Grace Paley
(Bronx, Nueva York, 1922 - Thetford, Vermont, 2007)
Un motivo para vivir
(“An Interest in Life”)
The Little Disturbances of Man (1959)
[Batallas de amor (1959)]
Una Navidad mi marido me regaló un plumero. No estuvo nada bien. Por mucho que digan, nadie me convencerá de que trataba solamente de ser amable.
—No quiero que no tengas ningún regalo por Navidad ahora que me voy al ejército —me dijo—. Míralo, Virginia. Fíjate qué funda tan elegante. Y se puede colgar de la pared. ¿Quieres hacerme el favor de mirarlo? ¿Es que estás ciega o bizca?
—Gracias, cariño —le dije.
Siempre había querido tener un plumero que se pudiera colgar. Era un plumero de los buenos. Mi marido no es de los que compran en la sección de oportunidades o esperan a las rebajas de enero.
De todos modos, y por bueno que fuera el plumero, era un regalo mezquino teniendo en cuenta que se lo ofrecía, justo el día en que decidía abandonarla para siempre, a la mujer con la que había tenido sus hijos y a la que gozaba constantemente, ebrio o sobrio, incluso los días en que a la mañana siguiente todo el mundo tenía que madrugar.
Le pregunté si podía esperar media hora antes de ingresar en el ejército, porque tenía que ir a la tienda. No me gusta dejar a los niños solos en un piso de tres dormitorios lleno de gas y electricidad. Basta un insulto, basta que al mayor se le ocurra ajustarle las cuentas al pequeño, para que estalle un incendio.
—Sólo por esta vez —me dijo—. Pero será mejor que aprendas a componértelas sin mí.
—Eres un retrasado mental —le dije—. Hace tiempo que tendrían que haberte metido en alguna institución.
Cerré la puerta de golpe. No tenía ganas de verle hacer las maletas y llevarse sus calzoncillos y sus camisas planchadas.
No llegué más que al primer rellano, porque allí me encontré a la señora Raftery, que se frotaba nerviosa las manos y tenía los ojos llenos de lágrimas, como si tuviera el monopolio de las buenas noticias.
—¡Señora Raftery! —le dije al tiempo que la rodeaba con un brazo—. No llore. —Se apoyó en mí porque soy alta y fuerte—. ¡No llore, señora Raftery, por favor!
—Siempre la misma, Virginia —me dijo—. Siempre buscando el lado malo de las cosas. «Recoja la colada, empieza a llover.» Siempre has sido igual. Siempre eres la primera que se entera de que se ha estropeado la cerradura del portal.
—Qué va, no es cierto. No es cierto —le dije—. Soy todo lo contrario.
—¿Ya has visto a la señora Cullen? —me preguntó sin prestarme atención.
—¿Dónde?
—¡Virginia! —me dijo muy escandalizada—. La señora Cullen ha fallecido. Todo el mundo lo sabe. Le han puesto un vestido blanco y parece una novia. En tu vida has visto una criatura tan bonita como ella. Debía de tener ochenta años. ¡Qué orgulloso está su marido!
—No la traté mucho. Era una vecina más. No tenía hijos —le dije.
—Bueno, eso a mí no me incumbe. Mira, Virginia, tendrías que bajar y decirle, óyeme bien, decirle: «Me he enterado, señor Cullen, de que su esposa ha fallecido. Mi más sincero pésame». Y después pregúntale cómo se encuentra. Tendrías que ir a verla. Está aquí mismo, en Witson & Wayde. Y luego deberías ir a la iglesia cuando la lleven.
—No soy de la misma confesión que ella —le dije.
—Y qué importa, Virginia. Fíjate bien —dijo mientras se apartaba de mí de un saltito—. Subes por la amplia escalinata, y ya estás dentro de la iglesia. Su interior es precioso. No puedes menos que arrodillarte unos instantes. Luego giras a la derecha. Subes por la otra escalera. Entonces encontrarás una gran puerta de roble cuyo arco se eleva sobre ti. —Inspiró profundamente y continuó—: La abres despacito y miras. Nuestra Bendita Madre Celestial se encargará de todo. Es preciosa. Preciosa, preciosa.
Suspiré y gruñí para ver si se derretía cierto dolor que sentía en el corazón. Era como un anillo de acero que me oprimía igual que la artritis. ¡A mi edad!
—Eres muy gruñona —me dijo la señora Raftery.
—No es cierto —protesté.
Se me acercó tanto, que me llegó una vaharada a vino barato.
Justo entonces mi marido tiró una moneda contra la puerta de mi casa para recordarme que tenía prisa. Luego arañó el cristal de la puerta para asegurarse de que le mirara. Abrió. Llevaba una bolsa colgada de cada hombro. ¿De dónde habría sacado tantas posesiones materiales? ¿Qué llevaba en las bolsas? ¿Las plumas de ganso que se trajo mi abuela del otro lado del océano? ¿La última remesa del servicio de limpieza de pañales a domicilio? Hoy día esas preguntas siguen sin respuesta.
—¿Qué diablos estás haciendo, Virginia? —me dijo al tiempo que dejaba caer las bolsas a mis pies—. ¿Por qué tienes que contarle tu vida a todo el mundo? Los del ejército te citan a una hora determinada. No se andan con bobadas. —Luego, dirigiéndose a la señora Raftery, añadió—: Perdone.
Me cogió entre sus dos brazos como si estuviera enamorado y me estrechó como si quisiera hacerme notar por última vez lo que iba a perderme. Después me dio un beso tan salvaje que casi me partió el labio. Por fin me guiñó un ojo y dijo:
—Esto es todo, de momento.
Y con sus bolsas repletas de trapos se largó en dirección al futuro.
Me dejó en una situación muy embarazosa, a punto de desmayarme, delante de aquella vieja viuda que ni siquiera recuerda ya lo que pasó aquella noche.
—Es un inútil, Virginia —me dijo—. ¿Se va para siempre, o es sólo para una temporada?
—Seguramente, me abandona —le dije. Me senté en el escalón y pegué la mandíbula a mis grandes rodillas.
—Si es así, díselo a la Asistencia Social inmediatamente —me dijo la señora Raftery—. Sólo a un vago como él podría ocurrírsele dejarte justo antes de Navidad. Díselo a la policía —añadió—. Les encantará traerles juguetes a los niños. Y no te olvides de decírselo al tendero. No te apretará tanto las tuercas aunque no puedas pagarle.
La señora Raftery vio la tristeza pintada de oreja a oreja en mi rostro. No es mala persona.
—Busca consuelo —me dijo—. No te faltará.
Y señaló con un dedo nervioso los camioneros que comían al otro lado de la calle apoyados en los muelles de carga y descarga. Luego hizo un movimiento con la mano para abarcar con el ademán a todos los hombres que caminaban por la calle en busca de un sitio decente donde comer, sin olvidar los seis estibadores que haraganeaban bajo la visera del mercado de pescado.
—Cuando no tienen los pulmones y el estómago destrozados por el exceso de trabajo, se largan por ahí. No te sientas decepcionada, Virginia. No conozco ningún hombre que le haya durado toda su vida a una mujer.
Al cabo de diez días, Girard preguntó:
—¿Dónde está papá?
—No me hagas preguntas, Girard, y no te diré mentiras.
Yo no quería que los niños supieran lo que había pasado. Los niños deberían tener siempre un padre, en el presente o en el pasado.
—¿Dónde está papá? —preguntó Girard al cabo de otra semana.
—En el ejército —le respondí.
—Él me hizo mi litera —dijo Phillip.
—La verdad te hará libre —le respondí.
Luego me senté, cogí lápiz y papel y me dispuse a calcular mis recursos. Después de sumar y restar comprobé que mi marido me había dejado catorce dólares, y el alquiler sin pagar. Era una situación de emergencia. Dijo que sentía hacerme aquello, pero lo que yo pienso es que ojos que no ven, corazón que no siente.
—La ciudad no dejará que os muráis de hambre —dijo—. Al fin y al cabo, las mujeres sois la mitad de la población de esta ciudad. Os lo deben. Sin vosotras la raza humana se extinguiría. ¿Y quién pagaría los impuestos? ¿Quién barrería las calles? No habría ejército. Un hombre como yo no sabría adónde ir.
Envié a Girard a casa de la señora Raftery para que le preguntara dónde estaba la oficina de la Asistencia Social. Ella contestó con una nota escrita con la mano izquierda que terminaba así: «Pobre Girard… ¡qué flaco está en comparación con mi John!».
¿Y qué le importaba a ella?
A primeros de enero fui a la Asistencia Social. Inmediatamente descubrí que lo tienen todo perfectamente organizado para tratar con embusteros, y que si les vas con la verdad se sienten decepcionados. Si eres demasiado sincera, pueden negarse incluso a considerar tu caso.
Al principio me hicieron preguntas sensatas. Querían saber dónde se había alistado mi marido. Yo no lo sabía. Encargaron a unos oficinistas que escribieran cartas, y a unos agentes especiales que le buscaran.
—No está en el ejército de los Estados Unidos —dijeron por fin.
—Pues prueben en el del Brasil —sugerí.
No tienen el menor sentido del humor. De modo que trataron de encontrarle en el ejército del Brasil.
—Lo sentimos —me dijeron—, pero estaba usted equivocada. No está en el ejército del Brasil.
—¿No? —dije—. ¡Qué raro! Entonces será que ingresó en la marina mexicana.
El siguiente paso, de acuerdo con la ley, era buscar a sus hermanos. Escribieron a su hermano que es camionero y tiene una casa en California. Pidieron a sus dos hermanos de Jersey que me ayudaran. Todos tienen muchos hijos que atender. Y, como era de esperar, se rieron mucho. Después escribieron a Thomas, el mayor, el listo (el que, mientras los demás trabajaban, estudió en la universidad). Éste me envió inmediatamente diez dólares y una nota que decía: «¡Qué cabrón! Te enviaré algo de vez en cuando, Ginny, pero hagas lo que hagas, no se lo cuentes a la policía». Naturalmente, no se me ocurrió ir a la policía ni entonces ni nunca. No pasó mucho tiempo sin que los hermanos empezaran a pensar que ellos eran muy buena gente y yo no, que yo me lo había buscado y me lo merecía, y a partir de ese momento les caí mucho mejor.
Pero no venían a arreglarme la nevera. Cada vez que les telefoneaba, les explicaba pacientemente: «La leche se me echa a perder… He tenido que tirar una lata de carne». Sentada por sexta vez (sesenta centavos) en la cabina de teléfono de Felan’s —que apesta a cerveza—, con el bebé en mi regazo y Barbie golpeando el cristal con una banderita americana, lloré inútilmente sin ablandar el duro corazón de la secretaria.
—Compré mantequilla de verdad para la fiesta, y ahora está completamente rancia…
—Tendrás que hacer una oferta mejor para conseguir que te la reparen —me dijeron.
Mientras esperaba en casa a que se presentara algún hombre al que hacerle una oferta, a Girard le cogió por balancearse colgado de la puerta del baño, simplemente para consolarse, y yo me reía a carcajadas, soñadora, mientras él mordisqueaba los pedazos de yeso que iban cayendo del techo.
—Déle una buena zurra a ese mono —me dijo la señora Raftery cuando lo vio—. Eso es peor que si comiera arsénico.
Pero Girard es hijo mío y yo soy su único juez. Es una terrible perspectiva de cara al futuro, aunque no sé cómo expresarla.
Y cuando me pasaba todo el día pensando en que todo esto era de esperar, cuando observaba, al pintarme los labios, que mi cara se empezaba a marchitar, John Raftery llegó de Jersey para rescatarme.
John Raftery cogía el metro cada jueves para venir a ver a su madre. Toda la casa lo sabía. Antes de desayunar ya se la notaba muy contenta. Por la ventana se la oía cantar con una entonación infantil que reservaba para los grandes acontecimientos. Mientras tendía la colada, enrojecía sólo de acordarse de lo buen chico que era John de pequeño.
—Pregúntaselo a las hermanas del colegio —decía desde la ventana de su cocina—. Todavía le recuerdan.
Aquella noche que digo, la señora Raftery le dijo a su hijo después de cenar:
—¿Por qué no subes a saludar a tu vieja amiga Virginia, John? Ha tenido mala suerte y está deprimida.
—No lo sabía, madre —dijo John. E inmediatamente subió los dos tramos de escaleras y se presentó ante mi puerta.
—Oh, John —dije al verle con el sombrero en la mano, la camisa blanca y la corbata de rayas azules, limpio e inmaculado; se le notaba que había ido a la escuela dominical.
—Hola.
—¡Bienvenido, John! —le dije—. Siéntate. Pasa, pasa. ¿Cómo estás? Qué bien te conservas. En serio. Dime cómo te ha ido durante todos estos años, John.
—¿Que cómo me ha ido? —repuso pensativo. Y luego me dio una respuesta en toda regla, contándome que vivía con su esposa Margaret, que tenía un buen trabajo y varios hijos.
Yo no tenía ninguna buena noticia que darle. Ahora que él había planteado el tema, mi vida me parecía vergonzosa, y ni siquiera recordaba las medias horas agradables que había vivido.
—Pero tienes unos niños adorables —dijo John—. Muy guapos, Virginia. Siempre hay que estar agradecido por haber nacido con un rostro agraciado.
—¿Agradecido? —le dije—. Guapos o feos, tengo cuatro hijos, y veintiséis años, y me ha abandonado mi marido, y soy pobre. Y todo esto se lo debo a mi estupidez. Los hombres no pueden hacer nada por evitarlo, pero yo hubiera podido intentar ponerle remedio.
—No seas tan cruel contigo, Ginny —dijo John—. Es Dios quien nos envía los hijos.
—Sigues tan religioso como siempre, ¿verdad? Sabes muy bien de dónde vienen los niños.
Efectivamente, lo sabía. Su rostro sonrosado enrojeció aún más. Le viene de pequeño, y todavía ahora John Raftery enrojece a la más mínima. Tiene el vicio de reprimir sus enfados.
De todos modos, en la conversación que siguió continuó diciendo cosas sensatas, y yo le serví un té recién hecho y le conté que a mi marido le gustaba porque me encontraba muy apasionada. Pero que un día todo cambió. Echó una mirada a su alrededor y comprendió que su vida sería siempre como había sido hasta entonces. A partir de ese momento quiso darme la espalda, y yo le odié. Le cambió la cara. Dejó de fumar la marca de cigarrillos que él y yo compartíamos. Tiró a la basura los dos pares de calcetines que yo le había tejido a mano diciendo:
—Si hay algo que detesto en esta vida, es el azul marino.
Hubiéramos podido teñirlos. Yo hubiera hecho cualquier cosa por él, pero él prefería no pedirme nada.
—Me acuerdo de cuando eras pequeña —dijo John refiriéndose a ciertos sábados por la noche—. Eras muy simpática. Muy alocada.
—¡Aaaah! —dije, molesta. Porque lo que yo era entonces me condujo a lo que soy ahora—. Era una fresca. Si tuviera una hija así, le daría tal tortazo que la dejaría bizca.
El jueves siguiente John me regaló una radiogramola.
—Me gustaría que la disfrutases —me dijo.
Cuando los de la Asistencia Social la vieron, se quedaron sin habla. No teníamos ningún disco, pero el inspector comprobó que mi situación había mejorado y escribió doce páginas en su cuaderno para explicar la novedad.
El tercer jueves John trajo una muñeca que andaba (de sesenta centímetros de altura) para Linda y Barbie. En la tarjeta decía: «Una muñeca para un par de muñecas». Como además había tomado un par de copas en casa de su madre antes de subir, tenía ganas de bailar. Y se puso a cantar «La, la, la» y a girar alrededor de la silla de la cocina.
—La, la, la… déjate llevar —me dijo—. Tienes que vivir… tienes que bailar. Virginia, ¿me concedes este baile?
—¡Chitón! He conseguido por fin que se duerman. Baja la radio, por favor. Calla. Quiero silencio absoluto, John Raftery.
—Déjame lavar los platos, Virginia.
—No seas tonto. Eres el invitado —le dije—. Sigues siendo un invitado cuando vienes a mi casa.
—Quiero hacer algo por ti, Virginia.
—Dime que soy lo más bonito que has visto en tu vida —le dije mientras hundía el brazo hasta el codo en el agua enjabonada.
John no contestó. Todo lo que dijo fue:
—Tengo muchos problemas en el trabajo.
Luego oí que separaba la silla de la mesa. Se me acercó por la espalda, me rodeó la cintura con sus brazos, y me besó en la mejilla. Me hizo dar media vuelta y me cogió las manos.
—Más vale un viejo amigo que un montón de rubíes —me dijo.
Me miró a los ojos. Para retener mi atención hizo un esfuerzo por ser honesto. Y me dio un beso rápido y dulce en los labios.
—Siéntate, por favor, Virginia —me dijo.
Se arrodilló delante de mí y apoyó la cabeza en mi regazo. Toda aquella actividad me conmovió. Después me miró y, como si estuviera proponiéndome unir su vida a la mía para siempre, se ofreció —de tan borracho que estaba— a poner en peligro su alma inmortal por consolarme.
—Gracias —le dije primero.
Y luego le dije:
—No.
Lo sentí por él, pero John es un hombre devoto, uno de los dirigentes del Club de Padres de Familia de su parroquia, y participante activo en todas las organizaciones de caridad, protección de huérfanos, etcétera. Yo sabía que si se quedaba hasta la madrugada para amarme, acabaría pagando una terrible penitencia y echando a perder su larga vida. Y yo sería la responsable.
Así que le dije que no.
Además Barbie tiene un sueño muy ligero. Pensé que bastaba que se despertase y entrara en la cocina y viera al nuevo amigo de su madre con los pantalones bajados hasta las rodillas forcejeando con ella encima de la mesa de la cocina, para que la pobre niña quedara marcada por el resto de sus días.
Le dije que no.
Los vecinos de esta casa son todos unos fisgones. Aquella noche tuve que decirle que no.
Pero John vino a visitarme otra vez el cuarto jueves. Esta vez trajo los vestidos que las hijas de Margaret ya no usaban, unos vestidos de organdí para ir de fiesta y otros de algodón para diario. John admiró lo guapas que estaban Barbara y Linda, puso sus azules ojos en blanco y soltó media docena de oh y ah.
Hasta Phillip, que cree que Dios le concedió sólo unos pocos holas y prefiere ahorrarlos para cuando llegue el día del juicio, hasta Phillip, se acercó a John y le dijo:
—¿Por qué no trae a su hijo? No tengo a nadie con quien jugar.
(Phillip es un mentiroso. En esta casa debe de haber al menos setenta y un niños, cuyos colores van del rosa pálido al pardo subido, algunos angloparlantes y otros latinos, todos duros y curtidos, unos compañeros del Llanero Solitario y otros que parecen el retrato exacto de Speedy González, el superratón. Nada más fácil que encontrar un amigo en un vecindario como éste).
Girard también es muy poco afectuoso. Vivía sumido en una solitaria desesperación. A veces se miraba al espejo y decía:
—¿Por qué tengo la cara tan fea? Tengo una nariz rara. No le caigo bien a casi nadie.
Girard también es un mentiroso. La cara de Girard es igual que la de su padre. Tiene los ojos del color de esas ciruelas azules que hay en agosto. Parece uno de esos niños que salen en los anuncios de las revistas. Podría ser modelo y ganar mucho dinero. Es mi hijo mayor, y si cree que es feo, yo creo que soy fea.
—No soporto ver a un niño tan deprimido —dijo John—. ¿Qué dicen las hermanas del colegio?
—Que no presta atención a nada de lo que le dicen. No sé, esas monjas no te explican casi nada.
—El segundo de mis chicos también era así —dijo John—. No le interesaba nada. Ojalá no tuviera tantas preocupaciones con lo del trabajo. Agarraría a Girard del cuello y haría que se fijase en el mundo que le rodea. Ojalá pudiera llevármelo a Jersey para que jugase allí, donde hay tanto espacio.
—¿Y por qué no te lo llevas? —le dije.
—Me sorprende que no lo sepas, Virginia. Comprenderás que no puedo dejar que tus hijos conozcan a los míos.
Sentí un fuerte ataque de artritis en mis costillas.
—Mi madre es muy graciosa, Virginia —continuó. Era evidente que no quería cambiar de tema—. Me parece que le encanta la idea de fastidiar a Margaret. Siempre me dice: «¿Qué, John? ¿Te vas arriba?». «Sí, madre», le digo. «Pórtate bien, John», me dice. «Cualquier día puede regresar su marido y partirte la cabeza. Además, tú eres católico», me dice. Pero ya sé lo que piensa. Le gusta saber que estoy en este edificio. Te lo juro, Virginia, me desea toda clase de felicidad.
—También yo te la deseo, John —le dije.
Nos tomamos una cerveza cada uno, para asegurarnos de que dormiríamos de un tirón.
—Buenas noches, Virginia —dijo mientras envolvía cuidadosamente su cuello con la bufanda—. Y no te preocupes, pensaré qué podemos hacer con Girard.
John era sincero. Es cierto. Prestó mucha atención a Girard y trató de disipar todas sus tristezas. Le inscribió en un grupo de salvajes exploradores a los que, una vez a la semana, se llevaban al Bronx para que quemasen energías, le regaló un mecano y, a veces, cuando no le oía nadie de su familia, rezaba por él largo rato.
Un domingo la hermana Verónica me dijo con su voz dulce, que parecía venir de otro mundo:
—No puede decirse que haya empeorado. Incluso es posible que haya mejorado un poquito. ¿Y usted, Virginia, cómo está? —dijo al tiempo que apoyaba su mano sobre la mía.
Por aquí todo el mundo se comporta como si estuviera enterado de todo.
—Bien —le dije.
—Ahora tendríamos que empezar con Phillip —dijo John—, si es cierto que Girard ha empezado a mejorar.
—Tendrías que ser asistente social, John.
—Hay mucha gente que me lo ha dicho —dijo John.
—Tu madre siempre se preocupó mucho por ti, así que no entiendo por qué no hizo un esfuerzo para mandarte a la universidad, igual que hicimos nosotros con Thomas.
—Virginia, no seas injusta. No es más que una pobre anciana. Mi padre ganaba muy poco. Mi madre necesitaba mi sueldo para llegar a fin de mes. Y te juro que no lo siento. Fíjate en Thomas: todavía está estudiando. En cuanto entre en esa selva, se lo comerán crudo. No tiene ninguna experiencia de la vida real. Mientras que yo ya tengo una familia considerable, una casa propia, y me he hecho un nombre en la construcción. Pero hay una cosa que sí le sabe mal a mi madre. Un día le dije, oh, hace siglos, y como de pasada, que me gustaría casarme contigo. Al oírme se clavó un cuchillo. Es la pura verdad. Sólo un milímetro, pero se lo clavó. No puedes imaginarte qué domingo tan horrible pasamos. Sin embargo, ahora sabe que hubieras sido mucho mejor nuera que Margaret.
—¿Querías casarte conmigo? —le dije.
—Bueno, sí… Siempre me gustaste… ¿Por qué crees que vengo todos los jueves a sentarme a esta cocina? Por Dios, no he encontrado en mi vida nada tan acogedor como este cuarto y esta taza de té. Sí, señor, quería casarme contigo, Virginia.
—¿No bromeas, John? ¿En serio?
Me gustó saberlo. Mejor tarde que nunca, aunque sólo sea enterarte que de joven le gustabas a alguien.
A John no se lo dije, pero la verdad es que no me hubiera casado con él. En cuanto conocí a mi marido, que era tan guapo, perdí todo interés por cualquier otro hombre. Aunque siempre había sido muy atrevida, tanto con John como con todos los demás, a partir de entonces le dediqué a mi marido todo mi atrevimiento, y nunca tuve la menor duda de que quería vivir con él.
Pero hay que hacer frente a los hechos, y lo cierto es que si mi marido no progresó en la vida, fue por mi culpa. Ahora lo estoy pagando. En aquella época yo saludaba la mañana con una canción. Y siempre tenía una sonrisa y un buenos días para todo el mundo, menos el casero. Podéis preguntárselo a cualquiera de los vecinos, tanto a los que siguen aquí como a los que se marcharon —hasta a los latinos, que tienen esas caras oscuras tan tristes—: todavía sienten necesidad de sonreír en cuanto me ven.
Pero, para estar a gusto, mi marido hubiera tenido que ganar más dinero. Yo era feliz, pero ahora sé que ser feliz no está bien. Para una mujer la felicidad es una buena meta. Engorda, envejece y se muere de gusto por el simple hecho de cuidar de sus hijos y de sus nietos. Pero los hombres son diferentes, tienen que ganar mucho dinero, o ser famosos, o conseguir que todo el vecindario les admire.
La mujer cuenta sus hijos y ya tiene bastante para sentirse orgullosa, tanto como si fuera ella sola quien hubiera inventado la vida, pero los hombres tienen necesidad de triunfar en el mundo. Sé que los hombres no se dejan engañar por la felicidad.
—Era un tipo curioso —dijo John, como si hubiera adivinado hacia dónde habían discurrido mis pensamientos—. Me gustaría saber por qué se quedó estancado. No era ningún tonto. Tenía un rasgo curioso, sin embargo. Supongo que no te importará que te lo comente, Virginia. No es que fuera mucho más que nosotros, pero nos miraba a todos por encima del hombro.
—Era muy listo, John. No sé si te das cuenta. Su afición eran los crucigramas, y muchas veces le había dicho que tenía que presentarse al concurso «La pregunta de 64 dólares». ¿Por qué no? También se lo decían otros. Pero él se reía. ¿Sabes qué me decía? Me decía: «Si crees que soy listo, lo único que haces es demostrar lo tonta que eres».
—Un tipo curioso —dijo John—. Descarga tu pecho, Virginia. Dilo todo. Sólo así podrás aniquilar el dolor.
En general, me alegró hacer lo que me decía. Pero no pude evitar que se me escaparan algunos comentarios crueles. Recordar que el último día que había sido feliz fue un día de marzo, cuando le dije a mi marido que iba a tener a Linda, era como meterse en la oscura boca de una pesadilla. Barbara tenía entonces cinco meses. Y los chicos tres y cuatro años. Tenía que decírselo. Fue el último día en el que pasó algo que me hizo sentirme feliz.
—Me enfureces —me dijo mi marido poco después—. Estás gorda, gordísima. Estás tan cuadrada, que pareces la fachada de una casa.
—¿Y adónde vas a ir esta noche? —le pregunté.
—¿Y yo qué sé? —me dijo—. Tienes el culo tan gordo, que no quepo en la cama. No queda sitio para mí.
Se compró un saco de dormir y a partir de aquel día durmió en el suelo.
Yo no podía creerlo. Por las mañanas empezaba el día como si no ocurriese nada. Me parecía imposible que se pusiera contra mí de aquel modo. Al fin y al cabo, yo era joven todavía y hasta les gustaba a sus amigos.
Pero me dio por completo la espalda y dejó de ser amigo mío.
—Sólo piensas en tener críos. Esta casa apesta más que la letrina de un cuartel. Vivimos en un jodido pissoir.
Todo aquel año insistió en decir la verdad, por mucho que doliera.
—Ese niño come más que todos los demás juntos —decía—. Deja de atracarte, necio —le decía a Phillip.
Luego empezó a meterse con los vecinos:
—Echa a esa vieja fisgona de aquí —dijo—. Como vuelva a oírle hablar de ese hijo suyo que está en el negocio de la construcción, la aplasto y se la tiro al gato.
Luego se metió con Spielvogel, su amigo más antiguo, que sólo venía a verle los días de fiesta y jamás me dirigía la palabra (era tímido, como suelen serlo algunos solteros).
—Será hijoputa, mucha amistad y mucha mierda. Viene por tu gordo culo. Lo que me faltaba, un mamón como él para consumir el poco oxígeno que hay en este piso.
Al final ya no le quedó nadie con quien meterse. Nos quedamos él y yo solos, frente a frente.
—Mira, Virginia —me dijo—. Se me ha acabado la cuerda. ¿Sabes lo que veo delante de mí? Una pared negra. ¿Qué diablos se supone que debo hacer? No tengo más que una vida. ¿Qué? ¿Tengo que tumbarme y morirme de asco? Ya no sé qué hacer. Te lo digo sinceramente, Virginia, si me quedo aquí, por muchos esfuerzos que hagas, acabarás odiándome.
—Ya te odio —le dije—. Así que haz lo que te dé la gana.
—Esta casa me vuelve loco —murmuró—. No sé qué hacer. Quiero traerte un regalo. Algo.
—Ya te he dicho que hagas lo que te dé la gana. Cómprame una ratonera.
Fue entonces cuando salió y compró un plumero nuevo con una caja muy elegante.
—Los plumeros nuevos desempolvan mucho más —me dijo—. Tengo que largarme de aquí —añadió—. Estoy volviéndome loco.
Entonces empezó a llenar las bolsas de viaje, y yo fui a la tienda, pero sólo llegué al rellano de la señora Raftery, que tenía que contarme lo que para ella era la bellísima muerte de aquella vecina. Luego me besó y se fue a alistarse Dios sabe dónde.
A John no le conté nada de esto porque me parece que cuando un hombre se entera de los detalles acaba viendo a la mujer con los ojos del marido, y resulta que al final cree que está llena de defectos. Al fin y al cabo, a esas alturas había empezado a sentir una gran dependencia de sus visitas. Todos los amigos de mi marido habían dejado de venir a verme, y eso que yo les había dicho siempre:
—Como si estuvieras en tu casa.
Por otro lado, los padres de familia de los otros pisos ponían cara de pícaros, como si todos ellos me hubieran abandonado personalmente. Cuando se cruzaban conmigo en la escalera, me subían las bolsas de la compra más pesadas o me bajaban hasta la acera el cochecito de Linda, pero nunca me hacían una sola pregunta que mereciera una respuesta.
Además, Girard y Phillip enseñaron a las niñas que el jueves era «el día de John». Le esperaban todos los jueves, bajo la lámpara del vestíbulo, medio dormidos como lagartijas al sol, sentados en unas sillas que tenían sus nombres escritos con letras de oro (un regalo de cumpleaños de mi suegra). Y a las ocho y cuarto en punto llegaba él, les daba unos cuantos besos y les metía a cada uno en su cama.
Pero una noche, después de un largo jueves que los críos se pasaron tratando de romperme los tímpanos, después de una interminable tarde lluviosa en la que mientras los chicos se pegaban continuamente las niñas parecían dispuestas a recurrir a los tribunales para que dictaminaran a cuál de las dos pertenecía Melinda Lee, la muñeca de sesenta centímetros que sabía caminar, el timbre sonó en tres ocasiones. Ninguna de las tres me encontré con el saludo de John.
Me daba vergüenza ir a preguntar a la señora Raftery qué ocurría, y ella no tuvo la bondad de subir a explicármelo.
El jueves siguiente tampoco vino. Girard dijo muy entristecido:
—John debe de habernos abandonado.
Después de una ausencia de dos semanas, durante las cuales no recibí el menor aviso, tuve que empezar a pensar que debía prescindir de él. No sabía qué era lo que tenía que decirles a los niños: algo sobre el bien y el mal, la bondad y la maldad, los hombres y las mujeres. Por fin supe qué era lo que había que decir, y decidí que no tenía por qué ocultarles los errores ni la verdad. ¿Quién sabe? Ellos estaban todavía a tiempo de llegar a tener en esta vida algún amigo mucho mejor que todos cuantos haya podido tener yo. De modo que los metí en cama, me senté en la cocina y me puse a llorar.
Cuando ya estaba a mitad de mi tercera cerveza, y trataba de pensar qué era lo que debía hacer, se me ocurrió la gran idea: presentarme al programa «Hágase rico». Saqué de la caja de los juguetes un papel y un lápiz e hice una lista de todos mis problemas. Para poder presentarse hay que tener problemas. Cuando terminé la lista, hasta Dios se hubiera puesto a llorar si hubiera tenido un minuto para leerla. Al contemplarla empecé a sentirme mejor. Al parecer, para la supervivencia de los mejor dotados lo único que hace falta es tener un motivo para vivir, tanto si es bueno como si es malo o raro.
Como ocurre siempre en esos casos, justo cuando has empezado a trazar planes en una dirección, llega una noticia que te manda en otra. Sonó el timbre, dos llamadas cortas y una larga. Era John.
Mi primera idea fue llamar a los niños para que se pusieran contentos.
—¡No! ¡No! —me dijo él—. Por favor, no te molestes. Estoy cansadísimo, Virginia. Cansadísimo. El trabajo no me causa más que problemas. Me paso todo el día y toda la noche pensando en lo mismo. ¿Y para qué?
Luego me dijo:
—Virginia, no sé si podré seguir viniendo. Quería decírtelo. No sé qué ocurrirá. Te juro que no entiendo nada.
Empecé a hacer el té porque cuando toqué su mano noté que tenía los dedos helados. No abrí la boca. Traté de ver las cosas desde su punto de vista de hombre, y recordé que para venir había tenido que coger un autobús y luego dos metros, y que luego tendría que coger los dos metros y el autobús otra vez para llegar a su casa a la una de la madrugada. Separarse de nosotros no le causaría ningún problema. Luego pensé en mi propia vida y también pensé mucho en la de los niños. Y decidí que, en caso de tener que elegir, elegiría no vivir sin él.
—¿Qué es esto? —me preguntó al tiempo que señalaba la detallada lista de problemas que había escrito antes—. ¿Escribías una carta?
—Oh, no —le dije—. Lo he preparado para el programa «Hágase rico». He pensado que podría presentarme.
—¡Por Dios, Virginia! —exclamó mientras miraba la lista por encima—, no tienes ninguna probabilidad de conseguirlo. Se reirían de ti. La gente que va a ese programa es gente que sufre de verdad.
—¿Estás seguro, John? —le pregunté.
—Absolutamente seguro —dijo John—. ¿No has visto nunca el programa? Mira, aparte de esas cosas, de las pequeñas contrariedades de la vida, esa gente padece auténticos sufrimientos. Es gente que ha soportado el paso de los huracanes, gente que ha vivido inundaciones…, catástrofes enviadas por Dios.
—¿Estás seguro, John?
—Claro que sí.
Entristecida, dejé mi lista a un lado pensando que si la situación empeoraba podía utilizarla.
Una vez resuelta esta cuestión, decidí hacer una cosa que había pensado hacer antes de tener la idea del programa de televisión. Eché a un lado su taza de té hirviendo, me senté en el hueco que había entre su cinturón y la mesa, le rodeé el cuello con los brazos y le dije:
—¿Cómo es que tienes tanto frío, John?
Es un hombre amable, que sabe poner cara de asombro.
—Ahora se me empieza a pasar, Virginia —dijo.
Y nos reímos.
Aquella noche John se convirtió en mi amante.
A veces la señora Raftery se pone enferma y empieza a decir tonterías porque se le va la mano con el vino. Quiere que John venga a menudo.
—Honra a tu madre, John —le dice—. Tienes que honrar a tu madre.
A veces me dice:
—Ay, Virginia. Tú no te habrías llevado a John tan lejos como ha hecho Margaret. Ojalá se hubiera casado contigo.
—Cuando yo era joven no pensaba usted lo mismo.
—No es verdad —dice ella.
Sé que es una hipócrita, pero tampoco lo es más que el resto de la gente.
Lo que más me sorprende es que no me siento nada culpable por lo de John. Todavía me resulta difícil creer que un hombre que por Navidad te manda una felicitación con los diez mandamientos pueda ser tan hábil a la hora de abrochar y desabrochar.
Naturalmente, tenemos que ir con mucho cuidado para que los niños no se despierten o los vecinos se quejen, porque ya se sabe que a todos les gusta que la gente se divierta, pero sólo hasta cierto punto. También tenemos que ir con cuidado en lo que a nosotros respecta, porque cuando mi marido regrese, aunque vea que los niños van ya a la escuela y que las cosas no son tan difíciles como antes, no me perdonaría que hubiera vuelto a las andadas y corrieran por la casa nuevos seres ruidosos, de esos que tanto molestan a los hombres.
Hace dos años y medio que no sabemos nada de él. Aunque algunas personas me lo han insinuado, no quiero que ni la policía, ni un detective, ni nadie, vaya a buscarle. Supongo que si su intención hubiera sido no volver nunca, me habría escrito para decírmelo. De modo que, tal como están las cosas, sé que puede presentarse la tarde más inesperada. A veces, al tropezar contra algún obstáculo a la mitad de un sueño, me despierto a medianoche en plena visión de su llegada.
Abre la puerta con su llave. Me mira muy serio y dice:
—Bueno, Virginia, pareces más vieja.
—Tú también —le respondo, aunque, de hecho, no ha cambiado en lo más mínimo.
Se sienta en la cocina porque los niños duermen en las demás habitaciones de la casa, y yo le deshago el nudo de la corbata y le ofrezco un bocadillo frío. Él me da unos golpecitos en la espalda y yo camino a su alrededor, como si fuera un mayo, y le voy dando besos.
—No me gustó nada el ejército —dice—. La próxima vez quizás pruebe la marina mercante.
—¿Qué ejército? —le digo.
—Todos son más o menos lo mismo —dice.
—No me extraña —le digo.
—Maldita sea, he perdido un gemelo —dice, y se agacha para buscarlo.
Yo me arrodillo, aunque sé que jamás en su vida ha llevado gemelos. Pero sería capaz de hacer cualquier cosa por él.
—Has sabido arreglártelas sola, ¿verdad? —dice, y se ríe.
—Sí, creo que sí.
Y, antes de que pueda instalarme cómodamente sobre el piso de linóleo con lunares, me posee sin contemplaciones allí donde estamos, y la verdad es que nos sentimos tan contentos, que nos olvidamos de tomar cualquier precaución.
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