Grace Paley
(Bronx, Nueva York, 1922 - Thetford, Vermont, 2007)


Zagrowsky cuenta
(“Zagrowsky Tells”)
Later the Same Day (1985)
[Más tarde, el mismo día (1985)]



      Yo estaba en el parque, al pie de ese árbol. Lo llaman el Olmo del Patíbulo. Hubo un tiempo en que servía de escarmiento a toda clase de gamberros. Hoy en día, a lo mejor de vez en cuando… No. El caso es que se me acerca una mujer, una mujer que parece incapaz de sonreír. Le digo a mi nieto: Ay, ay, Emanuel, esa señora que se acerca fue una vez una guapa cliente mía de la farmacia, la que te mostré antes.
       Emanuel dice: ¿Quién, abuelo?
       Pese a su buen aspecto, ya no es tan despampanante. Qué remedio, el tiempo no perdona a las mujeres.
       Éste es el concepto que ella tiene del saludo: ¿Iz, qué hace con ese niño negro? Luego dice: ¿Quién es? ¿Por qué se pega a él de esa manera? Me mira como Dios en el Juicio Final. Como el que se ve en los cuadros famosos. Luego dice: ¿Por qué le chilla a ese pobre niño?
       ¿Chillarle? Le estaba dando una lección sobre el parque. Este árbol figura en las guías. A propósito, cómo está usted, señorita…, señorita… Me sentía avergonzado. Había olvidado su nombre.
       Pero dígame quién es. Lo tiene usted aterrorizado.
       ¿Yo? No sea ridícula. Es mi nieto. Di hola, Emanuel, no hagas cuento.
       Emanuel me mete la mano en el bolsillo para pegarse un poco más a mí. ¿Vas a abrir la boca o no, hijito?
       Ella dice: ¿Su nieto? ¿De verdad que es su nieto, Iz? Su nieto, ¿qué quiere decir con eso?
       Emanuel cierra herméticamente los ojos. ¿Ha notado que todos los niños se confunden? Cuando no quieren oír algo, aprietan los ojos. Lo hacen muchos niños.
       Vamos a ver, Emanuel, quiero que le digas a esta señora quién es el niño más listo del jardín de infancia.
       Ni palabra.
       Por el amor de Dios, abre los ojos. Esto es algo nuevo en él. Dile quién es el niño más listo. (Y es que, con sólo cinco años, ya podía leer un libro entero él solito).
       Permanece inmóvil. Está pensando. Conozco bien esa astuta cabecita. Luego comienza a dar saltos y a gritar: Yo, yo, yo. Hace unas piruetas. Su abuela dice que eso es lo mejor de su repertorio. Mis otros chavales (tres chicos ya más bien creciditos) tenían también un buen repertorio, pero estaban muchísimo menos dotados. En cuanto tenga ocasión, lo llevaré a la Oficina de Certificación de Niños Prodigio. Tendrían que hacerle una prueba.
       Pero la señorita esa…, la señorita…, aún no ha terminado con nosotros. Está preocupada. ¿De quién es el niño? ¿Lo ha adoptado?
       ¿Adoptarlo? ¿A mis años? Es el hijo de Cissy. ¿Conoce usted a mi Cissy? Noto que sabe algo. Por qué no, tengo un negocio público. No me sorprende.
       Por supuesto que me acuerdo de Cissy. Dice eso con cara un poco más solícita.
       Bueno, mi Cissy, si lo recuerda, era una chica nerviosa.
       Vaya si lo era.
       ¿Es ése un modo de responder? Cissy era nerviosa… El nerviosismo, la verdad sea dicha, trotaba en la familia de la señora Z. ¿Trotaba? Galopaba… Tocotoc, tocotoc, tocotoc.
       Cuando éramos jóvenes, yo solía ir de visita a su casa, y mientras yo, su hermano y sus tíos jugábamos al pinacle, sus tres tías tomaban el té en la cocina. Todo allí era ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¿Que por qué? No había ninguna razón. Tenían marido…, unos perfectos caballeros. Uno de ellos estaba metido en negocios, y los otros dos eran unos profesionales de verdad. Habían adquirido ese hábito, eso es todo. Así que le dije a la señora Z.: Como le oiga decir ¡Ay!, pido el divorcio.
       Me acuerdo muy bien de su esposa, dice aquella señora. Muy bien. Pone la misma cara de antes; su boca se achica. Su esposa es una mujer muy hermosa.
       Vaya…, ¿iba a casarme yo con una arpía?
       Pero tenía razón. Mi Nettie era muy guapa de joven, del tipo de esas judías polacas que se ven a veces por ahí. Tal como si, pongamos por caso, un enorme campesino rubio hubiese pasado por la piedra a su bisabuela.
       Así que le respondí: Efectivamente, muy atractiva. Incluso ahora no está tan mal, aunque se ha vuelto un poco quejica.
       Suspira entonces profundamente, como si mi caso fuera desesperado. ¿Qué ha sido de Cissy?
       Emanuel, vete a jugar con esos niños. ¿No? No.
       Bueno, se lo explicaré, es cosa de los genes. Los genes son lo más importante. Con el entorno no hay problema, pero los genes… Ahí es donde está escrita toda la historia. Aunque creo que el colegio también tiene algo que ver. Ella es un poco artista, como el marido de usted. ¿No me confundo de hombre? Tendría que haberla visto cuando era una cría. Todavía es atractiva ahora, incluso cuando le da un ataque. Pero entonces sobresalía. La familia tenía la costumbre de ir a la montaña en verano. Ella y yo salíamos a bailar. Menuda bailarina. Asombrábamos a la gente. A veces nos quedábamos bailando hasta las dos de la madrugada.
       No creo que eso estuviera bien, dice ella. Yo no bailaría con mi hijo toda la noche…
       Ya, porque usted es madre. Pero «bien», ¿quién sabe lo que está bien? A lo mejor un médico. Yo podría haber sido médico, dicho sea de paso. El cuñado de mi mujer, aquel que tenía negocios, me hubiera respaldado. Pero ¿y luego, qué? A uno no le queda tiempo para nada. La gente llama día y noche. Yo curaba a más gente en un día que un médico en una semana. Muchos médicos me llamaban, Zagrowsky, me decían, ¿ese medicamento de Parke-Davis que sacaron el mes pasado es eficaz, o es un timo? Yo tenía una experiencia directa, y no soy tan presuntuoso como para no hablar.
       Oh, Iz, sí que lo es, dijo. Dice eso a sabiendas, pero con tristeza. ¿Que por qué lo sé? Son muchos años en una tienda. Uno observa. Uno mira. El cliente siempre tiene razón, pero un montón de veces uno sabe que no la tiene y que, además, es un consumado idiota.
       Hasta que, de repente, la ubico. Luego me digo: Iz, ¿qué haces aquí al lado de esta mujer? La miro a la cara y le digo: ¿Fe? ¿No es así? Escúcheme. Ahora escúcheme, porque tengo que preguntarle una cosa. ¿No es cierto que, sin importarme la hora de su llamada, y aunque ya estaba cerrando, fui a su casa con la penicilina o la tetraciclina? Vivía usted en un cuarto piso, sin ascensor. Al lado vivía una amiga suya, la de las tres niñas, cómo se llamaba, Susan. Lo recuerdo clarísimamente. Tiene usted la cara bañada en lágrimas, su niño tiene cuarenta de fiebre, tal vez más, está hirviendo, llora y usted no quiere apartarse de su cuna, está de pie en el pasillo, hay poca luz… Vivía sola, ¿o me equivoco? Muy joven. Me acuerdo también de su marido, un muchacho nervioso, entra y sale, se pasa la noche caminando de un lado a otro. ¿Bebía? Juraría que sí. ¿Irlandés? Supongo que terminaron mal y que se divorciaron. Así de sencillo. Los chicos como ustedes sí que sabían vivir.
       Ni siquiera me responde. Me dice…, ¿quiere saber lo que me dice? Me dice: ¡Mierda! Y luego: Por supuesto que me acuerdo. ¡Santo Dios, mi Richie estaba enfermo! Gracias, me dice, gracias, gracias de todo corazón.
       Yo ya pensaba en otra cosa: la mente es la que siempre dispone. Cuando se me acercó, no la reconocí. Me sonaba mucho, pero ¿de dónde? Y luego, de la nada, por una simple palabra, a lo mejor por su cara mandona, excepcionalmente redonda, de las que se ven poco, su sombrío apartamento, los cuatro pisos, las otras chicas, todas ellas joviales y jóvenes en aquella época…, uno podía verlas pasear en un día soleado con un par de niños, un cochecito, una bicicleta, chicas guapas, pero cansadas del trajín del día, casi todas divorciadas, volviendo solas a casa. ¿Novios? A saber qué tipo de vida llevaban. Yo sentía un gran aprecio por ellas. A veces, a las cinco de la tarde, salía a la puerta para mirarlas. Eran, en términos generales, como deberían ser las modelos. O sea, que no eran flacas, sino gorditas, como si estuvieran rellenas de cojines y almohadones, según el lado por el que uno las mirara. Madres jóvenes. Yo les lanzaba algunos piropos, y ellas me replicaban. Me acuerdo especialmente de su amiga Ruthy, la que tenía dos niñas de largas trenzas negras, hasta aquí. Un día le dije: En un par de años, Ruthy, serán dos beldades lo que usted llevará de la mano. Será mejor que no les quite ojo. En aquel entonces las mujeres siempre te respondían amablemente, sin escatimar sonrisas. Por ejemplo, decían: ¿Lo dice de verdad? Gracias, Iz.
       Pero todo eso es agua pasada, y además por entonces no todo era bueno, sino malo también, y muy en especial por lo que respecta a esta dama: yo a ella le hice bien, pero ella no me hizo, que digamos, demasiado bien.
       Nos quedamos así un rato. Emanuel dice: Abuelo, vamos a los columpios. Ve tú, no están lejos, y, además, por ahí veo más niños. No, dice, y vuelve a meter su mano en mi bolsillo. Pues no vayas. Uf, qué día, dije. Con capullos y todo. Ella dice: Ese árbol de allí es una catalpa. ¡No me tome el pelo!, digo. ¿Y cómo llama a ese que no tiene una sola hoja? Acacia, dice. Dos acacias, digo.
       Luego suspiro profundamente: Vale, ¿me sigue escuchando? Entonces permítame que le pregunte por qué, después de haberle hecho yo tantos favores, entre otros el de salvar la vida de su hijo, tuvo usted que hacerme aquello. Ya sabe a lo que me refiero. Era un día espléndido. Miro a través del escaparate de la farmacia y veo fuera a cuatro clientas, a dos de las cuales, por lo menos, he visto en bata mientras en plena noche me gritan: ¡Socorro, socorro! Desfilan con pancartas.
ZAGROWSKY ES UN RACISTA. AÑOS DESPUÉS DE ROSA PARKS, ZAGROWSKY A LOS NEGROS NO QUIERE DESPACHAR. Es algo que se me ha quedado grabado aquí. Le señalo mi corazón. Sé perfectamente dónde lo tengo.
       Como es natural, mis palabras la molestan. Escuche, dice, teníamos razón.
       Agarro con fuerza a Emanuel. ¿Ustedes?
       Sí, primero le escribimos una carta. ¿Acaso la contestó? Le decíamos: Zagrowsky, recapacite. La escribió Ruthy. Le decíamos que deseábamos hablar con usted. Le pusimos a prueba. Cuatro veces, como mínimo, había tenido usted esperando a la señora Green y a Josie, nuestra amiga Josie, una especie de negra hispana…, vivía en la planta baja de nuestro edificio… Las había hecho esperar largo rato mientras se ocupaba de atender a todos los demás. Y encima las trató muy bruscamente, o más bien con grosería, porque usted puede ser sumamente grosero, Iz. Hasta que Josie decidió irse de la tienda, no sin antes ponerle verde. ¿Se acuerda?
       No, el caso es que no me acuerdo. Había un enorme griterío en la tienda. Gente que sufría de verdad, que entraba pidiendo codeína a voces o un remedio para la madre que se les moría. De eso sí que me acuerdo, y no de una mujer hispana, chillona y medio loca.
       Pero oiga, dice —como si todo aquello no lo tuviera yo delante de los ojos, como si el pasado no fuera más que un trozo de papel tirado en el suelo—, no ha acabado de contarme lo de Cissy.
       ¿Acabar? Usted sí que casi acaba con mi negocio, y no vaya a creer que Cissy no tuvo su parte. Fue más tarde, cuando enfermó gravemente.
       Luego pensé: Quién me mandará a mí hablar con esta mujer. Me veo a mí mismo: ¿cómo estaba ese día, no sé cuántos años hace? Parado como un idiota detrás del mostrador esperando a los clientes. Todo el mundo mira desde el otro lado del piquete. Porque es esa clase de barrio donde, si hay un piquete, la mitad de la gente no pasa. Los polis dicen que están en su derecho. En el de arruinar el negocio de una persona. Estaba disgustado, pero salí a la calle. Al fin y al cabo, conocía a aquellas señoras. Traté de explicarme, Fe, Ruthy, señora Kratt, si un desconocido entra en la tienda, lo natural es atender primero a los clientes más antiguos. Cualquiera haría lo mismo. Además, no paraban de enviarme negros, mestizos, gente de todos los colores, y, la verdad sea dicha, no me agradaba la idea de que tomaran mi farmacia por una tienda con descuentos especiales para ese tipo de clientela. Lo que hacían era instalarse en el barrio… Y yo hice lo que todo el mundo. No con la intención de ofenderlos, sino de desanimarlos un poco, para que no creyeran que se les recibía con los brazos abiertos. De lo contrario, podían mudarse sólo porque la zona era acogedora.
       Pues bien. Alguien mira a Emanuel y dice: ¡Eh! No es de pura raza blanca, que digamos. ¿Qué pasa aquí? Le diré lo que pasa: la vida continúa. Usted tiene sus ideas. Yo tengo las mías. La vida, de por sí, carece de ideas propias.
       Me aparté de la tal Fe. No me gustaba tenerla cerca. Me senté en un banco. Ya no soy un pollito. Grito quiquiriquí sólo de vez en cuando. Estoy cansado, prácticamente soy yo quien se ocupa de nuestro Emanuel. La señora Z. se queda en casa, tiene las piernas hinchadas. Es una vergüenza.
       Una vez iba en el metro y se pasó de estación. La puerta se abre, no puede levantarse. Lo intenta (pesa unos cuantos kilos de más). Le dice a un chico alto con un cuaderno, un negro macizo: Por favor, ayúdeme a ponerme de pie. Él le dice: Usted me ha tenido a sus pies trescientos años, puede seguir a mis pies otros diez minutos. Le pregunté: Nettie, ¿no le dijiste que estábamos criando a un niño negro como un grano de café? Pero si tenía razón, dice Nettie, eso es verdad. Nosotros los tuvimos a nuestros pies.
       ¿Nosotros? ¿Nosotros? A mis dos hermanas y a mis padres los frieron para que cenara Hitler, en 1944, ¿y tú dices nosotros?
       Nettie se sienta. Por favor, tráeme un poco de té. Sí, Iz, digo: Nosotros.
       No fui capaz ni de poner el agua a calentar de tan furioso que estaba. Te diré una cosa, señora mía, estás tan loca como tus tres tías, loca como nuestra Cissy. Toda tu familia se encargó de aportar los genes necesarios para no dejarle una sola oportunidad. Nettie me mira. Suspira. Yo añado: No creas que por decir «nosotros» lo hicimos te vas a convertir en americana, que ya figuras en la misma lista que Robert E. Lee. Por supuesto que era una broma, pero ¿dónde estaba la gracia?
       Ahora mismo me siento cansado de verdad. Hasta la tal Fe se daba cuenta de que estaba algo tembloroso. Qué debo hacer, se pregunta. Pero decide que la charla no ha terminado, así que se sienta a mi lado. El banco está húmedo. Estamos apenas en abril.
       ¿Cómo está Cissy? ¿Se encuentra bien?
       Eso no es asunto suyo.
       Vale. Hace ademán de marcharse.
       ¡Espere, espere! Teniendo en cuenta que la he visto a usted un par de veces en camisón cuando todavía era joven y guapa… Ahora sí que se pone de pie. Supongo que es una mujer liberada, de las que no toleran oír comentarios sobre los camisones. Pero si se trata de batas, les da igual. ¡Que se largue! Al diablo con ella… Pero regresa. Dice: De una vez por todas, Iz, vale ya. Quiero saberlo de verdad. ¿Se encuentra bien Cissy?
       Así que quiere saberlo… Ella está bien. Vive conmigo y con Nettie. Se ocupa de las plantas. Trabaja de sol a sol.
       Pero por qué tengo ahora que echarle un cable. Vaya, Fe, no puedo callármelo. ¡Después de lo que llegaron ustedes a hacerme! Y ahora pretende saber cómo está Cissy. ¡Usted! ¿Por qué? Cómo no. Recordará que abandonaron lo del piquete unas dos semanas después. Ignoro por qué. ¿Cansancio? A lo mejor por el verano, tenían que irse a armar jaleo en la playa. Pero yo no podía moverme de allí. ¿Acaso tenía entonces aire acondicionado? De repente, veo a Cissy fuera. Lleva una pancarta. Seguramente la idea le vino de usted y de sus amigas. Camina de un lado a otro con un cartelón. Si alguien le dirige la palabra, aprieta los labios.
       No recuerdo eso, dice Fe.
       Claro, como que usted ya estaba en Long Island o en Cape Cod, o en cualquier lugar de la costa de Jersey.
       No, dice, se equivoca. Se equivoca. (Me doy cuenta de que para ella es un tremendo insulto que le insinúen que ha hecho vacaciones).
       Luego me dije: Calma, Zagrowsky. Porque, de hecho, no quería que se marchara, y porque, ya que había comenzado a hablar, tenía que contar la historia completa. No soy de los que se guardan las cosas. ¡Contar! Eso descongestiona un poco; los pulmones sirven para respirar, no para guardar secretos. Mi esposa nunca cuenta nada; tose que tose. Toda la noche. Se despierta. Iz, abre la ventana, no entra aire. Tienes que contar cosas, pobre mujer, si lo que quieres es respirar.
       Así que le digo a la tal Fe: Le contaré cómo está Cissy, pero tendrá que oír toda la historia de nuestros sufrimientos. Pensé: Vale, ¡qué más da! Dejemos que después hable por teléfono con las demás chicas. Que sepan qué fue lo que pusieron en marcha.
       Llevamos a nuestra Cissy de un lado para otro buscando al mejor médico. Yo tenía buenos contactos gracias a la farmacia. El propio doctor Francis O’Connel, el irlandés rechoncho que trabaja en el hospital, estuvo con la señora Z. y conmigo nada menos que dos horas, y eso que es un hombre ocupadísimo. Nos explicó que se trataba de uno de los misterios más grandes. No sabían nada, los más brillantes médicos eran unos papanatas en la materia. Pero yo había oído hablar en mi farmacia de tal o cual tratamiento. Así que la llevamos cincuenta veces a que le dieran masajes desde la cabeza hasta la punta de los pies; hacíamos todo lo que se nos sugería. La atiborramos de vitaminas y minerales (esa idea nos la dio un médico de verdad).
       Siempre que quisiera tomarse las vitaminas, porque a veces se negaba a abrir la boca. A su madre le decía palabrotas. No estábamos acostumbrados a eso. Mientras tanto, cada mañana se dedicaba a pasear delante de la farmacia. Podría haberse ganado el salario mínimo, dada su tenacidad. Su trabajo vespertino consistía en seguir a mi mujer de un rincón a otro para enumerarle todos los errores que había cometido con ella durante su infancia. Luego, al cabo de un par de meses, de repente se pone a cantar. Tiene una hermosa voz. Había recibido lecciones de una persona muy conocida. En Navidades ya cantaba en la puerta de la farmacia la mitad del Mesías de Haendel. ¿Lo conoce? Qué bonito, pensará usted. Oh, sí, es una maravilla. Pero ¿dónde andaba usted que no se enteró de que iba sin abrigo? ¿O acaso sabía que caminaba de arriba abajo arrastrando las medias? Tiene la cabeza y las manos frías como si fuera el intendente de la bodega. ¡Canta! ¡Canta! Sobre todo, dos canciones: una se refiere a los gentiles que verán la luz, y la otra dice: ¡Oíd! Una virgen concebirá un niño. Mi esposa dice: Claro, es natural, desearía ser una mujer casada como las demás. Pamplinas. Podría, de haberlo querido. Tenía un montón de pretendientes. Un montón. Canta, los imbéciles aplauden, algún canalla grita: Adelante, Cissy, adelante. ¿Cómo? ¿Adelante hacia dónde? Hay días en que se limita a gritar.
       ¿Gritar qué?
       Oh, me había olvidado de usted. Grita cualquier cosa. Grita: ¡Racista! Grita: ¡Vende venenos! Grita: ¡Es un bailarín desastroso, tiene dos pies izquierdos! (Lo que no es cierto; lo dice sólo para insultarme en público, pura tontería). La gente se reía. ¿Qué es lo que ha dicho? Algunos no la habían oído bien; y me grita: Tú vas de putas. Lo que tampoco era cierto. Todo porque una vez me había visto con una mujer que era, en realidad, una pariente lejana de Israel. Todo se lo imagina. Tiene la cabeza como un cubo de basura.
       Un día su madre le dice: Cissile, péinate, cariño, por el amor de Dios. Por esta observación, ella le da una bofetada a su madre. Llego a casa y me encuentro a una mujer que ya no es joven con los ojos amoratados y la nariz ensangrentada. El médico nos dijo: Antes de que experimente una mejoría, su hija todavía estará peor. Era cuanto sabía. Nos envió entonces a un sitio espléndido, un hospital que quedaba en las afueras de la ciudad, no sé si en Westchester o en el Bronx, pero, a Dios gracias, se podía ir en metro. Fue entonces cuando descubrí la razón de haber estado ahorrando. Me creía que era para retirarme a Florida y poder pasear bajo las palmeras entre semana. Pues no. Había estado ahorrando para mi bella Cissy; ella dispondría de un hermoso hogar en compañía de otros locos.
       Así, poco a poco, se va tranquilizando. Nos dejan ir a verla. Ella nos enseña la tienda de caramelos, le damos un par de dólares. Pronto nuestra vida se convierte en eso. Mi esposa va tres veces por semana, coge el metro cargada de cosas apetitosas (nada de azúcar, porque ellos son contrarios al azúcar); le lleva algo bonito, una blusa o un pañuelo; un regalo, ya me entiende, como muestra de amor. Y yo voy una vez a la semana, sólo que ella no quiere verme. Con lo unidos que estábamos antes, igual que dos enamorados; podrá imaginarse cómo me sentía. Bueno, como usted tiene hijos, lo sabrá, niños pequeños, problemas pequeños; niños mayores, problemas mayores; es un proverbio yiddish. A lo mejor los chinos también lo dicen.
       Oh, Iz, ¿cómo pudo ocurrir eso? Tan de repente. Sin ningún indicio.
       ¿Qué le pasa a la tal Fe? Sus ojos están llenos de lágrimas. Supongo que es sensible. Sé lo que está pensando. Sus hijos aún son quinceañeros. Por ahora están bien, pero ¿cómo acabarán? La gente piensa en sus cosas. Así es la naturaleza humana. Por lo menos, ella no me dice que la culpa ha sido mía o de mi esposa. ¡Hice una cosa terrible! Quise a mi hija. Sé qué es lo que la gente tiene en la cabeza. Soy ducho en psicología. Desde que nos pasó aquello, me leí todos los libros que había sobre el tema.
       Oh, Iz…
       Posa una mano sobre mi rodilla. La miro. A lo mejor no es más que una chiflada. A lo mejor piensa que soy un viejo decrépito (casi lo soy). Bueno, ya lo dije antes. Doy gracias a Dios por la cabeza. Es la cabeza lo único que interesa mantener joven cuando el sitio de costumbre se reblandece. Por algún motivo me da un beso en la mejilla. Qué persona tan rara.
       Fe, sigo sin poder entender por qué tuvieron que portarse ustedes tan mal conmigo.
       Pero es que teníamos razón.
       Y entonces la dama, Reina de lo Justo, me suelta un breve sermón. No se acuerda de Cissy caminando arriba y abajo ni gritando palabrotas, pero sí recuerda: cuando la presuntuosa y gordinflona doncella de la señora Kendrick salió de la tienda con la receta para la alergia de Kendrick, yo hice un gesto y dije: ¡Oh, oh! ¡Vaya con la gran dama! ¿Qué hay de malo en eso? Dice que yo, siempre que veía a una pareja mixta paseando por la calle, un blanco y una negra, por ejemplo, decía: ¡Puf, qué asco! ¡No deberían permitirlo! Que me oyó decir eso unas cuantas veces. ¿Y qué? Es cuestión de gustos. Luego me habla de la tal Josie, probablemente puertorriqueña, aquélla a la que no despaché cuando debía. Luego dice: Vale, de verdad, Iz, ¿qué hay de Emanuel?
       No se meta con Emanuel, dije. No se atreva. No tiene nada que ver con esto.
       Parpadea un par de veces. Tiene más que decir. Tampoco le gusta mi modo de dirigirme a las mujeres. Dice que había veces que llamaba oso pardo a la señora Z. Pero ¿acaso no se trata de mi esposa? Que me dedicaba a hacer muecas y a guiñar el ojo a las chicas, y que daba algún que otro pellizco. Mentira…, a lo mejor, una palmadita, pero jamás un pellizco. Además, sé a ciencia cierta que a un par de ellas les encantaba. Ella dice: No. A ninguna le gustaba. A ninguna. Sólo lo toleraban porque la historia aún no les había dado ocasión de desgañitarse. (Para una norteamericana de nacimiento, es tener bastante caradura mencionar la historia).
       Pero Iz, dice, olvídese de todo eso. Lamento mucho que ahora tenga tantos problemas. Realmente lo lamenta. Pero en cosa de un segundo cambia de parecer. Ya no lo lamenta tanto. Retira su mano. En su boca se dibuja una o.
       Emanuel se sube a mis rodillas. Me acaricia el rostro. No estés triste, abuelo, dice. No soporta ver una lágrima en el rostro de alguien. Aunque se trate de un desconocido. Si su mamá pone cara de pocos amigos, como es tan listo, ya no se le acerca. Va donde mi mujer. Abuela, dice, mi pobre mamá está muy triste. Mi mujer entonces pega un salto y entra en la habitación. Preocupada. Asustada. ¿Cissy se ha tomado sus píldoras? ¿Qué es lo que ocurre? Una vez el niño se acercó a Cissy y le dijo: ¿Por qué lloras, mamá? Y ésta es la respuesta que ella le da: se levanta y comienza a darse cabezazos contra la pared. Con fuerza.
       ¡Mi mamá!, grita Emanuel. Por fortuna, yo estaba en casa. Desde aquella vez acude directamente a su abuela cuando tiene problemas. ¿Qué pasará al final? Ya no somos demasiado jóvenes. A mi hijo mayor le van muy bien las cosas, sólo que vive en un barrio muy selecto de Rockland County. Nuestro otro hijo…, bueno, ése lleva su vida, pertenece a otra generación. Se marchó.
       Me mira, la tal Fe. No sabe qué decir. Sigue sentada. Está a punto de abrir la boca. Sé qué es lo que quiere saber. Cómo aparece Emanuel en la historia. Y cuándo.
       Luego me dice exactamente estas palabras: Bueno, ¿y dónde encaja Emanuel?
       Encaja, encaja. Como oro regalado por Nasser.
       ¿Nasser?
       Digamos Egipto, en vez de Nasser. Desciende del otro hijo de Isaac, ¿entiende? Un pariente cercano. Un día me siento y pienso: ¿Por qué? ¿Por qué? La respuesta: Para recordárnoslo. Ése es el propósito de casi todas las cosas.
       Se trataba de Abraham, dice interrumpiéndome. Tenía dos hijos, Isaac e Ismael. Dios le prometió que sería padre de muchas generaciones; y lo fue. Pero como sabe, dice, no fue precisamente un gran padre para esos dos chicos. Cosa nada inusual, no pudo menos que añadir.
       ¡Lo ve! Eso es lo que hacen las mujeres esas con la Biblia; la utilizan para meterse con los hombres. Claro que quise decir Abraham. Abraham. ¿Dije Isaac? No me queda más remedio que admitir que, de vez en cuando, ella dice la verdad. Como sabe, expulsó de la casa a uno de los dos, mientras que al otro estaba dispuesto a hacerlo picadillo en cuanto un zumbido interior le dijera: ¡Vamos! ¡Machácalo!
       Pero el problema es dónde encaja Emanuel. No me importaba contarlo. Es más, quería hacerlo, como ya expliqué antes.
       Comienza así. Un día mi esposa va a la administración del hospital de Cissy y dice: ¿Qué clase de sitio regentan ustedes? Acabo de ver a mi hija. Hasta un ciego podría notarlo. Mi hija está embarazada. ¿Qué es lo que pasa aquí de noche? ¿Quién es la supervisora? ¿Dónde está en este momento?
       ¿Embarazada?, dicen, como si jamás hubiesen oído hablar de eso. Corren de un lado para otro, y el médico de turno llega y dice: Sí, está embarazada. Sin duda. ¿Sabe algo más?, dice mi esposa. Y luego: reuniones con el psiquiatra de las visitas semanales, el psicólogo de las visitas diarias, el médico de los nervios, la asistenta social, la enfermera jefe, la auxiliar. Mi esposa dice: Cissy lo sabe. No es idiota, sólo está confusa y deprimida. Sabe que tiene un niño en su barriga como cualquier mujer normal. Eso le gusta, dice mi esposa. Si hasta le había dicho: Mamá, voy a tener un bebé, y luego le había dado un beso. El primer beso en dos años. ¿Qué le parece eso?
       Mientras tanto, realizan una investigación a fondo. Se descubre que el sujeto es un tío de color. Uno de los jardineros. Sólo que se había marchado hacía dos semanas a la costa. Yo podía suponer lo que había ocurrido. A Cissy le encantaron siempre las flores. De niña estaba todo el día plantando semillas, y se pasaba las horas delante del tiesto para ver cómo brotaba la pequeña flor. Así que debió de estar mirándolo a todas horas. Él cava la tierra. Echa las semillas. Ella mira.
       La administración pidió disculpas. ¿Disculpas? Un accidente. La supervisora estaba de vacaciones esa semana. Podría haberles reclamado un millón de dólares. No crea que no hablé con un abogado. Además, en cuanto me dieron la noticia, acudí a una agencia de detectives para que lo buscaran. Tenía intención de matarlo. Iba a despedazarlo miembro a miembro. ¿Qué pasa después? Vuelven a convocarlos a todos. Al psiquiatra, al psicólogo, sólo prescinden de la auxiliar. La única esperanza de que llevara una vida seminormal, pero fuera de las instituciones: debía tener el niño, podía concebirlo perfectamente. No, dije, no lo toleraré. Me niego. De mi Cissy, que es rubia como el oro, saldría un negrito. Luego el psicólogo me dice: No sea tan reaccionario. ¡Vaya valor! Poco a poco a mi esposa se le ocurre una buena idea. Vale, haremos que lo adopten. Ni siquiera hará falta que Cissy lo vea.
       Parte de un criterio erróneo, dice el jefe del lugar. Ellos hablan así. ¿Qué quería decir? Pues que debíamos llevarnos a casa a ese niño si realmente queríamos a Cissy… Luego nos da una larga charla sobre el bebé: que era el contacto de Cissy con la vida; además, la chica estaba loca por el jardinero, el muy hijo de puta, un negro con mano de santo para las plantas.
       Ya ve que no he perdido el humor, y todo gracias a este encanto. Ahora tengo un amiguito de verdad. Donde voy yo, va él, incluso cuando bajo hasta el sector italiano del parque para jugar a las bochas con esos viejos cascarrabias. Me invitan cuando me ven en el supermercado: ¡Eh, Iz! Tony está enfermo. ¿Por qué no vienes a jugar? Mi mujer me dice: Llévate a Emanuel contigo, tiene que aprender cómo juegan los hombres. Lo llevo, esos viejos también vieron lo suyo en su día. Creen que soy una especie de buen samaritano. Muchos de ellos, además, son ignorantes. Creen que en el fondo los judíos tienen algo de sangre negra, de manera que no se detienen a observarle demasiado. Él se va a los columpios y ellos se hacen a la idea de que jamás lo han visto.
       No pretendía apartarme del tema. ¿Cuál es el tema? El tema es cómo nos hicimos con el niño. Mi esposa, la señora Z., me obligó. Me dijo: Tenemos que llevarnos a este niño con nosotros; de lo contrario, me marcharé con Cissy a vivir de la beneficencia. Será mejor que lo reconsideres, Iz. Su hermano, un asistente social de categoría, la alentó. Me parece que también es comunista, por la manera como habla desde hace veinte, treinta años…
       Él me dice: Sobrevivirás, Iz. Después de todo, es un bebé. Lleva tu sangre. A no ser, naturalmente, que quieras que Cissy se pudra en ese sitio hasta que seáis tan pobres que ya no quieran seguir teniéndola. Entonces la ingresarían en Bellevue o en Central Islip o qué sé yo. Primero será un zombie, luego un vegetal. ¿Es eso lo que quieres, Iz?
       Después de esa discusión, caí enfermo. No podía ir a trabajar. Mientras tanto, Nettie llora todas las noches. Por las mañanas no se arregla. Anda con una escoba. Pero no barre. Si se pone a barrer, rompe a llorar. Pone un cazo de sopa en el hornillo, corre a la habitación, y se acuesta. Empiezo a pensar que también tendré que llevarla al manicomio.
       Accedo.
       Mi oyente me dice: Muy bien, Iz, hizo lo que debía. ¿Qué otra cosa podía hacer?
       Me entraron ganas de zurrarle. No soy una persona violenta, sólo muy irritable, pero ¿acaso alguien le había preguntado? Muy bien, Iz. Está sentada mirándome, asintiendo con la cabeza. Emanuel se ha ido por fin a los columpios. Veo cómo se balancea sin parar. Puede estar columpiándose horas enteras. Le vuelve loco.
       Bueno, la parte mala de la historia ya está. Ahora comienza la buena. Darle un nombre al niño. ¿Qué nombre podíamos ponerle? Bebé morenito. Un color intermedio. Un perfecto desconocido.
       En la sala de recuperación, ya sabe, donde meten a las madres con sus bebés recién nacidos, Nettie dice: Cissy, Cissile, cariño, corazón mío (así le hablaba mi esposa, como si estuviera hecha de oro, o de cáscara de huevo), preciosidad mía, ¿cómo vamos a llamar al niño?
       Cissy le está dando de mamar. Sobre su blanca piel se ve una cabecita negra y rizada. Cissy dice al momento: Emanuel. Inmediatamente. Cuando lo oigo, digo: Ridículo. Es ridículo, un nombre judío tan largo para un bebé. Yo tenía tíos con ese nombre. Al final a todos los llamaban Manny. Tío Manny. Vuelve a decir: ¡Emanuel!
       David es bonito, sugerí con un tono suave. Es el nombre de tu abuelo, que en paz descanse. Michael también es bonito, dice mi esposa. Joshua es precioso. Muchos niños llevan esos preciosos nombres hoy en día. Son nombres bonitos y modernos. A la gente les encanta pronunciarlos.
       No, dice ella, Emanuel. Luego se pone a chillar: ¡Emanuel, Emanuel! Nos vimos casi forzados a darle más píldoras. Pero fuimos precavidos a causa de la leche; hubiera podido resultar dañada.
       Vale, exclamó todo el mundo. Vale. Tranquilízate, Cissy. Vale. Emanuel. Trae la partida de nacimiento. Escríbelo. Anótalo. Enséñaselo. Emanuel… A los pocos días vino el rabino. Arqueó las cejas un par de veces. Luego cumplió con su trabajo, que consiste en hacer el tajo. La circuncisión, en otras palabras. Eso se hace para que el chico sea un hombre en Israel. Tal es la expresión que emplean. No es el primer niño de color. Me dijeron que hace muchos años teníamos mayoritariamente la piel oscura. Además, ahora que lo pienso, no me importaría nada ir a Israel. Dicen que hay un montón de judíos negros. No es nada inusual allí. Deberían hacerle más publicidad a la cosa. Porque tengo que decidir dónde le conviene vivir. Puede que éste no sea un buen sitio para él. Por mi hijo, y sus ideas de tres al cuarto… Bien, dejémoslo.
       Y qué me dice de su edificio, del barrio, o sea del sitio en el que viven, ¿hay más negros en la comunidad?
       Claro que sí, sólo que son tremendamente pretenciosos. Y no me pregunte qué les hace ser tan pretenciosos.
       Porque, dice ella, tendría que tener amigos de su mismo color; habría que evitarle la humillación de sentirse el único en el colegio.
       Oiga, pero si estamos en Nueva York. Esto no es Oshkosh, Wisconsin. Sin embargo, ella sigue adelante, no hay modo de frenarla.
       Después de todo, dice, tarde o temprano deberá conocer a su gente. Es su vida la que va a tener que compartir. Sé que es un problema para usted, Iz, pero así son las cosas. Un amigo mío que estaba en su misma situación se mudó a otro barrio más integrado.
       ¿De verdad?, digo, ¿y dónde queda eso?
       Oh, pues…
       Entonces voy y le digo: Aguarde un momento, hemos vivido treinta y cinco años en ese apartamento. Pero no puedo seguir hablando. Me quedo en silencio durante un rato, venga a pensar. Me digo a mí mismo: Sé como un hindú, Iz, quédate quieto como una estaca. Pero resulta excesivo. Escuche, señorita, señorita Fe, haga el favor de no darme lecciones.
       No le estoy dando ninguna lección, Iz, me limito a…
       No me conteste cada vez que le digo algo. Habla que te habla. Lo digo en serio. ¿Para qué? ¿Con quién? ¿Por qué? Nettie tiene razón. Es problema nuestro. Y está hablándome de la vida de Emanuel.
       ¡Usted no sabe nada del asunto!, le grito. Lárguese a hacer piquetes. No venga aquí a darme lecciones.
       Se pone de pie y me mira como asustada. Tranquilícese, Iz.
       Emanuel se acerca. Me oye. Viene con su carita preocupada. Ella extiende una mano para acariciarlo porque su abuelo está chillando demasiado.
       Pero eso sí que no puedo aguantarlo. ¡Aparte de ahí las manos!, grito. No es hijo suyo. No lo toque. Y lo agarro por los hombros y nos abrimos camino por el parque, hasta más allá de los columpios y de ese gran arco famoso. Durante un ratito nos viene siguiendo. Luego ve a un par de amigas. Ahora tiene algo que contar. Son tres, cuatro mujeres. Forman un pequeño corro. Hablan. Se dan la vuelta, miran. Una agita la mano: Yuju, Iz.
       En este parque hay demasiada bulla. Todo el mundo tiene algo que decirle a su vecino. Tocan música, hacen la vertical o malabarismos (hay uno que hasta ha traído un piano, aunque le parezca mentira; vaya trabajito).
       Vendí la tienda hace cuatro años. Ya no tenía fuerzas para trabajar. Pero quería enseñarle mi farmacia a Emanuel, lo bonita que era, que gracias a ella había podido dar estudios superiores a tres niños, salvar un par de vidas. Se da cuenta: ¡una tienda!
       Intentaba mantener la calma por el niño. ¿Quieres un helado, Emanuel? Toma un dólar, hijito. Ve a comprarte un bombón. Allí tienes al vendedor. No te olvides de pedirle la vuelta. Me agaché para darle un beso. No me agradaba que me hubiera oído gritándole a una mujer, y que viera que mi mano todavía temblaba. Avanza unos cuantos pasos y luego se vuelve para asegurarse de que no me he movido ni un milímetro.
       Yo tampoco le quito el ojo de encima. Agita un cucurucho de chocolate. Es un poco más oscuro que él. Un muchacho se aparta de esa pandilla de locos y se me acerca. Lleva un bebé colgado a la espalda. Es lo que ahora se estila. Me interpela como si nos conociéramos de siempre, señala a Emanuel. Pero qué niño tan mono. ¿De quién es? No contesto. Vuelve a decir: De verdad que es monísimo.
       No hago más que mirarlo a la cara. ¿Qué es lo que quiere? ¿Tengo acaso que contarle la historia de mi vida? No tengo necesidad de contarla. Acabo de contar sin parar. Así que le digo en voz muy alta, para que nadie más vuelva a molestarme: ¿Por qué no se mete en sus asuntos, señor? ¿Quién se cree que es ese niño? Dicho sea de paso, ¿de quién es el niño que lleva a la espalda? No se parece a usted.
       Dice: Calma, colega, calma. No estaba insinuando nada. Mientras yo no dejo de darle voces, él se vuelve sobre sus pasos. Las mujeres siguen cuchicheando cerca de la estatua. Nos separa una distancia considerable, pero, por suerte para ellas, disponen de radar. Se desplazan apiñadas como los pájaros y sobrevuelan al individuo. Hablan muy bajito. ¿Por qué tienes que molestar a ese señor mayor? Ya tiene suficientes problemas. ¿Por qué no le dejas en paz?
       El muchacho dice: No le estaba molestando. Simplemente, fui a hacerle una pregunta.
       Pues él cree que le estabas molestando, dice Fe.
       Luego su amiga, una mujer de unos cuarenta años, muy furiosa, se pone a gritar: ¿Por qué diablos no te ocupas de tu propio crío? Está llorando. ¿Estás sordo? Como es natural, la tercera mujer también tiene que intervenir, no puede quedar al margen. Lo coge por las solapas: Ya te he visto antes por aquí, mequetrefe; te aconsejo que andes con cuidado. Él se aleja andando de espaldas. Y ellas se estrechan la mano felicitándose.
       Luego la tal Fe se me acerca con una gran sonrisa. Dice: Francamente, hay gente pesada, ¿no le parece, Iz? Le hemos dado su merecido, ¿no cree? Y entonces va y me da un beso. Salude a Cissy, ¿vale? Rodea con sus brazos a sus compinches. Intercambian algunas palabras, igual que si le dieran a la manivela de un motor. Luego rompen a reír. Dicen adiós a Emanuel. Venga a reír. Venga a reír. Hasta la vista, Iz…, hasta pronto…
       Y yo digo: ¿Qué es lo que pasa, Emanuel, podrías explicarme qué es lo que acaba de pasar? ¿Te ha parecido que había algo gracioso? Es la primera vez que no me contesta. Está escribiendo su nombre en la acera. EMANUEL. Emanuel en grandes letras mayúsculas.
       Y las mujeres se alejan de nosotros. Venga a hablar. Venga a hablar.



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