Nikolái Gógol
(Sorochintsy, Ucrania, 1809 - Moscú, 1852)
Terrible venganza (1832)
(“Страшная месть”)
Вечера на хуторе близ Диканьки [Las veladas de Dikanka]
Часть вторая [Segunda parte]
(San Petersburgo, 1832)
I
Todo un extremo de Kiev está lleno de clamores y ruidos: el esaúl [el capitán de las tropas cosacas]. Gorobets celebra la boda de su hijo. La casa del esaúl rebosa de invitados. En los viejos tiempos la gente gustaba de comer bien, de beber en abundancia y sobre todo de divertirse. El zaporogo Mikitka, montado en su caballo bayo, venía de una juerga desenfrenada en el campo de Pereshliai, donde durante siete días y siete noches había emborrachado con vino tinto a los hidalgos polacos al servicio del rey. También estaba Danilo Burulbash, hermano adoptivo del esaúl, que había viajado con su joven esposa Katerina y su hijo de un año desde la otra orilla del Dniéper donde, encajonada entre dos montañas, se encontraba su hacienda. Los invitados quedaron maravillados ante el blanco rostro de la señora Katerina, sus cejas negras como terciopelo alemán, su falda y sus enaguas de seda de color azul y sus botas guarnecidas de plata; pero su sorpresa fue aún mayor cuando vieron que su viejo padre no la acompañaba. Éste sólo llevaba un año viviendo en Zaporozhie y durante veintiuno no había dado señales de vida, habiendo vuelto al lado de su hija sólo cuando ésta ya se había casado y había tenido un hijo. Seguramente podría contar muchas cosas maravillosas. ¿Cómo puede ser de otro modo cuando se ha vivido tanto tiempo en tierra extranjera? Allí todo es distinto: las gentes no son las mismas, no hay iglesias cristianas… Pero no había venido.
Ofrecieron a los invitados aguardiente con ciruelas y pasas y una hogaza de pan en un enorme plato. Los músicos atacaron la corteza, en la que se habían cocido monedas, y durante un tiempo se apaciguaron, dejando a un lado los timbales, los violines y las panderetas. Entre tanto, las muchachas y las mozas se secaban la boca con sus pañuelos bordados y salían de nuevo de sus filas; los mozos, poniendo los puños en las caderas y mirando con orgullo a su alrededor, se disponían a ir a su encuentro, cuando el viejo esaúl salió de la casa con dos iconos para bendecir a los recién casados. Esos iconos los había recibido de un venerable ermitaño, el eremita Varfoloméi. No mostraban ricos ornamentos ni brillaba en ellos el oro y la plata, pero ninguna fuerza impura se atrevía a tocar a quien los tuviera en su casa. Tras levantar los iconos, el esaúl se disponía a pronunciar una breve oración, cuando de pronto los niños que jugaban por el suelo gritaron asustados; poco después la gente retrocedió, señalando empavorecida con el dedo a un cosaco que se había mezclado entre la multitud. Nadie sabía de quién se trataba. El hombre había ejecutado con soltura una danza cosaca y había hecho reír a las personas que le rodeaban. Cuando el esaúl levantó los iconos, el rostro del desconocido se transformó bruscamente: la nariz creció y se curvó, los ojos se volvieron febriles y pasaron del marrón al verde, los labios se volvieron azules, el mentón se agudizó como una lanza y empezó a temblar, en la boca surgió un colmillo, detrás del cuello apareció una joroba y el cosaco se convirtió en un viejo.
—¡Es él! ¡Es él! —gritaban las gentes, apretándose unas a otras.
—¡El brujo ha vuelto a aparecer! —gritaban las madres, tomando a sus hijos en brazos.
El esaúl, solemne y majestuoso, avanzó hacia él y dijo con poderosa voz, enfrentándole los iconos:
—¡Desaparece, imagen de Satanás! ¡Aquí no hay lugar para ti!
Y el extraño anciano, silbando y haciendo crujir los dientes como un lobo, desapareció.
Poco a poco, como un mar tempestuoso, los comentarios y las voces empezaron a resonar entre las gentes.
—¿Quién es ese brujo? —preguntaban las personas jóvenes e inexpertas.
—¡Acontecerá alguna desgracia! —decían los viejos, sacudiendo la cabeza.
Por todas partes, en el amplio patio del esaúl, empezaron a formarse grupos que comentaban la historia del extraño brujo. Pero cada cual decía una cosa distinta y nadie sabía nada con certeza.
Por el patio rodó un tonel de hidromiel y se sirvieron no pocos cubos de vino griego. Las gentes recobraron la alegría. Los músicos empezaron a tocar; las muchachas, las mozas y los gallardos cosacos, vestidos con caftanes de colores vivos, se pusieron a bailar. Los viejos nonagenarios y centenarios, que habían bebido más de la cuenta, ejecutaron también algunos pasos de baile, recordando una juventud bien empleada. Los festejos se prolongaron durante toda la noche; celebraciones así ya no se ven. Los invitados empezaron a dispersarse, pero pocos se fueron a sus casas: muchos decidieron pasar la noche en el amplio patio del esaúl; y más numerosos aún fueron los cosacos que, de una forma u otra, se quedaron dormidos bajo los bancos, en el suelo, junto a sus caballos, cerca del establo: cuando la embriaguez hacía tambalear la cabeza de un cosaco, éste se tumbaba allí mismo y empezaba a roncar con tanta fuerza que se le oía en todo Kiev.
II
Una dulce claridad se extendía por el mundo entero: la luna se asomaba por detrás de la montaña. Una suerte de preciosa muselina de Damasco, blanca como la nieve, cubría la escarpada ribera del Dniéper, alejando las sombras hacia el interior del bosque de pinos.
Por el centro del Dniéper navega una embarcación de roble. En la parte delantera van sentados dos muchachos; llevan ladeados sobre la cabeza negros gorros de cosacos; bajo los remos vuelan por todas partes, como chispas bajo el eslabón, salpicaduras de agua.
¿Por qué no cantan los cosacos? ¿Por qué no cuentan que sacerdotes polacos recorren Ucrania convirtiendo al pueblo cosaco a la fe católica? ¿O que durante dos días la horda ha combatido a orillas del lago Salado? Pero ¿cómo podrían cantar, cómo podrían hablar de asuntos importantes? Su señor Danilo está sumido en sus propios pensamientos, mientras la manga de su caftán purpurino cae fuera de la barca y se hunde en el agua; su señora Katerina mece dulcemente al niño, sin apartar de él la mirada, y sobre su rica falda, que ninguna lona protege, el agua cae como polvo gris.
Qué maravilloso es contemplar, desde el centro del Dniéper, las altas montañas, los vastos prados, los verdes bosques. Esas montañas no son tales: carecen de ladera; tanto el pie como la cumbre terminan en afiladas crestas, bajo las cuales y sobre las cuales se extiende la inmensidad del cielo. Los bosques que cubren las colinas no son bosques: es la cabellera que cubre la cabeza desgreñada del abuelo de los bosques; su barba se baña en las aguas, y por debajo de ella y por encima de los cabellos se extiende la inmensidad del cielo. Esos prados no son prados: son un cinturón verde que ciñe por la mitad la redondez del cielo, cuyas dos mitades, tanto la superior como la inferior, recorre por igual la luna.
El señor Danilo, olvidado del paisaje, mira a su joven esposa.
—Mi querida Katerina, joven esposa mía, ¿por qué estás triste?
—¡No estoy triste, mi señor Danilo! Pero me han asustado los extraños comentarios que he oído sobre el brujo. Dicen que nació con un aspecto horrendo y que desde niño nadie quería jugar con él. Escucha, señor Danilo, la terrible anécdota que cuentan: siempre pensaba que los demás se reían de él; si a la caída de la oscura noche se encontraba con alguna persona, le parecía que ésta separaba los labios y mostraba los dientes. Y al día siguiente la encontraban muerta. Me quedé sorprendida y aterrorizada cuando escuché esos relatos —exclamó Katerina, sacando su pañuelo y secando el rostro del niño que dormía en sus brazos. En el pañuelo había bordado con seda roja hojas y bayas.
El señor Danilo no pronunció palabra y volvió la mirada hacia la sombría orilla: a lo lejos, detrás del bosque, se advertía la masa oscura de un terraplén, detrás del cual se alzaba un viejo castillo. En ese instante, tres arrugas se grabaron por encima de sus cejas; la mano izquierda acarició su donoso bigote.
—Lo que más me asusta no es su condición de brujo —dijo—, sino de huésped funesto. ¿Qué capricho ha podido traerle aquí? He oído que los polacos quieren construir una fortaleza para cortarnos el camino hasta los zaporogos. Si eso fuera verdad… Destruiré ese nido diabólico si llegan hasta mí rumores de que posee alguna guarida. Quemaré a ese viejo brujo con tal saña que los cuervos no tendrán nada que picotear. No obstante, supongo que no carecerá de oro ni de bienes de toda clase. ¡Allí es donde vive ese diablo! Si tiene oro… Ahora vamos a pasar junto a las cruces: es el cementerio. Allí se pudren sus ancestros impuros. Dicen que todos estaban dispuestos a vender su alma y su harapiento caftán a Satanás por unos kopeks. Si de verdad tiene oro, no hay tiempo que perder: en la guerra no siempre puede ganarse…
—Sé lo que estás pensando. El encuentro con ese brujo no me auguraba nada bueno. ¡Qué pesada es tu respiración! ¡Qué sombría tu mirada! ¡Con qué severidad caen tus cejas sobre los ojos!
—¡Calla, esposa mía! —dijo Danilo con enfado—. El que se ata a vosotras se convierte también en una mujer. ¡Muchacho, dame fuego para la pipa! —y al tiempo que pronunciaba esas palabras se volvió hacia uno de los remeros que, sacudiendo su pipa para que cayeran algunas brasas, cargó la de su señor—. ¡Quiere asustarme con el brujo! —continuó el señor Danilo—. Un cosaco, gracias a Dios, no teme a los demonios ni a los sacerdotes polacos. Pues bien nos iban a ir las cosas si escucháramos a nuestras mujeres. ¿No es así, muchachos? Nuestra esposa es la pipa y el afilado sable.
Katerina guardó silencio y bajó la mirada hacia las adormecidas aguas; el viento rizaba la superficie del río y todo el Dniéper lanzaba destellos de plata como el pelaje de un lobo en la noche.
La barca viró y empezó a navegar junto a la boscosa orilla. En la ribera se veía un cementerio: añejas cruces se apiñaban sobre un montón de tierra. Entre ellas no crecía el mundillo ni verdeaba la hierba; sólo la luna las calentaba desde lo alto del cielo.
—¿Habéis oído esos gritos, muchachos? ¡Alguien nos pide ayuda! —dijo el señor Danilo, dirigiéndose a sus remeros.
—Sí, los hemos oído; parece que vienen de ese lado —dijeron éstos a una voz, señalando el cementerio.
De nuevo se restableció el silencio. La barca viró y empezó a bordear un saliente de la orilla. De pronto los remeros soltaron los remos y mantuvieron la mirada fija en algún punto. El señor Danilo también quedó inmóvil: el terror y el frío se hundieron en sus venas de cosaco.
La cruz de una tumba osciló y de la entraña de la tierra surgió en silencio un cadáver reseco. La barba le llegaba hasta la cintura; las uñas eran más largas que los propios dedos. Sin hacer ruido, levantó los brazos. Todo su rostro tembló y se torció en una mueca. Al parecer, padecía un tormento terrible. “¡Me ahogo! ¡Me ahogo!” —gimió con voz salvaje e inhumana. Esa voz, como un cuchillo, desgarraba el corazón. De pronto el muerto desapareció bajo tierra. Otra tumba osciló y un nuevo cadáver, más alto y espantoso que el anterior, salió de su encierro. Tenía todo el cuerpo cubierto de pelo, la barba le llegaba hasta las rodillas y todavía más largas eran sus huesudas uñas. Con voz aún más salvaje que el primero gritó: “¡Me ahogo!”, y desapareció debajo de la tierra. Una tercera cruz osciló y apareció otro cadáver. Parecía un esqueleto desnudo, y se elevaba a una gran altura sobre el suelo. La barba le llegaba hasta los talones, los dedos de largas uñas se hundían en la tierra. Con un gesto terrible levantó los brazos, como si quisiera alcanzar la luna, y aulló como si alguien le estuviera aserrando los amarillentos huesos…
El niño, que dormía en brazos de Katerina, gritó y se despertó. También la señora lanzó un grito. Los remeros dejaron caer sus gorros en el Dniéper. El propio señor se estremeció.
De pronto todo desapareció como por arte de magia; no obstante, los remeros tardaron un buen rato en coger los remos.
Burulbash miró con aire preocupado a su joven esposa que, toda asustada, mecía en sus brazos a la llorosa criatura, apretándola contra su corazón y besándole la frente.
—¡No tengas miedo, Katerina! ¡Mira: ya no hay nada! —dijo señalando a su alrededor—. El brujo quiere asustar a la gente para mantenerla alejada de su impura guarida. ¡Sólo conseguirá asustar a las mujeres con esas tretas! ¡Dame a mi hijo para que lo coja en brazos! —y tras pronunciar esas palabras el señor Danilo levantó al niño y lo acercó a sus labios—. Qué, Iván, ¿a que a ti no te asustan los brujos? Contéstame: “No, padre, yo soy un cosaco”. ¡Basta, deja de llorar! Pronto llegaremos a casa y tu madre te dará la papilla, te acostará en la cuna y te cantará:
¡Duerme, duerme, duerme! ¡Duerme, hijito, duerme! Crece para nuestro gozo, para gloria del cosaco y terror del enemigo.
Escucha, Katerina, me parece que tu padre no quiere vivir en paz con nosotros. Se muestra huraño, sombrío, como enfadado… Si no está contento, ¿por qué ha venido? ¡No quiso beber por la libertad de los cosacos! No acunó en sus brazos al niño. En un principio quería confiarle todo lo que guardo en el corazón, pero algo me lo impidió y las palabras no salieron de mi boca. ¡No, no tiene corazón de cosaco! ¡Cuando el corazón de un cosaco se encuentra con otro, está a punto de saltar del pecho para ir a su encuentro! Qué, mis queridos muchachos, ¿llegaremos pronto a la orilla? Bueno, os regalaré unos gorros nuevos. A ti, Stetsko, te daré uno guarnecido de terciopelo y de oro; se lo quité a un tártaro junto con su cabeza. Me quedé con todo su equipo; sólo le dejé en libertad el alma. ¡Vamos, atracad! Bueno, Iván, ya hemos llegado y tú sigues llorando. ¡Cógelo, Katerina!
Todos bajaron a tierra. Por detrás de la montaña apareció un tejado de paja: era la casa solariega del señor Danilo. Detrás de ella se elevaba otra montaña, y más allá se extendía la estepa, en la que no sería posible encontrar un solo cosaco en más de cien kilómetros.
III
La hacienda del señor Danilo se encuentra entre dos montañas, en un estrecho valle que desciende hasta el Dniéper. La morada no tiene techos altos; a primera vista, parece una simple jata de cosaco; sólo dispone de una gran pieza, pero en ella hay espacio suficiente para él, su esposa, una vieja criada y una decena de jóvenes escogidos. En la parte superior de las paredes hay anaqueles de roble, donde se amontonan ollas y escudillas para la mesa. Entre ellas destacan cubiletes de plata y copas guarnecidas de oro, recibidas como presentes u obtenidas como botín de guerra. En la parte baja cuelgan valiosos mosquetes, sables, arcabuces y lanzas. Esas armas las había tomado, de fuerza o de grado, a tártaros, turcos y polacos: por algo estaban tan melladas. Cuando las mira, el señor Danilo encuentra en sus marcas puntuales recuerdos de sus combates. En la parte baja de la pared hay lisos bancos de roble, tallados a hacha. Junto a ellos, delante de la yacija, una cuna pende de una anilla fijada al techo En toda la pieza el suelo es de arcilla, cuidadosamente alisada y apisonada. En los bancos duermen el señor Danilo y su mujer y en la yacija la vieja criada. En la cuna se divierte y se mece la pequeña criatura, mientras los muchachos pasan la noche apelotonados en el suelo. Pero el cosaco duerme mejor al raso, sobre la tierra dura; no necesita edredón ni colchones de plumas; coloca bajo la cabeza heno recién cortado y se tiende a sus anchas en la hierba. Si se despierta en medio de la noche, le gusta mirar el profundo cielo, sembrado de estrellas, y estremecerse con el frío de la noche, que refresca sus huesos de cosaco. Estirándose y murmurando entre sueños, enciende su pipa y se arrebuja aún más bajo su cálida pelliza.
Burulbash se levantó bastante tarde, después de aquella noche de fiesta, se sentó en una esquina del banco y se puso a afilar un nuevo sable turco que había conseguido gracias a un intercambio; la señora Katerina había empezado a bordar de oro una toalla de seda. De pronto entró el padre de Katerina, malhumorado, sombrío, con una pipa de tierras extrañas entre los dientes, se acercó a su hija y le preguntó con tono severo por qué razón había vuelto tan tarde a casa.
—¡Sobre esos asuntos no debes preguntarle a ella, sino a mí, padre! No es la mujer, sino el marido el que tiene que responder. No te enfades, pero así se hace entre nosotros —dijo Danilo sin abandonar su labor—. Quizás en tierras de infieles no ocurra lo mismo, no lo sé.
El rostro severo del suegro se cubrió de púrpura y en sus ojos apareció un brillo salvaje.
—¿Quién, sino un padre, debe velar por su hija? —murmuró para sí—. Bueno, te lo pregunto a ti: ¿qué has estado haciendo hasta tan tarde?
—¡Así está mejor, querido suegro! A eso te contestaré que hace ya tiempo que las mujeres no me cambian los pañales. Sé montar a caballo. Sé manejar un afilado sable. También sé hacer otras cosas… Por ejemplo no dar cuenta a nadie de lo que hago.
—Veo, Danilo, que tratas de discutir conmigo. Quien algo oculta es porque trama algo malo.
—Piensa lo que quieras —dijo Danilo—. Yo también tengo mis propias ideas. Gracias a Dios, todavía no he tomado parte en ningún hecho deshonroso; siempre he defendido la fe ortodoxa y la patria, no como ciertos vagabundos que deambulan Dios sabe por dónde mientras los ortodoxos luchan a muerte y llegan luego de improviso a cosechar el trigo que han sembrado otros. Ni siquiera son como los uniatas: no ponen el pie en la iglesia de Dios. Es a ellos a los que habría que preguntarles dónde han estado.
—¡Eh, cosaco! ¿Sabes una cosa? Soy un mal tirador: tan sólo desde doscientos metros mi bala es capaz de atravesar un corazón. Tampoco me manejo bien con el sable: corto a un hombre en trozos más menudos que los granos con que se hace la papilla.
—¡Estoy dispuesto! —exclamó el señor Danilo, blandiendo con vigor el sable, como si supiera para qué lo había afilado.
—¡Danilo! —gritó Katerina con penetrante voz, cogiéndolo del brazo y reteniéndolo—. ¡Recuerda, insensato, sobre quién estás levantando la mano! Padre, tus cabellos son blancos como la nieve, pero te has acalorado como un niño falto de razón.
—¡Esposa mía! —gritó el señor Danilo con voz amenazante—. Sabes que no me gustan estas cosas. ¡Ocúpate de tus asuntos de mujeres!
Los sables entrechocaron con un ruido espantoso; el hierro golpeaba contra el hierro y las chispas llovían como polvo sobre los cosacos. Katerina, con los ojos llenos de lágrimas, se retiró a su habitación, se arrojó en la cama y se tapó los oídos para no oír los sablazos. Pero los cosacos no se batían tan mal como para poder sofocar el ruido de las acometidas. Su corazón quería partirse en pedazos. Cada uno de los golpes repercutía en todo su cuerpo: tuk, tuk. “No, no lo soportaré, no lo soportaré. Puede que la sangre escarlata salga ya en torrente de su cuerpo blanco. Puede que en este momento mi amado esté al borde de las fuerzas; ¡y yo sigo aquí tumbada!”. Y toda pálida, jadeante, entró en la gran pieza.
Los cosacos luchaban de modo terrible, con ímpetu parejo. Ni uno ni otro llevaba ventaja. Tan pronto el padre de Katerina arremetía y Danilo perdía terreno, como era Danilo el que atacaba y el severo padre el que retrocedía, volviéndose luego a una situación equilibrada. Ambos reventaban de ira. En un determinado momento, levantaron los brazos, entrechocaron los sables y las hojas se quebraron con estrépito.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó Katerina, y lanzó un nuevo grito cuando vio que los cosacos se lanzaban sobre los mosquetes. Los dos hombres dispusieron el cebo y montaron el gatillo.
El señor Danilo disparó, pero falló el blanco. El padre apuntó… Era viejo, su mirada no era tan penetrante como la del joven; no obstante, su mano no temblaba. Resonó el disparo… El señor Danilo se tambaleó. La sangre escarlata tiñó la manga izquierda de su caftán cosaco.
—¡No! —gritó—. No me daré por vencido tan fácilmente. El que manda es el brazo derecho, no el izquierdo. En la pared hay colgada una pistoleta turca que jamás en la vida me ha traicionado. ¡Baja de la pared, vieja compañera, y hazle un servicio a tu amigo! —y Danilo alargó la mano.
—¡Danilo! —gritó Katerina con desesperación, cogiéndolo del brazo y arrojándose a sus pies—. No te lo pido por mí. Yo no tengo elección: indigna es la mujer que sobrevive a su marido; el Dniéper, el frío Dniéper será mi tumba… ¡Pero mira a tu hijo, Danilo, mira a tu hijo! ¿Quién dará calor a esta pobre criatura? ¿Quién le cuidará? ¿Quién le enseñará a volar sobre un caballo moro, a luchar por la libertad y la fe, a beber y divertirse como un cosaco? ¡Muere, hijo mío, muere! ¡Tu padre no quiere saber nada de ti! Mira cómo vuelve la cara. ¡Oh! ¡Ahora te conozco! ¡Eres una fiera y no un hombre! ¡Tienes el corazón de un lobo y el alma de una pérfida serpiente! Pensaba que había en ti al menos una gota de piedad, que en tu cuerpo de piedra ardía algún sentimiento humano. Pero estaba totalmente equivocada. Esta situación te causa placer. Tus huesos bailarán de alegría en la tumba cuando oigas que los polacos, esas bestias impías, arrojan a las llamas a tu hijo, cuando éste grite bajo los cuchillos y el agua hirviente. ¡Oh, ahora te conozco! ¡Estarías dispuesto a salir de la tumba y alimentar con tu gorro el fuego encendido a sus pies!
—¡Espera, Katerina! ¡Ven, mi adorado Iván! ¡Deja que te bese! ¡No, niño mío, nadie tocará uno solo de tus cabellos. Crecerás para gloria de la patria; volarás como un torbellino por delante de los cosacos, con un gorro de terciopelo en la cabeza y un afilado sable en la mano! ¡Dame tu mano, padre!
—Olvidemos lo que ha pasado entre nosotros. Si he cometido alguna injusticia contigo, perdóname. ¿Por qué no me das la mano? —dijo Danilo al padre de Katerina, que seguía inmóvil, sin que su cara expresara enfado ni apaciguamiento.
—¡Padre! —gritó Katerina, abrazándolo y besándolo—. No seas inflexible, perdona a Danilo. ¡No volverá a disgustarte!
—¡Sólo por ti le perdono, hija mía! —respondió él, besándola y mirándola con un singular brillo en los ojos. Katerina se estremeció levemente: le habían parecido extraños ese brillo y ese beso. Acodada en la mesa en la que Danilo vendaba su brazo herido, pensaba que éste se había equivocado, que no había obrado como un cosaco al pedir perdón cuando no era culpable de nada.
IV
Amaneció un día sin sol; el cielo estaba sombrío y una fina llovizna caía sobre los campos, los bosques y el anchuroso Dniéper. La señora Katerina se despertó con una sensación de tristeza: tenía los ojos arrasados en lágrimas y su alma estaba inquieta y turbada.
—¡Mi marido querido, mi dulce marido, he tenido un sueño muy extraño!
—¿Qué sueño, mi amada señora Katerina?
—Lo que he soñado era tan raro y tan vivo que parecía real. He soñado que mi padre era el monstruo que vimos en casa del esaúl. Pero te pido que no concedas valor a esa visión. ¡Cuántas tonterías soñamos a veces! Estaba delante de él, temblaba, tenía miedo y a cada palabra suya mis entrañas se estremecían. Si hubieras oído lo que me decía…
—¿Qué te decía, mi amada Katerina?
—Me decía: “Mírame, Katerina, soy hermoso. La gente se equivoca al decir que soy feo. Seré para ti un excelente marido. ¡Fíjate cómo te miran mis ojos!”. Y tras pronunciar esas palabras, me contempló con ojos ardientes y yo me desperté con un grito.
—Sí, los sueños esconden muchas verdades. Pero ¿sabes que al otro lado de las montañas las cosas no están tan tranquilas como debieran? Parece que los polacos han vuelto a dejarse ver. Gorobets ha enviado a decirme que me mantenga alerta. En cualquier caso, su preocupación ha sido vana: ya sin ese recado estaba en guardia. Mis muchachos han hecho esta noche doce batidas. Vamos a ofrecer ciruelas de plomo a los nobles polacos y les haremos bailar a bastonazos.
—¿Conoce mi padre esa noticia?
—¡Ya estoy harto de tu padre! Hasta el día de hoy no he conseguido comprenderle. Probablemente ha cometido muchos pecados en tierra extranjera. ¿Qué otra explicación cabe? Vive con nosotros desde hace casi un mes y ni una sola vez lo he visto alegre como un buen cosaco. ¡No ha querido beber hidromiel! ¿Lo oyes, Katerina? No ha querido beber el hidromiel que arrebaté a los judíos de Brest-Litovsk. ¡Eh, muchacho! —gritó el señor Danilo—. ¡Corre a la bodega, amigo, y trae el hidromiel de los judíos! ¡Ni siquiera bebe aguardiente! ¡Qué calamidad! Me parece, señora Katerina, que no cree en nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué piensas tú?
—¡Sabe Dios si es verdad lo que dices, señor Danilo!
—¡Es extraño, señora! —continuó Danilo, cogiendo la jarra de arcilla que le tendía el cosaco—. Incluso esos descreídos católicos son aficionados al vodka. Los turcos son los únicos que no beben. Y qué, Stetsko, ¿has bebido mucho hidromiel en la bodega?
—¡Sólo lo he probado, señor!
—¡Mientes, hijo de perra! ¡Mira cómo las moscas revolotean en torno a tus bigotes! Veo en tus ojos que has vaciado medio cubo. ¡Ah, estos cosacos! ¡Qué pueblo valiente! Harán lo que sea por un camarada, pero cuando se trata de beber no tienen necesidad de nadie. Me parece, señora Katerina, que hace mucho tiempo que no me emborracho, ¿no es así?
—¿Hace mucho tiempo? ¿Y aquella vez?…
—¡No temas, no temas, no beberé más que una jarra! ¡Vaya, el abad turco entra por la puerta! —murmuró entre dientes, viendo que su suegro se inclinaba para atravesar el umbral.
—¿Qué es esto, hija mía? —exclamó el padre, quitándose el gorro y ajustándose el cinturón, del que colgaba un sable guarnecido de piedras preciosas—. El sol ya está alto en el cielo y todavía no has preparado la comida.
—La comida ya está lista, señor padre. Enseguida la serviré. Saca la olla con las galushkas —dijo la señora Katerina a la vieja criada, que estaba secando la vajilla de madera—. Espera, mejor la sacaré yo misma —añadió la mujer—. Llama a los muchachos.
Todos se sentaron en el suelo, formando un círculo. Frente al rincón de los iconos el señor padre, a su izquierda el señor Danilo, a su derecha la señora Katerina, y a continuación los diez fieles muchachos, vestidos con caftanes azules y amarillos.
—¡No me gustan estas galushkas! —exclamó el señor padre, dejando la cuchara a un lado después de haber tomado unos bocados—. ¡No tienen ningún sabor!
“Claro, tú prefieres los tallarines judíos”, pensó Danilo. —¿Por qué dices que estas galushkas no tienen ningún sabor, suegro? —exclamó en voz alta—. ¿Acaso no están bien hechas? Mi Katerina prepara tan bien las galushkas que el propio hetman rara vez las come iguales. No hay ninguna razón para despreciarlas. ¡Es una comida cristiana! Los santos y los elegidos de Dios han comido siempre galushkas.
El padre no dijo ni una palabra; el señor Danilo también guardó silencio.
Trajeron un cerdo asado acompañado de repollo y ciruelas.
—¡No me gusta el cerdo! —exclamó el padre de Katerina, cogiendo repollo con la cuchara.
—¿Por qué no te gusta el cerdo? —le preguntó Danilo—. Sólo los turcos y los judíos no comen cerdo.
El padre adquirió una expresión aún más sombría.
Únicamente comió gachas con leche y en lugar de vodka bebió un líquido negro de una cantimplora que llevaba siempre en su caftán.
Después de comer, Danilo se quedó profundamente dormido y no se despertó hasta el atardecer. Poco después se sentó a escribir un mensaje para el ejército cosaco, mientras la señora Katerina, instalada en el camastro, mecía la cuna empujándola con el pie. Danilo miraba con el ojo izquierdo su escrito y con el derecho contemplaba la ventana, a través de la cual, en la lejanía, brillaban las montañas y el Dniéper. Detrás del río azuleaban los bosques. Por encima de ellos se veía el cielo nocturno, limpio de nubes. Pero no era el lejano cielo ni el azulado bosque lo que atraía al señor Danilo; miraba el saliente de la orilla en el que se alzaba el negro y viejo castillo. Le había parecido que en uno de sus estrechos ventanucos había brillado una luz. Pero todo estaba en calma. Probablemente había sido una ilusión. Sólo se oía el sordo rumor del Dniéper y el chapoteo de las olas, que se reavivaron de pronto y resonaron sucesivamente en tres lugares distintos. El Dniéper no se rebela. Como un viejo, rezonga y refunfuña; todo le disgusta; todo cambia a su alrededor; el río pasa con su sereno rechazo por las montañas de la ribera, los bosques y las praderas, y se lleva su queja al Mar Negro.
De pronto en el anchuroso Dniéper surgió la negra silueta de una barca, y en el castillo de nuevo pareció brillar una luz. Danilo emitió un leve silbido y uno de sus fieles muchachos entró en la casa.
—¡Stetsko, coge enseguida un afilado sable y una escopeta y ven conmigo!
—¿Te vas? —le preguntó la señora Katerina.
—Sí, esposa mía. Debo inspeccionar todos los lugares para cerciorarme de que todo está en orden.
—Me da miedo quedarme sola. Siento que me vence el sueño. ¿Y si vuelvo a soñar lo mismo? Ni siquiera estoy segura de que fuera un sueño. ¡Parecía todo tan real!
—La vieja se quedará contigo; además, en el zaguán y en el patio duermen los cosacos.
—La vieja ya está dormida y los cosacos no me ofrecen mucha confianza. ¡Escucha, señor Danilo! Enciérrame en la habitación y lleva la llave contigo. De ese modo, no tendré tanto miedo; en cuanto a los cosacos, ordénales que se acuesten delante de mi puerta.
—¡Así lo haré! —dijo Danilo, quitando el polvo de su escopeta y echando pólvora en la cazoleta.
El fiel Stetsko estaba ya vestido con todo su equipo cosaco. Danilo se puso su gorro de piel de cordero, cerró la ventana, echó el cerrojo, dio vuelta a la llave y, pasando entre los cosacos dormidos, salió en silencio de la casa y se dirigió a las montañas.
El cielo estaba libre de nubes casi en su totalidad. Una brisa fresca y suave se levantaba del Dniéper. De no haber sido por el lejano quejido de una gaviota, todo hubiera parecido mudo. De pronto, se oyó un susurro… Burulbash y su fiel sirviente se ocultaron en silencio detrás de los endrinos que cubrían uno de los lugares de observación. Alguien, vestido con un caftán rojo, armado de dos pistoletas y un sable que llevaba en el costado, descendía por la montaña.
¡Es mi suegro! —exclamó el señor Danilo, observándolo desde detrás de los arbustos—. ¿Adónde puede ir a estas horas? ¡Stetsko, no te distraigas! Abre bien los ojos y mira qué camino toma el señor padre. —El hombre del caftán rojo descendió hasta la orilla y giró en dirección al promontorio—. ¡Ah, mira adónde se dirige! —dijo el señor Danilo—. Qué dices Stetsko, se encamina a la guarida del brujo.
—¡Sí, no puede ir a otro sitio, señor Danilo! De lo contrario, le habríamos visto salir por el otro lado. Ha desaparecido cerca del castillo.
—Vamos. Salgamos de aquí y sigamos sus huellas. Aquí hay gato encerrado. Sí, Katerina, ya te decía yo que tu padre no era un hombre de bien. No se comportaba como un ortodoxo.
El señor Danilo y su fiel sirviente llegaron al promontorio de la orilla; ya no era posible verlos; el impenetrable bosque que rodeaba el castillo los ocultaba. En el ventanuco superior brilló una pálida luz. Los cosacos se encontraban abajo y se preguntaban cómo hacer para subir hasta allí. No se veía puerta ni cancela. Seguramente en el patio había una entrada, pero ¿cómo penetrar por ella? En la lejanía se oía cómo gemían las cadenas y corrían los perros.
—No hay nada que pensar —exclamó el señor Danilo, viendo que junto a la ventana se alzaba un frondoso roble—. ¡Quédate ahí, muchacho! Yo voy a subir a ese árbol; desde allí podré mirar por la ventana.
A continuación se quitó el cinturón, se desprendió del sable para que no hiciera ruido, se agarró de una rama y empezó a trepar. El ventanuco seguía iluminado. Danilo se sentó en una rama muy próxima a la ventana, se sujetó con una mano al árbol y se puso a observar; la habitación estaba iluminada, aunque no se veía en ella ni una sola vela; en las paredes había signos extraños y armas colgadas, todas muy singulares: ni los turcos, ni los crimeanos, ni los polacos, ni los cristianos, ni el glorioso pueblo sueco las usaban así. Bajo el techo, algunos murciélagos revoloteaban de un lado para otro, proyectando sus sombras sobre las paredes, las puertas y el suelo. De pronto la puerta se abrió sin ruido y un hombre, vestido con un caftán rojo, entró en la habitación y se dirigió hacia la mesa, cubierta con un mantel blanco. “¡Es él, es mi suegro!”. El señor Danilo se agachó ligeramente y se apretó aún más contra el árbol.
Pero el viejo no se preocupó de mirar si alguien le espiaba por el ventanuco. Tenía un aspecto sombrío y malhumorado; arrancó el mantel que cubría la mesa y de pronto toda la estancia quedó tenuemente iluminada por una luz de un azul transparente. La otra luminosidad no se mezclaba con ella, sino que sus ondas, de color oro pálido, parecían zambullirse y hundirse como en un mar azul, formando vetas como las del mármol. En ese momento el brujo puso una olla sobre la mesa y empezó arrojar en su interior algunas hierbas.
El señor Danilo, que no perdía detalle, notó que el hombre no vestía ya el caftán rojo; ahora llevaba unos pantalones bombachos como los de los turcos, unas pistolas colgadas del cinto y un gorro muy extraño, cubierto de unas letras que no eran rusas ni polacas. Danilo miró su rostro, que empezó a transformarse: la nariz se alargó y se curvó sobre los labios; la boca, en un instante, se estiró hasta las orejas; un diente asomó por la boca y se torció hacia un lado: tenía ante él al mismo brujo que había aparecido en la boda celebrada en casa del esaúl. “¡Tu sueño decía la verdad, Katerina!”, pensó Burulbash.
El brujo se puso a dar vueltas alrededor de la mesa, mientras los signos de la pared cambiaban rápidamente y los murciélagos volaban más veloces, subiendo y bajando, yendo y viniendo. La luz azulada se fue haciendo cada vez más suave hasta que pareció apagarse del todo. La pieza se iluminó entonces con una suave luminosidad rosada. La extraña luz pareció difundirse por toda la estancia con una suerte de tintineo, pero de pronto desapareció, instaurándose la penumbra. Sólo se oía un ruido semejante al del viento en una hora serena de la tarde, cuando gira sobre el espejo de las ondas e inclina aún más los sauces sobre las aguas de plata. Al señor Danilo le pareció que en la habitación brillaba la luz de la luna, que se movían las estrellas, que el cielo azul oscuro refulgía de manera imprecisa e incluso que el fresco aire nocturno le golpeaba el rostro. También creyó ver el señor Danilo (llegados a este punto tuvo que tirarse del bigote para asegurarse de que no estaba soñando) que en el interior de la habitación no se dibujaba ya el cielo, sino su propio dormitorio: de la pared colgaban sus sables tártaros y turcos; más arriba estaban los anaqueles con la vajilla y los utensilios domésticos; sobre la mesa descansaban el pan y la sal; la cuna pendía del techo… Pero en lugar de los iconos aparecían unos rostros espantosos; sobre la yacija… pero de pronto una espesa niebla lo cubrió todo y se restableció la oscuridad. De nuevo, con un sonido extraño, esa luminosidad rosada iluminó toda la habitación, en cuyo centro, inmóvil, se encontraba el brujo, tocado de ese singular turbante. Los ruidos se hicieron más fuertes y frecuentes, la suave luz rosada se volvió más intensa, mientras una sustancia blanca, semejante a una nube, empezó a flotar en medio de la habitación; al señor Danilo le pareció que aquello no era una nube, sino una mujer. Pero ¿qué la conformaba? ¿Acaso estaba tejida de aire? ¿Cómo era posible que se mantuviera en pie, sin tocar el suelo y sin apoyarse en nada, y que a través de ella pasara la luz rosada y se viera la sucesión de los signos en la pared? De pronto su cabeza translúcida pareció moverse y sus ojos azules brillaron suavemente; sus cabellos ondulaban y caían sobre sus hombros como una niebla de color gris claro; sus labios adquirieron una pálida tonalidad escarlata, semejante al rubor del alba cuando se vierte, de modo apenas perceptible, a través del velo blanco y transparente del cielo matinal; las cejas eran una fina sombra… ¡Ah! ¡Era Katerina! En ese momento Danilo sintió que sus miembros se petrificaban; quiso decir algo, pero sus labios se movían sin proferir ningún sonido.
El brujo seguía inmóvil en su lugar.
—¿Dónde has estado? —preguntó, y la figura que estaba ante él empezó a temblar.
—¡Oh! ¿Por qué me has llamado? —exclamó ésta con un suave gemido—. Me sentía tan alegre. Estaba en el lugar en el que nací y pasé los primeros quince años de mi vida. ¡Oh, qué a gusto me encontraba! ¡Qué verde y perfumado era el prado en el que jugaba de niña! ¡Las mismas flores silvestres, la misma casa, el mismo jardín! ¡Oh, cómo me abrazaba mi bondadosa madre! ¡Cuánto amor se leía en sus ojos! Me acariciaba, me besaba en los labios y en las mejillas, y arreglaba con un fino peine mi rubia trenza… ¡Padre! —y al pronunciar esa palabra miró fijamente al brujo con sus pálidos ojos—. ¿Por qué degollaste a mi madre?
El brujo la amenazó con el dedo.
—¿Acaso te he pedido que hables de ese tema? —y la belleza etérea tembló—. ¿Dónde has dejado a tu señora?
—Mi señora Katerina está dormida, y yo, aprovechando la ocasión, he ascendido por el aire y me he echado a volar. Hacía mucho tiempo que tenía ganas de ver a mi madre. De pronto volví a verme con quince años. Me sentía tan ligera como un pájaro. ¿Por qué me has llamado?
—¿Recuerdas lo que te dije ayer? —preguntó el brujo con una voz tan baja que apenas se podían distinguir sus palabras.
—Sí, lo recuerdo. ¡Pero cuánto daría por olvidarlo! ¡Pobre Katerina! Su alma sabe muchas cosas que ella misma desconoce.
“Es el alma de Katerina” —pensó el señor Danilo, sin moverse de su sitio.
—¡Arrepiéntete, padre! ¿No temes que después de cada uno de tus crímenes los muertos salgan de sus tumbas?
—¡Ya vuelves con lo mismo! —la interrumpió el brujo con voz amenazante—. Cumpliré mi voluntad y te obligaré a hacer lo que quiero. ¡Katerina me amará!
—¡No eres mi padre, eres un monstruo! —gimió ella—. ¡No, no te saldrás con la tuya! Es verdad que, gracias a tus conjuros impuros, eres capaz de invocar su alma y atormentarla, pero sólo Dios puede obligarla a hacer lo que se le antoje. No, mientras yo siga atada a su cuerpo, Katerina jamás cometerá un acto sacrílego. ¡Padre, el Juicio Final está cerca! Aunque no fueras mi padre, no podrías obligarme a engañar a mi amado y fiel esposo. Aunque mi marido me fuera infiel y yo no le amara, no le traicionaría, pues a Dios no le gustan las almas perjuras e infieles.
En ese momento fijó sus ojos pálidos en la ventana junto a la que se encontraba el señor Danilo, y se quedó inmóvil.
—¿Qué miras? ¿A quién ves allí? —gritó el brujo.
La etérea Katerina tembló. Pero el señor Danilo había tenido tiempo de bajar a tierra y se dirigía ya con el fiel Stetsko a sus montañas. “¡Es terrible, es terrible!”, se decía, sintiendo cierto temor en su corazón de cosaco; pronto atravesó el patio, donde dormían profundamente los cosacos, a excepción de uno, que montaba guardia y fumaba su pipa. Todo el cielo estaba sembrado de estrellas.
V
—¡Qué bien has hecho en despertarme! —dijo Katerina, frotándose los ojos con la manga bordada de su blusa y examinando de pies a cabeza a su marido, que no se apartaba de su lado—. ¡Qué sueño tan terrible he tenido! ¡Con qué dificultad respiraba mi pecho! ¡Uf! ¡Creí que iba a morir! ¿No seria tu sueño así? —y el señor Danilo le contó a su esposa todo lo que había visto.
—¿Cómo sabes todo eso, esposo mío? —preguntó Katerina, estupefacta—. Pero no, muchas de las cosas que me cuentas me son desconocidas. Yo no he soñado que mi padre mataba a mi madre ni tampoco he visto cadáveres. No, Danilo, no ha sido como tú me cuentas. ¡Ah, qué terrible es mi padre!
—No es extraño que no hayas visto muchas cosas. No sabes ni una décima parte de lo que sabe tu alma. ¿Sabes que tu padre es el anticristo? El año pasado, cuando me disponía a marchar con los polacos contra los crimeanos (en aquel entonces todavía mantenía buenas relaciones con ese pueblo infiel), el superior del monasterio de Bratsk, que era un hombre santo, esposa mía, me dijo que el anticristo posee la facultad de invocar el alma de cualquier persona, pues cuando dormimos, nuestra alma vaga a su voluntad, y vuela con los arcángeles cerca de la morada de Dios. El rostro de tu padre me disgustó desde la primera vez que lo vi. Si hubiera sabido que tenías un padre semejante, no me habría casado contigo; habría renunciado a ti y no habría dejado caer sobre mi conciencia el pecado de emparentar con el linaje del anticristo.
—¡Danilo! —exclamó Katerina, cubriéndose la cara con las manos y estallando en sollozos—. ¿Acaso soy culpable de algo ante ti? ¿Acaso te he engañado, amado esposo mío? ¿Qué he hecho para merecer tu cólera? ¿No te he servido fielmente? ¿He pronunciado algún reproche cuando te veía regresar ebrio de tus alegres francachelas? ¿Acaso no te he dado un hijo de negras cejas?
—No llores, Katerina. Ahora te conozco y no te abandonaré por nada del mundo. Todos los pecados caen sobre la conciencia de tu padre.
—¡No, no digas que es mi padre! No es un padre para mí. ¡Dios es testigo de que reniego de él, de que reniego de mi padre! ¡Es un anticristo, un apóstata! ¡Que perezca, que se ahogue! No le tenderé mi mano para salvarlo. Si una hierba venenosa le reseca el cuerpo, no le daré agua para calmar su sed. ¡Tú eres mi padre!
VI
El señor Danilo tiene encerrado al brujo en un profundo sótano, atado con cadenas de hierro y bajo un triple candado; en la lejanía, por encima del Dniéper, las llamas devoran su castillo diabólico: olas rojas como la sangre envuelven y lamen sus viejos muros. El brujo no ha sido encerrado en el profundo sótano por sus actos de brujería y sus sacrilegios. Esos crímenes debe juzgarlos Dios. Ha sido condenado por su traición secreta, por su entendimiento con los enemigos de la tierra ortodoxa rusa, por vender al pueblo ucraniano a los católicos y prender fuego a las iglesias cristianas. El brujo tiene un aspecto sombrío; los pensamientos que alberga su cabeza son negros como la noche. Sólo le queda una jornada de vida, pues al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al día siguiente debe subir al cadalso. Y el suplicio que le espera no es pequeño: saldría bien parado si le cocieran vivo en un caldero o despellejaran su cuerpo de pecador. El brujo tiene un aire sombrío y mantiene la cabeza baja. Quizás, viendo próxima la hora fatal, se ve asaltado por el arrepentimiento, pero sus pecados son de los que Dios no puede perdonar. Delante de él, en lo alto de la celda, hay una estrecha ventana con unos barrotes de hierro. Haciendo sonar sus cadenas, el brujo se acerca a la ventana con la esperanza de ver pasar a su hija. Es una mujer dulce como una paloma y no conoce el rencor; quizás se apiade de su padre… Pero el lugar está desierto. El camino desciende por la ladera; nadie transita por él. Más abajo, las aguas del Dniéper pasan alegres, sin preocuparse de nadie, arremolinándose y levantando un monótono rumor que atormenta al prisionero.
De pronto alguien aparece en el camino. Sólo es un cosaco. Y el prisionero deja escapar un profundo suspiro. El lugar vuelve a quedar desierto. Poco después aparece otra persona en la lejanía… Una capa verde flota al viento… En la cabeza brilla una cofia dorada… ¡Es ella! El brujo se aprieta aún más contra la ventana. La muchacha ya está más cerca…
—¡Katerina! ¡Hija mía! Apiádate de mí, compadécete…
Pero ella no le contesta y trata de no escucharle; sin volver siquiera la mirada hacia la prisión, pasa y desaparece. ¡Ni una persona en el mundo entero! El Dniéper levanta un lúgubre rumor. El corazón se llena de tristeza. Pero ¿es consciente el brujo de esa tristeza?
El día se aproxima a su fin. El sol se ha puesto. Ya ha desaparecido. Se ha hecho de noche. El aire es fresco; en algún lugar muge un buey; se oyen ruidos lejanos: probablemente las gentes han vuelto de sus trabajos y se divierten. Por el Dniéper pasa una barca… ¡Nadie se preocupa del prisionero! En el cielo brilla la hoz de plata. Alguien asciende por el camino. La oscuridad impide distinguir bien sus rasgos. Es Katerina, que regresa a casa.
—¡Hija mía, por el amor de Cristo! ¡Ni siquiera los feroces lobeznos desgarran a su madre! ¡Hija mía, dirige al menos una mirada sobre tu criminal padre!
Pero ella sigue su camino sin escucharle.
—¡Hija mía, en nombre de tu desdichada madre! —la muchacha se detiene—. ¡Ven a recoger mi última palabra!
—¿Qué quieres de mí, apóstata? ¡No me llames hija tuya! Entre nosotros no existe parentesco. ¿Qué es lo que solicitas de mí en nombre de mi desdichada madre?
—¡Katerina! Mi fin está próximo. Sé que tu marido quiere atarme a la cola de un caballo y lanzarlo al galope por los campos… Incluso es posible que invente un castigo más terrible todavía…
—¿Crees que existe en el mundo un castigo adecuado para tus pecados? Prepárate para soportarlo. Nadie va a interceder por ti.
—¡Katerina! No es el castigo lo que me asusta, sino los tormentos del otro mundo… Tú estás libre de pecado, Katerina, y tu alma irá volando al paraíso, junto a Dios; pero el alma de tu padre apóstata arderá en el fuego eterno, el que nunca se apaga: sus llamas no perderán nunca su pujanza. ¡Nadie dejará caer sobre ellas una gota de rocío!, ¡jamás soplará una ráfaga de viento!…
—No tengo poder para atenuar ese castigo —exclamó Katerina, dándose la vuelta.
—¡Katerina! ¡Espera! ¡Déjame decirte una palabra más! ¡Aún no sabes cuán bondadoso y misericordioso es Dios! ¿Has oído hablar del apóstol Pablo? Era un gran pecador, pero después se arrepintió y se convirtió en un hombre santo.
—¿Qué puedo hacer yo para salvar tu alma? —preguntó Katerina—. El simple pensamiento resulta ridículo. ¡Sólo soy una débil mujer!
—¡Si consiguiera salir de aquí, renunciaría a todo. Me arrepentiría. Me retiraría a una cueva. Cubriría mi cuerpo con un áspero cilicio y pasaría día y noche rezando a Dios! ¡No sólo respetaría la vigilia, sino que ni siquiera me llevaría un pedazo de pescado a la boca! Y si la misericordia divina no me perdonara al menos una centésima parte de mis pecados, me enterraría en la tierra hasta el cuello o me haría emparedar en un muro de piedra; no tomaría comida ni bebida y me moriría; y entregaría todos mis bienes a los monjes para que rezaran por la salvación de mi alma durante cuarenta días y cuarenta noches.
Katerina se quedó pensativa.
—Aunque te abriera la puerta, no podría liberarte de las cadenas.
—No le temo a las cadenas —dijo él—. ¿Dices que han encadenado mis brazos y mis pies? No, les nublé la vista y en lugar de mi brazo les presenté una rama seca. ¡Mírame, ninguna cadena me ata! —exclamó, avanzando hacia el centro de la pieza—. Si éstos fueran muros normales no los temería y los traspasaría, pero ni siquiera tu marido sabe qué paredes son éstas. Las construyó un santo asceta, y ninguna fuerza impura puede sacar de aquí a un prisionero, a no ser que la llave que cerraba la celda del santo abra la puerta. Una celda como ésa me construiré yo, pecador empedernido, en cuanto salga de aquí.
—Escucha, voy a dejarte libre —dijo Katerina, deteniéndose ante la puerta—. Pero ¿y si me engañas y en lugar de arrepentirte reanudas tu pacto con el diablo?
—No, Katerina, no me queda mucho tiempo de vida. Aunque escape al castigo, mi fin está próximo. ¿Acaso piensas que quiero condenarme al suplicio eterno?
Los candados chirriaron.
—¡Adiós! ¡Que Dios misericordioso te proteja, hija mía! —exclamó el brujo, dándole un beso.
—¡No te acerques a mí, pecador empedernido! ¡Vete enseguida! —dijo Katerina, pero el brujo ya había desaparecido.
—Le he dejado salir —exclamó asustada, mirando con terror los muros—. ¿Qué le voy a decir a mi marido? Estoy perdida. ¡Sólo me queda enterrarme viva en una tumba! —la joven estalló en sollozos y se dejó caer sobre el tocón en el que se sentaba el prisionero—. No obstante, si he salvado un alma —se dijo en voz baja—, he realizado una buena acción. Pero mi marido… Es la primera vez que le engaño. ¡Oh, qué terrible, qué difícil me será decirle una mentira! ¡Alguien viene! ¡Es él! ¡Mi marido! —gritó desesperada, y cayó al suelo sin sentido.
VII
—¡Soy yo, mi querida niña! ¡Soy yo, corazón mío! —oyó Katerina cuando recuperó el conocimiento, y vio ante ella a su vieja sirvienta. La mujer se inclinó y pareció murmurarle algunas palabras, mientras con su descarnada mano la rociaba con agua fría.
—¿Dónde estoy? —preguntó Katerina, incorporándose y mirando a su alrededor—. Delante de mí se agita el Dniéper y detrás se encuentran las montañas… ¿Adónde me has traído, mujer?
—No te he traído, sino que te he salvado: te he sacado en mis brazos de ese sofocante sótano y he cerrado la puerta con llave para que el señor Danilo no se enfade contigo.
—¿Dónde está la llave? —preguntó Katerina, mirando su cinturón—. No la veo.
—La desanudó tu marido, hija mía, para ir a ver al brujo. —¿Para ir a ver al brujo? ¡Estoy perdida, mujer! —gritó Katerina.
—¡No lo quiera Dios, niña mía! ¡Sólo tienes que guardar silencio, señorita, y nadie sabrá nada!
—¡Ha huido ese maldito anticristo! ¿Has oído, Katerina? ¡Ha huido! —exclamó el señor Danilo, acercándose a su esposa. Sus ojos despedían fuego; su sable tintineaba y se balanceaba en su costado.
La esposa se sintió morir.
—Alguien ha debido liberarlo, amado esposo —dijo temblando.
—Así es, alguien lo ha liberado. Pero tiene que haber sido el diablo. Mira, en su lugar he encontrado un tronco encadenado. ¡Dios ha permitido que el diablo no tema las garras de un cosaco! Si a alguno de mis hombres se le hubiera ocurrido liberarle… no sé qué tormento inventaría para castigarlo.
—¿Y si hubiera sido yo?… —dijo sin querer Katerina, y al instante se detuvo, llena de pavor.
—Si algo semejante se te hubiera ocurrido, ya no serías mi mujer. ¡Te metería en un saco y te arrojaría en medio del Dniéper!
Katerina se quedó sin aliento y sintió que sus cabellos se ponían de punta.
VIII
Los polacos se habían reunido en una taberna situada cerca de un camino fronterizo, y llevaban ya dos días de festejos. No era poca la chusma. Probablemente se habían juntado para realizar una incursión; algunos tenían incluso mosquetes; las espuelas entrechocaban, los sables tintineaban. Los señores se divertían y fanfarroneaban, hablaban de sus extraordinarias hazañas, se burlaban de la religión ortodoxa, hablaban de los ucranianos como si fueran sus criados, se atusaban los bigotes con aire de importancia, echaban la cabeza hacia atrás con gesto presuntuoso y se recostaban sobre los bancos. Los acompañaba un sacerdote católico. Pero ese sacerdote era como ellos; ni siquiera tenía la apariencia de un pope cristiano: bebía y se divertía en su compañía, y su lengua impía pronunciaba comentarios desvergonzados. Los siervos se comportaban como los señores: se remangaban sus raídos caftanes y se pavoneaban, como si todo eso tuviera algún sentido. Jugaban a las cartas y se golpeaban en la nariz con los naipes. Llevaban con ellos mujeres ajenas. Por todas partes se oían ruidos y rumores de peleas. Los señores parecían poseídos por el demonio e inventaban todo tipo de bromas: cogían a un judío por la barba y dibujaban una cruz sobre su frente impía; disparaban con cartuchos vacíos sobre las mujeres y bailaban la danza cracoviana con su impío sacerdote. Ni siquiera en tiempos de los tártaros la tierra rusa había conocido un escándalo semejante. Por lo visto, como castigo por sus pecados, Dios la había condenado a soportar esa infamia. En medio del barullo general se oyó hablar de la hacienda que el señor Danilo tenía en la otra orilla del Dniéper y de su bella esposa… No, no tramaba nada bueno aquella pandilla.
IX
El señor Danilo está en su habitación, acodado sobre la mesa, y reflexiona. La señora Katerina reposa sobre la yacija y entona una canción.
—¡Qué tristeza siento, esposa mía! —exclamó el señor Danilo—. Me duele la cabeza, me duele el corazón. ¡La pesadumbre oprime mi pecho! Por lo visto la muerte me está rondando.
“¡Oh, mi amado esposo! ¡Apoya tu cabeza en mi hombro! ¿Por qué acoges en tu seno esos negros pensamientos?”, pensó Katerina, pero no se atrevió a pronunciar esas palabras. Un sentimiento de culpabilidad la atormentaba al recibir las caricias de su marido.
—¡Escucha, esposa mía! —dijo Danilo—. Cuida bien de nuestro hijo cuando yo falte. Que Dios no te conceda felicidad ni en este mundo ni en el otro si lo abandonas. Mis huesos sufrirán cuando se pudran en la tierra húmeda, pero más sufrirá mi alma.
—¿Qué estás diciendo, esposo mío? ¿No eras tú el que te burlabas de nosotras, débiles mujeres? Y ahora tú mismo hablas como una débil mujer. Todavía te quedan muchos años por delante.
—No, Katerina, mi alma presiente que la muerte está próxima. De mi vida se ha adueñado la tristeza. Se avecinan tiempos difíciles. ¡Ah, cuánto me acuerdo de esos años que ya no volverán! ¡Todavía vivía el viejo Konashevich, honor y gloria de nuestro ejército! Aún me parece estar viendo a los regimientos cosacos desfilando. ¡Fueron unos años maravillosos, Katerina! El viejo hetman cabalgaba en su caballo moro y en su mano brillaba el cetro. Iba rodeado de su séquito y a ambos lados se movía el mar encarnado de los zaporogos. El hetman empezó a hablar y todos se quedaron como clavados al suelo. El viejo se echó a llorar, recordando ante nosotros sus hazañas y las batallas de antaño. ¡Ah, si supieras, Katerina, cómo peleábamos entonces contra los turcos! Aún conservo una marca en la cabeza. Cuatro balas atravesaron mi cuerpo por lugares diferentes y ninguna de las heridas se ha curado nunca del todo. ¡Cuánto oro amasamos esa jornada! Los cosacos llenaban sus gorros de piedras preciosas. ¡Si supieras, Katerina, qué caballos les tomamos entonces! ¡Ah, nunca volveré a guerrear así! Aunque todavía no soy viejo y mi cuerpo parece conservar sus fuerzas, la espada cosaca se me cae de las manos y paso los días ocioso, sin saber para qué vivo. No hay orden en Ucrania: los coroneles y los esaúles riñen entre sí como perros. Falta un jefe que mande sobre todos. Nuestra nobleza ha adoptado los usos polacos, ha adquirido su astucia… ha vendido su alma aceptando la Unión [la Unión de Brest-Litovsk, que proclamaba la unificación de las
Iglesias de Oriente y Occidente]. Los judíos oprimen a los pobres. ¡Oh, tiempos, tiempos pasados! ¿Adónde os habéis marchado, años míos? ¡Oye, muchacho, baja a la bodega y tráeme una jarra de hidromiel! ¡Voy a brindar por nuestra pasada fortuna y por los años lejanos!
—¿Cómo vamos a recibir a los invitados, señor? ¡Los polacos se acercan por el lado de las praderas! —dijo Stetsko, entrando en la jata.
—Sé lo que están buscando —dijo Danilo, levantándose—. ¡Ensillad los caballos, mis fieles servidores! ¡Ponedles los arneses! ¡Desenvainad los sables! ¡No olvidéis proveeros de plomo! ¡Tenemos que recibir a los invitados como se merecen!
Pero apenas habían tenido tiempo los cosacos de montar en sus caballos y de cargar sus mosquetes, cuando los polacos, como hojas otoñales caídas del árbol, cubrieron toda la colina.
—¡Ya tenemos con quién entretenernos! —exclamó Danilo, mirando a los gordos señores polacos que, montados en caballos guarnecidos de oro, se balanceaban con aire grave al frente de sus tropas—. ¡Por lo visto, otra vez se nos presenta un jolgorio de los buenos! ¡Diviértete por última vez, alma cosaca! ¡Alegraos, muchachos, ha llegado el momento de la fiesta!
Y la diversión se extiende por las montañas. Empieza el festejo. Brillan las espadas, vuelan las balas, relinchan y patean los caballos. Los gritos enloquecen la cabeza, el humo ciega los ojos. Todo se confunde. Pero el cosaco presiente dónde está el amigo y dónde el enemigo. Resuena una bala y un bravo jinete cae de su montura; voltea una espada y rueda por el suelo una cabeza, murmurando confusas palabras.
Pero en medio de la contienda se distingue la tapa roja del gorro cosaco del señor Danilo; el cinturón dorado del caftán azul llama la atención; las crines de su caballo moro se arremolinan. Como un pájaro, aparece en un lado y en otro; grita y agita su sable de Damasco, descargando golpes a un lado y a otro. ¡Golpea, cosaco! ¡Diviértete, cosaco! Que tu arrojado corazón se regocije, pero no te fijes en los caftanes ni en los arneses dorados. ¡Aplasta el oro y las piedras preciosas! ¡Acomete, cosaco! ¡Diviértete, cosaco! No mires atrás: los polacos impíos prenden fuego ya a las jatas y liberan el asustado ganado. Como un torbellino, el señor Danilo vuelve grupas y su gorro de tapa roja brilla ya junto a las jatas, mientras el número de los que le rodean empieza a ralear.
Pasa una hora, pasa otra, y los polacos y los cosacos siguen peleando. Ya no quedan muchos ni de una parte ni de la otra. Pero el señor Danilo no se cansa. Con su larga pica derriba a los jinetes, y su intrépido caballo pisotea a los soldados de infantería; el patio está casi limpio; los polacos comienzan a dispersarse; los cosacos despojan a los muertos de sus caftanes dorados y de sus ricos arneses. El señor Danilo se aprestaba a perseguir al enemigo y miraba a su alrededor para reunir a los suyos, cuando se estremeció de ira al ver ante él al padre de Katerina. Se encontraba sobre una colina y le apuntaba con un mosquete. Danilo espolea a su caballo y se lanza contra él… ¡Cosaco, te diriges a tu perdición! El brujo dispara el mosquete y desaparece detrás de la colina. Sólo el fiel Stetsko ha visto su vestimenta roja y su extraño sombrero. El cosaco se ha tambaleado, el cosaco ha caído a tierra. El fiel Stetsko se precipita sobre su señor y lo encuentra tendido en el suelo, con los párpados cerrados sobre los ojos claros. La purpúrea sangre borbotea sobre su pecho. Pero el moribundo parece adivinar la presencia de su fiel servidor. Lentamente entreabre los párpados y sus ojos brillan por un momento. “¡Adiós, Stetsko! ¡Dile a Katerina que no abandone a nuestro hijo! ¡Tampoco le abandonéis vosotros, mis fieles servidores!”, y, tras pronunciar esas palabras, muere. Su alma de cosaco abandona su noble cuerpo; sus labios se vuelven azules. El cosaco duerme ya el sueño eterno.
El fiel sirviente estalla en sollozos y llama a Katerina con un gesto de la mano: “Ven, señora, ven: mal festín ha tenido tu señor. Yace ebrio sobre la tierra húmeda. Mucho tiempo tardará en despertar de su borrachera”.
Katerina levanta los brazos al cielo y se desploma sobre el cuerpo muerto. “Marido mío, ¿eres tú el que yace ahí con los ojos cerrados? Levántate, halcón amado. ¡Tiéndeme la mano! ¡Incorpórate! Mira al menos una vez a tu Katerina, mueve los labios, pronuncia aunque sea una sola palabra… ¡Pero callas, callas, mi noble señor! Te has vuelto tan azul como el Mar Negro. ¡Tu corazón no late! ¿Por qué estás tan frío, señor mío? ¡Sin duda mis lágrimas no son lo bastante ardientes para calentarte! ¡Sin duda mi llanto no es lo bastante fuerte para poder despertarte! ¿Quién dirigirá ahora tus huestes? ¿Quién cabalgará sobre tu caballo moro, proferirá el estridente grito de guerra y blandirá el sable delante de los cosacos? ¡Cosacos, cosacos! ¿Dónde están vuestro honor y vuestra gloria? Yace aquí con los ojos cerrados sobre la tierra húmeda. ¡Enterradme también a mí, enterradme con él! ¡Cubridme los ojos de tierra! ¡Aplastad con tablones de arce mis blancos pechos! ¡Ya no necesito para nada mi belleza!”.
Katerina llora y se desespera. Mientras, el horizonte se cubre de polvo: el viejo esaúl Gorobets acude en su ayuda.
X
Es maravilloso contemplar el Dniéper en un día despejado, cuando sus aguas corren tranquilas y desembarazadas entre bosques y colinas. No se oye ni un ruido, ni un chapoteo. Al mirar su extensión majestuosa, no se sabe si ésta fluye o permanece inmóvil; se diría que es todo de vidrio, que un camino azul y cristalino, de una anchura inmensa y una longitud infinita, avanza y serpentea entre un mundo de verdura. Entonces el sol ardiente se complace en mirar desde las alturas y en hundir sus rayos en las frescas y cristalinas aguas. También los bosques ribereños se solazan reflejándose en las ondas. Con sus verdes guedejas y sus flores campestres se agolpan junto a las aguas, se inclinan para mirarse en ellas y, sin cansarse de admirar su clara imagen, le sonríen y le saludan agitando las ramas. Pero en el centro del Dniéper no se atreven a contemplarse: sólo el sol y el cielo azul hunden allí su mirada. Rara vez pasa un ave por el medio de su cauce. ¡Suntuoso río! ¡No hay otro igual en el mundo! Es maravilloso contemplarlo una tibia noche de verano, cuando todas las criaturas —hombres, bestias y aves— duermen; y sólo Dios dirige una mirada majestuosa sobre el cielo y la tierra y sacude con imponente gesto su casulla, sembrando el firmamento de estrellas, que brillan y relucen sobre el mundo y se reflejan todas juntas en el Dniéper. A todas las acoge el río en su oscuro seno. Ninguna se le escapa, a menos que se apague en el cielo. El negro bosque, repleto de cuervos dormidos, y las montañas, quebradas desde tiempos remotos, se inclinan sobre él, tratando de cubrirlo aunque sea con su larga sombra. ¡Pero es en vano! No hay nada en el mundo que pueda cubrir al Dniéper. Azul, profundamente azul, fluye con curso regular, siempre visible, tanto de día como de noche, desde tan lejos como alcanza a ver el ojo humano. Arrimándose y apretándose contra la orilla para protegerse del frío nocturno, deja correr por su superficie un hilo de plata, que refulge como la hoja de un sable damasquinado; luego, de nuevo azul, se queda dormido. ¡También es maravilloso entonces el Dniéper y no hay río en el mundo que lo iguale! Cuando las nubes azules se amontonan en el cielo, el negro bosque se estremece hasta las raíces, los robles crujen y el relámpago, quebrando las nubes, ilumina de repente el mundo entero, el Dniéper adquiere un aspecto terrible. Montañas de agua retumban, se golpean contra los riscos, retroceden entre gemidos y resplandores, lloran y sollozan en la lejanía. Así se lamenta la vieja madre del cosaco cuando su hijo parte para la guerra. Lleno de ebriedad y de arrojo, cabalga sobre su caballo moro, con los puños en las caderas y el gorro inclinado con gallardía sobre la nuca. La madre gime y corre tras él, se agarra del estribo, sujeta las riendas, se retuerce las manos y vierte ardientes lágrimas.
Entre las olas embravecidas destacan las negras y siniestras siluetas de los troncos carbonizados y las piedras de un promontorio. Golpeándose en la ribera, subiendo y bajando al capricho de las olas, una barca trata de ganar la orilla. ¿Qué cosaco se atreve a pasearse en barca cuando el viejo Dniéper está irritado? Seguramente no sabe que se traga a los hombres como si fueran moscas.
La barca atraca y de ella sale el brujo. Está malhumorado. Le apenan los festejos fúnebres que los cosacos celebraban en honor de su difunto jefe. Los polacos lo han pagado caro: cuarenta y cuatro caballeros con sus arneses y sus caftanes y treinta y tres criados han sido cortados en pedazos; en cuanto a los restantes, han sido capturados, junto a sus caballos, para ser vendidos a los tártaros.
El brujo baja por unos peldaños de piedra, entre troncos carbonizados, hasta llegar a una cueva excavada a gran profundidad. Entra en silencio, sin hacer rechinar la puerta, pone una olla sobre la mesa, cubierta con un mantel, y arroja en su interior, con sus largas manos, unas misteriosas hierbas; luego coge una jarra tallada en una madera extraña, la llena de agua y empieza a verterla al tiempo que mueve los labios y murmura algunos conjuros. En la pieza aparece una luz rosada; en ese momento, el rostro del brujo adquiere un aspecto terrible: parece ensangrentado y está surcado de profundas y negras arrugas; sus ojos brillan como fuego. ¡Qué impío pecador! Hace tiempo que su barba luce canas, las arrugas recorren su cara y todo su cuerpo está seco, pero aún sigue tramando designios sacrílegos. En medio de la pieza surge una nube blanca y un sentimiento parecido a la alegría se dibuja en la cara del brujo. Pero ¿por qué se queda de pronto inmóvil y con la boca abierta, sin atreverse a cambiar de postura? ¿Por qué sus cabellos se ponen de punta? En la nube ha surgido un rostro extraño. Ese rostro ha venido a visitarlo sin haber sido invitado ni invocado; cuanto más se aclara la imagen, más fija el brujo en ella sus ojos inmóviles. Sus rasgos, sus cejas, sus ojos, sus labios: todo le resulta desconocido. Jamás en su vida lo ha visto. Se diría que ese rostro no tiene nada de terrible, pero un invencible pavor se apodera del brujo. El rostro desconocido y extraño le mira con ojos inmóviles a través de la nube. Poco después la nube desaparece, pero los rasgos desconocidos se perfilan aún más, y los penetrantes ojos no se apartan de él. El brujo se queda pálido como un lienzo. Con una voz salvaje e irreconocible lanza un grito y vuelca la olla. Todo desaparece.
XI
—¡Cálmate, mi querida hermana! —decía el viejo esaúl Gorobets—. Los sueños rara vez dicen la verdad.
—¡Tiéndete, hermanita! —decía su joven nuera—. Voy a llamar a una vieja hechicera; no hay fuerza que se le resista. Ella verterá el perepoloj.
—¡No temas nada! —decía el hijo del esaúl, poniendo la mano en el pomo del sable—. Nadie te hará daño.
Katerina los miraba a todos con ojos sombríos y turbios y no sabía qué decir: “Yo misma me he labrado mi desgracia. Fui yo quien le dejó escapar”, pensaba; finalmente exclamó:
—¡No me da un instante de paz! Hace ya diez días que estoy con vosotros en Kiev y mi dolor no ha disminuido ni un ápice. Pensaba que aquí al menos encontraría el reposo para criar a mi hijo y prepararlo para la venganza… ¡Pero ha aparecido en mi sueño con un aspecto horrible, horrible! ¡Dios os libre de verlo! Mi corazón todavía sigue alterado. “Si no te casas conmigo, Katerina —gritaba—, mataré a tu hijo” —y estallando en sollozos, se precipitó sobre la cuna, donde el asustado niño tendía sus manos y gritaba.
Al escuchar esas palabras, el hijo del esaúl temblaba de cólera, hervía de ira. El mismo esaúl Gorobets también se enfureció:
—Que se atreva ese maldito anticristo a venir aquí; comprobará si la mano de un viejo cosaco conserva su vigor. Dios sabe —dijo, levantando al cielo sus perspicaces ojos— que volé en ayuda de mi hermano Danilo. ¡Pero Su Santa Voluntad lo dispuso todo de otro modo! Cuando llegué lo encontré en el frío lecho en el que tantos cosacos han yacido. Pero ¿no fue fastuosa la fiesta fúnebre que organizamos en su honor? ¿Dejamos a un solo polaco con vida? ¡Tranquilízate, hija mía! Mientras mi hijo y yo vivamos, nadie se atreverá a hacerte daño.
Tras pronunciar esas palabras, el viejo esaúl se acercó a la cuna; el niño, al ver la pipa roja con montura de plata que llevaba colgada del cinturón y el saquito con el brillante eslabón, tendió sus manitas hacia él y se echó a reír.
—Se parecerá a su padre —dijo el viejo esaúl, desatando la pipa y entregándosela—. Todavía no ha dejado la cuna y ya quiere fumar en pipa.
Katerina dejó escapar un suave suspiro y empezó a mecer la cuna. Decidieron pasar la noche juntos, y poco después todos se quedaron dormidos. También Katerina se durmió.
Tanto en el patio como en la jata reinaba el silencio. Los únicos que no dormían eran los cosacos que montaban guardia. De pronto Katerina lanzó un grito y se despertó. También los otros se despertaron. “¡Lo ha matado, lo ha degollado!”, gritó, precipitándose sobre la cuna.
Todos la rodearon y se quedaron petrificados de terror cuando vieron que el niño estaba muerto. Ninguno se atrevió a pronunciar palabra; no sabían qué pensar de ese crimen inaudito.
XII
Lejos de las tierras ucranianas, más allá de Polonia e incluso de la populosa ciudad de Lemberg, se suceden hileras de montañas de elevadas cumbres. Como cadenas de piedra, rechazan la tierra a derecha e izquierda y la recubren de una pétrea coraza para cerrar el paso al tempestuoso y embravecido mar. Las cadenas de piedra se extienden hasta Valaquia y Transilvania, y su mole en forma de herradura se alza entre los pueblos galitziano y húngaro. En nuestras tierras no hay montañas semejantes. El ojo no se atreve a contemplarlas; algunas de sus cumbres jamás han sido holladas por el hombre. Su aspecto es extraño: ¿no será que el mar desafiante, desbordando un día de tormenta sus vastas costas, lanzó en un torbellino sus monstruosas olas, y éstas, una vez petrificadas, quedaron inmóviles en el aire? ¿No se habrán desprendido del cielo algunas pesadas nubes y se habrán acumulado sobre la tierra? Pues tienen el mismo color gris que las nubes y sus blancas cumbres brillan y relucen a la luz del sol. Hasta los Cárpatos se oye hablar la lengua rusa, e incluso más allá de las montañas, en algún que otro lugar, se percibe como un eco de nuestro idioma natal; pero más allá la fe ya no es la misma ni tampoco la lengua. Allí viven los húngaros, pueblo populoso: montan a caballo, manejan el sable y beben tan bien como los cosacos; además, cuando se trata de comprar arneses y ricos caftanes, no escatiman los doblones de su bolsa. Entre las montañas hay lagos grandes y vastos, que se mantienen inmóviles como cristal y lo mismo que espejos reflejan las desnudas cumbres de las montañas y sus verdes laderas.
Pero ¿quién es aquel que, en medio de la noche, brillen o no las estrellas, cabalga en un inmenso caballo moro? ¿Quién es ese bogatir [el héroe legendario de la épica y el folclore rusos] de talla sobrehumana que galopa al pie de las montañas y cerca de los lagos, reflejándose con su caballo gigantesco en las quietas aguas, mientras su sombra infinita se proyecta de manera espantosa sobre las montañas? Su armadura repujada centellea; sobre el hombro se recorta una pica; en la silla tintinea un sable; lleva el casco calado sobre la frente; el bigote negro destaca sobre los labios; tiene los ojos cerrados y bajas las pestañas: está dormido. Y aun dormido, sostiene las riendas; detrás de él, en el mismo caballo, va sentado un joven paje que también duerme y dormido se sujeta al bogatir. ¿Quién es? ¿Adónde se dirige y por qué? Nadie lo sabe. Hace más de un día y de dos que recorre estas montañas. Cuando amanece y sale el sol no se le ve. Sólo alguna que otra vez los montañeses advierten que una larga sombra atraviesa las montañas, aunque el cielo esté despejado y libre de nubes. Pero en cuanto la noche trae de nuevo las tinieblas, vuelve a hacerse visible y se refleja en los lagos, mientras su sombra, temblando, galopa detrás. Ha atravesado muchas montañas y ha iniciado la ascensión al Kriván, la cumbre más alta de los Cárpatos, que se alza, como un soberano, por encima de las otras. En ese punto se detienen caballo y jinete; este último se hunde en un sueño aún más profundo, mientras las nubes descienden sobre él y lo ocultan.
XIII
—¡Silencio, mujer! No hagas tanto ruido. Mi niño se ha quedado dormido. Ha estado un buen rato gritando, pero ahora duerme. ¡Voy a ir al bosque, mujer! Pero ¿por qué me miras así? ¡Me das miedo! Te salen de los ojos unas tenazas de hierro… ¡Ah, qué largas son! ¡Y brillan como el fuego!
¡Debes ser una bruja! ¡Si es así, desaparece de aquí! Me robarás a mi hijo. ¡Qué estúpido es este esaúl! Piensa que me gusta vivir en Kiev. No, aquí están mi marido y mi hijo, pero ¿quién cuidará de la jata? Me he movido con tanto sigilo que ni el gato ni el perro me han sentido salir. ¿Quieres volverte joven, mujer? Es muy fácil: no tienes más que bailar. Mira cómo bailo yo… —Y tras pronunciar esas incoherentes palabras, Katerina, con las manos en las caderas, se puso a bailar, dirigiendo a uno y otro lado miradas de loca. Sin dejar de gritar, empezó a zapatear sin medida ni compás, mientras las hebillas de plata de sus botas tintineaban. Sus negras trenzas desanudadas flotaban sobre su blanco cuello. Como un pájaro, volaba sin parar, agitando los brazos y moviendo la cabeza; parecía como si de un momento a otro, agotadas todas sus fuerzas, fuera a caer desplomada o a elevarse sobre la tierra.
La vieja nodriza la contemplaba con pesar, mientras sus profundas arrugas se llenaban de lágrimas; a los fieles servidores se les oprimía el corazón cuando contemplaban a su señora. Completamente agotada, zapateaba con indolencia en el mismo lugar, pensando que estaba bailando la gorlitsa. “¡Tengo un collar, muchachos!”, dijo por fin, deteniéndose. “¡Y vosotros no!… ¿Dónde está mi esposo?”, gritó de pronto, sacando de su cinturón un puñal turco. “¡Oh, no es un cuchillo como éste lo que necesito!”, al pronunciar esas palabras sus ojos se llenaron de lágrimas y en su rostro se dibujó una expresión de tristeza. “El corazón de mi padre yace a gran profundidad en su pecho; este puñal no podrá alcanzarlo. Su corazón es de hierro. Una bruja se lo ha forjado en el fuego del infierno. ¿Por qué no viene mi padre? ¿Acaso no sabe que ha llegado la hora de que lo apuñale? Por lo visto quiere que vaya yo misma a buscarlo…”, y, sin acabar la frase, se rió de un modo extraño. “Me ha venido a la cabeza una historia muy divertida. Me he acordado del entierro de mi marido. El caso es que lo enterraron vivo… ¡Lo que pude reírme!… ¡Escuchad, escuchad!”, y en lugar de continuar con su relato, entonó esta canción:
La carreta está ensangrentada
en ella yace un cosaco,
despedazado, acribillado.
Lleva en la diestra un venablo
del que chorrea la sangre,
un arroyo de sangre.
En la orilla hay un plátano
y en sus ramas grazna un cuervo.
La madre llora por el cosaco.
¡No llores, madre, no te aflijas!
Tu hijo ya se ha casado.
Ha tomado a una joven por mujer.
En la vasta llanura tiene su casa,
sin puerta ni ventanas.
Así acaba la canción.
El cangrejo bailaba con el pez…
¡Y el que no me quiera a mí,
que su madre tiemble de fiebre!
De esa manera mezcla todas las canciones. Lleva ya dos días viviendo en su casa y no quiere oír hablar de Kiev; no reza, se aparta de las gentes y de la mañana a la noche yerra por los oscuros robledales. Las agudas ramas arañan su blanco rostro y sus hombros; el viento sacude sus trenzas desanudadas; las hojas secas crujen bajo sus pies. Pero ella no se fija en nada. Es la hora en que palidece el crepúsculo, la luna no brilla y las estrellas aún no han despuntado, pero ya da miedo pasear por el bosque: se ve trepar a los árboles y agarrarse a las ramas a los niños que no han sido bautizados; sollozan, se ríen a carcajadas, ruedan por los caminos y por los campos cubiertos de ortigas de anchas hojas; de las ondas del Dniéper emergen en hilera las vírgenes que han perdido sus almas; los cabellos de sus cabezas verdes caen sobre los hombros; el agua, con un murmullo sonoro, corre por sus largas cabelleras y gotea sobre la tierra; cada una de ellas brilla en su cerco de agua como a través de una camisa de cristal; los labios esbozan una sonrisa maravillosa, las mejillas arden, los ojos seducen el alma… Parece como si se consumieran de amor, como si quisieran cubriros de besos… ¡Huye, cristiano! Sus labios son de hielo; su lecho, el agua fría; te atraerán y te llevarán al fondo del río. Katerina no se cuida de nadie; no tiene miedo, la insensata, de las ondinas: corre hasta muy tarde con su cuchillo, buscando a su padre.
Una mañana, al amanecer, llegó un apuesto forastero, vestido con un caftán rojo, y preguntó por el señor Danilo. Cuando se enteró de la nueva, secó con una manga sus ojos llenos de lágrimas y se encogió de hombros. Según decía, había guerreado junto al difunto Burulbash; juntos habían peleado contra los crimeanos y los turcos. ¿Quién podía imaginar que el señor Danilo iba a tener semejante fin? El forastero contó otras muchas cosas y solicitó ver a la señora Katerina.
Al principio Katerina no oía nada de lo que decía el forastero, pero poco a poco empezó a prestar atención a sus palabras como si fuera una persona cuerda. El forastero le contó que Danilo y él eran como hermanos y que en una ocasión se habían ocultado bajo un remo para escapar de los crimeanos… Katerina era toda oídos y no apartaba los ojos de él.
“¡Se restablecerá!”, pensaban los sirvientes al mirarla. “¡Ese forastero la curará! ¡Le está escuchando como si estuviera en su sano juicio!”.
El forastero empezó a contarle que el señor Danilo, en el transcurso de una sincera conversación, le había dicho: “Mira, hermano Koprián: cuando por voluntad de Dios ya no esté en este mundo, toma a mi mujer y que sea tu esposa…”.
Katerina le miró aterrorizada. “¡Ah!”, gritó. “¡Es él! ¡Es mi padre!”, y se arrojó sobre él con el cuchillo.
El hombre forcejeó con ella durante un buen rato, tratando de arrancarle el cuchillo. Finalmente se lo arrebató, alzó el brazo y se consumó un hecho terrible: el padre mató a su hija demente.
Los sorprendidos cosacos quisieron atraparlo, pero el brujo había saltado sobre su caballo y se perdía ya de vista.
XIV
Más allá de Kiev tuvo lugar un prodigio inaudito. Todos los señores y los hetmanes se habían reunido para admirarlo: de pronto se habían vuelto visibles los más remotos confines de la tierra. A lo lejos destacaban las olas azules del Liman y más allá se extendía el Mar Negro. Aquellos que habían visto mucho mundo reconocieron incluso Crimea, emergiendo cual montaña del mar, y el cenagoso Sivash. A la izquierda se veía la tierra de Galitzia.
—Y eso, ¿qué es? —preguntaban las gentes reunidas a los viejos, señalando unas cumbres grises y blancas, semejantes a nubes, que se recortaban a lo lejos en el cielo.
—¡Son los montes Cárpatos! —decían los viejos—. Allí hay montañas con nieves perpetuas, en las que las nubes se posan para pernoctar.
En ese momento se produjo una nueva maravilla: las nubes se desprendieron de la montaña más alta y en su cumbre apareció un hombre montado a caballo, con todos sus arreos de caballero; llevaba los ojos cerrados y se distinguía con tanta claridad como si estuviera muy próximo.
Entonces, en medio de la multitud atónita y aterrada, un hombre saltó sobre su caballo y, dirigiendo una mirada despavorida a su alrededor, como tratando de ver si alguien le perseguía, espoleó apresuradamente a su montura y se lanzó a todo galope. Era el brujo. ¿Por qué tenía tanto miedo? Al mirar atemorizado al extraño caballero, había reconocido el rostro que había aparecido, sin que él lo hubiera llamado, cuando se entregaba a sus conjuros. Sin comprender él mismo por qué esa visión le perturbaba tanto y sin dejar de mirar aterrorizado a su alrededor, cabalgó hasta que se hizo de noche y brillaron las estrellas. Entonces giró para dirigirse a su casa, quizás con intención de preguntar a las fuerzas impuras por el significado de ese prodigio. Se aprestaba ya a franquear con su caballo un estrecho río, que atravesaba el camino como una manga, cuando de pronto el caballo se detuvo en pleno galope, volvió el hocico hacia él y, ¡extraño prodigio!, se echó a reír. Dos hileras de blancos dientes centellearon espantosamente en la oscuridad. El brujo sintió que los cabellos se le ponían de punta. Profirió un grito salvaje, sollozó como un poseso y lanzó su caballo derecho sobre Kiev. Tenía la impresión de que todo cuanto le rodeaba le perseguía: los árboles de un sombrío bosque, como si estuvieran vivos, movían sus negras barbas y extendían sus largas ramas, tratando de ahogarlo; las estrellas parecían correr delante de él, mostrando a todo el mundo a aquel pecador; se diría que el mismo camino le perseguía. El desesperado brujo volaba hacia Kiev y sus santos lugares.
XV
Un ermitaño, solo en su cueva, estaba sentado ante la lámpara y no apartaba los ojos de un libro sagrado. Llevaba muchos años recluido en esa caverna. Se había construido un ataúd de tablas que le servía de lecho. El santo anciano cerró el libro y se puso a orar… De pronto entró corriendo un hombre de aspecto extraño y terrible. El santo ermitaño, desconcertado por primera vez en su vida, retrocedió al ver a ese hombre. El desconocido temblaba como una hoja; sus ojos miraban despavoridos y despedían un fuego terrible y pavoroso; su rostro monstruoso estremecía el alma.
—¡Padre, reza! ¡Reza! —gritó desesperado—. ¡Reza por un alma condenada! —y se desplomó sobre el suelo.
El santo ermitaño se santiguó, cogió el libro y lo abrió, pero, presa del terror, lo dejó y retrocedió.
—¡No, pecador empedernido! ¡No hay perdón para ti! ¡Vete de aquí! ¡No puedo rezar por ti!
—¿No? —gritó el pecador fuera de sí.
—Mira: las santas letras del libro se han cubierto de sangre. ¡Nunca ha habido en el mundo un pecador como tú!
—¡Padre, te estás burlando de mí!
—¡Vete de aquí, maldito pecador! No me estoy burlando de ti. Me siento dominado por el miedo. ¡Tu compañía no es recomendable para nadie!
—¡No, no! Te burlas de mí, no me engañes… Veo cómo se abre tu boca y aparecen las blancas hileras de tus viejos dientes…
Y, lanzándose como un poseso sobre el santo ermitaño, lo mató.
Se oyó un profundo gemido que recorrió los campos y los bosques. Más allá de la espesura se alzaron unas manos enjutas y secas, con largas uñas, que se estremecieron y desaparecieron.
El brujo ya no sentía nada, ni siquiera miedo. Todo le parecía incierto. Sus oídos y su cabeza zumbaban como después de una borrachera; el panorama que se abría ante sus ojos se cubría como de una tela de araña. Tras saltar sobre su caballo, avanzó en línea recta hacia Kánev, pensando en atravesar Cherkasi, dirigirse a Crimea y unirse a los tártaros, aunque no sabía con qué objeto. Cabalgó un día y después otro, y Kánev no aparecía. No obstante, el camino era el correcto; hacía tiempo que debía haber llegado, pero Kánev seguía sin verse. En la lejanía brillaron las cúpulas de algunas iglesias; pero no era Kánev, sino Shumsk. El brujo se sorprendió al ver que estaba cabalgando en dirección contraria. Volvió grupas y se dirigió a Kiev; al cabo de un día apareció una ciudad; pero no era Kiev, sino Galich, una población aún más alejada de Kiev que Shumsk y ya próxima a Hungría. Sin saber qué hacer, volvió grupas una vez más, pero pronto advirtió que seguía avanzando en dirección contraria. Nadie en el mundo hubiera podido decir lo que experimentaba el alma del brujo, y aquel que se hubiera asomado a ella y hubiera visto lo que allí pasaba habría perdido el sueño y la risa para el resto de sus días. No era ira, miedo o cruel despecho lo que bullía en ella. No hay palabra en el mundo para describir ese sentimiento. Algo le quemaba por dentro y le consumía; hubiera querido aplastar el mundo entero con su caballo, coger la tierra que se extendía desde Kiev a Galich, con sus habitantes y todo lo demás, y arrojarla al fondo del Mar Negro. Pero no era la cólera lo que le empujaba a ello; ni él mismo sabía a qué se debía ese deseo. Todo su cuerpo empezó a temblar cuando aparecieron ante él los montes Cárpatos y el elevado Kriván, cubierto por una nube gris a modo de gorro, mientras su caballo seguía galopando y empezaba a ascender por las montañas. De pronto las nubes se desvanecieron y ante él apareció el jinete, con toda su temible majestad. El brujo trató de detenerse, tiró con todas sus fuerzas de las riendas; el caballo relinchaba de manera salvaje, erizaba las crines y galopaba hacia el jinete. En ese momento el brujo sintió que todo su cuerpo quedaba petrificado: el inmóvil jinete se removía, abría los ojos y, al ver que el brujo avanzaba hacia él, se echaba a reír. Esa risa salvaje se expandió como un trueno por las montañas y resonó en el corazón del brujo, sacudiendo hasta su fibra más profunda. Le pareció que un ser muy vigoroso se deslizaba en su interior, se adentraba en sus entrañas y golpeaba con un martillo su corazón y sus venas… ¡Tan espantoso era el eco de esa risa en su alma!
El jinete cogió al brujo con su terrible mano y lo levantó por los aires. El brujo murió al instante y, una vez muerto, abrió los ojos. Pero ya era un cadáver y como tal miraba: ni el vivo ni el resucitado tienen una mirada tan horrible. Dirigió a uno y otro lado sus ojos sin vida y vio cómo unos muertos, cuyos rostros se parecían al suyo como dos gotas de agua, se levantaban en Kiev, en la tierra de Galitzia y en los Cárpatos. Pálidos, muy pálidos, unos más altos, otros más huesudos, rodearon al jinete, que sostenía en la mano su horrible presa. El jinete, riéndose de nuevo, arrojó al brujo al abismo.
Todos los cadáveres se lanzaron detrás, cogieron al muerto y clavaron en él sus dientes. Uno de ellos, el más alto, el más terrible de todos, quiso levantarse, pero no pudo: no tenía fuerzas para hacerlo; tanto había crecido bajo tierra, que si se hubiera levantado, habría derribado los Cárpatos, Valaquia y el país de los turcos; sólo pudo moverse un poco, pero la tierra entera se vio sacudida por un temblor. Muchas casas se derrumbaron por doquier y numerosas personas murieron aplastadas.
A menudo se escucha en los Cárpatos un silbido como si un millar de molinos agitara sus ruedas en el agua. Son los muertos que roen al muerto en el fondo de un abismo inaccesible, que el hombre jamás ha visto y al que teme aproximarse. A veces ocurre que la tierra tiembla de un extremo al otro del mundo; las personas instruidas lo atribuyen a que en algún lugar próximo al mar hay una montaña de la que brotan llamas y fluyen ríos ardientes. Pero los ancianos que viven en Hungría y en Galitzia saben más que ellos y aseveran que esas sacudidas se deben a que un cadáver grande, enorme, crecido bajo la tierra, quiere levantarse y hace temblar el suelo.
XVI
En la ciudad de Glújov un grupo de gente se había reunido alrededor de un viejo bandurrista ciego y llevaba ya una hora oyéndole tocar. Nunca nadie había tocado tan bien la bandurria ni había cantado canciones tan maravillosas. Primero había evocado los viejos tiempos de los hetmanes, de Sagaidachni y de Jmelnitski. Aquélla era otra época: los cosacos conocían días de gloria, aplastaban a los enemigos con sus caballos y nadie se atrevía a burlarse de ellos. El viejo también cantaba canciones alegres y miraba a las gentes como si las viera, mientras los dedos, cubiertos en sus extremos con dedales de hueso, volaban como moscas por encima de las cuerdas, dando la impresión de que éstas tocaban solas. Las personas que le rodeaban ni siquiera se atrevían a murmurar; los viejos permanecían con la cabeza baja y los jóvenes levantaban los ojos hacia el anciano.
—¡Esperad! —exclamó el viejo—. Voy a contaros una historia que sucedió en tiempos muy remotos.
La gente se aproximó aún más y el viejo empezó a cantar.
“En tiempos del señor Stepán, que era príncipe de Transilvania y también rey de los polacos, vivían dos cosacos: Iván y Pietro. Eran como dos hermanos. “Escucha, Iván: todos los bienes que consigamos nos los repartiremos. Cuando uno de nosotros esté alegre, también se alegrará el otro; cuando uno sienta pena, ambos nos apenaremos; cuando uno consiga un botín, lo partirá por la mitad; cuando uno sea hecho prisionero, el otro venderá todo lo que tiene para pagar el rescate, y en último término se entregará él mismo”. Y en verdad todo lo que conseguían los cosacos se lo repartían, tanto el ganado ajeno como los caballos.
“El rey Stepán guerreaba contra los turcos. Llevaba ya tres semanas batiéndose con ellos, pero aún no había conseguido expulsarlos. Entre los turcos había un pachá tan arrojado que con sólo diez jenízaros podía destruir todo un regimiento. El rey Stepán anunció entonces que, si algún valiente le traía a ese pachá vivo o muerto, le entregaría a él solo tanto dinero como repartía entre todo el ejército. “¡Vamos a coger al pachá, hermano!”, dijo Iván a Pietro. Y los cosacos se fueron cada uno por su lado.
“Quién sabe si Pietro hubiera podido capturar al pachá, pero Iván lo llevaba ya con una cuerda alrededor del cuello ante el mismo rey. “¡Eres un joven valiente!”, le dijo el rey Stepán y ordenó que le entregaran tanto dinero como recibía todo el ejército; también dispuso que le dieran tierras en el lugar que quisiera y tantas cabezas de ganado como deseara. El mismo día que Iván recibió el dinero del rey lo repartió con Pietro; éste tomó la mitad, pero no pudo soportar que Iván hubiera recibido tales honores del rey y concibió un profundo rencor en lo más hondo de su corazón.
“Los dos caballeros se dirigían a las tierras otorgadas por el rey, al otro lado de los Cárpatos. El cosaco Iván había sentado a su hijo a sus espaldas y lo había atado a su cintura. Cayó la noche, pero ellos seguían cabalgando. El niño se quedó dormido y el propio Iván empezó a dormitar. ¡No te duermas, cosaco, en la montaña los senderos están llenos de peligros!… Pero el cosaco tiene un caballo que siempre encuentra el camino, nunca tropieza ni da un paso en falso. Entre las montañas hay un precipicio cuyo fondo nadie ha visto jamás; la distancia que hay hasta su entraña es la misma que separa el cielo de la tierra. Al borde mismo de ese precipicio discurre un camino por el que quizás pudieran pasar dos personas al mismo tiempo, pero no tres. El caballo del cosaco adormilado avanzaba con cuidado. A su lado iba Pietro, temblando de alegría y reteniendo el aliento. Miró a su alrededor y empujó a su hermano adoptivo al precipicio. El caballo, el cosaco y el niño se precipitaron al abismo.
“No obstante, el cosaco consiguió agarrarse a una rama, de modo que sólo el caballo se despeñó hasta el fondo. Con su hijo sobre los hombros, Iván empezó a trepar. Ya le faltaba poco para llegar arriba, cuando levantó los ojos y vio que Pietro alargaba la pica para derribarlo. “Dios de justicia, cuánto mejor habría sido no levantar los ojos, para no ver cómo mi propio hermano blande su lanza para rechazarme. ¡Mi querido hermano! ¡Empújame con la pica, ya que así está escrito, pero coge a mi hijo! ¿Qué culpa ha cometido esta inocente criatura para merecer una muerte tan cruel?”. Pietro se echó a reír y lo rechazó con la pica; el cosaco y el niño se precipitaron en el fondo del abismo. Pietro se apoderó de todos los bienes y empezó a vivir como un pachá. Nadie tenía unas caballadas como él. Nadie tenía tantas ovejas y corderos. Pero también a Pietro le llegó su hora.
“Cuando Pietro murió, Dios llamó a las almas de los dos hermanos, Pietro e Iván, para juzgarlas. “Este hombre es un gran pecador”, dijo Dios. “¡Iván! No soy capaz de encontrar un castigo para él. ¡Elígelo tú mismo!”. Iván pasó un buen rato buscando un castigo adecuado y finalmente exclamó: “Este hombre me ha causado una gran ofensa: traicionó a su hermano como Judas y me privó de mi progenie y de mi descendencia. Y un hombre sin progenie ni descendencia es como un grano de trigo que se pierde en vano. Si el grano no brota, nadie sabrá jamás que allí fue arrojada una semilla”.
“‘¡Dios mío, haz que toda su progenie no conozca la felicidad en la tierra! ¡Que el último de sus descendientes sea un criminal como jamás ha habido en el mundo! ¡Que a causa de sus crímenes sus abuelos y sus bisabuelos no encuentren la paz en sus sepulcros y, sufriendo tormentos insoportables, se levanten de sus tumbas! ¡Y que Judas Pietro no tenga fuerzas para levantarse y sus tormentos sean todavía más crueles; que coma tierra como un poseso y se retuerza en la tumba!’.
“‘Y cuando llegue la hora de poner fin a los crímenes de ese hombre, Dios mío, permíteme salir del precipicio y subir sobre mi caballo a la montaña más alta; que ese hombre venga hacia mí y yo lo arrojaré al abismo más profundo, y que todos sus muertos, abuelos y bisabuelos, dondequiera que hayan habitado, vengan de todos los rincones de la tierra a roerle los huesos para hacerle pagar los tormentos que les ha causado; que le roan eternamente y yo pueda disfrutar viendo sus padecimientos. Que Judas Pietro no pueda levantarse de la tierra, que haga esfuerzos por poder roerle también él, pero se vea obligado a roerse a sí mismo; y que sus huesos no dejen de crecer, para que de ese modo aumente también su dolor. Ése será para él el sufrimiento más terrible, pues no existe mayor tormento para el hombre que querer vengarse y no poder hacerl’.
“‘Terrible es el castigo que has inventado, hombre’, exclamó Dios. ‘Todo sucederá como has dicho, pero tú cabalgarás eternamente y no verás el reino de los cielos mientras sigas sobre tu caballo’. Los hechos se cumplieron como había sido dispuesto. Todavía hoy el prodigioso jinete se alza sobre esa montaña de los Cárpatos, ve cómo en el abismo insondable los muertos roen al muerto y siente que el muerto tendido dentro de la tierra crece, roe sus propios huesos en medio de atroces sufrimientos y hace temblar de manera terrible el mundo entero…”.
El ciego dio por terminada su canción; de nuevo empezó a tañer las cuerdas; se puso a cantar divertidos episodios de Jomá y Yerioma, del Vidriero Stokoza… pero los viejos y los jóvenes aún no se habían recobrado y durante un buen rato mantuvieron las cabezas bajas, pensando en ese terrible episodio que había sucedido en los tiempos antiguos.
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