Maksim Gorki
(Nizhni Nóvgorod, Rusia, 1868 - Moscú, 1936)


Boles (1897)
(“БОЛЕСЬ”)
Originalmente publicado, con el título Письма (“La carta”),
en la revista Нижегородский листок [La hoja de Nizhegorod]
Núm. 130 (14 de mayo de 1897);
Очерки и рассказы [Ensayos y relatos), segunda edición, Vol. II
(San Petersburgo: Издательство С.Дороватовский и А.Чарушников [S. Dorovatovsky y A. Charushnikov], 1899)



      He aquí lo que me contó un conocido: “Cuando era estudiante en Moscú, tuve ocasión de vivir cerca de una de ‘esas’, ya sabes. Era polaca, de nombre Teresa. Muy alta, muy morena, con cejas negras, unidas en una, y un rostro grande, ordinario, como tallado con un hacha. Me aterrorizaba por el brillo animal de sus ojos, su voz profunda, de bajo, sus modales de cochero, toda su enorme y musculosa figura de puestera… Yo vivía en la buhardilla, y su puerta estaba enfrente de la mía. Si sabía que ella estaba en casa, nunca tenía entornada mi puerta. Pero esto, claro, rara vez sucedía. De cuando en cuando nos encontrábamos en las escaleras o en el patio, y me dedicaba una sonrisa que yo consideraba rapaz y cínica. Más de una vez la vi borracha, con ojos amodorrados, despeinada; al sonreír en ese estado se ponía especialmente fea… En esas ocasiones me hablaba:
       —¡Salud, señor estudiante! —Y tontamente se reía a carcajadas, aumentando mi aversión hacia ella. De buen grado me habría cambiado de piso con tal de librarme de aquellos encuentros y saludos, pero mi cuarto era tan agradable y tenía tan buena vista desde la ventana, y aquella calle era tan tranquila… Aguanté.
       Y de pronto, una mañana, estando yo tumbado en la cama, tratando de encontrar algún pretexto para no ir a clase, se abre la puerta y aquella odiosa Teresa proclama desde el umbral con su voz de bajo:
       —¡Salud, señor estudiante!
       —¿Qué se le ofrece? —digo. Y veo su rostro turbado, suplicante. Un rostro no habitual en ella.
       —Verá, señor, quería pedirle un favor… ¡si pudiera hacérmelo!
       Yo permanezco tumbado, callo y pienso:
       “¡Qué faena! Un atentado contra mi pureza, ni más ni menos. ¡Mantente fuerte, Egor!”.
       —Verá, necesito enviar una carta a mi país —dice, con aire suplicante, suavemente, tímidamente.
       “¡Ay, pienso, al diablo, está bien!”. Me levanté, me senté a la mesa, cogí papel y dije:
       —Pase para acá, siéntese y dicte…
       Pasa, se sienta con cuidado en la silla y me mira con aire de culpabilidad.
       —Y bien, ¿a quién va dirigida la carta?
       —A Boleslav Kashput, en la ciudad de Sventsián, por la carretera de Varsovia…
       —¿Qué pongo? Dígame…
       —Mi querido Boles… corazón mío… mi verdadero amado… ¡Que la madre de Dios te guarde! Mi corazón de oro… ¿por qué hace tanto tiempo que no escribes a tu melancólica pichoncita Teresa?
       Casi se me escapan las carcajadas. La “melancólica pichoncita” medía doce vershokes [vieja medida rusa de longitud equivalente a 4,44 cm.; cuando se utilizaba para describir la altura de una persona, a la cantidad de vershok referida había que sumar dos arhsines (142 cm) que era la altura media, así que con esta expresión Gorki quería señalar que la “melancólica pichoncita” medía casi dos metros] de altura, tenía poderosos puños, y una jeta tan negra ¡como si la pichoncita hubiera estado limpiando chimeneas toda la vida y nunca se hubiera lavado! Conteniéndome como pude, le pregunté:
       —¡Oh! ¿Quién es este Bolest? [dolor]
       —Boles, señor estudiante —como si la hubiera ofendido que deformara el nombre—. Es mi prometido…
       —¡¿Prometido?!
       —¿Qué le llama tanto la atención, señor? ¿Acaso una joven como yo no puede tener prometido?
       ¡¿Ella una joven?!
       —¡Por qué no! ¡Todo puede ser…! ¿Y hace mucho que es su prometido?
       —Hace más de cinco años…
       “¡Caramba!”, pienso yo. Bueno, y escribimos la carta. Créame, tan cariñosa y amorosa que quizá yo mismo me habría cambiado por ese Boles si la correspondiente no hubiera sido Teresa, sino cualquier otra, más pequeña que ella.
       —¡Gracias por el servicio, señor! —me dice Teresa haciendo una reverencia—. ¿Hay algo, tal vez, en lo que yo le pueda servir?
       —¡No, muy agradecido!
       —¿Quizá tenga el señor una camisa o unos pantalones con agujeros?
       Siento que este mastodonte en faldas me ha hecho sonrojarme, y bruscamente le declaro que no necesito sus servicios.
       Se fue.
       Pasaron dos semanas… Una tarde, estoy sentado cerca de la ventana y silbo, pensando cómo distraerme. Me aburro, y hace mal tiempo, no me apetece ir a ninguna parte, y a causa del aburrimiento me dedico al autoanálisis, lo recuerdo. Eso también resulta muy aburrido, pero no me apetecía hacer otra cosa. Se abre la puerta, ¡gracias a Dios!, llega alguien…
       —Qué, señor estudiante, ¿no está ocupado en ningún asunto urgente?
       ¡Teresa! Hum…
       —No… ¿qué pasa?
       —Quería pedirle al señor que escribiera otra carta más…
       —Bien… ¿A Boles?
       —No, ahora, de él.
       —¿Quééé?
       —¡Oh, necia mujer! ¡No es, señor, eso lo que quería decir, perdone! Verá, ahora, no me hace falta a mí, sino a una amiga… o sea, no a una amiga… a un conocido… Él no escribe… y tiene una novia, como yo… Teresa… Bien, ¿es posible que el señor escriba una carta a esta Teresa?
       La miro, tiene el rostro turbado, le tiemblan los dedos, está embrollada y… ¡lo adivino!
       —Y bien, señora —digo—, no existe ningún Boles ni ninguna Teresa, todo eso son invenciones suyas. A mí no me va a pescar, yo no quiero ser su amigo… ¿Entendido?
       De pronto se asustó de manera un poco extraña, demudó, comenzó a patalear en el sitio, a batir ridículamente los labios, queriendo decir algo y sin hablar nada. Yo espero, a ver qué pasa después de todo esto, y veo, y siento, que tal vez me haya equivocado un poco al sospechar que quería seducirme y apartarme de la vía de la virtud. Esto como que era otra cosa.
       —Señor estudiante —comenzó ella, y de pronto, haciendo un ademán con la mano, se volvió hacia la puerta con brusquedad y se fue. Me quedé con un vivo pesar en el alma. Oí en su cuarto un portazo, era obvio que la mujerona se había enfadado ruidosamente… Reflexioné y decidí ir adonde ella e, invitándola a mi cuarto, escribirle todo lo que hiciera falta.
       Entro en su habitación, veo que está sentada a la mesa, que se ha acodado sobre ella y aprieta la cabeza con las manos.
       —Escuche —digo.
       … Siempre, cuando cuento esta historia y llego a este punto, me siento terriblemente absurdo… ¡semejante tontería! Pues sí…
       —Escuche —digo…
       Se levanta de un salto, va hacia mí, con una mirada centelleante y, habiéndome puesto las manos sobre los hombros, comienza a susurrar, en realidad, a zumbar con su voz de bajo.
       —Bueno, ¿y qué? ¿Y bien? ¡Así es! No existe ningún Boles… ¡Ni Teresa tampoco! ¿Y a usted qué le importa? A usted le resulta difícil pasar la pluma por el papel, ¿verdad? ¡Desde luego cómo son ustedes! Y además tan… ¡blanquecito! ¡Ni Boles, ni Teresa, yo sola existo! ¡Bueno, qué! ¿Y bien?
       —Permítame —digo yo, aturdido por este recibimiento—, ¿qué ocurre? ¿Boles no existe?
       —¡No! ¿Y?
       —¿Y Teresa tampoco?
       —¡Y Teresa tampoco! ¡Yo soy Teresa!
       ¡No entiendo nada! La miro con los ojos desorbitados, tratando de determinar quién de nosotros se ha vuelto loco. Ella se va de nuevo a la mesa, hurga allí, vuelve hacia mí y en tono ofendido dice:
       —Si tan difícil le resultó escribir a Boles, aquí tiene su carta. Cójala. Ya me escribirán otras…
       Veo que tengo en la mano la carta a Boles. ¡Fu!
       —¡Escuche, Teresa! ¿Qué significa todo esto? ¿Para qué necesita que le escriban otras si yo se la escribí y no la envió?
       —¿Adónde?
       —A ese… ¿a Boles?
       —¡Pero si no existe!
       ¡Decididamente no entiendo nada! Quedaba únicamente mandarla a freír espárragos e irse. Pero se explicó.
       —¿Qué pasa? —Hablaba de manera ofendida—. ¡No existe, y no existe! —Y abrió los brazos como si no entendiera por qué no existía—. Y yo deseo que él exista… ¿Acaso yo no soy una persona como las demás? Por supuesto yo… ya sé… Pero a nadie hace daño que yo le escriba…
       —Permítame, ¿a quién?
       —¡A Boles, por supuesto!
       —Pero si no existe, ¿no?
       —¡Ay, Jesús y María! Qué es, qué no es, ¿y qué? ¡No, como si fuera! Le escribo y es como si existiera… Y Teresa soy yo, y él me responde, y yo otra vez a él…
       Lo entendí… Algo me hizo sentir enfermo, mal, avergonzado. Cerca de mí, a tres pasos de mí, vive una persona que no tiene a nadie en el mundo que la trate con cariño, de corazón, ¡y esta persona se había inventado un amigo!
       —Bien, usted me escribió una carta a Boles, y yo se la di a otro a leer, y cuando me la leen, escucho y pienso ¡que Boles existe! Y le pido escribir una carta de Boles a Teresa… a mí. Cuando me escriban semejante carta y me la lean, entonces definitivamente pensaré que Boles existe. Y esto me hará la vida más llevadera…
       ¡Pues, bien! ¡Al diablo! Desde aquel momento, empecé a escribir con regularidad, dos veces por semana, una carta a Boles y la respuesta de Boles a Teresa… Esas respuestas me salían muy bien… Ella, a veces, las escuchaba y lloraba a lágrima viva… daba alaridos con aquella voz suya de bajo. Y a cambio de arrancarle las lágrimas con las cartas del imaginario Boles, me arreglaba gratis todos los agujeros de los calcetines, las camisas y demás… Más tarde, unos tres meses después de esta historia, la metieron por no sé qué en la cárcel. Ahora, seguramente, ya habrá muerto”.
       … Mi conocido sopló la ceniza del emboquillado, miró pensativo al cielo y terminó:
       “Pues sí… Cuanta más amargura ha saboreado una persona, con mayor violencia ansía el dulce. Pero nosotros esto no lo comprendemos, envueltos en nuestras vetustas virtudes y mirándonos unos a otros a través de un velo de arrogancia y convicción en nuestra infalibilidad absoluta.
       Resulta bastante estúpido y… muy cruel. Al parecer, la gente perdida… ¿Y qué es eso de la gente perdida? Ante todo, gente, con la misma osamenta, la misma sangre, la misma carne y los mismos nervios que nosotros. Nos hablan de ello siglos enteros, día tras día. Pero nosotros lo escuchamos y… ¡el diablo sabe lo absurdo que es todo esto! En esencia, nosotros también somos gente perdida, y tal vez, incluso muy profundamente perdida… en el abismo de la arrogancia absoluta y la convicción de la superioridad de nuestros nervios y cerebros sobre los cerebros y los nervios de quienes únicamente son menos astutos que nosotros, que fingen peor que nosotros ser buenos… Y además, basta de hablar de eso. Todo ello es tan viejo… que hasta da vergüenza hablar…”.




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