Grace Paley
(Bronx, Nueva York, 1922 - Thetford, Vermont, 2007)


Dos historias cortas y tristes de una vida
larga y feliz
1. Padres de segunda mano

(“Two Short Sad Stories from a Long and Happy Life
1. The Used-Boy Raisers”)

The Little Disturbances of Man (1959)
[Batallas de amor (1959)]



      Había dos maridos, y a ninguno de los dos le gustaron los huevos.
       A mí tampoco me gustan hechos así, les dije. Hacéoslos vosotros mismos. Los dos suspiraron al unísono. El uno tenía la cara lívida. El otro la tenía pálida.
       ¿Hay algo de beber?, preguntó Lívido.
       Aquí no hay nunca bebida, dijo Pálido. No busques. Esta casa está siempre seca. Pálido empujó a un lado el plato de los huevos con una expresión de dolor y asco.
       En serio, dijo Lívido, ¿hay algo de beber? ¿No habrá cerveza?, preguntó esperanzado.
       No hay nada, dijo Pálido, que había estado buscando una camisa blanca por la despensa, los armarios y las neveras.
       Maldita sea, qué razón tienes, le dije. Y me abroché el botón superior de mi guardapolvo azul. Luego me agaché debajo de la mesa de la cocina para coger una bolsa de papel marrón donde había un bordado que le pedía a Dios que Bendijera Esta Casa.
       Quería terminarlo pronto para que protegiera a mis hijos, que también son hijos de Lívido. Aunque la verdad es que algunos meses atrás Lívido había enviado una carta a Pálido desde un lugar muy lejano —las llanuras británicas de África— en la que le hacía una hospitalaria invitación: Te aseguro, le decía, que son muy buenos chicos. Yo también los quiero, pero su madre es Faith y ahora Faith es tu esposa. Yo paso mucho tiempo lejos. Así que, amigo mío, si quieres considerar que son tuyos, me parece muy bien.
       Hombre, gracias, le contestó Pálido por correo aéreo, abrumado ante tanta amabilidad. Luego les imploró a los niños que, cuando no estuviera siendo utilizada, se fueran a jugar a su habitación. Hizo grandes esfuerzos por mostrarse amable.
       Y mientras hablábamos ahora del pasado y el presente, bordé la casita de campo que se refugia a la sombra de una nube y un arce noruego, justo debajo de las letras doradas.
       ¡Ja, ja, ja!, dijo Lívido, que se tiró el café en los pantalones del pijama, ¿a que no adivinas a quién me encontré, Faith?
       ¿A quién?, le pregunté.
       Vi a Clifford, aquel novio que tuviste, en el Green Coq. Tiene buen aspecto. Hay que reconocer, añadió dirigiéndose a Pálido, que sabe cuidar a sus hombres.
       Es cierto, dijo Pálido.
       ¿Cómo está Clifford?, pregunté fríamente. ¿A qué se dedica? Hace dos años que no le veo.
       Ni te lo imaginas. Va a casarse. Con una chica preciosa. Ella también estaba. Unas tetas pequeñitas, un culito redondo, y una barriguita de bebé. Debe de tener veintidós años, pero parece que tenga diecisiete. Por la espalda le cuelga una larga trenza rubia. Preciosa. La nariz chata, el labio inferior grueso. Llevaba los ojos maquillados. Tenía los hombros bajos, como una bailarina… y el cuello delgado. Preciosa, sí, preciosa.
       Parece que te fijaste mucho, dijo Pálido.
       Mi retina funciona muy bien, dijo Lívido. Después continuó. Tienes que ir con cuidado, Faith. Te sorprendería ver la cantidad de pollitas que están rompiendo la cáscara. Las colegialas bronceadas han salido a la conquista. Confío que esta vez lo tuyo sea definitivo. Para mí, todo lo que queda atrás es como si hubiera ocurrido en otro mundo. Pero desde el punto de vista histórico tú sigues siendo un personaje importante de mi vida, dijo. Y por eso me siento justificado al hacerte esta advertencia. Me considero obligado a hacerlo. ¡Cuidado, corazoncito!, dijo al tiempo que se inclinaba para susurrar roncamente a mi oído, lo que me causó un terrible dolor de tripas.
       ¿De qué estás hablando?, preguntó muy inocentemente Pálido. En primer lugar, Faith ya ha encontrado a su hombre…, y, además, sigue siendo una mujer atractiva. Mírala.
       Sí, francamente, dijo Lívido mirándome. Una mujer atractiva. A veces es magnífica.
       Estuvimos callados durante unos segundos en honor de tan generoso comentario.
       Luego Lívido dijo, Sí, magnífica, pero me consideraba obligado a advertirte, Faith.
       Por fin empujó su plato de huevos a un lado y volvió al tema de Clifford. Es un misterio envuelto en un enigma… Me pregunto por qué quiere casarse.
       No lo sé. El matrimonio ata a los hombres, le dije.
       Sin embargo, dijo Pálido muy serio, ¿qué sería de mí sin el matrimonio? Se le iluminó la mirada y él mismo se contestó, Un perro feliz.
       En aquel momento entraron los niños: Richard el cuatrero y Tonto el pistolero.
       ¡Papá!, gritaron los dos. Tocaron a Lívido, le hicieron cosquillas, le desabrocharon la chaqueta del pijama, silbaron de admiración al ver los cabellos grises que coloreaban su pecho, le pellizcaron la oreja y le acariciaron la barba a contrapelo.
       Bien, bien, dijo Lívido para que se estuviesen quietos. ¿Qué tal estáis, chicos? ¿Os va todo bien? Estáis muy fuertes. ¿Cómo va el colegio?, preguntó. Lívido soñaba que acababan de llegar de Eton a pasar las vacaciones.
       Yo no voy a colegio, dijo Tonto, yo voy al parque.
       Me gustaría oírle leer, dijo Lívido.
       Yo sé leer, papá, dijo Richard. Tengo un libro de cien páginas.
       Bien, bien, tráelo, dijo Lívido.
       Hice más café. Lavé las tazas y convencí a Pálido para que abriese un pringoso tarro de mermelada de ciruelas damascenas. A los pocos instantes Richard había leído todo lo que sabía leer y Lívido se me acercó mientras se hacía vigorosamente el nudo del cordón del pantalón. Faith, dijo en tono de reprimenda, este niño no sabe leer. Y tiene siete años.
       Ocho, le dije.
       Sí, dijo Pálido, que acababa de acordarse del armario de los detergentes y husmeaba por allí en busca de una botella de cerveza. Si fueran mis hijos de verdad, los enviaría a una de esas buenas escuelas parroquiales que hay por aquí. Ahí sí que enseñan a leer. A Saint Bartholomew, a Saint Bernard, a Saint Joseph, a cualquiera de ellas.
       Lívido se puso cárdeno y tragó saliva. Tendrás que pasar sobre mi cadáver antes de hacerlo. Merde, dijo por deferencia a los niños. Es cierto que te dije que podías considerar que eran hijos tuyos, pero si un día me entero de que se han acercado aunque sólo sea a un metro de una iglesia, te partiré el alma, cabrón. Tenía catorce años cuando mi sentido común me permitió salir de esa cueva del engaño con la cabeza bien alta. Serás hijo de puta, me importa un rábano que ahora quede muy au courant o esté de moda eso de dejarse ver bajo las cúpulas los domingos… ¡Mierda! Hipocresía. Corrupción. Cavernícolas. Idiotas. Subnormales.
       Al recordar su infancia y su hogar el pobre Lívido se retorcía en su silla. Pálido le escuchaba con la cabeza inclinada y las cejas arqueadas como cúpulas de dolor.
       Mira, dijo lentamente, nosotros, los iconoclastas…, los librepensadores…, los masones rezagados…, los idealistas…, los soñadores…, no estamos, en realidad, muy lejos de nuestra vieja madre la Iglesia. Y ella siempre permanece cerca de nosotros.
       Dondequiera que estemos, siempre podemos oír, aunque sea sólo débilmente, las campanadas que marcan las horas. Tanto en el campo como en las ciudades. Y siempre le recuerdan a nuestra civilizada mentalidad la pasión de María. Cada hora a la hora en punto nos sorprende el recuerdo de lo que alguien hizo hace siglos por nosotros. POR NOSOTROS.
       Lívido murmuraba, dolorido, ¡Esos cabrones, oh, oh, oh, esos despreciables cabrones malditos de Dios! ¿Es que vamos a tener que repetir otra vez todo el siglo
XIX? Pues de acuerdo, aulló al tiempo que pasaba la mirada por todos nosotros, estoy dispuesto. ¡Ya verá ese cardenal Newman!, dijo, y se volvió hacia mí en busca de aprobación.
       Ya sabes, le dije, que este tema no me ha interesado nunca. Sólo te apasiona a ti.
       Pálido habló entonces con suavidad, perdida la mirada en las profundidades de su alma. Pues yo, aunque perdí a Dios hace muchísimo tiempo, siempre he conservado la fe
[faith, en inglés, nombre de la narradora].
       ¿De qué demonios estás hablando, so necio?, rugió Lívido.
       Nunca he perdido mi amor por la sabiduría de la Iglesia del Mundo. Cuando me acuesto por las noches, rezo sin darme cuenta. Y también lo hago al levantarme. Y no le rezo a Dios, sino al unificador recuerdo de la infancia. Las primeras palabras que yo escribí fueron: ¿Cuáles son los sacramentos? Faith, ¿podrás olvidar alguna vez a tu abuelo entonando el kaddish
[oración judía por los muertos]? No, jamás podrás olvidarlo.
       ¿Qué dices? Me enfurecía que me obligasen a entrar en la discusión. ¿El kaddish? Y a mí qué me importa el kaddish. ¿Se ha muerto alguien? Ya sabes perfectamente bien cuáles son mis opiniones. Sólo creo en la diáspora. Para mí la diáspora es más que un hecho, es un bien. Desde un punto de vista técnico estoy en contra del Estado de Israel. Me decepciona que hayan decidido convertirse en un Estado precisamente durante mi vida. Creo en la diáspora. Al fin y al cabo, son el pueblo elegido. No te rías. Lo son, de verdad. Pero ahora que les han metido en un rincón del desierto han dejado de serlo. Ahora son como los demás, como los franchutes, los italianos, nacionalidades temporales. La única esperanza para los judíos consiste en que sigan siendo un vestigio en el sótano de la política mundial. No, no es eso exactamente, tienen que seguir siendo una astilla clavada en el dedo gordo del pie de las civilizaciones, una víctima que pese sobre su conciencia.
       Mi estallido dejó aturdidos a Lívido y Pálido, pues casi nunca expreso mis opiniones sobre los asuntos serios. Me limito a vivir mi destino, que consiste en ser, hasta el día que me toque expirar, y sin dejar de reír ni por un momento, sierva del hombre.
       Y continué. Tengo entendido que ya no tienen ni siquiera aspecto de judíos. Se han convertido en un montón de sucios campesinos que no tienen ni tiempo para leer.
       Son nuestro pueblo, me acusó Pálido, dilatando las aletas de la nariz y apretando las mandíbulas. Y están siendo víctimas de durísimos ataques. No es momento para criticarlos.
       Yo había vuelto a mi bordado. Solté un suspiro. Ahora mi aguja estaba clavada en unas nubes de color gris perla, nubes de última hora de la tarde. Lo único que trato de decir es que los judíos no deben preocuparse por la geografía, sino por la historia. No deberían ocupar un espacio, sino perpetuarse en el tiempo.
       Me miraron con expresiones tan llenas de dolor, que decidí no olvidar los demás aspectos de la cuestión. Probablemente, dije, Cristo tuvo todos esos problemas porque sabía que conquistaría el mundo entero, pero se había olvidado de Jerusalén.
       ¿Y tú?, preguntó Pálido. ¿Te olvidaste tú de Jerusalén cuando te casaste con nosotros?
       Nunca olvido nada, le dije. Por cierto, ¿a que no sabes una cosa? Inglaterra está en plena bancarrota. El país entero está empapelado con letras de cambio.
       La mano de Lívido tembló mientras ofrecía fuego a Pálido. Tonterías, dijo. No es cierto. Tonterías. La isla de Gran Bretaña es el pequeño y contundente puño del brazo de la Commonwealth.
       Lo que es verdad es verdad, le dije sonriente.
       Bueno, parece que no se mueve nadie, dije. ¿Creéis que alguno de los dos será capaz de llegar a tiempo a su trabajo?
       Pero, querida, si hace más de un año que no os veía ni a ti ni a los niños. Se está la mar de tranquilo aquí esta mañana, dijo Lívido.
       ¿Verdad?, dijo Pálido, el sorprendido anfitrión. Además, hoy es sábado.
       ¿Qué te parecen los niños?, le pregunté a Lívido, su progenitor.
       Muy americanos, muy americanos, peleones e incontrolados. Pero tú estás muy bien, Faith. Un poco más redondita, pero muy femenina y muy bien.
       Muy bien, dijo Pálido, satisfecho.
       Pero ¿y los chicos, Faith? ¿No es hora de que empiecen a aprender algo? Me parece estúpido que se pasen el día poniendo en fila soldados de plástico, la verdad.
       Son muy pequeños, dijo Pálido —el padre de segunda mano— tratando de justificarse.
       Mejor será que os vayáis los dos a vuestros asuntos, sugerí mientras hacía un nudo en el hilo gris perla atardecer. Por favor, antes de iros dejad los platos en el fregadero. Y siento lo de los huevos.
       Lívido bostezó, se estiró, miró el reloj y dio un suspiro. Aunque sea sábado, mi tiempo no me pertenece. Tengo una cita en el centro dentro de cuarenta y cinco minutos, dijo.
       Yo también, dijo Pálido. Iremos en el mismo metro.
       Voy a coger un taxi, dijo Lívido.
       Te pago la mitad, dijo Pálido.
       Se fueron al baño, donde compartieron las cosas de afeitar, el lavabo, la ducha y todo lo demás como un par de buenos amigos.
       Hice las camas y cerré la cama plegable. Antes de la noche Lívido habría encontrado hotel. Lavé los platos y organicé la terrible jornada: dinosaurios por la mañana, parque por la tarde, mantequilla de cacahuete en medio, y al final de todo, y para compensar toda una semana de padecer platos de habichuelas, un noble asado de cordero con cebollitas, bolitas de masa de pan hervida y salsa de manzana rosa.
       ¡Faith, ya me voy!, gritó Lívido desde el vestíbulo. Hice a un lado mi lista de la compra y fui a buscar a los niños, que andaban de una habitación a otra buscando a Robín de los Bosques. Id a decirle adiós a vuestro padre, les susurré.
       ¿A cuál?, me preguntaron.
       Al de verdad, les dije. Richard corrió hacia Lívido. Y se estrecharon la mano como dos hombres. Pálido le dio un abrazo a Tonto y recibió a cambio de esa muestra de cariño una docena de besos.
       Adiós, Faith, dijo Lívido. Llámame si necesitas algo. Lo que sea, cariño. Y me dio un beso muy amable en la mejilla. Dominante, Pálido me dio, tras largos preparativos, un beso detrás de la oreja.
       Adiós, les dije.
       Tengo que admitir que al final salieron a la calle convertidos en un par de hombres limpios y pulcros, bastante atractivos, hombres brillantes de treinta y tantos años dispuestos a enfrentarse a las importantes ocupaciones que les aguardaban. Adiós, les dije, que tengáis un buen día. La oscura noche, la búsqueda del placer y del olvido, quedaba todavía muy lejos. Adiós, les dije, que os vaya bien. Adiós, dijeron ellos una vez más, y partieron orgullosos por caminos que no me conciernen.




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