Grace Paley
(Bronx, Nueva York, 1922 - Thetford, Vermont, 2007)
Un corto trayecto
(“Distance”)
Originalmente publicado en The Atlantic (1967);
reimpreso en Prize Stories of 1969: O Henry Awards (1969);
Enormous Changes at the Last Minute (1974)
[Enormes cambios en el último minuto (1974)]
Seguro que te encantará conocerme. Yo soy la señora que supo aprovechar la
juventud. Sí, aquellos tiempos felices; no fui como otra gente. En mi caso no pasó
como un sueño fugaz. Los martes y los miércoles eran tan alegres como las noches de
los sábados.
¿He llevado una vida de sufrimiento después? No, señor, lo hemos pasado todo lo
bien que permite este país: coches, una casa de alquiler en Jersey los veranos, tele en
cuanto salió, lo mejor para la cocina. No hay quejas por las que valga la pena
molestar al encargado.
Con todo, echo de menos, con una nostalgia larga y desesperada, los días
juveniles. Son para mí como mi propia tierra, de la que me alejé para vivir desde
entonces, aunque entre grandes comodidades, en una tierra extraña. En fin, qué le
vamos a hacer, adiós años inolvidables.
Pero, precisamente por eso, tengo mi opinión sobre esa chica de abajo, esa Ginny,
y sobre sus críos. Canijos, subdesarrollados. Sin sol ni carne. Fideos, judías, repollo.
En fin, mi madre, que vino como emigrante a este país, sabía mejor lo que era el
mundo.
Hubo tiempos, según dicen, en que la casa de Ginny era la viva imagen de la mía.
Podías oír por el conducto de ventilación arriba y abajo los cánticos en la cocina, el
banjo en el salón, al principio, luego la pandereta en el dormitorio. Su marido no era
norteamericano. Tenía el pelo negro, como los gitanos. Y lo tenía todo impecable
entonces, la cocina toda con cosas empotradas y azulejos azul claro, como un cuarto
de baño, y todo de fórmica, todo brillante. Cazuelas y ollas dispuestas para dejar
pasmada a la gente con su brillo… todos podían adivinar la alegría, las travesuras de
aquel hogar.
Claro, ahora, con la miseria, anda siempre sucia y siempre llora que te llora… No
quiere que la roce siquiera el agua del grifo.
Cinco señoras de la manzana, viejas amigas, unas chismosas entrometidas, yo no
me incluyo, convocaron una reunión y enviaron una denuncia al servicio de
protección de la infancia. Yo ya sabía que era inútil, que se exige algo más que
suciedad, embriaguez y un poco de puteo de vez en cuando. Quizás sea ése uno de los
motivos de que los niños de nuestra ciudad estén como están. Hace ya años que me
he dado cuenta, aunque no sea asunto mío. Los padres y las madres se levantan
cuando quieren, pues la mitad están en el paro, se acuestan por la tarde con sus
amorcitos, y fornican antes de las tres. (Lo juro). El servicio de protección de
menores no muestra el menor interés. Da igual que les escriba quien les escriba.
Gente de influencia, conocida en el barrio, incluso la delegada en él del partido, mi
prima Leonie, que tanto hizo porque eligieran al alcalde…, ni siquiera le contestan si
les manda una nota. Así que ¿por qué habrían de contestarme a mí que sólo soy
interventora en las primarias?
En fin, ahora vive gente de todo pelaje en el barrio, y no me refiero sólo a los de
color. Quiero decir que mucha gente como tú y como yo, religiosa, decente, se ha
podrido. Estoy de acuerdo con lo de vive y deja vivir, pero ¿y los niños?
El marido de Ginny se largó con una puertorriqueña que se afeitaba la
entrepierna. Esto es del dominio público, es bien sabido, porque, si no, yo nunca
hablaría de ello. Cuando Ginny se enteró de que andaba por ahí con esa chica, se lo
hizo también ella, con la esperanza de volver a atraerle. Pero a él le dio asco, y eso
fue, precisamente, lo que inclinó la balanza.
Los hombres enloquecen por las pájaras exóticas del modo más tonto a medida
que van haciéndose mayores. A mi viejo, aunque siempre me quiso, le pasó también
varias veces. Nunca le di el gusto de prestarle atención. Un consejo a madres y
esposas: no imitéis a las novias de esos memos. Tendréis un aspecto ridículo, pensad
en vuestra edad y demás. ¿No habéis oído eso de que «masa vieja no levanta en horno
nuevo»?
En fin, lo sabéis, yo lo sé, hasta los golfos y los maricas que se han colado en
nuestro inmueble están al tanto del asunto. John, mi hijo, es ahora un asiduo visitante
del piso mugriento y miserable de esa Ginny. Cansado, quién puede reprochárselo, de
la ajada cara de su Margaret, toda picada e intoxicada por la contaminación de Jersey.
Mis nietos, lo menos seis, están pálidos, porque no hay forma de que pueda pasar el
sol a través de la capa de petróleo que hay en Jersey. Ni siquiera las hojas de los
árboles llegan a ser verdes del todo.
¡John! ¡Mírame a los ojos de vez en cuando! ¡Oh, qué buen hijo fuiste siempre!
Procurábamos que salieras con los otros chicos y lo hacías cuando te lo pedíamos.
Después de clase, cuando tenía ocho años o así, le metimos en un grupo de
exploradores. Eran muy trastos y decían muchas palabrotas. Todos muy traviesos y
muy salvajes, pero ¡cómo se ponían firmes cuando llegaba el instructor! ¡Vuelta a la
derecha! Era como si los instruyeran los infantes de Marina de los Estados Unidos.
¡Qué bien desfilaban! Y mi marido les enseñaba los viernes por la noche lo que
recordaba de cuando había sido sargento. ¡Ar! ¡Un, dos, tres, cuatro! Yo creo que era
todo lo que sabía. Y John, qué chico tan majo era, va y llega a casa un día, le doy un
abrazo y un beso y le digo: «¿Qué has hecho hoy, hijo? ¿Has desfilado, cariño mío?».
—Oh, no, madre —me dice—, la señora McClennon se pasó todo el rato
recaudando dinero para la excursión del barrio, así que cogí los lápices y dibujé esto,
este cuadro de la Virgen —me dice.
Así es mi John. Y ni con una cámara Polaroid Land conseguirías retratarlo mejor.
La gente nos ha preguntado, aunque a nadie le importa:
«¿Por qué no mandasteis vosotros dos (refiriéndose a Jack y a mí, que
trabajábamos los dos) al único hijo que tuvisteis a la universidad?».
Bueno, la verdad es que en la universidad no habría tenido más que problemas.
Sinceramente: no es inteligente. Su padre no lo era, y él heredó su cerebro. Nuestro
Michael era más listo, pero murió. Todo esto lo hablamos su padre y yo, y la
conclusión a que llegamos fue: un oficio. Mi marido se había situado bien en el
sindicato cuando los primeros conflictos que hubo, se mantuvo firme y leal. John sólo
tuvo que dejarse llevar por la corriente de influencias y recomendaciones. Fuimos
inteligentes. Está demostrado.
Porque ahora (en este momento) es un hombre que ha triunfado, con gran
prestigio en el negocio de la construcción, y tiene un pequeño negocio adicional de
planchas de cemento, una casa preciosa y todos sus hijos van tan bien vestidos como
el sobrino del cura.
Pero no creo que fuese yo la única que veía a Ginny y a John como las perlas de
la sucia pocilga que es este bloque. Había más gente, sí, y aún andan por ahí
conservando este bello recuerdo en la basura que tienen debajo del cráneo, como los
cangrejos. Y nunca me sorprende cuando hablan del asunto intentando sacarle punta
al caso, a aquella época tan agradable, como si tuviese yo la culpa de que pase el
tiempo.
—¡Ja! —dijo Jack unas veinte veces aquel año—, ella es una pajarita loca.
Nuestro Johnny se muere de ganas… Mírala.
Sí, desde luego. Bastante loca, sin duda. Pero no más que cuando yo tenía
diecisiete. Lo que nunca le conté, lo de aquel año que me pasé, hace ya tanto,
revolcándome en Central Park con Anthony Aldo. Podría comparar muy bien mi
locura con cualquier locura actual, pero no quería que lo supiese Jack. Era un hombre
muy simple… Trabajaba como un negro; gracias a Dios, hacía horas extras, como
todo buen norteamericano. Yo no quería darle preocupaciones con esa historia. Era la
bondad personificada, como se suele decir.
Llegaba a casa a las seis en punto. Yo llegaba a las seis y cuarto; trabajaba de
cajera en el turno de tarde. Preparar la cena. Las siete, cenamos y lavamos los platos;
siete cuarenta y cinco, si no había nadie presente y el chico estaba fuera, a él le
gustaba tomar su ración de coñito. Rápido y muy limpio. A las ocho y cuarto estaba
ya duchado y no le quedaba ni rastro del asunto. Le preparaba su güisquecito. Él se
zambullía en el Journal American para enterarse de las noticias del mundo. Era
demasiado para él. Buenas noches, señor Raftery, colega mío.
Lo que me dejaba, gracias a Dios, con la crema de la tele y mi copa de vino dulce
hasta la medianoche. Me gustaban las atenciones que como hombre me ofrecía a
diario como mujer, me sentaban la mar de bien, pero él quedaba agotado. Yo podía
seguir la programación nocturna sin pestañear, hasta que se acababan los últimos
anuncios. Mis locuras de juventud son cosa de mi vida privada, a nadie más le
importan.
Ahora bien: como prueba de amistad ante Dios, John le regaló a Ginny su insignia
del instituto, aunque ya era un obrero. No podía regalarle el carné del sindicato
(nunca fue costumbre), pero la llevó a una gran cena en honor de Klaus Schnauer: por
sus treinta y cinco años en Camillo, el único alemán al que dejaron entrar en la
ejecutiva local de ese sindicato tan americano; era un nazi barrigudo y repugnante, y
tan reaccionario, que era capaz de volver a cualquiera un poco comunista. En fin,
como le pasaba siempre a aquella pandilla tan alegre, la noche del sábado se alargó y
se alargó, hasta que, de un salto, se encontraron en el domingo por la mañana y John
se presentó en la cocina a la hora del desayuno andando con paso vacilante y sin
afeitar ni nada. (Un hombre, sea marido, hijo o huésped, tiene que presentarse
afeitado a desayunar).
—Madre —dijo—. Voy a pedirle a Virginia que se case conmigo.
—¡Ya te lo dije! —exclamó mi marido, que dejó caer la página de cómics sobre el
bacon.
—¿De veras? —dije.
—De veras, y si Dios es bueno, me aceptará.
—No quiero blasfemar —dije—, pero, si te dice que sí, es que Dios se ha ido a
pescar.
—¡Madre! —dijo John, que es un buen chico, un chico estupendo, bueno y leal
con los amigos.
—Se va con cualquiera —dije.
—¡Vamos, madre! —exclamó John. Quería decir que no estaban comprometidos,
y ella podía hacer lo que quisiera.
—Salir no es nada —dije—. El viernes pasado por la noche, sin ir más lejos, la vi
con Pete, y la tenía abrazada, y entraron en el Phelan’s.
—Es que Pete es así, madre.
Ahora quería decir que no era culpa de ella.
—Y qué me dices del sábado pasado por la noche, cuando tuviste que ir solo al
cine, como si no hubiera nadie más en el barrio a quien llevar a ver una película, y,
así que desapareciste, la vi comprar dos Coca-Colas en la tienda de Carlo y luego irse
derechita al tercero, a casa de John Kameron…
—¿Qué? ¿Qué?
—… y salieron a las once, y él la llevaba abrazada por la cintura.
—¿Qué?
—… y con la mano bien metida debajo del jersey.
—Eso no es verdad, madre.
—Sí que lo es, y dime, jovencito, ¿qué tal te sentará estar casado con una chica a
la que todos los muchachos del barrio le han estado manoseando las tetitas como si
fueran las medidas del mostrador de una lechería? Dímelo.
—¡Dolly! —exclamó Jack—. Ya está bien.
John no hacía más que mirarme pasmado y rojo como las rodillas de un bebé.
—No, no está bien todavía; aún no he terminado; escúchame bien, Johnny
Raftery: eres el hazmerreír de todo el mundo; anda, asómate a esa ventana y apuesto
lo que quieras a que si coges los prismáticos de papá puedes ver algún rastro de tu
señorita. Creo que algunos días no sale de la parte trasera del camión remolque que
hay allí aparcado y que Pete o el hijo tonto de Kameron hacen lo que quieren con ella
sin problemas. Escúchame bien, Johnny, no hay ni una sola mujer mayor que
estuviera sentada tomando el fresco junto a la puerta de la calle el domingo pasado,
cuando hizo tanto viento, que no sepa que Ginny no lleva bragas.
—¡Oh, Dolly! —exclamó mi marido, y se tapó la cara con las manos.
—¡Me voy, madre, eso son calumnias, haré que te demande por calumnia! —se
puso a gritar el atontolinado de John, con la cara colorada como un tomate—. ¡Me
voy y pediré su mano y la quiero y no me importa lo que digas! ¡Verdad o mentira,
me tiene sin cuidado!
—Pues si te vas, Johnny —dije, más tranquila que un pez muerto, alzando los
ojos para orar y ser escuchada—, esto es lo que tengo que hacer yo —y cogí un
cuchillo de cocina, un poco despuntado, y me lo hundí medio centímetro o menos en
la grasa de encima del corazón. Supongo que el corazón de una señora de mediana
edad está embutido más profundamente que a medio centímetro, pues aquí estoy,
contando la historia. Pero enseguida salió un poquito de sangre, para asombro de mi
hijo; la sangre empapó el camisón y se esparció por la bata, y era tan roja como un
cuadro de una iglesia italiana.
John cayó de rodillas, hundió la cabeza en mi regazo y se puso a gritar:
—¡Madre, madre, te has herido!
Mi marido no decía ni palabra. Aguantaba la rabia apretando los dientes; pero
luego me dijo:
—Reconócelo: destrozaste los sentimientos de su corazón.
A la mañana siguiente me encontré con Ginny en la tienda de Carlo. Ella, al
principio, fingió no verme. Luego me miró. Al cabo, dijo:
—Hace un buen día, ¿eh, señora Raftery?
—Mmmmm —dije (lo hacía)—. ¿Cómo puedes decir el día que hace? (No sé
bien qué quería decir yo con esto).
—Pero ¿qué es lo que le pasa, señora Raftery? —dijo.
—¿Cómo que qué me pasa? —pregunté.
—Bueno, ya sabe lo que quiero decir, está usted muy rara conmigo, parece que no
le caigo bien esta mañana —dijo, y soltó una risita.
—Pero si me caes muy bien, chica. De veras —dije para demostrarle que era más
lista que ella—. Es que, ¿sabes?, no te gusta Johnny. No te gusta.
—¿Qué? —dijo y alzó la cabeza, sorprendida ante aquella respuesta.
—¡No, no, no! —dije—. ¡No, no! —aullé mientras le tiraba del brazo—.
Salgamos de aquí. Ginny, no te gusta John. Dejas que te corteje y que te achuche
porque, como es muy bueno, no irá más lejos.
—Debería ocuparse usted de sus asuntos —dice Ginny con voz muy baja, pues yo
era mayor (pero con lágrimas).
—Mi hijo es asunto mío.
—No —dice ella—. Su vida es asunto suyo.
—Mi hijo es asunto mío. Sólo me queda uno y es asunto mío.
—No —dice ella—. Su vida es asunto suyo.
—MI HIJO ES ASUNTO MÍO. POR AMOR Y POR DEBER.
—Oh, no —dice ella. Con una voz dulce, porque soy la mayor, pero con mucha
firmeza.
(Me he fijado en eso. De pronto, te miran, y entonces se dan cuenta, los jóvenes,
de que van a sobrevivirte, así que templan su acero helado y miran fijamente a un
punto situado a unos centímetros de ti durante un rato. ¿Os habéis fijado?).
Ya en casa, dije:
—Mira, Jack, el chico necesita que se le oriente. ¿Quieres que se pase el resto de
la vida en la cama con una huérfana que depende de la seguridad social?
—¡Oh! —dijo Jack—. ¡Pero si no es huérfana! Sólo se le ha muerto la madre.
¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? Eres una mujer quisquillosa e insoportable,
Dolly. No sé qué demonios pretendes…
Lo que siguió luego suele pasar en las familias, y aflige de momento. Visto desde
aquí, es una motita comparada con la vida.
Porque: después de esta conversación, Jack se mostró frío conmigo, y rompió sus
hábitos de muchos años de después de la cena, y empezó a dar largos paseos. Eso fue
lo que le mató, creo yo, pues era una persona de hábitos fijos.
Y: a su lado, en uno de esos paseos, vieron a una señora flacucha de fuera del
barrio, de la parte de la plaza Tompkins… decían que llevaba una gran cruz ucraniana
y que no se la quitaba ni cuando se metía en la bañera; supongo que para no irse por
el desagüe.
—Ah, sí, pues por mí te puedes ir al infierno —le dije—. Me da lo mismo.
Búscate un piso de esos que no tienen ni agua caliente en la Avenida D.
—¿Por qué no? Lo haré. De acuerdo —dijo Jack. Creo que se imaginó que unas
vacaciones de un par de semanas con aquel putón ucraniano que tenía un televisor en
color le sentarían muy bien.
—¡Lárgate de esta casa, viejo chocho! —le dije—. Ya te mandaré las camisas por
el recadero.
—Madre —dijo el pobre John cuando comprendió que su padre se había ido—,
pero ¿qué te pasa? Esa forma de hablar. Con papá. Eso es el vino, madre, estoy
seguro.
—¡Tú me dices eso, maldito bebedor de cerveza! —dije con dulzura. (La gente
que bebe cerveza les tiene envidia a los que prefieren el vino. Aunque mi papá era
uno de esos irlandeses de medio pelo, en su casa podíamos elegir).
—No, madre, quiero decirte que a veces no te aclaras.
—Quieres decir que estoy loca, ¿verdad, hijo? Sí, claro, personalidad escindida.
—¡Algo te pasa! —dijo—. ¿No quieres que vuelva papá?
Estaba nerviosísimo.
—Ocúpate de tus cosas. Volverá. No es la primera vez que pasa, Señor Pipiolo.
—¿Qué? —dijo, horrorizado.
—Estás más ciego que un murciélago, Señor Recién Nacido. ¿Dónde estabas tú
hace tres Navidades?
—¿Qué? ¡Pero madre! ¿No te sientes muy mal? ¡Es horrible! ¿Cómo puedes
soportar que papá haga lo que hace?
—Bueno, basta ya, John. Eres un niño tonto. No me apetece ver su cara de memo
y fingir que estoy la mar de contenta. Sería horroroso.
—Madre, no está bien.
—Mira, tú vete a trabajar. Vete a trabajar y ocúpate de tus asuntos, hijito.
—Esto es asunto mío —dijo él—. Y no me llames hijito.
Dos meses después, John vino a casa con Margaret. Los dos llenos de ampollas
después de tomar el sol en el lago Hopatcong a más de treinta grados. Seré justa. A
ella aún no le había destrozado el aire de Jersey y aún era pasable, al menos para un
muchacho decente.
—Ésta es Margaret —dice—. Es de Monmouth, Jersey.
—¿Así que recién llegada en el Queen Mary, eh, querida? —le dije aprovechando
la oportunidad de burlarme de ella, pues no hacía mucho que la princesa Margarita de
Inglaterra había llegado en aquel barco.
—Tengo que llevarla a su casa a cenar, su padre es muy estricto.
—Bueno —dije yo—. Pero tomad primero una Coca-Cola.
—Oh, muchísimas gracias —dice Margaret—. Gracias, muchas gracias, señora
Raftery.
—¿Pero tú crees que tiene sangre en las venas? —aulló Jack después de ducharse.
Había vuelto ya a casa, flaco e insatisfecho. Claro que ¿puede estar satisfecho uno
cuando se hace viejo?
John no nos pidió el consentimiento ni a su padre ni a mí, ni le dijo a nadie ni pío.
Estaba en la edad en que no podía vivir sin una mujer. Así que se arregló con
Margaret.
Era su hora de dar un paso al frente, como hicimos todos una vez. Y él tenía que
hacerlo. Número uno: ella está absorbida por los niños. Número dos: como la gente
hoy en día necesita una casa, él compró una y la rodeó de plantas en latín. Sólo el
director del Instituto del Santo Redentor sabe lo que dicen las etiquetitas de las ramas.
Todos los días, después de trabajar hasta el agotamiento, tiene que darle a la azada en
el jardín. Su hija mayor tiene ya catorce años y es una inútil. La más pequeña tiene
cuatro, y me recuerda a mí, con esos ojos chispeantes y esa lengüita afilada, que
parece que corte.
—¿Cómo no le pusiste a ninguno mi nombre, Margaret? —le pregunté un día
directamente.
—Bueno —dijo—, sólo hay dos chicas. A una le puse Teresa, por mi madre, y a
la otra Cathleen, por mi hermana preferida. La próxima que tengamos se llamará
como tú.
—¿Qué? ¡La próxima! ¿Es que quieres matar a mi hijo? —le pregunté—. Porque
tiene que trabajar por las noches, ya lo ves. Tú tampoco tienes buen aspecto, ¿sabes?,
deberías ir a ver a uno de esos médicos judíos que son tan buenos para que te atara las
trompas.
—¡Oh! —dijo ella—. ¡Jamás!
Tengo que pincharla un poco para conseguir que reaccione. Pero no suele
funcionar. Parezco un albañil enloquecido hablándole al cemento fresco. ¿Es posible
que haya gente como ella en este mundo? No respondas. El tiempo pasará, a pesar de
su poca agudeza.
De hecho, ha pasado, pues aquí estamos, en el presente, que está transcurriendo
ahora, y soy una viuda muy cotizada como canguro. Todos aquéllos para los que
trabajo creen que estoy chiflada, pero dentro de límites razonables. Se me da muy
bien leerles cuentos a los pequeños. Leo como una actriz, como Joan Crawford o
Maureen O’Sullivan, tengo la voz más profunda que antes. Así que gano un poquito
de dinero extra, por si acaso, aunque Johnny, mi hijo, cubre todas mis necesidades.
No me iré a vivir con extraños. Ésta es mi calle, y no tengo por qué irme.
Y, por supuesto, como la amistad no acaba nunca, Johnny viene dos veces por
semana a distraerse con Ginny. Ella y yo no hablamos una palabra, aunque nos
cruzamos a menudo. Sabe que, además de haber ganado, tengo razón. Ha tenido una
vida amorosa excepcional (la mayoría no la tienen)… ha podido estar unos años con
un jovencito como Blackie, que la hacía estremecerse de pies a cabeza, aunque acabó
todo antes de que terminase la juventud. Y en cuanto a mi Johnny, ahora la tiene para
él solo, tal como planeó y deseó en un principio, y ella depende de él para todo. Le
necesita. Es el apoyo de sus hijos. Le suben por las rodillas hasta el hombro. Gritan
por la ventana llamándole, John, John, si la tonta de Margaret le retiene en casa.
Es una lástima haber hecho las cosas tan bien y que Jack se haya ido a rondar a
los ángeles inocentes.
Suelo esperar en las escaleras del corredor para ver a John las noches de verano,
cuando no tiene tiempo suficiente para visitarnos a mí y a Ginny al mismo tiempo;
necesito verle, aunque no sé por qué. De cualquier modo, me gusta mucho la calle, y
las noches que hace calor, cuando el carrito de los helados atrae a todos esos chicos
sucios y a esos muchachos grandes tan guapos de ojos acechantes. Me echo un
poquito de borgoña en el helado de fresa, como nos decía mi padre que podíamos
hacer los domingos, ya verás, Mary, como con eso estas damitas se suben por las
paredes.
Y ahora, algunas cuestiones serias, no aclaradas hasta el momento:
¿A qué demonios tanto jaleo y tanta prisa para un trayecto tan corto? ¿Por qué
John tuvo que hacer todas esas visitas de cortesía a Margaret en su viaje de toda la
vida hacia Ginny? Además, ¿qué pensaba, en realidad, Jack? ¿Estaba a favor o en
contra? Y ¿qué pensaba Anthony cuando me entregaba a él una y otra vez (y soy
consciente de que fui quien empezó)? No me dejó embarazada, como pasa siempre en
los libros, como me decía aquel sacerdote francés llorando y en contra de sus normas:
—¡Oh, no, Dolly, si estás enceinte (que quiere decir embarazada), se casará
contigo, no lo dudes, pobrecita, sonríe, vamos, pues ésa es la promesa de la Iglesia a
los recién nacidos!
A lo que, con lo lista, dura y alegre que era yo, sólo pude decir antes de partir a
vivir y a morir:
—No, padre, él no me quiere.
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