nasal.
—¡Estamos todos, padrecito! —respondieron los zaporogos, volviendo a saludar.
—No olvidéis hablar como os he enseñado.
—¿Es el zar? —preguntó el herrero a uno de los zaporogos.
—¡Qué va a ser el zar! Es Potiomkin [es decir, Grigori Aleksándrovich Potiomkin (Potemkin), primer ministro y favorito de Catalina la Grande] —le contestó éste.
En la habitación contigua se oyeron voces, y el herrero ya no supo adónde dirigir la mirada, pues en ese momento entraron en la sala una multitud de damas, ataviadas con vestidos de terciopelo y largas colas, y cientos de cortesanos con caftanes bordados de oro y cabellos recogidos en la nuca. Lo único que veía era una especie de resplandor, nada más. De pronto, los zaporogos se arrojaron al suelo y gritaron al unísono:
—¡Piedad, madrecita! ¡Piedad!
El herrero, que no veía nada, se tendió también en el suelo con la mayor diligencia.
—¡Levantaos! —dijo por encima de ellos una voz imperiosa y al mismo tiempo agradable.
Algunos de los cortesanos se agitaron y empezaron a empujar a los zaporogos para que se pusieran en pie.
—¡No nos levantaremos, madrecita! ¡No nos levantaremos! ¡Antes moriremos que levantarnos! —gritaron los zaporogos.
—Su alteza imperial es demasiado benévola. Este caso requeriría al menos un La Fontaine —respondió el hombre de los botones de nácar, al tiempo que hacía una reverencia.
—Os diré con toda sinceridad que estoy entusiasmada con vuestro Brigadier. ¡Recitáis de una manera admirable! No obstante —continuó la soberana, dirigiéndose de nuevo a los zaporogos—, he oído decir que en la Siech los hombres no se casan nunca.
—¡Ya lo creo que sí, madrecita! Un hombre, como bien sabe usted, no puede vivir sin una mujer —respondió el mismo zaporogo que había conversado con el herrero; y éste se sorprendió de que el zaporogo, buen conocedor del lenguaje de las gentes educadas, hablara con la zarina, como a propósito, en el tosco dialecto de los campesinos. “Son gentes astutas”, se dijo. Seguramente por algo lo hace.
—No somos monjes —continuó el zaporogo—, sino simples pecadores. Nos gustan los dulces, como a todos los buenos cristianos. Muchos de los nuestros tienen mujeres, pero no viven con ellas en la Siech. Algunos tienen sus mujeres en Polonia, otros en Ucrania e incluso en Turquía.
En ese momento trajeron los botines para el herrero.
—¡Dios mío, qué adornos! —gritó éste con alegría al cogerlos—. Si su alteza lleva unos botines así y los usa para patinar sobre el hielo, ¿cómo serán los pies? Me figuro que estarán hechos de pura azúcar.
La soberana, que tenía en verdad unos pies finos y encantadores, no pudo dejar de sonreír al escuchar ese cumplido de labios de un sencillo herrero que, con sus ropas de zaporogo, podía pasar por un hombre atractivo, a pesar de su atezado rostro.
Al herrero, que estaba muy satisfecho de la buena acogida recibida, le hubiera gustado seguir preguntando a la zarina sobre todo género de cosas: si era verdad que los zares sólo comían miel y tocino, y otras cuestiones por el estilo; pero al sentir que los zaporogos le daban con el codo, decidió guardar silencio. Y cuando la soberana, dirigiéndose a los más viejos, comenzó a preguntar cómo se vivía en la Siech y cuáles eran sus costumbres, retrocedió unos pasos, se inclinó hacia el bolsillo y dijo en voz baja: “¡Sácame de aquí ahora mismo!”.
Nada más pronunciar esas palabras, se encontró del otro lado de la barrera de la ciudad.
—¡Se ha ahogado! ¡Os juro que se ha ahogado! ¡Que no pueda moverme de este lugar si no se ha ahogado! —balbuceaba en plena calle la gruesa esposa del tejedor, rodeada de un grupo de aldeanas.
—¿Acaso soy una mentirosa? ¿Acaso he robado una vaca a alguien? ¿Acaso he lanzado algún maleficio sobre los que no me creían? —gritaba y agitaba los brazos una mujer de nariz violácea, vestida con un caftán de cosaco—. ¡Que no vuelva a tener nunca ganas de beber agua, si la vieja Pereperchija no ha visto con sus propios ojos cómo se ahorcaba el herrero!
—¿Que se ha ahorcado el herrero? Pero ¿qué dices? —exclamó el alcalde, que salía de casa de Chub, deteniéndose y aproximándose al grupo.
—¡Más valdría que no tuvieras ganas de beber vodka, vieja borracha! —respondió la mujer del tejedor—. ¡Hay que estar tan loco como tú para ahorcarse! ¡Se ha ahogado! ¡Se ha ahogado en el río, en un agujero del hielo! Eso es tan cierto como que tú acabas de salir de la taberna.
—¡Desvergonzada! ¡Mira de lo que me acusa! —replicó furiosa la mujer de la nariz violácea—. ¡Mejor seria que te callaras, grosera! ¡Como si no supiera que el sacristán te visita todas las tardes!
La mujer del tejedor se ruborizó.
—¿Qué sacristán? ¿A quién visita el sacristán? ¿Qué mentiras estás diciendo?
—¿El sacristán? —preguntó la mujer de éste, vestida con un abrigo de piel de liebre forrado de mahón, acercándose a las mujeres que discutían—. ¡Os voy a dar yo sacristán! ¿Quién ha dicho eso?
—Es a su casa adonde va —exclamó la mujer de la nariz violácea, señalando a la mujer del tejedor.
—Así que eres tú, perra —dijo la mujer del sacristán, aproximándose a la mujer del tejedor—. Así que eres tú, bruja, la que le nublas el juicio y le haces beber brebajes impuros para que vaya a verte.
—¡Déjame tranquila, diablesa! —dijo la mujer del tejedor, retrocediendo unos pasos.
—¡Mirad a esta maldita bruja! ¡Que no vuelvas a ver a tus hijos, desvergonzada! ¡Puf! —y la mujer del sacristán le escupió directamente a los ojos.
La mujer del tejedor quiso hacer lo mismo, pero falló el blanco y en su lugar alcanzó la barba del alcalde, que se había aproximado a las protagonistas de la disputa para que no se le escapara palabra.
—¡Ah, maldita mujer! —gritó el alcalde, secándose el rostro con el faldón de su abrigo y levantando la fusta. Ese movimiento hizo que los presentes se dispersaran en todas direcciones, profiriendo juramentos—. ¡Qué asco! —repetía el alcalde, sin dejar de secarse—. ¡Así que el herrero se ha ahogado! ¡Dios mío! ¡Qué gran pintor era! ¡Qué cuchillos tan fuertes, qué hoces y qué rejas de arado sabía forjar! ¡Qué fuerza tenía! Sí —continuó, con aire meditabundo—, no hay muchos como él en la aldea. Ya me di cuenta, cuando me hallaba en el interior de ese maldito saco, de que el pobre estaba de muy mal humor. ¡Vaya con el herrero! ¡Antes era y ya no es! ¡Y yo que tenía intención de herrar mi yegua torda!
Y el alcalde, penetrado de tan cristianos pensamientos, se dirigió en silencio a su jata.
Oksana se turbó cuando oyó la noticia. No obstante, apenas concedía crédito a los ojos de Pereperchija ni a los rumores de las mujeres: sabía que el herrero era demasiado piadoso como para decidirse a perder su alma. Pero ¿y si se hubiera marchado con intención de no regresar nunca a la aldea? En ningún otro lugar encontraría un joven tan apuesto como el herrero. ¡Cómo la quería! ¡Había soportado sus caprichos durante más tiempo que los otros! La bella no pudo conciliar el sueño y pasó toda la noche dando vueltas en la cama. Unas veces, descubriendo su fascinante desnudez, que las tinieblas de la noche ocultaban de su propia mirada, se maldecía casi en voz alta; otras, se apaciguaba y trataba de olvidarse de todo, pero los pensamientos no la abandonaban. Todo su cuerpo ardía, y al amanecer estaba perdidamente enamorada del herrero.
Chub no manifestó alegría ni pesar al conocer la suerte de Vakula. Sus pensamientos sólo se ocupaban de una cosa: no podía olvidar la perfidia de Soloja y aun durmiendo seguía injuriándola.
Llegó la mañana. Desde antes del amanecer la iglesia estaba llena de gente. Las mujeres mayores, ataviadas con capuchas blancas, se santiguaban piadosamente al entrar. Delante de ellas estaban las damas nobles, vestidas con blusas verdes y amarillas, e incluso con capas azules adornadas por detrás con lengüetas doradas. Las muchachas, llevando todo un muestrario de cintas en los cabellos y el cuello lleno de collares, cruces y ducados, trataban de aproximarse al iconostasio. Pero las primeras filas estaban ocupadas por nobles y simples campesinos con bigotes, tupés, gruesos cuellos y mentones recién afeitados, la mayoría de ellos vestidos con una capa bajo la que se entreveía una casaca blanca y a veces azul. Todos los rostros lucían esa expresión de los días de fiesta. El alcalde se relamía pensando en la salchicha de la cena; las muchachas se veían ya patinando sobre el hielo con los mozos; las viejas, con más afán que nunca, bisbiseaban sus oraciones. Por toda la iglesia se oía el ruido que hacía el cosaco Sverbiguz al prosternarse. Sólo Oksana parecía conturbada: tan pronto rezaba como dejaba de rezar. En su corazón se acumulaban tantos sentimientos encontrados, a cuál más triste y enojoso, que su rostro sólo expresaba una profunda turbación; las lágrimas temblaban en sus ojos. Las muchachas no podían comprender la razón de esa pena y estaban lejos de sospechar que la causa era el herrero. No obstante, Oksana no era la única que pensaba en él. Todos tenían la sensación de que la fiesta no se desarrollaba como era debido, de que faltaba algo. Para colmo, el sacristán, después de la travesía en el saco, se había quedado ronco y sus palabras apenas se oían; en verdad, el sochantre recién llegado tenía una admirable voz de bajo, pero todo hubiera resultado mucho mejor con el concurso del herrero que, al llegar el momento de entonar el Padrenuestro o Aquél al que los querubines, se adelantaba en el coro y cantaba de la misma manera que en Poltava. Además, era el único que desempeñaba bien el cargo de mayordomo de la parroquia.
Se terminaron los maitines; más tarde se celebró la misa mayor… ¿Dónde se había metido el herrero?
Durante el resto de la noche el diablo llevó de vuelta al herrero, volando aún más deprisa que a la ida. En un instante Vakula se encontró delante de su jata. En ese momento cantó el gallo. “¿Adónde vas?”, gritó el herrero, cogiendo de la cola al diablo, que quería marcharse. “Espera, amigo, que aún no he terminado contigo. Todavía no te he dado las gracias”. Y así diciendo, cogió un palo y le dio tres golpes; el pobre diablo echó a correr como un campesino al que el alguacil acaba de azotar. Así, en lugar de embaucar, seducir y engañar a los otros, el enemigo del género humano quedó él mismo burlado. A continuación, Vakula entró en el zaguán, se tumbó sobre un montón de paja y durmió hasta la hora de la comida. Cuando se despertó, se asustó al ver que el sol estaba ya tan alto. “¡Me he perdido los maitines y la misa mayor!”. Y el piadoso herrero cayó en la desesperación al pensar que Dios, queriendo castigar su pecaminosa intención de perder el alma, le había enviado ese sueño que le había impedido asistir a la iglesia en una fiesta tan solemne. Pero pronto se tranquilizó con la promesa de ir a confesarse la semana siguiente y de hacer cada día, durante todo el año, cincuenta genuflexiones. Echó un vistazo a la jata, pero no vio a nadie en su interior. Al parecer, Soloja aún no había regresado. Con mucho tiento sacó los botines de la casaca, y volvió a admirarse de su rico trabajo y de las prodigiosas aventuras de la noche pasada; se lavó, se vistió de la mejor manera que pudo con el traje que había recibido de los zaporogos, sacó del cofre un gorro nuevo de astracán con tapa de color azul que no había usado ni una vez desde el día que lo compró en Poltava, cogió también un cinturón nuevo de varios colores, puso todas esas cosas, junto con un látigo, en su pañuelo y se dirigió directamente a casa de Chub.
Cuando vio entrar al herrero, Chub sintió que los ojos se le salían de sus órbitas. No sabía qué le maravillaba más: que el herrero hubiera resucitado, que se atreviera a ir a su jata o que estuviera tan elegante con sus ropas de zaporogo. Pero más se sorprendió aún cuando Vakula, tras desanudar el pañuelo, colocó ante él un gorro nuevo y un cinturón como no se había visto nunca en la aldea, se arrojó a sus pies y exclamó con voz suplicante:
—¡Perdóname, padre! ¡No te enfades! Toma este látigo y golpéame tan fuerte como quieras. Me pongo en tus manos y me arrepiento de todo lo que he hecho. ¡Golpéame, pero no te enfades! Hubo un tiempo en que mi padre y tú erais como dos hermanos: juntos comíais y juntos bebíais.
No sin secreta satisfacción, Chub vio cómo el herrero, al que nadie en la aldea levantaba la voz, que doblaba en la mano monedas de cinco kopeks y herraduras como si fueran buñuelos, se postraba a sus pies. Para que su dignidad no se viera disminuida, Chub cogió el látigo y le golpeó tres veces en la espalda.
—Bueno, ya es suficiente. ¡Levántate! ¡Hay que obedecer siempre a los viejos! ¡Olvidemos las diferencias que ha habido entre nosotros! Y ahora dime qué quieres.
—¡Concédeme la mano de Oksana, padre!
Chub reflexionó unos momentos, miró el gorro y el cinturón: el gorro era magnífico y el cinturón no tenía nada que envidiarle. Se acordó entonces de la pérfida Soloja y exclamó con resolución:
—¡Está bien! ¡Envía a tus testigos!
—¡Ay! —gritó Oksana al franquear el umbral y ver al herrero, y se quedó mirándolo con estupor y alegría.
—¡Mira que botines te he traído! —exclamó Vakula—. Son los mismos que lleva la zarina.
—¡No, no! ¡No los necesito! —dijo ella, rechazándolos con un gesto de la mano, sin apartar los ojos de él—. Incluso sin botines yo… —pero en ese momento se ruborizó y no pudo decir más.
El herrero se aproximó a ella y le cogió la mano; la bella bajó los ojos. Nunca antes había estado tan hermosa. El herrero, embelesado, la besó dulcemente y el rostro de la joven se arreboló aún más, pareciendo todavía más bello.
Cuando el arzobispo, de feliz memoria, pasó por Dikanka, alabó el lugar en el que se alzaba la aldea, y al atravesar una calle, se detuvo ante una jata nueva.
—¿De quién es esta jata decorada con tantas pinturas? —preguntó su eminencia a una hermosa mujer que se mantenía cerca de la puerta con un niño en brazos.
—¡Del herrero Vakula! —le dijo Oksana, pues no de otra se trataba, al tiempo que hacía una reverencia.
—¡Maravilloso! ¡Un trabajo maravilloso! —exclamó su eminencia, examinando puertas y ventanas. Los marcos de las ventanas estaban pintados de color rojo; en las puertas, por todas partes, se veían cosacos a caballo, con la pipa entre los dientes.
Pero aún fueron mayores sus elogios a Vakula cuando supo que había cumplido su penitencia pintando gratis, de color verde y flores rojas, toda la pared izquierda del coro. No obstante, eso no era todo: a un lado de la entrada, Vakula había dibujado al diablo en el infierno, dándole un aspecto tan repugnante que todos escupían cuando pasaban a su lado; y las mujeres, cuando el niño que tenían en brazos se ponía a llorar, lo acercaban al cuadro y le decían: “¡Mira lo que hay aquí pintado!”. Y el niño, conteniendo las lágrimas, miraba de reojo el cuadro y se apretaba contra el pecho de su madre.
Notas
1. En nuestra tierra, la víspera de Navidad, se entonan bajo las ventanas unas canciones llamadas holiadhí. A los que cantan holiadki, el amo, el ama o la persona
que se encuentre en la casa les echa en el saco salchichas, pan o un céntimo de cobre,
según sus medios. Se cuenta que hace mucho tiempo existió un ídolo llamado Koliad,
al que tomaban por un dios, y que de allí proceden los holiadhí. ¿Quién sabe? No nos
toca a nosotros, gente sencilla, opinar sobre este asunto. El año pasado el padre Ósip
prohibió cantar holiadki en las granjas, diciendo que con ellos las gentes complacían
a Satanás. Pero a decir verdad, en los holiadki no se menciona siquiera a Koliad. Por
lo general, las canciones versan sobre el nacimiento de Cristo y al terminar desean
prosperidad al amo, al ama, a los hijos y a toda la familia. (Nota del apicultor).
2. Entre nosotros se llama alemán a cualquier extranjero, ya sea francés, germano o
sueco.
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