Grace Paley
(Bronx, Nueva York, 1922 - Thetford, Vermont, 2007)
Conversación con mi padre
(“A Conversation with My Father”)
Originalmente publicado en New American Review (1972)
Enormous Changes at the Last Minute (1974)
[Enormes cambios en el último minuto (1974)]
Mi padre tiene ochenta y seis años y está en la cama. La bomba sanguínea que le sirve de corazón es vieja también, y ya no volverá a hacer ciertos trabajos. Aún le inunda la cabeza de luz cerebral, pero ya no tiene autoridad sobre las piernas, que rehúsan llevar al cuerpo de una habitación a otra. Despreciando mis metáforas, ese fallo muscular no se debe a su viejo corazón, dice él, sino a falta de potasio. Sentado en un almohadón, retrepado en otros tres, da consejos de última hora y acaba por hacerme una petición:
—Me gustaría que escribieras un cuento sencillo, sólo uno más —dice—. Como los que escribía Maupassant, o Chéjov, los que escribías antes. Sólo gente identificable y luego explicar lo que les pasa.
—Sí, ¿por qué no? Eso puede hacerse —le digo. Quiero complacerle, aunque ya no recuerdo cómo se escribe de ese modo. Me gustaría intentar contar una historia así, si se refiere a ésas que empiezan: «Érase una vez una mujer…» y esa frase va seguida de una trama. Siempre he despreciado esa línea recta irremediable entre dos puntos. No por razones literarias, sino porque desvanece toda esperanza. Todo el mundo, sean seres reales o inventados, merece el destino abierto de la vida.
Por último, pensé en una historia que había sucedido hacía un par de años en mi calle, justo enfrente de casa. La escribí, luego leí lo escrito en voz alta.
—Papá —dije—. ¿Qué te parece esto? ¿Lo que me pediste era algo de este tipo?
Hubo una vez una mujer que tuvo un hijo. Vivían bien, en un pequeño apartamento de Manhattan. Hacia los quince años, el hijo se hizo yonqui, lo cual no es insólito en nuestro barrio. La madre, para conservar la amistad del muchacho, también se hizo yonqui. Decía que era parte de la cultura juvenil, con la que ella se sentía muy compenetrada. Al cabo de un tiempo, por una serie de razones, el chico lo dejó todo y, asqueado, abandonó la ciudad, y abandonó a su madre. Ésta, desesperada y sola, se derrumbó. Todos la visitamos.
—Bueno, papá, esto es —dije—. Una triste historia, sin florituras.
—Pero yo no me refería a eso —dijo mi padre—. Me interpretaste mal a propósito. No vas lo bastante lejos en esa historia. Lo sabes de sobra. Dejaste fuera del cuento casi todo. Eso no lo haría Turguéniev. Ni Chéjov. Además, hay escritores rusos de los que ni siquiera has oído hablar. Ni siquiera tienes idea de ellos. Y son tan buenos como el que más. Son capaces de escribir un cuento sencillo y normal, y no se permitirían omitir todo lo que tú has dejado fuera. Yo no pongo objeciones a los hechos, sino contra que la gente se siente en los árboles y empiece a decir tonterías, contra esas voces que no sabes de dónde vienen…
—Olvídate de ese cuento, papá, y dime, ¿qué es lo que he omitido en éste? En éste que te acabo de leer…
—El aspecto de la mujer, por ejemplo.
—Oh. Es muy guapa, creo. Sí.
—¿De qué color tiene el pelo?
—Oscuro, con trenzas largas, como si fuera una chica joven o una extranjera.
—¿Cómo eran sus padres, cuál era su origen? ¿Por qué tenía esas ideas? Eso es importante, ¿sabes?
—No eran de esta ciudad. Profesionales. Sus padres fueron los primeros que se divorciaron en su condado. ¿Qué te parece eso? ¿Es bastante? —pregunté.
—Te lo tomas todo a broma —dijo—. ¿Y qué me dices del padre del chico? ¿Cómo es que ni siquiera le mencionas? ¿Quién era? ¿O es que el chico nació fuera del matrimonio?
—Sí —dije—. Nació fuera del lecho conyugal.
—Por el amor de Dios, ¿es que en tus relatos nadie se casa? ¿Es que no hay nadie que tenga tiempo para hacer una escapada al juzgado antes de meterse en la cama?
—No —dije—. En la vida real, sí. Pero en mis cuentos, no.
—¿Por qué me contestas así?
—Oh, papá, ésta es una historia sencilla de una mujer muy lista, que vino a Nueva York llena de interés amor confianza emoción muy moderna, y de su hijo; se habla de lo mal que lo pasó en este mundo. Lo de que estuviera o no casada no tiene importancia.
—Sí que la tiene, y mucha —dijo.
—De acuerdo —dije.
—De acuerdo de acuerdo —dijo—. Pero escúchame. Te creo en lo que dices de que era guapa, pero no en lo de que era lista.
—Pues es verdad —dije—. Ése es, precisamente, el problema que tienen los cuentos. La gente empieza fantásticamente. Crees que son extraordinarios, pero resulta que, a medida que la cosa avanza, son sólo gente media con buena educación. A veces pasa lo contrario, el personaje es una especie de inocentón tonto, pero luego te supera y no hay forma de que se te ocurra un final bastante bueno.
—¿Y qué haces entonces? —preguntó. Había sido médico durante un par de décadas y luego artista durante otro par de décadas, y todavía se interesaba por los detalles, el oficio, la técnica…
—Bueno, pues tienes que dejar que el relato se sedimente hasta poder llegar a algún acuerdo con ese héroe terco.
—¿No crees que estás diciendo tonterías? —preguntó—. Empieza otra vez —dijo—. Precisamente esta tarde no tengo que salir. Vuelve a contarme la historia. A ver cómo te sale ahora.
—De acuerdo —dije—. Pero no es tarea de cinco minutos.
Segunda tentativa:
Había una vez una mujer magnífica y bella que vivía en nuestra calle, enfrente de casa. Esa vecina nuestra tenía un hijo al que amaba porque le conocía desde el día de su nacimiento (en la desvalida infancia gordinflona y a la edad de abrazar y luchar, de los siete a los diez, así como antes y después). Ese chico cayó en un arrebato adolescente y se hizo yonqui. No era un caso desesperado. En realidad, era un optimista, un ideólogo y un convincente apóstol. Con su activa inteligencia, escribió persuasivos artículos para el periódico del instituto. Buscando mayor audiencia, utilizando relaciones importantes, consiguió llegar a nivel de quiosco con una publicación periódica llamada ¡Oh! ¡Caballo dorado!
Para que él no se sintiera culpable (porque el sentimiento de culpa es la piedra angular de las nueve décimas partes de todos los cánceres diagnosticados clínicamente en la América de nuestro tiempo, según ella), y porque siempre había creído que era mejor permitir los malos hábitos en casa, donde podían controlarse, también ella se hizo yonqui. Su cocina se hizo famosa durante un tiempo, fue centro de adictos intelectuales, que sabían lo que estaban haciendo. Algunos se sentían artistas como Coleridge, y otros eran científicos y revolucionarios como Leary. Aunque ella flipaba también con mucha frecuencia, conservaba ciertos buenos reflejos maternales, y procuraba que hubiera mucho zumo de naranja en la casa, y miel y leche, y pastillas de vitaminas. Sin embargo, nunca cocinaba más que chiles, y eso no más de una vez por semana. Cuando hablábamos con ella, nos explicaba, muy seria, con preocupación de vecina, que aquélla era su cuota de participación en la cultura juvenil y que prefería estar con los jóvenes, era un honor, que con su propia generación.
Una semana, mientras cabeceaba frente a una película de Antonioni, aquel chico recibió un fuerte codazo de una firme militante que estaba sentada a su lado. Le ofreció inmediatamente albaricoques y nueces para elevar su nivel de azúcar, le habló con rudeza y se lo llevó a casa.
Había oído hablar de él y de su obra; ella también publicaba, dirigía y redactaba una publicación rival llamada El hombre vive sólo de pan. En el calor orgánico de la presencia continua de aquella muchacha, el chico no pudo por menos que interesarse una vez más por sus propios músculos, sus propias arterias y sus propias conexiones nerviosas. De hecho, empezó a amarlos, a cuidarlos, a alabarlos con lindas cancioncitas en El hombre vive…
Los dedos de mi carne trascienden
mi alma trascendental
la firmeza del extremo de mis hombros
mis dientes me han hecho global
Y llevó a la boca de su cabeza (aquella gloria de voluntad y decisión) firmes manzanas, nueces, germen de trigo y aceite de soja. Dijo a sus antiguos amigos: A partir de ahora, concentraré mi ingenio en mí mismo. Haré las cosas de modo natural. Dijo que iba a iniciar un viaje espiritual de respiración profunda. ¿Quieres hacerlo tú también, mamá?, preguntó amablemente.
La conversión de aquel muchacho fue tan radiante y espléndida, que los chicos del barrio de su edad empezaron a decir que en realidad nunca había sido adicto, sólo un periodista que se había metido en aquello atraído por la experiencia en sí y la posibilidad de contar la historia. La madre intentó varias veces dejar lo que, sin su hijo y los amigos de su hijo, se había convertido en un hábito solitario. Sólo pudo reducirlo a niveles soportables. El chico y la chica cogieron su mimeógrafo electrónico y se trasladaron a los confines boscosos de otro barrio. Eran muy estrictos. Dijeron que no querían verla hasta que no llevara setenta días sin drogas.
Sola en casa por la noche, llorando, la madre leía y releía los siete números de ¡Oh! ¡Caballo dorado! Le parecían tan veraces como siempre. Nosotros íbamos con frecuencia a visitarla y consolarla. Pero si mencionábamos a alguno de nuestros hijos que estuviera en la universidad o en el hospital, o que lo hubiera dejado todo y estuviera colgado en casa, gritaba «¡Mi niño! ¡Mi niño!» y rompía a llorar con unas lágrimas terribles e inacabables que la afeaban muchísimo. Fin.
Mi padre primero guardó silencio. Luego dijo:
—Primero: Tienes un sentido del humor excelente. Segundo: Veo que eres incapaz de contar una historia sencilla. Así que es mejor no perder el tiempo.
Luego dijo, con tristeza:
—Tercero: Supongo que lo que quieres decir es que se quedó sola, que la dejaron sola, la madre. Sola. ¿Enferma quizás?
—Sí —dije.
—Pobre mujer. Pobre chica. Nacer en una época de locos. Vivir entre locos. El final. El final. Tenías mucha razón al decirlo. Fin.
Yo no quería discutir, pero tuve que decir:
—Bueno, eso no es necesariamente el final, papá.
—Sí —dijo—, qué tragedia. El fin de una persona.
—No, papá —supliqué—. No tiene por qué serlo. Ella sólo tiene cuarenta años. Podría hacer cientos de cosas distintas en este mundo, todavía. Podría hacerse profesora, o asistenta social. ¡Una ex yonqui! A veces, vale más que un doctorado en pedagogía.
—Bromeas —dijo—. Cuentas chistes, ése es tu principal problema como escritora. No quieres admitirlo. ¡Tragedia! ¡Tragedia pura! ¡Tragedia histórica! No hay ninguna esperanza. Es el final.
—Oh, papá —dije—. Ella podría cambiar.
—También en tu propia vida tienes que mirar las cosas cara a cara.
Tomó un par de pastillas de nitroglicerina.
—Súbelo a cinco —dijo luego, señalando el botón del tanque de oxígeno. Se metió los tubos en la nariz y respiró profundamente. Luego cerró los ojos y dijo:
—No.
Yo había prometido a la familia que le dejaría decir siempre la última palabra en las discusiones, pero en aquel caso tenía una responsabilidad distinta. Esa mujer vive en mi calle, enfrente de mi casa. Yo la conozco y yo la he inventado. Lo siento por ella. No voy a dejarla allí, en aquella casa, llorando. (En realidad, tampoco la vida, que, al contrario que yo, no tiene piedad, la dejaría allí.)
En consecuencia: Ella cambió. Su hijo nunca volvió a casa, por supuesto. Pero en estos momentos es la recepcionista de una clínica comunitaria del barrio, en East Village. La mayoría de los clientes son jóvenes, algunos antiguos amigos. El médico jefe le ha dicho: «Si tuviéramos tres personas nada más en esta clínica con su experiencia…».
—¿Le dijo eso el médico? —Mi padre se sacó los tubos de oxígeno de la nariz y añadió—: Eso es una broma. Otra broma.
—No, papá, pudo suceder realmente. Vivimos en un mundo extraño.
—No —dijo—. La verdad ante todo. Ella irá hundiéndose. Una persona ha de tener carácter. Y ella no lo tiene.
—No, papá —dije—. De veras. Ha conseguido un trabajo. En serio. Trabaja en esa clínica.
—¿Cuánto tiempo crees que va a durar? —preguntó—. ¡Es una tragedia! ¡Tú también! ¿Cuándo mirarás las cosas cara a cara?
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