Maksim Gorki
(Nizhni Nóvgorod, Rusia, 1868 - Moscú, 1936)
Veintiséis y una (poema) (1899)
(“Двадцать шесть и одна. Поэма”)
Originalmente publicado en la revista Жизнь, San
Petersburgo (“Vida”),
Vol. XII (diciembre de 1899);
Очерки и рассказы [Ensayos y relatos), segunda edición, Vol. III
(San Petersburgo: Издательство С.Дороватовский и А.Чарушников [S. Dorovatovsky y A. Charushnikov], 1899)
Éramos veintiséis; veintiséis máquinas vivientes, veintiséis hombres encerrados en un sótano húmedo en el que, de la mañana a la noche, amasábamos rosquillas y krendeliá [una especie de rosquilla dulce, en forma de lazo o de ocho, semejante al pretzel alemán.]. Las ventanas del sótano se asomaban a una zanja, cubierta de ladrillos mohosos por la humedad, los marcos de las ventanas estaban tapados por fuera con una tupida malla metálica y la luz del sol no podía espiarnos a través de los cristales, empolvados de harina. El patrón había fortificado las ventanas con hierro para impedir que diésemos un pedazo de pan a los pobres o a aquellos compañeros nuestros que, habiéndose quedado sin trabajo, se morían de hambre; además, nos llamaba sinvergüenzas y nos daba de comer menudillos putrefactos en lugar de carne.
Era sofocante y angosta aquella caja de piedra de techo bajo, oprimente, lleno de hollín y de telarañas. Uno se sentía atrapado y asqueado entre los gruesos muros, salpicados aquí y allá de manchas de barro y de moho… Nos levantábamos cada mañana a las cinco, sin haber dormido lo suficiente, y, obtusos e indiferentes, a las seis estábamos sentados a la mesa para hacer krendeliá con la masa que habían dejado preparada nuestros compañeros mientras dormíamos. Un día y otro día, desde la mañana hasta las diez de la noche, unos estirábamos la masa elástica con las manos, moviéndonos de cuando en cuando para no quedarnos entumecidos, mientras otros trabajaban la harina con agua. Y, un día y otro día, el agua de la caldera en la que se cocían los krendeliá ronroneaba triste y pesarosa, y la pala del hornero se peleaba furiosa y diestra con el horno y arrojaba en sus ladrillos al rojo las escurridizas piezas de masa. En la parte trasera del horno ardía la leña de la mañana a la noche, y las rojas lenguas de fuego se reflejaban temblorosas en la pared del obrador y parecían hacernos burla en silencio. El enorme horno semejaba la cabeza deforme de un monstruo legendario que, asomándose desde el subsuelo, abriera su bocaza llameante y nos abrasara con su aliento observando nuestra tarea inacabable a través de las dos negras rendijas de ventilación que tenía en la frente. Esas cavidades eran como ojos, los ojos despiadados e impasibles del monstruo: nos contemplaban con una mirada inalterable y oscura, como si se hubiesen cansado de mirar a los esclavos y, sin esperar ya nada humano de ellos, los despreciasen con frío y experimentado desdén.
Un día y otro día, rodeados de barro y de polvo de harina, asfixiados por el calor pegajoso y maloliente, estirábamos la masa y hacíamos krendeliá, empapándolos con nuestro sudor, y odiábamos nuestro trabajo con odio acendrado; jamás comíamos los productos que salían de nuestras manos y preferíamos el pan negro a los krendeliá. Sentados a la larga mesa, unos frente a otros —nueve en un lado y nueve en el otro—, movíamos mecánicamente las manos y los dedos durante horas y horas, y estábamos tan acostumbrados que ya ni siquiera atendíamos a nuestros movimientos. Y estábamos tan hartos de mirarnos los unos a los otros que todos conocíamos de memoria cada arruga de la cara de los demás. No teníamos nada de que hablar, y estábamos hechos a ello y guardábamos silencio todo el tiempo, salvo para meternos unos con otros, porque siempre hay algo malo que decir de un hombre, y más si es un compañero. Pero incluso eso sucedía muy rara vez. ¿De qué se puede acusar a un hombre que está medio muerto, que es como una estatua, alguien cuyos sentimientos han quedado aplastados por el peso de la fatiga? Pero el silencio sólo es terrible y doloroso para aquellos que se lo han dicho todo y ya no saben qué más se pueden decir; en cambio, para los que nunca han tenido nada que decir, el silencio es sencillo y llevadero… A veces cantábamos, y nuestro canto empezaba de este modo: durante la faena, alguien repentinamente soltaba un suspiro, como el relincho de un caballo exhausto, y daba comienzo así, en voz queda, a una de esas canciones susurradas cuya melodía conmueve y acaricia y procura alivio al alma atormentada del cantante. Uno de nosotros cantaba y, al principio, los demás escuchábamos en silencio su canto solitario, que sonaba ahogado y en sordina bajo el pesado techo del sótano, como una pequeña hoguera en medio de la estepa en una húmeda noche de otoño, cuando el cielo gris cubre la tierra como un techo plomizo. En cierto momento, otro se unía al cantante, y las dos voces se elevaban con dulzura y tristeza por encima del calor sofocante de nuestra estrecha trinchera. Y de pronto unas cuantas voces más se sumaban a la canción… Y la canción bullía como una ola, se volvía más fuerte, más sonora, como si abriese una brecha en los húmedos, espesos muros de nuestra cárcel de piedra.
Todos, los veintiséis, cantábamos por fin; las voces altas, acompasadas, llenaban el taller; a la canción le faltaba espacio; rebotaba en los muros, gemía y sollozaba, vigorizando los corazones con una suave punzada de dolor que reabría viejas heridas y atizaba la pena. Los cantantes respiraban profunda y trabajosamente; de pronto uno abandonaba el canto y, durante largo rato, se limitaba a escuchar a sus compañeros, para volver luego a unir su voz a la ola común. A otro se le escapaba un quejido apesadumbrado y cerraba los ojos al cantar, y acaso la amplia y poderosa ola sonora le hiciese pensar en un camino que conducía a un lugar muy lejano, un camino ancho, inundado de sol, por donde él mismo marchaba…
El fuego temblaba sin pausa en el horno, una y otra vez la pala del hornero se arrastraba por el ladrillo, el agua chisporroteaba en la caldera y el reflejo de las llamas se contoneaba en la pared, entre risas mudas… Y nosotros, al cantar, expresábamos con palabras ajenas nuestra sórdida tristeza, la pena abrumadora de los hombres privados de sol, la pena de los esclavos. Así es como vivíamos, los veintiséis, en el sótano de una gran casa de piedra, y nos costaba tanto esfuerzo vivir como si llevásemos sobre los hombros el peso de las tres plantas del edificio.
Pero, además de las canciones, había otra cosa buena, algo que todos amábamos y que, en cierto modo, hacía las veces del sol para nosotros. En la segunda planta de la casa había un taller de bordados de oro y allí, entre otras muchas artesanas, vivía una doncella de dieciséis años llamada Tania. Cada mañana, asomaba su carita sonrosada de alegres ojos azules al ventanuco de nuestra puerta y, con voz aguda y amigable, nos reclamaba:
—¡A ver esos krendeliá, mis prisioneros!
Todos nos volvíamos al oír aquella voz familiar, cristalina, para contemplar contentos y animados la cara virginal que nos sonreía deliciosamente. Nos encantaba ver la nariz aplastada contra el cristal del ventanuco y los dientes pequeños y blancos que destellaban entre los labios rosados, siempre sonrientes. Nos apresurábamos a abrirle la puerta, empujándonos unos a otros; ella entraba, animada y afable, tendiéndonos su delantal. Se quedaba parada ante nosotros, con la cabeza un poco inclinada hacia un lado, sin dejar de sonreír. Una gruesa trenza de cabello castaño le caía desde el hombro y reposaba sobre su pecho. Y nosotros, sucios, tiznados, encorvados, la mirábamos desde abajo —cuatro escalones separaban el umbral de la puerta del suelo del taller—, la mirábamos levantando la cabeza y le dábamos los buenos días, empleando determinadas palabras que no utilizábamos con nadie más que con ella. Al hablarle, nuestras voces se volvían más dulces, nuestras bromas más livianas. Todo era diferente con ella. El hornero sacaba una palada de los krendeliá más tostados y crujientes, volcándola con pericia en el delantal de Tania.
—¡Cuidado que no te vea el jefe! —le advertíamos siempre. Ella se reía con picardía y nos gritaba su alegre despedida:
—¡Adiós, mis prisioneros! —Y desaparecía rauda, como un ratoncillo.
Eso era todo. Pero mucho después de haberse ido seguíamos hablando de ella con deleite. Decíamos exactamente lo mismo que habíamos dicho la víspera y la antevíspera, porque ella, al igual que nosotros y que todo lo que nos rodeaba, era también la misma del día anterior y de cualquier otro día. Es muy duro, muy difícil vivir viendo que nada cambia a nuestro alrededor y, a menos que uno tenga la suerte de que eso acabe con su alma para siempre, la inmutabilidad de las cosas se vuelve más dolorosa a medida que pasa el tiempo…
Nosotros siempre hablábamos de las mujeres en tal tono que, a veces, llegaba a asquearnos la rudeza y desvergüenza de nuestras propias palabras, y eso se explicaba porque las mujeres que habíamos conocido no merecían, quizá, palabras mejores que aquéllas. Pero de Tania nunca hablábamos mal. No sólo ninguno de nosotros se atrevió jamás a rozarla siquiera, sino que ella tampoco oyó nunca una grosería salir de nuestras bocas. Tal vez fuese porque nunca se quedaba mucho tiempo con nosotros: centelleaba ante nuestros ojos como una estrella fugaz, para desaparecer después. O, tal vez, porque era menuda y muy hermosa, y todo lo que es hermoso infunde respeto hasta en la gente más vulgar. Y además, aunque nuestra dura tarea nos hubiese convertido en bestias de carga, seguíamos siendo, a pesar de todo, seres humanos y, como todos los seres humanos, necesitábamos adorar algo para seguir viviendo, y a quién mejor que a ella si nadie más nos prestaba la menor atención a nosotros, los moradores del sótano. Nadie, aunque vivieran decenas de personas en la casa. Y, finalmente, y ésta es probablemente la razón principal, todos la considerábamos responsabilidad nuestra, algo que sólo existía gracias a nuestros krendeliá. Pensábamos que era nuestro deber tener krendeliá recién horneados para ella, y lo convertimos en nuestra ofrenda diaria al ídolo, en un rito casi sagrado que nos ataba a ella más y más cada día. Aparte de krendeliá, le dábamos a Tania muchos consejos: que se abrigase más, que no subiera corriendo las escaleras, que no cargase demasiada leña. Ella escuchaba nuestros consejos sonriendo, nos replicaba entre risas y nunca nos hacía caso, pero eso no nos molestaba. Lo único que necesitábamos era mostrarle que nos preocupábamos por ella.
A menudo nos venía con peticiones de lo más diverso. Nos pedía, por ejemplo, que le abriésemos la maciza puerta del sótano, que le cortásemos leña. Hacíamos cualquier cosa que nos pidiera con gozo, y hasta con una suerte de orgullo.
Pero, cuando uno de nosotros le pidió una vez que le remendara su única camisa, ella resopló con desprecio y le dijo:
—¡Sí, hombre! ¡No tengo yo otra cosa que hacer…!
Nos reímos con ganas del tipo aquel, y nunca más le pidió nadie nada. La amábamos; con eso está dicho todo. Un ser humano siempre quiere hacer a otro depositario de su amor, aun cuando con ello a veces pueda ahogarlo u ofenderlo; podemos arruinar la vida de un semejante con nuestro amor porque, al amar, no respetamos al amado. Nosotros no tuvimos más remedio que amar a Tania, porque no había nadie más a quien amar.
En ocasiones, alguno razonaba de pronto de este modo:
—¿Y a qué viene tanto alboroto con esa chica? ¿Qué tiene de especial, eh? Lo único que nos da son quebraderos de cabeza.
Los demás, a toda prisa y sin miramientos, le parábamos los pies al que se había atrevido a proferir semejantes palabras. Teníamos necesidad de amar algo. Y habíamos descubierto algo que amar y lo amábamos, y aquello que amábamos los veintiséis tenía que ser inaccesible para cada uno de nosotros, y cualquiera que se enfrentase a nosotros en esta cuestión era enemigo nuestro. Amábamos, tal vez, algo que no merecía ese amor, pero éramos veintiséis y, por tanto, queríamos que lo que amábamos fuese siempre sagrado a ojos de todos.
Ser amado no es menos doloroso que ser odiado. Y puede que sea por eso por lo que algunas personas arrogantes dicen que es más halagador ser odiado que ser amado. Pero, si eso es cierto, ¿por qué no se alejan de quienes los aman?
Además del obrador donde hacíamos los krendeliá, nuestro patrón era propietario también de una panadería: estaba en el mismo edificio, separada de nuestra zanja por un simple muro; los panaderos, que eran cuatro, guardaban las distancias, pues consideraban su trabajo más limpio que el nuestro y, en consecuencia, se creían mejores que nosotros; nunca venían a nuestro taller, y se reían de nosotros siempre que nos encontrábamos en el patio. Nosotros tampoco íbamos a su tienda: el patrón nos lo tenía prohibido por miedo a que le robásemos hogazas y bollos. No nos gustaban los panaderos, porque les teníamos envidia. Su trabajo era más llevadero que el nuestro, les pagaban mejor, les daban mejor de comer, su taller era espacioso y tranquilo, y ellos tenían un aspecto tan limpio y saludable que nos resultaba repulsivo. Y es que nosotros, en cambio, teníamos la tez amarillenta y grisácea, y había tres con sífilis, varios con sarna, y otro más estaba completamente baldado por culpa del reúma. Los días de fiesta, o cada vez que libraban, los panaderos se ponían sus buenas chaquetas y sus botas lustrosas e iban juntos al parque de la ciudad, donde dos de ellos tocaban el acordeón. Nosotros, por el contrario, vestíamos ropas harapientas y sucias y calzábamos zapatos agujereados o lapti [alpargatas rudimentarias, hechas típicamente de corteza de tilo], y la policía no nos dejaba entrar en el parque: ¿cómo iban a gustarnos los panaderos?
Un día supimos que uno de ellos se había dado a la bebida y que el patrón lo había despedido y había contratado a un sustituto: un soldado que llevaba chaleco de raso y un reloj de bolsillo con cadena de oro. Nos picaba la curiosidad y, con la esperanza de echarle un ojo a semejante petimetre, nos relevábamos para salir continuamente al patio común.
Pero fue él mismo quien se presentó en nuestro taller. Empujó la puerta abierta con el pie y, dejándola entreabierta, apareció sonriente en el umbral y exclamó:
—¡Dios nos asista! ¡Salud, muchachos!
El aire frío entró en tromba por la puerta y se arremolinó en torno a su pie, formando una densa nube de vaho; él se quedó en el umbral, mirándonos desde lo alto. Tenía el bigote rubio y rizado y una brillante dentadura amarillenta. Efectivamente, llevaba un chaleco reluciente: azul, con flores bordadas y unas piedrecitas rojas como botones. Y también le colgaba una cadena…
Era atractivo el soldado, alto, fuerte, de tez vigorosa y ojos grandes y luminosos, que miraban con franqueza. Se cubría la cabeza con un gorro blanco y muy almidonado, y por debajo de su mandil impecable asomaban las puntas de unos botines elegantes y resplandecientes.
El hornero le pidió educadamente que cerrara la puerta, lo cual hizo sin prisa; luego, quiso saber qué pensábamos del patrón. Quitándonos la palabra unos a otros, le contamos que era un granuja, un canalla, un villano, un tirano: en fin, todo lo que podía y debía decirse de nuestro patrón, cosas que aquí no cabe reproducir. El soldado nos escuchaba atusándose las puntas del bigote y sin dejar de observarnos con una mirada suave y luminosa.
—¿Hay muchas chicas aquí? —preguntó de repente.
Algunos se echaron a reír avergonzados, otros pusieron caras raras; alguien le explicó al soldado que en total había nueve chicas.
—¿Y os aprovecháis? —preguntó, guiñando un ojo.
Otra vez nos dio la risa, una risa embarazosa y apenas audible. Queríamos aparentar ante el soldado que éramos tan desenvueltos como él, pero ninguno sabía cómo. Uno confesó, en voz baja:
—Eso no es para nosotros…
—No, claro; para vosotros es difícil… —admitió el soldado, muy convencido, sin dejar de mirarnos fijamente—. No tenéis el porte adecuado… la figura… ¡No tenéis buena presencia, ésa es la palabra! Y a una mujer le gusta la buena presencia en un hombre. ¡Para ellas todo tiene que estar perfecto, todo! Y además les impresiona la fuerza física… ¡Hay que tener unas manos como éstas! —El soldado se sacó la mano derecha del bolsillo. Llevaba el puño de la camisa remangado hasta el codo. Nos mostró la mano: era blanca, fuerte, y estaba cubierta de vello rubio y satinado—. Las piernas, el pecho… todo ha de ser firme y robusto. Y luego está el estilo para vestir, hay que ir como mandan los cánones… A mí, sin ir más lejos, las mujeres me adoran. Yo no las busco, no intento atraerlas, vienen a mí ellas solitas.
Se sentó en un saco de harina y nos contó cómo se lo disputaban las mujeres y cómo las manejaba él a su antojo. Luego se marchó y, en cuanto se cerró la puerta tras él con un chirrido, nos quedamos callados largo rato, pensando en el soldado y en sus historias. Y entonces, de repente, empezamos a hablar todos a la vez, y en seguida se hizo evidente que a todos nos había caído en gracia. Qué tipo tan simpático y tan llano. Había venido, se había sentado y había estado charlando un rato con nosotros. Nadie lo había hecho antes, nadie nos había hablado así, tan amigablemente… Y nos pusimos a elogiarlo y a comentar sus futuros éxitos con las bordadoras, que, cuando se encontraban con nosotros en el patio, o bien fruncían los labios de modo ofensivo, o bien pasaban de largo como si no nos hubieran visto siquiera. Y nosotros las admirábamos de lejos, al verlas en el patio o cuando cruzaban por delante de nuestras ventanas: en invierno, con sus peculiares gorros y sus abrigos de piel; en verano, con sombreritos floreados y sombrillas de colores en las manos. Aunque luego, entre nosotros, hablábamos de esas chicas de tal modo que, si nos hubieran oído, se habrían muerto de vergüenza y ultraje.
—¡En fin, esperemos que no eche a perder también a Tániushka! —exclamó de pronto, inquieto, el hornero.
Nos quedamos todos mudos de asombro, estupefactos ante sus palabras. En cierto modo, nos habíamos olvidado de Tania; era como si la figura sólida y apuesta del soldado no nos la dejase ver. Entonces se desató una ruidosa discusión. Unos decían que Tania no se rebajaría a algo semejante, otros argumentaban que no podría resistirse al soldado, había incluso quienes afirmaban que le darían una paliza al soldado si se atrevía a molestar a Tania; finalmente, decidimos de común acuerdo vigilarlos a ambos, así como poner a la chica en guardia contra él… Esto zanjó la disputa.
Pasó casi un mes. El soldado preparaba panecillos, se dejaba ver por ahí con las bordadoras, venía bastante a menudo a nuestro taller, pero nunca nos daba detalles de sus conquistas; se limitaba a atusarse los bigotes y a relamerse con deleite.
Tania venía cada mañana para que le diésemos krendeliá, tan alegre, afable y cariñosa como de costumbre. Intentamos entablar una conversación con ella acerca del soldado, pero dijo que tenía “ojos de carnero degollado” y otras lindezas por el estilo, y eso nos tranquilizó. Nos sentíamos orgullosos de nuestra pequeña, al ver cómo las demás bordadoras galanteaban con el soldado. La displicencia de Tania en cierto modo nos subió el ánimo a todos y, siguiendo su ejemplo, comenzamos a mirar al soldado con desdén. Y a Tania la queríamos más todavía y la saludábamos por la mañana aún más contentos y animados.
Pero un día el soldado apareció un poco borracho, se sentó en un banco y se echó a reír y, cuando le preguntamos de qué se reía, nos explicó:
—Hay dos que se han pegado por mí… Lidka y Grushka… ¡Cómo se han puesto la cara! ¡Ja, ja! Una agarró del pelo a la otra, la tiró al suelo del zaguán y se le sentó encima… ¡Ja, ja, ja! Y venga a arañarse la cara… ¡Es de risa! ¿Por qué no sabrán las mujeres pelear limpiamente? ¿Por qué tendrán que arañarse, eh?
Allí estaba sentado, corpulento, pulcro, jovial, sin parar de hablar y de reírse. Nosotros no decíamos nada. Por la razón que fuese, en aquella ocasión nos pareció repulsivo.
—Pues sí, qué éxito tengo con las mujeres, ¿eh? ¡Tiene gracia! ¡Guiño un ojo y las tengo a mis pies! ¡Qué diablos!
Levantaba las manos —blancas, cubiertas de vello sedoso— y se daba palmadas en las rodillas con gran estrépito. Y nos miraba tan gratamente sorprendido como si en verdad fuese incapaz de entender por qué tenía tanta suerte en el amor. Su cara robusta y sanguínea irradiaba felicidad y jactancia, y no dejaba de relamerse golosamente los labios.
De pronto el hornero, metiendo con fuerza y con rabia la pala en la boca del horno, dijo en tono de burla:
—No hay que ser muy fuerte para derribar un abeto, pero que alguien intente echar abajo un pino…
—¿Me estás hablando a mí? —preguntó el soldado.
—A ti, sí, sí…
—¿Y a qué viene eso?
—No hagas caso… ¡Ya es demasiado tarde!
—¡No, no, espera! ¿A qué te refieres? ¿De qué pino me hablas?
El hornero no respondió y siguió manejando la pala con destreza. Echaba en el horno los krendeliá recién salidos de la caldera, sacaba los que ya estaban listos y los arrojaba ruidosamente al suelo, para que los aprendices los ensartaran en un cordel. Parecía como si se hubiera olvidado del soldado y de su conversación con él. Pero entonces el soldado se puso muy nervioso. Se levantó del asiento, se fue derecho al horno y, arriesgándose a golpearse el pecho con el mango de la pala, que se balanceaba frenéticamente en el aire, insistió:
—En serio, dímelo: ¿a quién te referías? Me ofendes… ¿De mí? ¡De mí no se libra ni una, jamás! Y eso que me has dicho es muy ofensivo…
Y, en verdad, parecía sinceramente ofendido. Era evidente que no tenía nada de lo que sentirse orgulloso, salvo aquella habilidad suya para seducir a las mujeres; era como si, aparte de esa destreza, no hubiera vida en él, como si sólo eso le hiciera sentirse vivo.
Hay personas para las cuales lo mejor y más querido que tienen es algún tipo de enfermedad del cuerpo o del alma. La cultivan a lo largo de toda su vida y viven sólo para ella; la padecen, pero se alimentan de ella, se están quejando siempre de esa dolencia ante los demás y de ese modo atraen su atención. Así se ganan la compasión de la gente, pero aparte de eso no tienen nada. Si los librásemos de su enfermedad, si los curásemos, haríamos de ellos unos desdichados, al privarlos de lo único que daba sentido a su vida: se quedarían vacíos. A veces la vida de un hombre es tan mísera que se ve forzado a apreciar su mayor defecto y a vivir para él. Puede decirse que a menudo la gente se vuelve depravada por puro aburrimiento.
El soldado, sintiéndose insultado, acorraló a nuestro hornero y rugió:
—¡Dímelo de una vez! ¿De quién hablabas?
—¿Quieres saberlo? —De repente el hornero se volvió hacia él.
—Claro.
—¿Conoces a Tania?
—Sí, ¿y qué?
—Pues inténtalo con ella…
— ¿Yo?
— ¡Sí, tú!
—¿Con ella? ¡Bah, qué fácil!
—¡Ya veremos!
—¡Ya lo verás! ¡Ja, ja!
—Seguro que ella te…
—¡Dame un mes de plazo!
—¡Mira que eres presuntuoso, soldado!
—¡Dos semanas y verás! Total, ¿quién es esa Tania? ¡Bah!
—¡Vete por ahí! Largo de aquí… ¡fanfarrón!
—Dos semanas, ¡y listo!
—Que te vayas, te digo.
De pronto, el hornero enrojeció de ira y amenazó al soldado con la pala. El soldado se echó atrás, sorprendido, se quedó callado un instante y a continuación dijo, en voz baja y ominosa:
—Muy bien, que así sea. —Y se marchó.
Todos habíamos guardado silencio durante la disputa, a la espera del resultado. Pero, en cuanto el soldado salió, se armó una barahúnda muy animada y ruidosa.
Alguien le gritó al hornero:
—¡Buena la has hecho, Pável!
—¡A trabajar! —replicó, furioso.
Sabíamos que aquello había herido al soldado en lo más íntimo y que el peligro se cernía sobre Tania. Lo sabíamos y, al mismo tiempo, nos poseía una ardiente y gozosa curiosidad: ¿qué iba a pasar? ¿Se resistiría al soldado? Y prácticamente todos exclamábamos confiados:
—¿Tania? ¡Se resistirá! ¡Ella no se rinde así como así!
Estábamos ansiosos de poner a prueba la fortaleza de nuestro ídolo; nos recordábamos unos a otros que nuestro ídolo era tenaz, que Tania saldría victoriosa de este combate. De este modo, finalmente, nos dio por pensar que no habíamos provocado al soldado lo suficiente, que igual se olvidaba de la querella y que, por tanto, debíamos herirlo aún más profundamente en su amor propio. A partir de aquel día, empezamos a vivir de un modo particularmente intenso y agitado: como jamás habíamos vivido antes. Nos pasábamos el día entero discutiendo, como si nos hubiésemos vuelto más listos. Hablábamos más y mejor. Nos parecía estar jugando una partida con el diablo, apostando todo por Tania. Y cuando supimos por los panaderos que el soldado había empezado a “requebrar a nuestra Tania”, aquello hizo que nos sintiéramos tan condenadamente bien y absorbió de tal modo nuestra curiosidad que no nos dimos ni cuenta de que el patrón, sacando provecho de nuestra excitación, había incrementado nuestro volumen de trabajo en catorce pudy de masa al día. Ni siquiera nos cansábamos de trabajar. El nombre de Tania no se nos caía de la boca en todo el día. Y cada mañana la aguardábamos con especial impaciencia. A veces imaginábamos que aparecería y que ya no sería la Tania de siempre, sino otra distinta.
No obstante, a ella no le contamos nada sobre la disputa. No le hacíamos preguntas y la tratábamos tan amablemente como siempre. Pero algo nuevo y ajeno a nuestros antiguos sentimientos por Tania se había colado a hurtadillas en nuestra relación con ella: una curiosidad voraz, aguda y fría como un cuchillo de acero.
—¡Muchachos! ¡Hoy se cumple el plazo! —dijo el hornero una mañana, al iniciarse la jornada.
Lo sabíamos bien sin que él nos lo recordase, pero aun así todos dimos un respingo.
—¡Tened los ojos muy abiertos!… ¡Pronto aparecerá! —nos sugirió.
Alguien exclamó pesaroso:
—¡No sé qué esperas que veamos!
Y de nuevo se montó una ruidosa algarabía. Aquel día íbamos a descubrir por fin hasta qué punto era pura e inaccesible a la corrupción la urna en la que habíamos depositado todo lo mejor que teníamos. Aquella mañana intuíamos, por primera vez, que aquél era un juego verdaderamente peligroso, que la prueba a la que habíamos sometido a nuestro ídolo podía destruir la adoración que sentíamos. A lo largo de todos aquellos días nos habían contado que el soldado rondaba a Tania con obstinación, pero, por uno u otro motivo, ninguno de nosotros había preguntado cuál había sido la reacción de la chica. Y Tania había seguido viniendo cada mañana, como de costumbre, a pedirnos krendeliá, y era la misma de siempre. También aquel día, en seguida, escuchamos su voz:
—¡Mis prisioneros! Vengo a…
Nos apresuramos a dejarla entrar pero, en contra de lo habitual, la recibimos en silencio. La mirábamos fijamente, sin saber qué decirle, qué preguntarle; delante de ella, formábamos un grupo sombrío y mudo. Ella estaba manifiestamente sorprendida por nuestra insólita recepción, y de pronto la vimos ponerse pálida, agitarse con nerviosismo, y nos preguntó con voz entrecortada:
—¿Qué… qué os pasa?
—¿Y a ti? —replicó secamente el hornero, sin quitarle ojo.
—¿A mí? ¿Qué pasa conmigo?
—No, nada…
—Bueno, venga, dadme krendeliá… —Nunca nos había metido prisa…
—¡Tranquila! —respondió el hornero, sin dejar de mirarla a la cara.
Y entonces ella se dio la vuelta sin más y desapareció por donde había venido.
El hornero cogió la pala y, volviéndose hacia el horno, dijo sin alterarse:
—Se acabó, ya está… ¡Ese soldado! Sinvergüenza… Bribón…
Como un rebaño de ovejas, tropezando unos con otros, volvimos a la mesa, nos sentamos en silencio y nos pusimos a trabajar sin ganas. No tardó en alzarse una voz:
—A lo mejor todavía no…
—¡Eso! ¡Seguid dándole vueltas! —se lamentó el hornero.
Todos sabíamos que era un hombre inteligente, más que cualquiera de nosotros, y comprendimos por sus palabras que estaba firmemente convencido de la victoria del soldado. Nos quedamos tristes y preocupados…
A las doce en punto, durante la pausa para el almuerzo, apareció el soldado. Venía, como siempre, atildado y elegante y, como siempre, nos miró directamente a los ojos. A nosotros nos resultaba incómodo mirarle.
—Bien, distinguidos caballeros, si lo desean, les mostraré la audacia de un soldado —dijo, sonriendo satisfecho—. Salid al zaguán y mirad por las rendijas… ¿Entendido?
Salimos y, apelotonados unos contra otros, nos pegamos a la pared de madera del zaguán que daba al patio y miramos por las rendijas. No tuvimos que esperar mucho tiempo… En seguida vimos acercarse a Tania caminando a buen paso, saltando por encima de los charcos de barro y nieve fundida. Parecía inquieta. Desapareció por la puerta del sótano. Entonces apareció el soldado y fue hacia allí sin prisa, silbando. Llevaba las manos en los bolsillos y se le movía el bigote.
Estaba lloviendo, y las gotas de lluvia caían sobre los charcos y formaban ondas en ellos. Era un día húmedo y gris, un día verdaderamente desapacible. Aún había nieve en los tejados, y el suelo aparecía cubierto, aquí y allá, de oscuras manchas de barro. Y también la nieve de los tejados estaba cubierta de una capa marrón y sucia. La lluvia goteaba lentamente, con un sonido lastimero. Nos sentíamos enfermos y helados.
El soldado fue el primero en salir de la bodega; cruzó el patio sin prisa, atusándose el bigote, con una mano en el bolsillo: el mismo de siempre.
Después, salió Tania. Sus ojos… Sus ojos irradiaban alegría y felicidad, sus labios sonreían. Iba caminando como en sueños, trastabillando, dando pasos titubeantes.
No pudimos soportarlo. Nos precipitamos todos sobre la puerta, salimos en tromba al patio y empezamos a silbarle y a proferir insultos furiosos y brutales.
Al vernos, se echó a temblar y se detuvo de golpe, como si se hubiera quedado petrificada en el barro. La rodeamos y seguimos injuriándola, malignos, con las palabras más obscenas. Le dijimos cosas terribles.
No le hablábamos a gritos, sino con calma, en vista de que no tenía escapatoria, de que la habíamos acorralado y podíamos mofarnos de ella todo lo que quisiéramos. No sé por qué, pero nadie le pegó. Ella estaba parada en medio del grupo, volviendo la cabeza a un lado y a otro, escuchando nuestros insultos. Y nosotros seguíamos arrojándole más fango y más veneno.
Estaba pálida, descolorida. Los ojos azules, radiantes de felicidad un momento antes, los tenía abiertos de par en par, el pecho le subía y le bajaba agitado por la respiración, le temblaban los labios.
Y nosotros, rodeándola, nos vengábamos de ella, porque ella nos había atracado. Había sido nuestra, le habíamos entregado lo mejor que teníamos, aunque sólo fueran mendrugos de mendigo, pero éramos veintiséis y ella era una sola, y por tanto no había castigo suficiente para su crimen. ¡Cómo nos excedimos con ella! Y ella callaba, mirándonos con los ojos desorbitados y temblando de pies a cabeza.
Nos reíamos, rugíamos, aullábamos. Vinieron más a unirse a nosotros. Alguien le pegó un empujón…
Y de pronto le centellearon los ojos; con calma, se llevó las manos a la cabeza, se arregló un poco el pelo y dijo en voz alta pero tranquila, mirándonos directamente a los ojos:
—¡Miserables prisioneros!
Y vino directa hacia nosotros, caminando, igual que las otras, como si no nos viese, como si no le obstaculizásemos el paso. Así que no pudimos impedir que pasara y, tras romper nuestro cerco, sin volverse, exclamó con desprecio indescriptible:
—¡Sabandijas…! ¡Chusma…!
Y se marchó.
Nos quedamos de pie en el centro del patio, en medio del barro, bajo la lluvia y el cielo gris, encapotado…
Después, volvimos todos en silencio a nuestra húmeda cárcel de piedra. E igual que antes, el sol nunca logró colarse por nuestras ventanas. Y Tania jamás regresó.
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