Maksim Gorki
(Nizhni Nóvgorod, Rusia, 1868 - Moscú, 1936)
Vaska el rojo (1900)
(“Васька красный”)
[Obras reunidas], Vol. III
(San Petersburgo: Знание [Conocimiento], 1900)
Hace no mucho tiempo, en una de las casas públicas de una ciudad a orillas del Volga prestaba sus servicios un hombre de unos cuarenta años, llamado Vaska y apodado “el Rojo”. Debía su apodo a sus cabellos intensamente pelirrojos y a su cara rechoncha del color de la carne cruda.
De labios gruesos, con unas grandes orejas despegadas del cráneo que recordaban a las asas de una jofaina, impresionaba por la expresión cruel de sus ojillos descoloridos. Hundidos en medio de la grasa, brillaban como bloques de hielo y, en abierta contradicción con la figura carnosa y bien alimentada de aquel hombre, su mirada siempre daba la sensación de que estuviera muerto de hambre. Bajo y achaparrado, solía llevar una casaca corta de color azul, unos pantalones anchos de paño, de corte oriental, y unas botas lustrosas con un pequeño adorno. Tenía el cabello rizado y, cuando se ponía su elegante gorro, los rizos pelirrojos le asomaban por debajo, cubriéndole el cintillo. Parecía entonces que Vaska llevara puesta una corona roja.
Sus camaradas le llamaban “el Rojo”, pero las chicas solían llamarle “el Verdugo”, porque disfrutaba martirizándolas.
En aquella ciudad había varias instituciones de enseñanza superior y, por tanto, numerosos jóvenes. Por ese motivo, las casas de tolerancia ocupaban un barrio entero: una larga calle principal y toda una serie de callejones laterales. Vaska era conocido en todas las casas del barrio, su nombre causaba terror entre las chicas y, cuando se peleaban entre ellas, por la razón que fuera, o tenían algún problema con la madama, ésta solía amenazarlas:
—¡Mucho cuidado! ¡Como me saquéis de mis casillas, voy a tener que llamar a Vaska el Rojo!
A veces la mera advertencia bastaba para que las chicas se calmaran y renunciaran a sus exigencias. Unas exigencias que a menudo eran perfectamente legítimas y justas, como, por ejemplo, que les dieran de comer mejor o que se les permitiera salir de la casa para ir de paseo. Y, si la amenaza no era suficiente para aplacarlas, la madama recurría a Vaska.
Solía acudir despacio, con la pachorra propia de un hombre que nunca tenía prisa, y se encerraba con la patrona en su cuarto, donde ella le indicaba cuál de las pupilas se había hecho merecedora del castigo.
Tras escuchar en silencio su queja, respondía escuetamente:
—Muy bien…
Y se iba a ver a las chicas. En su presencia, palidecían y temblaban como hojas; él era consciente y disfrutaba infundiendo terror. Si la escena se desarrollaba en la cocina, donde ellas comían y tomaban té, se quedaba un buen rato en el umbral, mirándolas tranquilamente, callado e inmóvil, como una estatua, y aquellos instantes de impasibilidad eran tan atroces para las chicas como las propias torturas a las que las sometía.
Después de observarlas, decía con voz indiferente y aflautada:
—¡Mashka! Ven acá…
—¡Vasili Mirónich! —imploraba la joven—. ¡No me toques! No me toques… Como me toques… me cuelgo…
—¡Ven, estúpida! Ya te doy yo la cuerda… —decía fríamente Vaska, con toda seriedad.
Siempre pretendía que las culpables se presentaran ante él por su propia iniciativa.
—Voy a gritar hasta que vengan los guardias… ¡Pienso romper los cristales! —La chica, jadeando de terror, enumeraba todo lo que se proponía hacer.
—Tú rompe un cristal… ¡y te lo tragas! —decía Vaska.
Y hasta la más testaruda de las chicas solía rendirse y se ponía en manos del Verdugo; pero, si se negaba, era el propio Vaska quien se acercaba hasta ella, la agarraba del pelo y la arrojaba al suelo. Las propias amigas de la víctima —que a menudo compartían sus opiniones— eran las encargadas de atarla de pies y manos y de amordazarla, y allí mismo, en el suelo de la cocina y ante sus ojos, era azotada la culpable. Si era una joven despierta, capaz de plantear una queja, la azotaba con una correa gruesa, para no hacerle cortes en la piel, y además le colocaba encima un paño mojado, evitando así que le saliesen moratones. También empleaba unos saquitos largos y estrechos rellenos de arena y grava; los golpes en las nalgas con esos sacos causan un dolor sordo y muy duradero…
En todo caso, la crueldad del castigo no dependía tanto del carácter de la acusada como del grado de su culpabilidad y de las simpatías de Vaska, y a veces azotaba a las chicas más lanzadas sin ningún miramiento, prescindiendo de toda precaución. Siempre llevaba en el bolsillo de los pantalones un zurriago de tres colas con un mango corto de roble, pulido por el frecuente uso. En la correa de este zurriago había engastado hábilmente unos alambres, formando una especie de borlas en el extremo de las colas. Un solo golpe bastaba para hacer en la piel un profundo corte que llegaba hasta el hueso. Y muchas veces, para que doliese más, aplicaba en la espalda lacerada sinapismos o trapos empapados en agua muy salada.
Cuando castigaba a las chicas, Vaska jamás perdía los estribos, siempre se mostraba igual de taciturno y distante, y sus ojos nunca alteraban su expresión de hambre insaciable, si bien en ocasiones los entornaba, con lo que parecían más perspicaces…
Aquél no era su único método punitivo. Todo lo contrario: Vaska tenía una imaginación inagotable, y su refinamiento a la hora de torturar a las chicas alcanzaba grandes cimas creativas.
Por poner un ejemplo: en uno de aquellos establecimientos, la pupila Vera Kópteva fue acusada por un cliente de haberle robado cinco mil rublos. El cliente, un comerciante siberiano, informó a la policía de que había estado en la habitación de Vera, con ella y con su amiga Sara Scherman. Ésta se había marchado al cabo de una hora; él se había quedado con Vera toda la noche, y había abandonado el cuarto en estado de embriaguez.
El caso siguió su curso legal; las investigaciones se eternizaban: se decretó la prisión preventiva para ambas sospechosas, más tarde fueron juzgadas y absueltas por falta de pruebas.
Cuando, después del juicio, volvieron con su patrona, las amigas fueron sometidas a una nueva investigación; la madama estaba convencida de que el robo había sido cosa de ellas, y aspiraba a obtener una parte del botín.
Sara consiguió demostrar que ella no había participado en el robo; entonces la madama se ocupó de Vera Kópteva. La encerró en el baño y la sometió a una dieta de caviar salado, pero, a pesar de ésta y de otras medidas, no había manera de que confesara dónde había escondido el dinero. No hubo más remedio que recurrir a la ayuda de Vaska.
Le prometieron cien rublos si averiguaba dónde estaba el dinero.
Así, una noche, en el baño donde estaba Vera, mortificada por la sed, las tinieblas y el terror, se apareció el diablo.
Vestía una prenda de lana negra y espesa, que desprendía un tufo a fósforo y un humo azulado y luminiscente. El lugar de los ojos lo ocupaban dos chispas refulgentes. Se plantó delante de la chica y le preguntó con una voz sobrecogedora:
—¿Dónde está el dinero?
Ella, aterrorizada, se volvió loca.
Era invierno. A la mañana siguiente, descalza, con una camisa por todo vestido, la llevaron a rastras por la profunda nieve desde el baño hasta la casa. Se reía en silencio y decía alegremente:
—Mañana mismo voy a misa con mamá… Voy a misa… Voy a misa con mamá…
Cuando Sara Scherman la vio en ese estado, se quedó desconcertada, y confesó tranquilamente, delante de todo el mundo:
—Pero si ese dinero lo robé yo…
No es fácil decir qué era más intenso: si el miedo o el odio de las chicas a Vaska.
Todas coqueteaban con él y le adulaban; todas perseguían con afán el honor de ser su querida, y al mismo tiempo trataban de instigar a sus amigos “de toda confianza”, a los clientes y a los “matones” conocidos para que le dieran una buena paliza. Pero Vaska tenía una fuerza colosal, y además nunca se emborrachaba, con lo cual era difícil ajustarle las cuentas. Más de una vez le pusieron arsénico en la comida, en el té o en la cerveza; en una ocasión fue bastante efectivo, pero al final salió adelante. Se las arreglaba para estar al corriente de todo lo que se tramaba en su contra; pero en ningún momento dio la impresión de que su conciencia del riesgo que corría, viviendo como vivía rodeado de incontables enemigos, afectase lo más mínimo a su impasible crueldad con las chicas. Solía decir con su indiferencia habitual:
—De sobra sé que me arrancaríais la piel a tiras si tuvieseis la ocasión… Bah, de nada sirve que os pongáis así; a mí no me va a pasar nada.
Y, frunciendo los labios, les soplaba en la cara. Era su manera de reírse de ellas.
Frecuentaba la compañía de policías, de otros matones como él y de algunos detectives, tan asiduos siempre de los burdeles. Pero no tenía amigos entre ellos, no había un solo conocido al que desease ver más a menudo que a los demás, a todos los trataba con idéntica indiferencia.
Con ellos bebía cerveza y comentaba los escándalos que se producían todas las noches en el distrito. Él jamás salía de casa si no le llamaban para un “asunto”, es decir, para dar una paliza o —como decían por allí— “meter miedo” a alguna de las chicas.
La casa en la que estaba empleado era un establecimiento de medio pelo. A los clientes les cobraban tres rublos por el acceso; cinco por una noche completa. La propietaria, Fiokla Yermoláievna, una mujer de unos cincuenta años, muy gruesa y corpulenta, era estúpida y malvada; temía a Vaska, lo tenía en alta estima y le pagaba quince rublos mensuales, aparte de la manutención y el alojamiento: disponía de un pequeño cuarto, que parecía una tumba, en la buhardilla. En aquella casa, gracias a Vaska, reinaba entre las pupilas un orden ejemplar; eran once, todas sumisas como ovejas.
Cuando estaba de buen humor y le daba por charlar con algún parroquiano, a Fiokla Yermoláievna le gustaba presumir de sus chicas de la misma manera que un ganadero presume de sus cerdos o sus vacas.
—Tengo un género de primera —solía decir, sonriendo con orgullo y satisfacción—. Las niñas son todas lozanas y robustas; la más vieja tiene veintiséis años. Hay que admitir que no tiene una conversación muy interesante, pero, a cambio, ¡menudo cuerpo! Vea, vea, bátiushka [“padrecito”: tratamiento, entre familiar y respetuoso, dirigido a parientes, vecinos y conocidos], ¡más que una chica, es un milagro! ¡Ksiushka! Ven acá…
Y Ksiushka se acercaba, contoneándose como un pato. El cliente la “examinaba” más o menos atentamente y siempre se mostraba satisfecho con su cuerpo.
Era una muchacha de mediana estatura, gruesa y sólida, como esculpida a martillazos. Tenía el busto amplio y firme, la cara redonda, la boca pequeña, con labios gruesos, de un rojo intenso. Los ojos, mudos, inexpresivos, recordaban a esos abalorios que les ponen en la cara a las muñecas, y la nariz chata y los ricillos sobre las cejas, que acentuaban su parecido a una muñeca, les quitaban a los clientes, incluso a los menos exigentes, cualquier deseo de entablar conversación con ella. Por lo general, se limitaban a decirle:
—¡Vamos!
Y ella acompañaba al cliente de turno con sus andares torpes y tambaleantes, sonriendo estúpidamente y moviendo los ojos de un lado a otro, como le había enseñado la madama. Ella lo llamaba “encandilar al cliente”. Sus ojos se habían acostumbrado hasta tal punto a esos movimientos que empezaba a “encandilar al cliente” desde el momento mismo en que, vestida con presunción, se presentaba en el salón, aún vacío a esas horas de la tarde, y no dejaban de moverse de un lado a otro, tanto si estaba sola como si la acompañaban las otras chicas o algún cliente.
Tenía otra rareza: se enrollaba alrededor del cuello su larga trenza, del color de la corteza tierna del tilo, y dejaba que el extremo le cayera sobre el pecho, sosteniéndolo todo el rato en la mano izquierda, como si llevara un dogal al cuello…
Sabía decir de sí misma que se llamaba Aksinia Kalúguina, que había nacido en la provincia de Riazán, que siendo moza había “pecado” una vez con un tal Fedka, había tenido un bebé y se había marchado a la ciudad, a servir como ama de cría en la familia de un “recaudador”, y que más tarde, cuando su bebé falleció, la habían despedido, y finalmente la habían “contratado” en aquel establecimiento… Total, que llevaba ya cuatro años viviendo allí…
—¿Y te gusta? —le preguntaban.
—No está mal. Tengo comida, vestido, calzado… Sólo que no hay tranquilidad… Y luego está Vaska… No para de zurrarte, el demonio…
—Pero ¿te lo pasas bien?
—¿Dónde? —preguntaba, mientras “encandilaba al cliente”.
—Aquí, naturalmente… No me digas que no te diviertes…
—¡No está mal! —contestaba y, volviendo la cabeza, observaba el salón, como queriendo comprobar qué podía haber allí de divertido.
A su alrededor no había más que gente borracha y alboroto, y todo en aquel sitio, desde la madama y las compañeras hasta las grietas en el techo, era sobradamente conocido.
Hablaba con una voz espesa y profunda, y sólo se reía cuando le hacían cosquillas. Tenía una risa sonora, como la de un campesino vigoroso, y se desternillaba de la risa. Siendo como era la más estúpida y la más saludable de todas las chicas, era menos desdichada que el resto, pues en ella el elemento animal despuntaba más que en ninguna.
Como es natural, el establecimiento donde Vaska infundía más terror y más odio entre las chicas era precisamente aquél en el que ejercía sus funciones de “matón”. Cuando se emborrachaban, las chicas no ocultaban esos sentimientos y se quejaban abiertamente de Vaska ante sus clientes; pero, como los clientes no acudían a esa casa precisamente para defender a las pupilas, sus protestas no tenían mayores consecuencias. Y cuando su malestar se manifestaba en forma de gritos histéricos y de sollozos, y llegaba a oídos de Vaska, su fogosa cabeza aparecía en la puerta del salón y decía impertérrito, con voz neutra:
—¡Eh, tú! Nada de bobadas…
—¡Verdugo! ¡Monstruo! —gritaba la joven—. ¿Cómo te atreves a desfigurarme? Vea, señor, cómo me ha dejado la espalda… —Y la chica hacía un intento de quitarse el corpiño…
Entonces Vaska se acercaba hasta ella, la cogía del brazo y, sin que se le alterara la voz —algo que resultaba particularmente aterrador—, la exhortaba:
—No armes escándalo… Tranquilízate. ¿A qué vienen esos berridos? Estás borracha… ¡Mucho ojo!
Con eso, por lo general, era suficiente; muy pocas veces se veía obligado Vaska a llevarse a la chica del salón.
Jamás había escuchado ninguna de las chicas ni una sola palabra amable de Vaska, aunque muchas de ellas habían sido queridas suyas en algún momento. No se complicaba la vida a la hora de elegir; si alguna le gustaba, por la razón que fuera, le decía:
—Esta noche la paso contigo…
Después de lo cual, solía frecuentarla por una temporada, y un buen día dejaba de visitarla sin darle explicaciones.
—¡Qué diablo! —decían de él—. Ni que fuera de piedra…
Había estado liado, sucesivamente, con casi todas las chicas del establecimiento, incluida Aksinia. Y fue precisamente en la época en que estaban juntos cuando en cierta ocasión le propinó una paliza tremenda.
A ella, que era perezosa y gozaba de buena salud, le gustaba mucho dormir, y a menudo se quedaba dormida en el salón, a pesar del barullo reinante. Sentada en un rincón, se olvidaba de pronto de “encandilar a los clientes” con sus estúpidos ojos: los dejaba fijos en un objeto cualquiera, después los párpados empezaban a caérsele poco a poco, hasta que acababan por ocultar los ojos; a todo esto, el labio inferior le colgaba, dejando al descubierto sus enormes dientes blancos. Se oían entonces unos gratos ronquidos que hacían reír a pupilas y clientes, pero las risas no despertaban a Aksinia.
Le ocurría con frecuencia. La madama la regañaba severamente y le daba unos cachetes, pero los golpes no espantaban el sueño: Aksinia se desahogaba llorando y volvía a quedarse dormida.
Hasta que Vaska tomó cartas en el asunto.
Un día, cuando la muchacha se quedó dormida en un diván, al lado de un cliente borracho, que también estaba traspuesto, Vaska se acercó, la cogió de la mano sin decir nada y se la llevó de allí.
—¿Me vas a pegar? —preguntó Aksinia.
—Qué remedio… —dijo Vaska.
Al llegar a la cocina, le ordenó que se desvistiera.
—No me hagas mucho daño —le suplicó Aksinia.
—Bueno, bueno…
Se dejó sólo la camisa puesta.
—¡Quítatela! —ordenó Vaska.
—¡Serás desvergonzado! —dijo la chica con un suspiro, y se quitó la camisa.
Vaska le sacudió en los hombros con una correa.
—¡Sal al patio!
—¡Qué dices! Estamos en invierno… Me voy a morir de frío…
—¡Seguro! Como si te enterases tú de algo…
La llevó a empujones hasta la puerta de la cocina y, sin dejar de arrearla con la correa, la sacó por el zaguán y, una vez en el patio, le mandó que se tumbara en un montón de nieve.
—Vasia… ¿Cómo puedes…?
—¡Vamos, vamos!
Y, aplastándole la cara contra la nieve, la obligó a hundir en ella la cabeza para que nadie pudiera oír sus gritos. Estuvo mucho tiempo azotándola con la correa, repitiendo:
—No vuelvas a dormirte, no vuelvas a dormirte…
Cuando por fin la soltó, la muchacha, temblando de frío y dolor, le dijo entre lágrimas y sollozos:
—¡Espera, Vaska! Ya te llegará el momento… ¡Tú también llorarás! ¡Como que hay un Dios, Vaska!
—¡Tú sigue hablando! —replicó tranquilamente—. Pero ¡vuelve a dormirte en el salón! Te saco aquí al patio, te doy una paliza y después te echo agua encima…
La vida tiene su propia sabiduría: se llama “casualidad”. A veces nos recompensa, pero más a menudo se cobra su venganza. Y, al igual que el sol proporciona una sombra a cada objeto, la sabiduría de la vida prepara el castigo adecuado para cada una de nuestras acciones. Es algo tan cierto como ineludible, y todos deberíamos saberlo y tenerlo presente…
También a Vaska le llegó el día del castigo.
Una tarde, mientras las chicas cenaban medio desnudas antes de dirigirse al salón, una de ellas, Lida Chernogórova, una muchacha despierta y maliciosa de pelo castaño, anunció, mirando por la ventana:
—Ha llegado Vaska.
Se oyeron algunas maldiciones angustiadas.
—¡Fijaos! —exclamó Lida—. ¡Está borracho! Le acompaña un policía… ¡Fijaos, fijaos! —Todas se precipitaron a la ventana—. Tienen que sacarlo… ¡Chicas! —Lidia seguía gritando entusiasmada—. ¡Seguro que ha sufrido un accidente!
La cocina se llenó del runrún de las imprecaciones y las risas maliciosas: la risa gozosa de quienes se sabían vengadas. Las chicas, empujándose unas a otras, fueron corriendo al zaguán para asistir a la llegada del enemigo caído.
Allí pudieron ver cómo entre el policía y el cochero llevaban a Vaska sujeto por los brazos; tenía la cara gris, gruesas gotas de sudor le bañaban la frente y arrastraba de mala manera la pierna izquierda.
—¡Vasili Mirónich! ¿Qué le ha pasado? —exclamó la patrona.
Vaska cabeceaba impotente, y respondió con un hilo de voz:
—Me he caído…
—Se ha caído de lo alto de un tranvía de sangre [medio de transporte urbano de tracción animal]… —le explicó el policía—. Y, claro, una rueda le ha pasado por encima de la pierna y… ¡zas!
Las chicas no dijeron nada, pero sus ojos refulgían como ascuas.
Subieron a Vaska a su cuarto, lo tumbaron en la cama y fueron a avisar a un médico. Las chicas, paradas delante de la cama, intercambiaban miradas, pero no decían ni palabra.
—¡Largo de aquí! —dijo Vaska. Ninguna se movió del sitio—. ¡Ah, cómo os alegráis!
—No lloramos, no… —respondió Lida, con una sonrisa maliciosa.
—¡Patrona! Échalas de aquí… ¿A qué han venido?
—¿Tienes miedo? —preguntó Lida, inclinándose sobre él.
—Venga, chicas, marchaos de aquí… —ordenó la madama.
Se fueron. Pero, al salir, todas le dirigieron una mirada siniestra, y Lida dijo en voz baja:
—¡Ya volveremos!
En cuanto a Aksinia, amenazándole con el puño, gritó:
—¡Vaya un diablo! ¿Así que estás destrozado? Te lo has ganado a pulso…
Su arrojo dejó pasmadas a sus compañeras.
Abajo, se apoderó de ellas un éxtasis perverso, un éxtasis vengativo cuya intensa dulzura no habían saboreado aún. Locas de alegría, no paraban de mofarse de Vaska, y la patrona se asustó de aquella actitud tan exaltada que, hasta cierto punto, se le contagió también a ella.
Porque ella también se alegraba de ver que Vaska había sido castigado por el destino. Tampoco con ella era correcto: no la trataba como a un superior, sino más bien como a un subordinado. Pero ella sabía bien que sin el concurso de Vaska sería incapaz de tener sujetas a sus pupilas, y se cuidaba mucho de manifestar abiertamente lo que pensaba de él.
Por fin llegó el doctor, le puso un vendaje al paciente, le recetó unas medicinas y se marchó, diciéndole a la patrona que sería preferible mandar a Vaska a un hospital.
—¡Chicas! ¿Qué os parece? ¿Le hacemos una visita a nuestro querido paciente? —gritó Lida con bravuconería.
Y todas, entre risas y gritos, se lanzaron escaleras arriba.
Vaska yacía con los ojos cerrados. Sin tomarse la molestia de abrirlos, afirmó:
—Ya estáis aquí otra vez…
—Será que nos das lástima, Vasili Mirónich…
—¿O es que te crees que no te queremos?
—Acuérdate de cómo tú una vez…
Hablaban sin levantar la voz, pero de un modo igualmente impactante. Habían rodeado la cama, y contemplaban el rostro grisáceo de Vaska con ojos malignos y alegres. Él también se decidió a observarlas, y nunca habían reflejado sus ojos tanto malestar, tanta hambre insatisfecha: el hambre inexplicable que siempre brillaba en su mirada.
—Chicas… ¡andaos con ojo! Como me levante…
—A lo mejor, si Dios quiere, ya nunca te levantas… —le interrumpió Lida.
Vaska apretó con fuerza los labios y no replicó.
—¿Cuál es la pierna que te duele? —preguntó dulcemente una de las chicas, inclinándose hacia él; estaba pálido, y enseñaba los dientes—. ¿Ésta?
Y, agarrando la pierna maltrecha de Vaska, le dio un fuerte tirón.
A Vaska le castañetearon los dientes y aulló de dolor. También tenía roto el brazo izquierdo, hizo un aspaviento con el derecho y, en su intento de alcanzar a la muchacha, se golpeó en la tripa.
Las risas estallaron a su alrededor.
—¡Fulanas! —bramó, girando los ojos de un modo espantoso—. ¡Mucho cuidado! ¡Os voy a matar!
Pero ellas daban saltos en torno a su cama y le pellizcaban, le tiraban del pelo, le escupían a la cara, le zarandeaban la pierna mala. Les brillaban los ojos, se reían, maldecían, gruñían como perros; la humillación a la que estaban sometiendo a Vaska empezaba a adquirir un tono cínico e increíblemente repulsivo. Habían caído en el delirio de la venganza, llegando a un estado de frenesí. Todas de blanco, a medio vestir, sofocadas por el ajetreo, resultaban monstruosamente aterradoras.
Vaska rugía, agitando el brazo derecho; la patrona, desde la puerta, gritó salvajemente:
—¡Ya basta! Dejadle en paz… ¡Voy a llamar a la policía! ¡Lo vais a matar! ¡Ay, Señor, Señor!
Pero no la escuchaban. Él las había martirizado durante años; ellas disponían de unos minutos para resarcirse y tenían prisa…
De pronto, en mitad del alboroto y la confusión de aquel desenfreno, se oyó una voz profunda que imploraba:
—¡Chicas! Ya es suficiente… Chicas, tened compasión… A él también… también… ¡le hacemos daño! ¡Queridas! Por el amor de Dios… Queridas mías…
Esta voz cayó sobre ellas como un jarro de agua fría: asustadas, se apartaron inmediatamente de Vaska.
Había sido Aksinia la que había hablado; estaba junto a la ventana, temblando de pies a cabeza, inclinándose profundamente ante sus compañeras; tan pronto se presionaba la tripa con ambas manos como las estiraba hacia el frente torpemente.
Vaska yacía inmóvil; tenía la camisa desgarrada a la altura del pecho, y ese pecho ancho, cubierto de vello pelirrojo, se agitaba sin pausa, como si algo lo sacudiera por dentro, tratando frenéticamente de escapar. Él emitía una especie de ronquidos y tenía los ojos cerrados.
Amontonadas, casi como si estuvieran unidas en un gran cuerpo, las chicas se quedaron en la puerta, en silencio, escuchando los sordos balbuceos de Aksinia y los estertores de Vaska. Lida, que estaba al frente del grupo, se limpió rápidamente los pelos rojos que se le habían enredado entre los dedos.
—¿Y si… y si se muere? —se oyó un susurro. Y de nuevo se hizo el silencio…
Una tras otra, procurando no hacer ruido, las chicas fueron saliendo con cautela de la habitación de Vaska. Después de salir todas ellas, había en el suelo muchos jirones de tela, muchos retales…
Aksinia se había quedado en el cuarto.
Respirando pesadamente, se acercó a Vaska y con su característica voz grave le preguntó:
—¿Qué vas a hacer ahora?
Vaska abrió los ojos, la miró y no dijo nada.
—Ya puedes hablar… O beber algo… ¿Quieres que recoja todo esto? Sí, debería ponerme a recoger… ¿O a lo mejor te apetece un poco de agua? Voy a traerte agua…
Vaska, en silencio, sacudió la cabeza y movió los labios. Pero no pronunció una sola palabra.
—Ya lo ves… ¡no puedes ni hablar! —dijo Aksinia, dándole vueltas a su trenza alrededor del cuello—. ¡Cómo nos hemos ensañado! ¿Te duele, Vaska? Bueno, ten paciencia… se te pasará… Al principio es cuando más duele… ¡Si lo sabré yo!
Algún músculo se contrajo en la cara de Vaska. Dijo con voz ronca:
—Dame… agua…
Pero la expresión de hambre insatisfecha se había borrado de sus ojos.
Aksinia se instaló en el piso de arriba, con Vaska; sólo bajaba a comer, a tomar té y a coger alguna cosa para el herido. Las compañeras no le dirigían la palabra, ni siquiera le preguntaban nada. La patrona no ponía impedimentos a que se dedicase a cuidar del paciente y no la reclamaba por las tardes para que fuera a atender a los clientes. La mayor parte del tiempo Aksinia estaba en el cuarto de Vaska, sentada al lado de la ventana, mirando los tejados cubiertos de nieve, los árboles blancos de escarcha, el humo que se elevaba hacia el cielo formando nubecillas opalinas. Cuando se hartaba de mirar, se quedaba dormida en la silla, con los codos apoyados en la mesa. De noche dormía en el suelo, junto a la cama de Vaska.
Apenas conversaban; si Vaska pedía agua o cualquier otra cosa, Aksinia se lo llevaba, lo miraba, suspiraba y se dirigía a la ventana.
Así pasaron cuatro días. La patrona estaba empeñada en trasladar a Vaska a un hospital, pero por el momento no había cama para él.
Una tarde, cuando las sombras ya se habían apoderado de la habitación de Vaska, el enfermo levantó la cabeza y preguntó:
—Aksinia, ¿estás ahí?
Ella dormitaba, pero la pregunta la despertó.
—¿Dónde iba a estar si no? —contestó.
—Anda, acércate…
Aksinia se acercó a la cama y se quedó quieta junto a la cabecera, enrollándose la trenza alrededor del cuello, como era su costumbre, y sujetando el extremo en una mano.
—¿Qué quieres?
—Coge la silla y siéntate aquí a mi lado…
Con un suspiro, se acercó a la ventana para coger la silla, la colocó junto a la cama y se sentó.
—¿Y bien?
—No pasa nada… Quédate aquí un rato…
En la pared, sobre la cama de Vaska, colgaba su gran reloj de plata, con su tictac apremiante. Un coche pasó a toda prisa por la calle, se oyó el chirrido de los patines. En el piso de abajo se reían las chicas, una de ellas cantaba con voz aguda:
Me enamoré de un estudiante hambriento…
—¡Aksinia! —dijo Vaska.
—¿Sí?
—Verás… ¿Y si vivimos juntos?
—Pero si ya vivimos juntos —contestó desganada la joven.
—No, no, espera… Quiero decir… ¡como Dios manda!
—Bueno —asintió.
Vaska se quedó callado y estuvo un buen rato con los ojos cerrados.
—Sí… Nos iremos de aquí y empezaremos una nueva vida.
—Y ¿adónde vamos a ir? —preguntó Aksinia.
—A donde sea… Pienso demandar a la compañía del tranvía por las lesiones. Me tendrán que pagar, así lo establece la ley. Aparte de eso, yo ya tengo un dinero ahorrado, unos seiscientos rublos.
—¿Cuánto? —preguntó Aksinia.
—Seiscientos rublos.
—¡Caramba! —exclamó la muchacha, y bostezó.
—Sí… Sólo con eso podríamos montar nuestro propio negocio… Más lo que saquemos del tranvía… Podemos marcharnos a Simbirsk, o a Samara si no… y abrir una casa… Sería la primera de la ciudad… Podríamos tener las mejores chicas… Cobraríamos cinco rublos por el acceso.
—¡No me digas! —Aksinia sonrió con malicia.
—¿Por qué no? Ya lo verás…
—¡Seguro!
—Te digo que sí… Y, si tú quieres, podríamos casarnos.
—¿Quéee? —exclamó Aksinia, con la mirada perdida.
—Que podríamos casarnos —repitió Vaska con cierta inquietud.
—¿Tú y yo?
—Sí, claro…
Aksinia se echó a reír. Balanceándose en la silla, se agarró los costados, y tan pronto soltaba unas carcajadas profundas y graves como chillaba de una manera muy poco natural en ella.
—¿Qué te pasa? —preguntó Vaska, y nuevamente apareció en sus ojos aquella mirada hambrienta. Ella no paraba de carcajearse—. ¿Qué te pasa? —insistió.
Por fin, entre risas y gritos, Aksinia acertó a decir:
—Eso de casarnos… ¿Tú te crees que es posible? Pero si hace tres años que no piso una iglesia… ¡Estás como una cabra! ¡Valiente mujer te has buscado! ¿No esperarás también que te dé hijos?
La idea de los hijos despertó en ella un nuevo estallido de carcajadas sinceras. Vaska la miraba en silencio…
—¿Y de verdad te crees que me voy a ir contigo a ninguna parte? —prosiguió la muchacha—. Menuda ocurrencia… Me llevarías a cualquier sitio y me matarías a las primeras de cambio. Todo el mundo sabe lo que te gusta torturar a la gente.
—¡Calla ya! —dijo Vaska en voz baja.
Pero ella siguió hablando de su crueldad, recordándole varios episodios concretos.
—¡Calla! —le suplicó. Viendo que no le hacía ningún caso, gritó con su voz ronca—: ¡Te he dicho que te calles!
Fue lo último que se dijeron aquella tarde. Por la noche Vaska sufrió delirios; de su ancho pecho brotaban estertores y aullidos. Le rechinaban los dientes y hacía aspavientos con su mano derecha, golpeándose a veces en el pecho.
Aksinia se despertó, se quedó de pie junto al lecho, asustada, y estuvo un buen rato mirándole a la cara. Entonces le despertó.
—¿Qué te ha pasado? ¿Acaso te estaba asfixiando un fantasma?
—¡He tenido pesadillas! —dijo Vaska con la voz muy débil—. Dame un poco de agua.
Después de beber, sacudió la cabeza y anunció:
—No, no voy a abrir una casa… Mejor me dedico al comercio… No quiero llevar una casa…
—Un comercio… —dijo Aksinia, pensativa—. Bueno, sí… Poner una tienda, eso está bien…
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Vaska con calma, intentando convencerla.
—¿No lo dirás en serio? —replicó Aksinia, alejándose de la cama.
—¡Aksinia Semiónovna! —dijo Vaska en tono estridente, despegando la cabeza de la almohada—. Te prometo…
Hizo un gesto con la mano, y se calló.
—No pienso ir contigo a ninguna parte —proclamó Aksinia, sacudiendo la cabeza con resolución, viendo que Vaska no añadía nada más—. ¡A ninguna!
—Si yo quiero, vendrás conmigo… —dijo Vaska con calma.
—¡No voy a ir a ninguna parte!
—Lo que pasa es que yo no quiero… Pero, si quisiera, ¡vaya si venías!
—Que no…
—¡Que sí, demonios! —exclamó Vaska irritado—. Pero si te pasas todo el santo día aquí conmigo… malgastando tu tiempo… ¿Cómo es que…?
—Eso es distinto… —dijo Aksinia, intentando explicarse—. Pero lo de vivir contigo, ¡de eso nada! Te tengo miedo… ¡eres un malvado!
—¡Vaya! ¿Qué sabrás tú de eso? —exclamó Vaska irritado—. ¡Un malvado! Serás mema… Piensas que soy un malvado, y ya está. ¿Te crees tú que es tan fácil ser un malvado? —Se le quebró la voz, y se quedó callado unos momentos, frotándose el pecho con su mano sana. Después, débilmente, con angustia en la voz y miedo en los ojos, siguió hablando—: ¿No estás yendo demasiado lejos? Caray, malvado… se dice pronto… ¿Tú sabes lo mucho que me exigen?… ¡Vámonos de aquí, Aksinia Semiónovna!
—¡Ni lo menciones! No pienso ir contigo… —Aksinia no daba su brazo a torcer y, recelosa, se iba apartando de él.
Una vez más cesó la conversación. La luna se colaba en la habitación, y a su luz la cara de Vaska parecía gris. Estuvo mucho tiempo en silencio, a ratos con los ojos abiertos, a ratos cerrados. En el piso de abajo se oían bailes, canciones, risas.
Aksinia empezó a roncar a gusto; Vaska soltó un profundo suspiro.
Dos días más tarde, la patrona le consiguió a Vaska una cama en el hospital.
Fueron a recogerle en un furgón, con un practicante y un auxiliar. Con mucho cuidado, bajaron a Vaska a la cocina, y allí pudo ver a todas las chicas arremolinadas en la puerta.
Tenía la cara contraída, pero no les dijo nada. Ellas le observaban con gesto adusto y severo, pero no se podía deducir de sus miradas qué era lo que estaban pensando al verlo delante de ellas. Aksinia y la madama le ayudaron a ponerse el abrigo, y toda la gente que estaba en la cocina guardaba un silencio denso y sombrío.
—¡Adiós! —dijo de pronto Vaska, inclinando la cabeza, aunque sin mirar a las chicas—. ¡Adiós…!
Algunas inclinaron la cabeza en silencio, pero él ni siquiera llegó a verlo. Lida, por su parte, dijo:
—Adiós, Vasili Mirónich…
—Adiós… sí…
El practicante y el auxiliar del hospital lo levantaron del banco en el que estaba sentado y lo condujeron hacia la puerta. Pero él todavía se volvió hacia las chicas:
—Adiós… Es verdad que… he sido…
Dos o tres voces más respondieron:
—Adiós, Vasili…
—¡Qué se le va a hacer! —Sacudió la cabeza, y en su rostro se dibujó una expresión completamente insólita en él—. ¡Adiós! Por el amor de Dios… Las que… A las que yo…
—¡Se lo están llevando! Se están llevando a mi amado —chilló de pronto Aksinia, como una loca, derrumbándose en el banco.
Vaska se estremeció y alzó la cabeza. Había en su mirada un brillo aterrador; se quedó quieto, escuchando atentamente aquellos alaridos, y dijo con labios temblorosos:
—Pero… ¡será mema! ¡Vaya una mema!
—Vamos, vamos —le apremió el practicante, frunciendo el ceño.
—¡Adiós, Aksinia! Ven a verme al hospital… —dijo Vaska en voz alta.
Y Aksinia seguía chillando:
—¡Ay! ¿Por qué? ¿Por qué me abandonas?
Las chicas la rodearon, mirándola a la cara, observando las lágrimas que manaban de sus ojos.
Y Lida, inclinada sobre ella, intentaba aplacarla con aspereza:
—¿A qué vienen esos berridos, Ksiushka? Ni que se hubiera muerto… Pero si puedes ir a verlo… Mira, ¡mañana mismo puedes ir!
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