Graham Greene
(Berkhamstead, Inglaterra, 1904 - Vevey, Suiza, 1991)


Más barato en agosto (1964)
(“Cheap in August”)
Originalmente publicado en London Magazine, IV (agosto de 1964), págs. 7-27;
May We Borrow Your Husband? and Other Comedies of Sexual Life
(Londres, Sydney, Toronto: The Bodley Head, 1967, 188 págs.), págs. 95-123.



I

      Era más barato en agosto: el sol, los arrecifes de coral, el bar con cañas de bambú, los calipsos… Todo estaba a precios reducidos, como los artículos algo tarados de una liquidación. Periódicamente llegaban grupos de Filadelfia, como excursiones escolares, y se marchaban con menos bruit después de una semana exacta y agotadora, cuando la excursión había terminado. La piscina y el bar quizás quedaban desiertos durante veinticuatro horas, hasta que llegaba otra excursión escolar, esta vez de St. Louis. Todo el mundo se conocía; habían viajado en el mismo autobús al aeropuerto, habían volado juntos, juntos se habían enfrentado con un funcionario de aduanas extranjero. Se separaban durante el día y por la noche se saludaban con alegría y estrépito, cambiando impresiones sobre sus andanzas por el jardín botánico o el fuerte español. “Mañana iremos nosotros”.
       Mary Watson escribió a su marido, en Europa.
       “Tenía que escaparme por unos días, y es más barato en agosto”.
       Hacía diez años que estaban casados y sólo se habían separado tres veces. Él le escribía todos los días y las cartas llegaban dos veces por semana, en pequeños lotes. Ella las disponía por fechas, como periódicos, y las leía en el orden correcto. Eran cartas precisas y tiernas. Su investigación, la preparación de sus clases y las cartas no le dejaban tiempo para ver Europa. Él insistía en llamarla “tu Europa”, como para asegurarle que no había olvidado el sacrificio que ella había hecho casándose con un profesor norteamericano de Nueva Inglaterra. Pero a veces se le escapaban algunas críticas a “su Europa”: la comida era demasiado pesada, los cigarrillos demasiado caros, el vino demasiado abundante y la leche demasiado difícil de obtener durante las comidas, lo cual podía indicar que, después de todo, ella no debía exagerar su sacrificio. Quizás habría sido mejor que James Thomson hubiera escrito Las estaciones —objeto de su estudio en ese momento— en Norteamérica. El otoño norteamericano, debía reconocerlo, era más hermoso que el inglés.
       Mary Watson le escribía cada dos días, pero a veces sólo una postal, a veces olvidaba que repetía la postal. Escribía en la penumbra del bar, donde podía ver a cualquier persona camino de la piscina. “Es tan barato en agosto —escribió—. El hotel está medio vacío, y el calor y la humedad son agotadores. Pero es un cambio, desde luego”. No pretendía pasar por una extravagante: el sueldo que, con su criterio europeo, le había parecido astronómico para un profesor de literatura, había menguado hasta sus proporciones exactas, con relación al precio de bistecs y ensaladas. Debía justificar con un poco de entusiasmo el dinero que gastaba en su ausencia. Por eso escribió sobre las flores en el jardín botánico —se había aventurado hasta él en una ocasión— y, con menos veracidad, sobre los beneficiosos cambios producidos por el sol y la vida ociosa en su amiga Margaret, que le había escrito desde “su Inglaterra” reclamando su compañía: una Margaret que sólo era visible para los ojos de la fe, reconoció con franqueza para sus adentros. Pero Charlie tenía una fe absoluta. Hasta las buenas cualidades se convierten en un reproche con la erosión del tiempo. Después de diez años de matrimonio feliz, pensó, es fácil subestimar la seguridad y la paz.
       Leía las cartas de Charlie con gran atención. Anhelaba descubrir en ellas alguna ambigüedad, alguna evasión, algún momento de su vida que él no hubiera explicado con claridad.
       Incluso una expresión de amor insólitamente fuerte la hubiera complacido, porque su violencia quizás hubiese servido para contrapesar una sensación de culpa. Pero no podía engañarse: la letra fluida y sencilla de Charlie no revelaba el menor sentimiento de culpabilidad. Calculó que si él hubiera sido uno de los poetas que estudiaba con tanta minuciosidad, ya habría compuesto un poema épico durante los dos primeros meses en “su Europa”. Y las cartas, después de todo, eran sólo una ocupación marginal. Le llenaban las horas de descanso y, por cierto, no podían dejarle tiempo para ninguna otra ocupación. “Son las diez de la noche, llueve y la temperatura es bastante fría para agosto, no supera los quince grados. Cuando te haya dado las buenas noches, querida, me iré a la cama pensando en ti. Mañana tengo un día muy largo en el museo y comeré con los Wilkinson, que regresan de Atenas. ¿Te acuerdas de los Wilkinson, verdad?”. Alguna vez se había preguntado si, al regresar Charlie, descubriría en su manera de hacer el amor algún rasgo no familiar que indicara la influencia de una mujer extraña. Ahora descartaba esa posibilidad y, por otro lado, la prueba surgiría demasiado tarde: para ella era inútil que la justificación llegara después. Quería su justificación inmediatamente. No necesitaba esa justificación para un acto que ya hubiera cometido, sino tan sólo para una intención, la intención de engañar a Charlie, como muchas amigas suyas, con una aventura de vacaciones. La idea se le había ocurrido en cuanto oyó decir a la mujer del decano: “Jamaica es tan barata en agosto…”.
       Lo malo era que, al cabo de tres semanas de calipsos en las noches húmedas, de ponches de ron (por los cuales sentía un asco que no podía ocultar), los martinis tibios, los interminables peces rojos y la salsa de tomates que ponían en cualquier plato, ni siquiera se había presentado la posibilidad de una aventura. Había descubierto con decepción la esencial moralidad de unas vacaciones en la temporada barata. No se presentaban oportunidades para ser infiel: sólo para escribir postales a Charlie con grandes mares y cielos azules. Una vez, al verla sola en el bar escribiendo postales, una mujer de St. Louis sintió lástima y la invitó a unirse a su grupo para visitar el jardín botánico. “Somos una pandilla muy alegre”, le dijo con una gran sonrisa en su cara de nabo. Mary exageró su acento inglés para rechazarla con más facilidad y le dijo que no le interesaban las flores. A la mujer le sorprendió tanto como si le hubiera dicho que no le interesaba la televisión. El movimiento de las cabezas en el otro extremo del bar y la agitación de los vasos de Coca-Cola le indicaron que sus palabras se repetían de boca en boca. Desde entonces, y hasta el día en que la alegre pandilla tomó el autobús hacia el aeropuerto para regresar a St. Louis, advirtió que la evitaban. Era inglesa, había manifestado su desdén hacia las flores y hasta prefería los martinis tibios a la Coca-Cola. Para ellos, quizás era una alcohólica.
       Un rasgo común de casi todas esas alegres pandillas era que no incluían ningún miembro del sexo masculino. Quizás por eso sus integrantes habían abandonado por completo el intento de parecer atractivas. Nalgas inmensas eran expuestas en todo su horror por ceñidos pantalones cortos, profusamente estampados. Las cabezas estaban siempre envueltas en pañuelos para cubrir rulos que no se quitaban ni para la comida: surgían como pequeños cráteres lunares. Durante el día, los traseros se desplazaban como hipopótamos hacia el agua. Solamente durante la noche las mujeres se cambiaban los monstruosos pantalones cortos por monstruosos vestidos de algodón, cubiertos de flores rojas o azules, para cenar en la terraza, donde las normas de la casa exigían ropa formal. Los pocos hombres que aparecían por allí estaban obligados a usar chaqueta y corbata, aunque el termómetro no bajaba de los treinta grados después de la puesta del sol. Si ése era el mercado de la feminidad, ¿cómo sorprenderse de que no aparecieran compradores? Alguna que otra vez se veía tan sólo algún marido anciano y agotado, inclinado ante un escaparate donde se anunciaban precios sin el recargo de la aduana.
       Durante la primera semana la había alentado ver a tres hombres de pelo muy corto que pasaban frente al bar, camino de la piscina, con trajes de baño ceñidos. Eran demasiado jóvenes para ella, pero dado su estado de ánimo habría presenciado con altruismo aventuras ajenas. Se dice que el amor es contagioso: si la cafetería “informal” hubiese albergado unas cuantas parejas de enamorados a la luz de las velas, quizás habría sido posible que hombres más maduros acabaran contrayendo la enfermedad. Pero sus esperanzas se esfumaron. Los jóvenes pasaban sin mirar los pantalones cortos ni los cabellos con rulos. ¿Por qué habrían de detenerse? Eran más guapos que cualquier muchacha del hotel, y lo sabían.
       A las nueve de la noche, Mary Watson solía subir a su cuarto. Había tenido bastante con unas cuantas noches de calipsos, de falsos y dulzones impromptus y el horrible ruido de las maracas. Fuera de las ventanas cerradas del anexo del hotel, los acondicionadores de aire producían un rumor incesante en la noche estrellada, como huéspedes sobrealimentados del hotel. El aire seco de su cuarto se parecía al aire fresco como un higo seco a la fruta recién cortada. Cuando se miraba al espejo para cepillarse el pelo, solía lamentar su falta de caridad para con la alegre pandilla de St. Louis. Ella no usaba pantalones cortos ni se ponía rulos en la cabeza, pero su pelo languidecía por el calor y el espejo le revelaba, con más nitidez que en su casa, sus treinta y nueve años. Si no hubiera pagado de antemano sus cuatro semanas de excursión individual, con billetes canjeables por una serie de paseos, se habría vuelto al campus. El próximo año, cuando cumpla los cuarenta, pensó, me sentiré agradecida por conservar el amor de un buen hombre.
       Era una mujer inclinada al autoanálisis, y quizás porque es más fácil preguntar a una cara que al vacío (es natural esperar una respuesta de ojos que se ven varias veces por día en una polvera), se hacía preguntas a sí misma, mirándose de manera resuelta y beligerante en el espejo. Era una mujer honesta y por ese motivo las preguntas eran tanto más crueles. Solía decirse: No me he acostado más que con Charlie (no admitía como experiencias sexuales los barruntos de excitación previos a su matrimonio). ¿A qué buscar ahora un cuerpo extraño que tal vez no me dará más placer que el cuerpo que ya conozco? Había pasado más de un mes antes de que Charlie la hiciera sentir placer. Había aprendido que el placer nace con la costumbre, de modo que si no era placer lo que buscaba, ¿qué era? La única respuesta era lo insólito. Tenía amigas, incluso dentro del respetable campus, que le habían confiado sus aventuras con la admirable franqueza norteamericana. Por lo general habían ocurrido en Europa: la momentánea ausencia de un marido había dado oportunidad para una excitación momentánea. Después habían vuelto a encontrarse sanas y salvas en su hogar con un inmenso suspiro de alivio. Mas con el tiempo comprendían que habían enriquecido su experiencia. Comprendían lo que sus maridos no comprendían realmente: el verdadero carácter de un francés, de un italiano, hasta de un inglés.
       Mary Watson tenía la penosa conciencia de que, como inglesa, su experiencia estaba limitada a un norteamericano. Todos la creían europea en la universidad, pero ella sabía que estaba confinada a un hombre, a un ciudadano de Boston que no sentía curiosidad por las grandes regiones de Occidente. En cierto modo, era más norteamericana por elección que él por nacimiento. Tal vez era menos europea que la mujer del profesor de lenguas románicas que una vez se había confiado con ella, abrumadoramente, en Antibes. Había ocurrido sólo una vez, el año sabático expiraba. Su marido estaba en París, consultando manuscritos antes de regresar a Norteamérica.
       Mary Watson se preguntaba a veces si ella no había sido también una aventura europea que Charlie había domesticado por error. (Sin duda no era una tigresa en una jaula; pero en las jaulas hay animales más pequeños: ratas blancas, loros…). En honor a la verdad, el propio Charlie había sido una aventura para ella, su aventura norteamericana, el tipo de hombre que a los veintisiete años todavía no había encontrado en Londres. Henry James había descrito el tipo, y en esa etapa de su historia personal ella había leído mucho a Henry James: “Un intelectual sin interés por el cuerpo y que no se sentía importunado por sus sentidos y apetitos”. Sin embargo, ella había conseguido que, durante algún tiempo, los apetitos lo importunaran.
       Ésa era su conquista personal del continente norteamericano, y cuando la mujer del profesor le habló del bailarín de Antibes (no, eso era una inscripción romana… el hombre era un marchand de vin), ella se dijo: El amante que conozco y admiro es norteamericano y estoy orgullosa de él. Pero después se le cruzó otro pensamiento: ¿Norteamericano o de Nueva Inglaterra? ¿Acaso para conocer un país hay que conocer cada región sexualmente?
       Era absurdo sentirse desdichada a los treinta y nueve años. Tenía a un hombre. El libro sobre James Thomson sería publicado por la imprenta universitaria y después Charlie tenía intenciones revolucionarias: se apartaría de la poesía romántica del siglo XVIII para estudiar la imagen de Norteamérica en la literatura europea. El libro se llamaría El doble reflejo: el impacto producido por Fenimore Cooper en el ámbito europeo y la imagen de Norteamérica presentada por Mrs. Trollope. Aún no había precisado los detalles. El estudio quizás se cerrara con la primera llegada de Dylan Thomas a las playas de Norteamérica (¿en el muelle de Cunard o el aeropuerto de Idlewild? Había que investigarlo). Mary Watson volvió a examinarse detenidamente en el espejo: la inminencia de los cuarenta le devolvió francamente la mirada. Era una inglesa que se había convertido en una habitante de Nueva Inglaterra. Después de todo, no había ido demasiado lejos: de Kent a Connecticut. Ésa no era tan sólo la inquietud física de la madurez, pensó. Era el deseo universal de ver un poco más antes de rendirse a la vejez y a la certeza de la muerte.


II

      Al día siguiente se armó de un poco de coraje y se aventuró hasta la piscina. Un fuerte viento azotaba las olas en el muelle. La estación de los huracanes no estaba lejos. Todo crujía en torno a ella: los postes del mísero muelle, los tejados de las tristes casuchas que parecían construcciones prefabricadas armadas por un aficionado, las ramas de las palmeras… Era un largo, fatigado crujido. Hasta las aguas de la piscina parecían las olas del muelle en miniatura.
       Le agradó verse a solas en la piscina. Al menos así se sintió, porque en ese sentido apenas contaba el viejo que se echaba agua sobre la espalda, como un elefante, en la parte menos profunda de la piscina. Era un elefante solitario, y no un miembro de la pandilla de hipopótamos. Los hipopótamos la habrían llamado con gritos alegres: y es difícil mantenerse aparte en una piscina, que no es tan privada como la mesa de un comedor. Y hasta la habrían empujado al agua en su resentimiento, fingiendo como colegialas que era sólo un juego. Para ella nada era peor que esas piernas enormes, exhibidas por los bañadores ceñidos o las bermudas. Mientras flotaba en el agua prestó atención al menor indicio de su llegada. Si las veía aparecer, saldría inmediatamente de la piscina. Pero en esos momentos estarían de excursión por Tower Isle, en el otro extremo de la isla. ¿O habían ido el día anterior? Sólo el viejo la miraba, echándose agua en la cabeza para evitar la insolación. Estaba segura y a solas: era lo más parecido a la aventura que había proyectado. A pesar de ello, sentada al borde de la piscina mientras el sol y el viento la secaban, comprendió la extensión de su soledad. Durante dos semanas sólo había hablado con los camareros negros y los camareros sirios. Pronto empezaré a echar de menos a Charlie, pensó: un triste fin para la proyectada aventura.
       —Me llamo Hickslaughter, Henry Hickslaughter —dijo una voz desde el agua.
       No habría podido jurar que ése fuera el nombre ante un tribunal, pero así le sonó entonces y el hombre nunca lo repitió. Miró el cráneo de brillante caoba rodeado de pelo blanco; quizás se parecía más a Neptuno que a un elefante. Neptuno era imponente, y cuando el hombre se incorporó un poco fuera del agua para hablar, Mary Watson pudo ver los rollos de carne sobre el traje de baño azul y el espeso pelo que crecía como maleza entre los pliegues.
       —Mi nombre es Watson, Mary Watson —respondió ella divertida.
       —¿Es usted inglesa?
       —Mi marido es norteamericano —respondió, para equilibrar la respuesta.
       —No está por aquí, ¿verdad?
       —Está en Inglaterra —dijo ella con un leve suspiro, porque la situación geográfica y nacional parecía demasiado complicada para una breve explicación.
       —¿Le gusta este sitio? —preguntó el hombre mientras cogía un poco de agua con las manos y la distribuía sobre su cabeza calva.
       —Más o menos…
       —¿Sabe usted qué hora es?
       Ella buscó en su bolso y le dijo:
       —Las once y cuarto.
       —Ya he tomado mi media hora de baño —dijo él y avanzó pesadamente hasta la escalerilla de la parte menos profunda de la piscina.
       Una hora después, sentada frente a su martini tibio con la gran aceituna poco apetitosa, lo vio inclinarse hacia ella desde el otro extremo del bar. Llevaba una camisa corriente, con el cuello abierto, y un cinturón de cuero marrón. Usaba un tipo de zapatos bicolores muy populares durante la niñez de Mary Watson; ahora se veían muy poco. Se preguntó qué opinaría Charlie de su conquista. Lo había sacado del agua como un pescador que después de luchar con su caña descubre que sólo ha pescado una bota vieja. Pero ella no pescaba; ignoraba si una bota podía inutilizar un anzuelo, pero sabía que su anzuelo podía estropearse para siempre. Nadie se le acercaría si la veían en su compañía. Apuró el martini de un trago y hasta la emprendió con la aceituna, como para no tener excusas para quedarse en el bar.
       —¿Quiere usted hacerme el honor de acompañarme con una copa? —preguntó el señor Hickslaughter.
       Sus maneras habían cambiado. En tierra parecía poco seguro de sí y hablaba con anticuada cortesía.
       —Acabo de terminar una… Tengo que marcharme.
       Dentro del enorme cuerpo creyó ver la imagen de un niño con el pelo revuelto y ojos decepcionados.
       —Hoy comeré temprano. —Se puso de pie y agregó innecesariamente, puesto que el bar estaba vacío—: Le dejo mi mesa.
       —No tengo tantas ganas de beber —dijo él con solemnidad—. Sólo buscaba compañía.
       Sintió que la miraba mientras ella se dirigía al restaurante “informal”. “Al fin solté la bota del anzuelo”, pensó sintiéndose culpable. Rehusó el cóctel de langostinos con salsa de tomate y se atuvo a su habitual pomelo. Después pidió trucha asada.
       —Por favor, no le ponga salsa de tomate al pescado —rogó.
       Pero el camarero negro, evidentemente, no la entendió. Mientras esperaba se divirtió imaginando una escena entre Charlie y el señor Hickslaughter que, según lo requería la historia, cruzaba por casualidad el campus. “Charlie, te presento al señor Hickslaughter. Solíamos bañarnos juntos en Jamaica”. Charlie, que siempre llevaba trajes ingleses, era muy alto, muy delgado, muy cóncavo. Era una satisfacción saber que nunca perdería su aspecto físico, gracias a sus nervios y a su extrema sensibilidad. Charlie odiaba todo lo que fuera exuberante. No había la menor exuberancia en Las estaciones ni siquiera en los versos sobre la primavera.
       Oyó unas lentas pisadas a sus espaldas y casi sintió pánico.
       —¿Puedo compartir su mesa? —preguntó el señor Hickslaughter.
       Había recobrado su cortesía terrestre, pero sólo en cuanto a su modo de hablar, porque se sentó resueltamente sin esperar contestación. La silla era demasiado pequeña para él. Sus flancos desbordaban como un colchón de dos plazas en una cama individual. Empezó a estudiar el menú.
       —Imitan la comida norteamericana —dijo Mary Watson—. Es todavía peor.
       —¿No le gusta la comida norteamericana?
       —¡Salsa de tomate hasta en el pescado!
       —¿Tomate? Ah, tomate —dijo él, corrigiéndole el acento—. A mí me gustan mucho los tomates.
       —Y piña en la ensalada.
       —La piña tiene muchas vitaminas.
       Como deseando subrayar su desacuerdo, el hombre pidió cóctel de langostinos, trucha asada y ensalada dulce. Por supuesto la trucha apareció acompañada de la salsa de tomate.
       —Puede usted tomar mi parte de salsa —dijo ella.
       Él aceptó complacido.
       —Es usted muy amable, muy amable.
       Tendió su plato como Oliver Twist.
       Mary Watson empezó a sentirse cómoda con el viejo. Se habría sentido menos segura con una posible aventura, pensó: se hubiera preguntado qué efecto producía, mientras que ahora estaba segura de agradarlo… con los tomates. Quizás el señor Hickslaughter no fuera tanto una vieja bota anónima como un calzado cómodo de usar. Resultaba curioso descubrir que, a pesar de su modo de presentarse y de que había corregido su pronunciación de la palabra tomate, no era el tipo de zapatos norteamericanos que le había venido a la memoria. Charlie usaba trajes ingleses sobre su esbeltez inglesa, estudiaba la literatura inglesa del siglo XVIII, su libro sería publicado en Inglaterra por la Cambridge University Press, pero Mary Watson tenía la impresión de que, como zapato norteamericano, estaba mucho más a la moda que Hickslaughter. El propio Charlie, cuyas maneras eran perfectas, la habría interrogado con más detalle si la hubiera conocido por primera vez en la piscina. El interrogatorio le había parecido siempre una parte importante de la vida social norteamericana, quizás una herencia de las señales de humo indígenas. “¿De dónde es usted? ¿Conoce usted a X y a Z? ¿Ha visitado el jardín botánico?”. Se le ocurrió que el señor Hickslaughter —si tal era su nombre— podía ser un norteamericano fuera de circulación, y no con más taras que la loza de marca importante relegada a la mesa de saldos.
       Mientras él saboreaba sus tomates, se encontró interrogándolo, con circunloquios:
       —Nací en Londres. Bueno, no podía nacer a más de cuatrocientas millas de Londres sin ahogarme, ¿no? Pero usted pertenece a un continente que tiene miles de millas de extensión. ¿Dónde nació?
       Recordó a un personaje de una película del Oeste de John Ford que preguntaba: “¿De dónde sale usted, forastero?”. Ese modo de preguntar era más franco que el de ella.
       —En St. Louis —dijo él.
       —Entonces no está usted solo; hay un montón de gente de St. Louis aquí.
       La idea de que el señor Hickslaughter perteneciera a la alegre pandilla la decepcionó ligeramente.
       —Estoy solo. En el cuarto 63 dijo él.
       Era en el mismo piso que el suyo, el tercero del anexo. El hombre habló con firmeza, como impartiendo instrucciones:
       —A cinco puertas de su cuarto.
       —Oh.
       —La vi salir el primer día.
       —Yo no reparé en usted…
       —Me mantengo aparte hasta que alguien me gusta.
       —¿No ha visto a nadie de St. Louis que le guste?
       —St. Louis no me atrae demasiado, y St. Louis se las arregla muy bien sin mí. No soy su hijo favorito.
       —¿Viene usted aquí con frecuencia?
       —En agosto. Es más barato en agosto.
       Seguía sorprendiéndola. Primero por su total falta de patriotismo; después por su franqueza en cuanto al dinero, o más bien en cuanto a la falta de él, franqueza que casi podía calificarse de antinorteamericana.
       —Es cierto.
       —Tengo que ir a lugares de precios razonables —dijo el señor Hickslaughter, como si mostrara su mala mano a un compañero de bridge.
       —¿Es usted jubilado?
       —Bueno… lo he sido. Debería probar la ensalada —agregó—. Le sentará bien.
       —Me encuentro muy bien sin ella.
       —Unos kilos más no le harán daño. Un par de kilos —agregó, en tono de aprobación.
       Ella sintió la tentación de decirle que a él no le harían daño unos kilos menos. Los dos se habían visto casi en cueros.
       —¿Se dedica usted a los negocios?
       No podía resistir la tentación de preguntar. El señor Hickslaughter no había vuelto a hacerle ninguna pregunta personal desde su encuentro en la piscina.
       —En cierto modo —dijo él.
       Mary Watson tuvo la sensación de que sus propias ocupaciones carecían de todo interés para el señor Hickslaughter. Estaba descubriendo una Norteamérica que ignoraba por completo.
       —Bueno, si me perdona… —dijo.
       —¿No quiere usted postre?
       —No. Como muy poco.
       —Está incluido en el precio. Debería comer un poco de fruta.
       La miraba con tal aire de decepción bajo sus cejas blancas que la conmovió.
       —La fruta no me gusta mucho y quiero dormir la siesta. Siempre duermo la siesta por las tardes.
       Después de todo, pensó Mary Watson mientras se alejaba, quizás sólo esté decepcionado porque no ha sacado todas las ventajas del precio rebajado.
       Pasó frente al cuarto del señor Hickslaughter al dirigirse al suyo: la puerta estaba abierta y una gran negra de pelo blanco hacía la cama. El cuarto era exactamente igual al de ella; el mismo par de camas de dos plazas, el mismo guardarropa, el mismo tocador en la misma posición, el mismo jadeo del acondicionador de aire. Ya en su cuarto, buscó en vano el termo de agua fría; tocó el timbre y esperó varios minutos. No puede esperarse un buen servicio en agosto. Salió de nuevo al corredor. La puerta del señor Hickslaughter seguía abierta y Mary Watson fue hacia ella para llamar a la criada. La puerta del cuarto de baño también estaba abierta; en el suelo se veía una toalla húmeda.
       Era un dormitorio totalmente desnudo. Al menos ella se había tomado el trabajo de poner algunas flores, una fotografía y media docena de libros sobre la mesilla de noche: eso daba a su cuarto un aspecto habitado. Junto a la cama del señor Hickslaughter sólo había un ejemplar del Digest abierto y con las tapas hacia abajo. Lo cogió para ver qué leía el señor Hickslaughter. Como era de esperar, algo relacionado con proteínas y calorías. En el tocador había una carta escrita a medias y con la simple falta de escrúpulos de un intelectual empezó a leerla, prestando atención a cualquier ruido procedente del corredor.
       “Querido Joe —leyó—, el giro llegó con dos semanas de retraso y tuve problemas. Me vi obligado a pedir dinero prestado al sirio que lleva la tienda para turistas de Curaçao, y pagarle intereses. Me debes cien dólares de intereses. Es culpa tuya. Mamá nunca nos explicó cómo vivir con el estómago vacío. Te ruego que agregues los cien dólares al próximo giro. Y asegúrate de que llegue a tiempo. Supongo que no querrás que vaya a recoger el dinero. Regresaré a finales de agosto. Es más barato en agosto, y uno se cansa de tanto pagar a escote. Abrazos a nuestra hermanita”.
       La carta se interrumpía allí. De todos modos, no podía seguir leyendo, porque alguien se acercaba por el corredor. Mary Watson se dirigió hacia la puerta justo a tiempo para ver al señor Hickslaughter en el umbral.
       —¿Me buscaba? —dijo él.
       —Buscaba a la criada. Estaba aquí hace un minuto.
       —Entre y siéntese.
       El hombre echó una mirada al cuarto de baño y al dormitorio. Quizás fue sólo el sentimiento de culpa lo que hizo pensar a Mary Watson que sus ojos se detuvieron un instante en la carta sin terminar.
       —Se olvidaron de traerme el agua fría.
       —Llévese mi termo, si está lleno.
       Hickslaughter sacudió el termo y se lo ofreció.
       —Muchas gracias.
       —Cuando termine su siesta… —empezó, mirando hacia otro lado.
       ¿Miraría la carta?
       —¿Sí?
       —… podríamos tomar una copa.
       En cierto modo, ella estaba atrapada.
       —Bueno —respondió.
       —Llámeme cuando se despierte.
       —Bueno —repitió ella nerviosamente—. Que duerma bien usted también.
       —Yo no duermo.
       No esperó que ella se marchara para volverle la inmensa espalda elefantina. Había caído en una trampa cebada con un termo de agua helada. Cuando llegó a su cuarto bebió con cautela como si esa agua pudiera tener un sabor distinto al de la suya.


III

      Le resultó difícil dormir. El viejo gordo se había convertido en un individuo, ahora que ella había leído su carta. No podía dejar de comparar su estilo con el de Charlie. “Cuando te haya dado las buenas noches, querida, me iré a la cama pensando en ti”. En la carta del señor Hickslaughter había cierta ambigüedad, un barrunto de amenaza. ¿Sería peligroso el viejo?
       A las cinco y media llamó a la habitación 63. No era la clase de aventura que había planeado, pero de todos modos era una aventura.
       —Ya estoy despierta —dijo.
       —¿Tomamos la copa?
       —Nos encontraremos en el bar.
       —No, en el bar no —dijo él—. Con lo que cuesta allí el bourbon… Tengo aquí todo lo que necesitamos.
       Mary Watson se sintió como volviendo al lugar del crimen y tuvo que armarse de cierto valor.
       Ya lo tenía todo preparado: una botella de Old Walker, un cubo de hielo, dos botellas de soda. Como los libros, las bebidas dan un aire animado a un cuarto. A ella le pareció un hombre que a su modo luchaba contra la soledad.
       —Siéntese —dijo él—. Póngase cómoda.
       Era como un personaje de película. Sirvió dos vasos.
       —Me siento horriblemente culpable —dijo ella—. Vine a su cuarto en busca de agua helada. Pero tuve curiosidad y leí su carta.
       —Sabía que alguien la había tocado —dijo él.
       —Discúlpeme.
       —No tiene importancia. Es sólo una carta a mi hermano.
       —Pero no era asunto mío…
       —Mire, si yo entrara en su cuarto y encontrara una carta abierta, la leería. Sólo que su carta sería mucho más interesante.
       —¿Por qué?
       —Yo no escribo cartas de amor. Nunca lo hice y ya soy demasiado viejo.
       Se sentó en la cama. Ella ocupaba el único sillón del cuarto. El vientre le formaba enormes pliegues bajo la camisa deportiva y tenía medio abierta la bragueta. ¿Por qué serán siempre los gordos los que se olvidan de abrochársela?
       —Es un buen bourbon —dijo él, bebiendo un trago—. ¿Qué hace su marido?
       Era su primera pregunta personal después del encuentro en la piscina; y la cogió por sorpresa.
       —Escribe sobre literatura. Poesía del siglo XVIII —agregó absurdamente, dadas las circunstancias.
       —Oh.
       —¿Qué hacía usted? Es decir, cuando trabajaba.
       —De todo un poco.
       —¿Y ahora?
       —Observo las cosas que pasan. A veces hablo con alguien como usted. Bueno, no… No creo haber hablado con alguien como usted hasta ahora.
       Parecía un cumplido, pero el señor Hickslaughter agregó:
       —La mujer de un profesor…
       —Y lee usted el Digest.
       —Sí… Escriben libros largos… No tengo paciencia. Poesía del siglo XVIII… ¿De modo que ya en aquellos tiempos escribían poesía?
       —Sí —contestó, no muy segura de que no estuviera burlándose de ella.
       —Cuando estaba en el colegio, leí un poema que me gustó. Es el único que se me quedó en la cabeza. Era de Longfellow, creo. ¿Ha leído usted a Longfellow?
       —No mucho. Es un autor que apenas se lee ya en los colegios.
       —Algo así como: “Los marinos españoles de barbadas mejillas y no sé qué del misterio de los barcos y no sé qué del mar”. Después de todo, no se me ha quedado mucho en la cabeza, pero creo que lo aprendí hace sesenta años, quizás más. Qué tiempos aquéllos…
       —¿El novecientos?
       —No, no. Me refiero a los piratas, Kidd, Barba Azul y los demás tipos. Éste era su campo de operaciones, ¿no es cierto? El Caribe. Ahora da asco ver a esas mujeres paseándose en pantalones cortos…
       El bourbon le había soltado la lengua. A Mary Watson se le ocurrió que hasta entonces nunca había sentido verdadera curiosidad por otro ser humano; se había enamorado de Charlie, pero él no le había despertado sino una curiosidad sexual que había dejado de sentir muy pronto.
       —¿Quiere usted a su hermana? —le preguntó.
       —Sí, desde luego. ¿Por qué? ¿Cómo sabe usted que tengo una hermana?
       —¿Y a Joe?
       —Parece que ha leído muy bien mi carta. Bueno, no es mal tipo.
       —¿No es mal tipo?
       —Ya sabe usted lo que pasa entre hermanos. Soy el mayor. Hubo otro que murió. Mi hermana tiene veinte años menos que yo. Joe tiene recursos. Se ha encargado de ella.
       —¿Y usted no tiene recursos?
       —Los tuve. Pero no supe administrarlos. Pero no estamos aquí para hablar de mí.
       —Soy curiosa. Por eso leí su carta.
       —¿Curiosa? ¿Y siente curiosidad por mí?
       —¿Por qué no?
       Lo había turbado; ahora que llevaba la mejor parte se sintió libre de la trampa. Podía quedarse o irse, si se le antojaba. Si resolvía quedarse un poco más, era por propia voluntad.
       —¿Otro bourbon? —dijo él—. Pero usted es inglesa… Quizás lo prefiera escocés.
       —Es mejor no mezclar.
       —Es cierto.
       Le sirvió otro vaso.
       —Me pregunto si… —empezó él—. A veces siento ganas de escapar de este antro. ¿Qué le parece si comemos en la carretera?
       —Sería una tontería —dijo ella—. Los dos tenemos pagada nuestra pensión aquí, ¿no es cierto? Y en definitiva sería la misma comida. Pescado. Con salsa de tomate.
       —No sé qué tiene usted contra los tomates.
       Pero no negó la sensatez de sus argumentos económicos. Era el primer norteamericano sin éxito con el que Mary Watson tomaba una copa. Los muchachos que iban a su casa todavía no eran hombres sin éxito. El profesor de lenguas románicas quizás habría anhelado ser decano de una universidad… El éxito es relativo, pero aun así es éxito.
       El hombre sirvió otro vaso.
       —Estoy tomándome todo su bourbon —dijo ella.
       —¡Quién mejor que usted!
       Estaba un poco borracha y se le ocurrían cosas inconexas.
       —Ese poema de Longfellow… —dijo—. Creo que seguía con algo así como “los pensamientos de la juventud son largos, largos pensamientos”. Creo que lo leí alguna vez. ¿Ése era el estribillo, no es cierto?
       —Quizás. No recuerdo.
       —¿Quería usted ser pirata cuando era niño?
       El señor Hickslaughter sonrió casi con felicidad.
       —Lo conseguí —dijo—. Así me llamó Joe una vez: pirata.
       —¿Pero no tiene usted un tesoro escondido?
       —Me conoce lo suficiente como para no enviarme los cien dólares. Pero le asusta la idea de que regrese, de modo que es capaz de mandarme cincuenta. Y los intereses eran sólo veinticinco dólares. No es avaro, pero es estúpido.
       —¿Qué quiere usted decir?
       —Debería saber que no regresaré. No haré nada que moleste a mi hermana.
       —¿Puedo invitarlo a comer?
       —No, no es justo —dijo él (en algunos aspectos era, evidentemente, muy convencional)—. Ya lo dijo usted: es absurdo tirar el dinero.
       Cuando la botella de Old Walker estuvo medio vacía, el hombre dijo:
       —Será mejor que comamos algo, aunque sólo sea pescado con salsa de tomate.
       Bajaron las escaleras pisando cuidadosamente un escalón tras otro, como patos.
       —¿De verdad se llama usted Hickslaughter?
       —Más o menos.
       En el restaurante “formal”, abierto a todo el calor de la noche, los hombres sudaban en sus chaquetas y corbatas. Ambos atravesaron el bar hacia el anexo “informal”, iluminado por velas que aumentaban el calor. Dos muchachos de pelo corto estaban sentados ante la mesa vecina. No eran los mismos que había visto antes, pero estaban cortados por el mismo patrón. “No niego que tiene cierto estilo, pero aunque adores a Tennessee Williams…”, decía uno de ellos.
       —¿Por qué lo llamó pirata?
       —Fue una de esas cosas que pasan…
       Cuando tuvieron que elegir, no les pareció que hubiera otra alternativa que pescado con salsa de tomate. Ella volvió a ofrecerle su parte de salsa; quizás él lo esperaba y ella ya estaba atada a la costumbre. Era un viejo, y no le había hecho insinuaciones que ella pudiera rechazar. ¿Cómo podía un hombre de su edad insinuarse a una mujer de la suya? Sin embargo, Mary Watson tenía la sensación de haber caído en una cinta sin fin. El futuro no estaba en sus manos y tenía un poco de miedo. Y habría estado aún más asustada sin esa insólita ración de bourbon.
       —Era un buen bourbon —empezó, por decir algo.
       En seguida lo lamentó: acababa de darle una oportunidad.
       —Tomaremos otra copa antes de irnos a la cama.
       —Creo que ya he bebido demasiado.
       —Un buen bourbon no le hará daño. Dormirá bien.
       —Siempre duermo bien.
       Era mentira, la clase de mentira que se dice a un marido o a un amante para guardar algún secreto sin importancia. El muchacho que había hablado de Tennessee Williams se levantó de la mesa. Era muy alto y delgado y llevaba un suéter negro ceñido; los pantalones pegados al cuerpo revelaban unas nalgas pequeñas y elegantes. Era fácil imaginarlo desnudo. ¿La habría mirado con algún interés, si ella no hubiera estado acompañada de un viejo gordo, horriblemente vestido? Era improbable: su cuerpo no estaba delineado para caricias femeninas.
       —Yo no.
       —¿No qué?
       —Yo no duermo bien.
       Después de todas sus reticencias, la inesperada confesión la alarmó. Era como si él hubiese extendido una de sus manazas como ladrillos para atraerla.
       Se había mostrado distante, había evitado las preguntas personales, había conseguido inspirarle una sensación de seguridad, pero ahora, cada vez que ella abría la boca, parecía condenada a cometer un error, a incitarlo más. Hasta su inocente observación sobre el bourbon
       —Quizás sea el cambio de clima —dijo ella, estúpidamente.
       —¿Qué cambio de clima?
       —Éste y el de…
       —¿Curaçao? No creo que haya mucha diferencia. Tampoco duermo allí.
       —Tengo unas pastillas muy buenas —dijo ella, imprudentemente.
       —Pero dijo que dormía bien…
       —Bueno, siempre hay veces en que… Algún problema de digestión.
       —Ah, la digestión. Un bourbon siempre ayuda. Si ha terminado de comer…
       Ella miró hacia el bar, donde el muchacho estaba de pie, déhanché, sosteniendo una copa de licor de menta entre su cara y la del compañero, como un monóculo de color exótico.
       —Supongo que no le gustará esa clase de hombres, ¿verdad? —dijo el señor Hickslaughter en tono reprobatorio.
       —Suelen ser buenos conversadores.
       —Conversación… Si eso es lo que quiere.
       Era como si ella hubiera manifestado una preferencia antinorteamericana por las serpientes o por las ancas de rana.
       —¿Por qué no tomamos el bourbon en el bar? Hoy hace un poco más de fresco.
       —¿Para oírles la cháchara? No. Subamos.
       Adquirió de nuevo su anticuada cortesía y se levantó para retirarle la silla. Ni siquiera Charlie era tan amable. Pero… ¿era amabilidad, o el deseo de impedirle la huida hacia el bar?
       Subieron juntos en el ascensor. El ascensorista negro tenía una radio portátil de la que salía la voz de un predicador que hablaba sobre la Sangre del Cordero. Quizás fuera domingo; eso habría explicado el momentáneo vacío del hotel, entre una alegre pandilla y la otra. Salieron al corredor desierto como fugitivos indeseables. El muchacho los siguió y se sentó en una silla junto al ascensor, a la espera de otra llamada, mientras la voz seguía hablando de la Sangre del Cordero. ¿Qué temía ella? El señor Hickslaughter metió la llave en la cerradura. Era mucho más viejo de lo que podía haber sido el padre de Mary Watson de estar aún vivo. Podía haber sido su abuelo. La excusa “¿Qué pensará el ascensorista?” era inadmisible… y hasta insultante, porque las maneras del señor Hickslaughter no habían dejado nunca de ser correctas. Era viejo, pero ¿qué derecho tenía ella a considerarlo un “viejo verde”?
       —Maldita llave… No abre.
       Ella movió el picaporte de la puerta.
       —No estaba cerrada con llave —dijo él—. Me vendrá bien un bourbon, después de ver a esos maricones.
       Pero Mary Watson ya tenía una excusa en la punta de la lengua.
       —Me temo que ya he bebido demasiado. Tengo que dormir la mona.
       Apoyó una mano en el brazo del hombre:
       —Muchas gracias. Ha sido una noche encantadora.
       Mientras avanzaba por el corredor, pensó qué insultante habría resultado su acento inglés, que dejaba tras de sí como una presencia burlona, desdeñosa de todo lo que le gustaba más en él: su ambigüedad, su recuerdo de Longfellow, su modesto pasar.
       Cuando llegó a la puerta de su cuarto se volvió: el señor Hickslaughter seguía en el corredor, como si no hubiera podido decidirse a entrar. Le recordó a un viejo que había visto una vez en el campus, inclinado sobre su escoba entre las hojas de otoño sin barrer.


IV

      En su cuarto cogió un libro y trató de leer. Era Las estaciones de Thomson. Lo había llevado consigo para entender las referencias que Charlie pudiera hacerle en su carta al trabajo que le ocupaba. Era la primera vez que lo abría. No se sintió atraída.

And now the mounting
Sun dispels the Fog: [Ya el sol naciente disipa la bruma:]
The rigid Hoar-Frost melt! before his Beam;[¡ante su resplandor se derrite la rígida escarcha!]
And hung on every Spray, on every Blade [Y penden de cada rama, de cada hoja]
Of Grass, the myriad Dew-Drops twinkle round. [de hierba, miríadas de gotas de rocío centelleantes.]


       Si se había mostrado tan cobarde con un viejo inocuo como ése, ¿cómo se habría enfrentado al peligro real de una aventura? A su edad no podía considerarse como una víctima inocente. La triste verdad es que Charlie tenía razón al confiar en ella, del mismo modo que ella no se había equivocado al confiar en él. Ahora, considerando la diferencia de horas, él estaría saliendo del museo; o quizás, si era domingo —como parecía indicarlo la Sangre del Cordero—, estaría escribiendo en la habitación del hotel. Después de un día de trabajo, Charlie parecía un anuncio para una crema de afeitar, una especie de fulgor… Eso la irritaba, era como vivir con un halo. Hasta su voz tenía un timbre diferente y solía llamarla “muchacha” y palmearle el trasero paternalmente. Lo prefería cuando el fracaso lo volvía quisquilloso; sólo fracasos transitorios, desde luego. El fracaso de una idea que no había resultado, la irritación de un niño decepcionado en una fiesta que no llega a la altura de sus esperanzas. No el fracaso del viejo: la estructura herrumbrada de un barco definitivamente encallado en la roca contra la cual chocó.
       Se sintió innoble. ¿Qué peligros ofrecía el viejo como para que ella le negara media hora de compañía? No podía forzarla, como el barco encallado no podía librarse de la roca y zarpar hacia las Islas Dichosas. Lo imaginó sentado a solas, con media botella de bourbon, buscando la inconsciencia. O tal vez estuviera terminando la carta para extorsionar a su hermano. Qué historia podía inventar algún día con todo eso, pensó molesta consigo misma mientras se desnudaba: una noche con un chantajista y “pirata”.
       Pero podía hacer algo por él. Podía darle su frasco de pastillas. Se puso la bata y regresó por el corredor hasta el cuarto número 63. La voz del señor Hickslaughter le indicó que entrara. Ella abrió la puerta y a la luz del velador lo vio sentado al borde de la cama, con un pijama a grandes rayas moradas. “Le he traído…”, empezó. Sólo había visto llorar una vez a un hombre, a Charlie, cuando la University Press había resuelto no publicar su primer volumen de ensayos literarios.
       —Pensé que era la criada —dijo él—. La llamé.
       —¿Qué quería?
       —Pensé que podría tomar un bourbon con ella…
       —¿Tanta falta le hace…? Yo lo acompañaré.
       La botella estaba donde la habían dejado, sobre el tocador, junto a los dos vasos. Ella identificó el suyo por la orla del lápiz de labios.
       —Aquí tiene —dijo—. Tómeselo. Lo hará dormir.
       —No soy alcohólico.
       —Por supuesto.
       Se sentó en la cama, junto a él, y le tomó la mano izquierda. Era áspera y seca; estuvo a punto de empujarle la cutícula hasta que recordó que hacía lo mismo con Charlie.
       —Me sentía solo —dijo él.
       —Pues aquí me tiene.
       —Será mejor que apague la luz del timbre, si no vendrá la criada.
       —Nunca sabrá qué buen bourbon se ha perdido.
       Cuando volvió de la puerta, él estaba reclinado contra las almohadas, en una curiosa postura que de nuevo le hizo pensar en el barco encallado en las rocas. Trató de levantarle los pies para ponérselos en la cama, pero eran como pesadas piedras en el fondo de una cantera.
       —Acuéstese —dijo—, nunca se dormirá en esa posición. ¿Qué hace cuando se siente solo en Curaçao?
       —Me las arreglo —dijo él.
       —Ya ha terminado su vaso. Déjeme apagar la luz.
       —No tengo por qué fingir con usted.
       —¿Fingir?
       —Tengo miedo a la oscuridad.
       “Cuando piense en el hombre que me asustó, me reiré”, pensó ella.
       —¿Acaso lo visitan de noche los viejos piratas contra los cuales luchó? —dijo en voz alta.
       —He hecho cosas malas en mi vida —dijo él.
       —Todos las hemos hecho.
       —Nada que merezca la extradición —agregó, como justificándose.
       —Si toma una de mis pastillas…
       —¿No se irá usted… todavía?
       —No, no. Me quedaré hasta que se duerma.
       —Hace cinco días que necesitaba hablar con alguien.
       —Me alegra que lo haya hecho.
       —No lo creerá, pero no me atrevía.
       Si ella hubiera cerrado los ojos, se habría creído junto a un muchacho muy joven.
       —No sé qué clase de persona es usted.
       —¿Acaso no hay personas como yo en Curaçao?
       —No.
       —Todavía no ha tomado la pastilla.
       —Tengo miedo de no despertarme.
       —¿Tiene mucho que hacer mañana?
       —… de no despertarme nunca…
       Extendió una mano y le tocó la rodilla, con ansiedad, sin deseo, como si hubiera necesitado el apoyo del hueso.
       —Le diré lo que me pasa. Usted es una desconocida, por eso puedo decírselo. Tengo miedo de morirme a solas en la oscuridad.
       —¿Está enfermo?
       —No sé. No consulto a ningún médico. No me gustan los médicos.
       —Pero ¿por qué piensa que…?
       —Tengo más de setenta años. La edad bíblica. Puede ocurrir en cualquier momento.
       —Vivirá hasta los cien —dijo ella con extraña convicción.
       —Entonces tendré que vivir asustado un montón de tiempo.
       —¿Por eso lloraba?
       —No. Pensaba que usted se quedaría un rato, y se fue de golpe. Creo que me sentí decepcionado.
       —¿Nunca está solo en Curaçao?
       —Pago para no estar solo.
       —¿Como a la criada?
       —Sí… más o menos.
       Era como si descubriera por primera vez el interior del enorme continente en el que no había escogido vivir. Norteamérica había sido Charlie para ella, había sido Nueva Inglaterra. Algunos libros y películas le habían dado una idea de las maravillas de la naturaleza, como una gran pantalla panorámica donde Lowell Thomas abaratara con sus clisés el Desierto Pintado y el Gran Cañón. No había presentido ningún misterio desde las cataratas del Niágara hasta Miami, desde el cabo Cod hasta las montañas del Pacífico; los mismos tomates se servían en cada plato y la misma Coca-Cola en cada vaso. Nadie admitía nunca su fracaso o su temor; eran como pecados que no se mencionan, peores casi que pecados porque los pecados son seductores. El fracaso y el miedo eran de mal gusto. Pero ahí, echado sobre la cama, vestido con un pijama a rayas que los hermanos Brooks hubiesen arrojado al cubo de la basura, el fracaso y el miedo hablaban sin pudor con ella, y con acento norteamericano.
       Era como vivir en un remoto futuro, después de sabe Dios qué catástrofe.
       —¿Y yo no tengo precio? A mí sólo me ha tentado con el Old Walker.
       Él levantó apenas de la almohada su antigua cabeza de Neptuno y dijo:
       —No tengo miedo de la muerte. De la muerte súbita. Créame, alguna vez la he buscado. Es esa otra cosa ineludible, que cierra el cerco, como los inspectores de impuestos.
       —Duérmase, ahora.
       —No puedo.
       —Sí puede.
       —Si usted se queda mientras…
       —Me quedaré con usted. Descanse.
       Se tendió en la cama junto a él, fuera de las sábanas. En pocos minutos el señor Hickslaughter estaba profundamente dormido, y ella apagó la luz. Él gruñó varias veces y habló sólo una vez, para decir: “No me ha entendido”. Después, durante un rato permaneció inmóvil y callado como un muerto. La dominó el sueño. Cuando despertó, la respiración del señor Hickslaughter le hizo comprender que también él estaba despierto. Se había apartado de ella, para que sus cuerpos no se rozaran. Ella extendió la mano. La excitación del hombre no la repugnó. Era como si hubiera pasado muchas noches junto a él en la misma cama. Cuando hicieron el amor, callados y bruscos en la oscuridad, ella suspiró de satisfacción. No se sentía culpable. Pocos días después, tierna y resignada, volvería a Charlie, a la encantadora destreza de Charlie. Lloró un poco, quedamente pensando en lo fugaz del encuentro.
       —¿Pasa algo malo? —preguntó él.
       —Nada, nada. Si pudiera quedarme…
       —Quédese un poco más. Hasta que amanezca —le contestó Hickslaughter.
       No era demasiado tiempo. Ya podían distinguir los bultos grises de los muebles a su alrededor, como tumbas del Caribe.
       —Bueno, me quedaré hasta que amanezca.
       No era eso lo que quería decir. Él empezó a retirar su cuerpo del suyo. Era como si se llevara a un hijo desconocido hacia Curaçao. Procuró retener a ese gordo viejo y asustado al que casi amaba.
       —Nunca pensé hacer esto —dijo él.
       —Lo sé. No lo diga. Lo entiendo.
       —Creo que, después de todo, tenemos mucho en común.
       Ella asintió para tranquilizarlo. Cuando amaneció, él estaba profundamente dormido. Ella se levantó sin despertarlo y se marchó a su cuarto. Cerró la puerta con llave y empezó a hacer las maletas resueltamente. Había llegado el momento de irse, de reanudar la vida habitual. Después, cuando pensó en él, se preguntó qué podían tener en común, salvo que, para ambos, Jamaica era más barata en agosto.



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