Graham Greene
(Berkhamstead, Inglaterra, 1904 - Vevey, Suiza, 1991)


El doctor Crombie (1965)
(“Doctor Crombie”)
Originalmente publicado en The Statement,
LXX (8 de octubre de 1965), pág. 518-519;
reimpreso en la revista Status, I (diciembre de 1965), págs. 36, 92, 94;
May We Borrow Your Husband? and Other Comedies of Sexual Life
(Londres, Sydney, Toronto: The Bodley Head, 1967, 188 págs.), págs. 151-158.



      Una desafortunada circunstancia de mi vida me ha traído el recuerdo de cierto doctor Crombie y de las conversaciones que solíamos tener durante mi juventud. Había sido médico de la escuela hasta que la excentricidad de sus ideas se hizo demasiado notoria. Cuando dejó de ejercer en la escuela, sus pacientes se redujeron muy pronto a unos cuantos viejos casi tan excéntricos como él. Recuerdo a un coronel Parjcer, un israelita británico, una tal señorita Warrender que alimentaba veintiséis gatos, y un hombre llamado Horace Turner, inventor de un sistema para convertir la Deuda nacional en un Crédito Nacional.
       El doctor Crombie vivía solo, a media milla de la escuela, en una casita de ladrillos rojos en King’s Road. Por suerte tenía una pequeña renta personal, ya que finalmente su trabajo se redujo a escribir largos artículos (que nunca fueron publicados) para Lancet y el Medical Journal. Eso fue mucho antes de la televisión, pues de lo contrario habrían encontrado un hueco para él en algún programa cultural y sus opiniones habrían llegado a un público más amplio que los casuales chismes de Bankstead. Sabe Dios con qué resultado… Porque Crombie hablaba con sinceridad y cuando yo era joven me parecía bastante convincente.
       Nuestra escuela, que había empezado como escuela primaria durante el reinado de Enrique VIII, se había abierto paso durante el siglo XX hasta el Anuario de Escuelas secundarias. Había muchos alumnos externos —entre los que me contaba—, porque Bankstead estaba a sólo una hora de tren de Londres y en los días del viejo London Midland and Scottish Railway había trenes frecuentes y rápidos para los usuarios. En un internado donde los alumnos permanecieran aislados durante meses como prisioneros en Dartmoor, las ideas del doctor Crombie habrían cundido con menos celeridad. Cuando los niños regresaran de vacaciones a su casa, ya habrían olvidado los detalles curiosos, y sus padres, esparcidos por toda Inglaterra y sin contacto mutuo, habrían sido incapaces de reunirse para verificar algunas historias insólitas. En Bankstead era diferente; allí los padres llevaban una vida de comunidad y prestaban oídos a los rumores. Sin embargo, aún allí las ideas del doctor Crombie prevalecieron durante cierto tiempo.
       El director era un hombre progresista y dispuso, con el consentimiento de los padres, que cuando los niños aprobaran el curso inferior el doctor Crombie se dirigiría a ellos, en grupos reducidos, para explicarles los problemas de la higiene personal y los peligros que les acechaban. Tengo sólo un vago recuerdo —había niños que reían por lo bajo, otros que se ruborizaban, otros que miraban el suelo como si se les hubiera caído algo—. Pero recuerdo nítidamente el habla llana y explícita del doctor Crombie, con sus melancólicos bigotes que permanecían rubios de nicotina mucho después de que su cabeza encaneciera, y sus gafas con montura de oro (esas gafas, como las pipas, siempre me producen la impresión de una rectitud que nunca alcanzaré). Entendí muy poco de lo que dijo, pero recuerdo que después pregunté a mis padres qué significaba “jugar a solas”. Como era hijo único, estaba acostumbrado a jugar a solas. Por ejemplo, con mi ferrocarril era sucesivamente conductor, encargado de señales y jefe de estación, y no tenía necesidad de ningún ayudante.
       Mi madre dijo que se había olvidado de hablar con la cocinera y salió del cuarto.
       —El doctor Crombie dice que produce cáncer —informé a mi padre.
       —¿Cáncer? —exclamó mi padre—. ¿Estás seguro de que no ha dicho locura?
       (Era la época de la locura: la pérdida de vitalidad ocasionaba debilidad nerviosa, y la debilidad nerviosa se convertía en melancolía y finalmente en locura. Por alguna razón inexplicable se decía que tales efectos se producían antes del matrimonio y no después).
       —Dijo cáncer. Dijo que es una enfermedad incurable.
       —¡Qué extraño! —observó mi padre.
       Me tranquilizó respecto a mi juego de ferrocarril, y la teoría del doctor Crombie se me fue de la cabeza durante algunos años. No creo que mi padre la haya mencionado a nadie, salvo a mi madre y sólo como una broma. El cáncer era un recurso tan bueno como la locura para amedrentar a los adolescentes. El porcentaje de deshonestidad es muy alto entre los padres; aunque ya no creían en la amenaza de la locura, se servían de ella como un ardid y sólo años después llegaron a la conclusión de que el doctor Crombie era un hombre estrictamente honesto.
       Para entonces yo había salido de la escuela secundaria y no había ingresado aún en la universidad. El doctor Crombie tenía el pelo totalmente blanco, aunque su bigote permanecía rubio. Nos habíamos hecho muy buenos amigos, porque a los dos nos gustaba mirar los trenes y a veces, en algún día de verano, nos íbamos hasta el verde montículo de Bankstead Castle, desde el que mirábamos los raíles y, más allá, el canal con las lanchas de colores brillantes, arrastradas por caballos en dirección a Birmingham. Tomábamos cerveza de jengibre en botellas de barro y comíamos bocadillos de jamón, mientras el doctor Crombie estudiaba el Bradshaw. Esas tardes siempre serán para mí la imagen de la inocencia.
       Pero ahora recuerdo que algo perturbó la paz de una tarde. Un inmenso tren de carga con vagones llenos de carbón pasó ante nosotros. Conté sesenta y tres, cifra que se aproximó al record, pero cuando le pedí que me lo confirmara, el doctor Crombie se había olvidado, inexplicablemente, de contar los vagones.
       —¿Le ocurre algo? —pregunté.
       —En la escuela me han pedido que me vaya —dijo, quitándose las gafas con montura de oro para limpiarlas.
       —¡Dios mío! ¿Por qué?
       —Los secretos del consultorio, querido muchacho, son unilaterales. El paciente, a diferencia del médico, tiene libertad para decirlo todo.
       Una semana después, supe algo de lo ocurrido. La historia había circulado rápidamente de unos padres a otros, porque no era algo que sólo tuviera que ver con los niños, sino con todos. Hasta es posible que hubiera cierto temor en las murmuraciones, el temor de que el doctor Crombie tuviera razón. ¡Increíble pensamiento!
       Un muchacho que yo conocía, un poco menor que yo, llamado Fred Wright, que aún estaba en el sexto curso, había consultado al doctor Crombie sobre un dolor en los testículos. Había tenido su primera experiencia con una mujer de Leicester Square, mientras esperaba el tren siempre había momentos libres en aquellos felices días de compañías ferroviarias rivales y se había armado de coraje para visitar al doctor Crombie. Temía haber pescado lo que se llama “una enfermedad social”. El doctor Crombie lo tranquilizó: sólo tenía acidez, debía evitar los tomates. Pero el doctor Crombie no se detuvo allí, y siguió aconsejándolo innecesariamente y sin ambages, como nos había prevenido a todos a los trece años…
       Fred Wright no tenía motivo para sentirse avergonzado. Todos podemos tener acidez. Por eso no vaciló en contar a sus padres el consejo que el doctor Crombie le había dado. Esa tarde, cuando regresé a mi casa y pregunté a mis padres, descubrí que la historia ya les había llegado, así como a las autoridades de la escuela. Los padres habían hablado unos con otros, y después cada hijo había sido interrogado. Una cosa era decir que la masturbación provoca cáncer (de alguna manera había que frenarla). Pero ¿qué derecho tenía el doctor Crombie a decir que las relaciones sexuales prolongadas producen cáncer, sobre todo dentro de un matrimonio legítimo, reconocido por la Iglesia y el Estado? Fue una desdichada coincidencia el hecho de que el muy viril padre de Fred, quien no había llegado a conocerlo, ya hubiera caído víctima de la terrible enfermedad.
       Yo mismo me sentí algo perturbado. Sentía mucho afecto y confianza por el doctor Crombie. (Nunca había vuelto a jugar con los trenes a solas, después de los trece años, con el mismo placer que sentía antes de su conversación higiénica). Y lo peor era que me había enamorado desesperadamente de una muchacha de Castle Street que, como se decía entonces, llevaba media melena. De una manera inocente y provinciana, se parecía a dos famosas hermanas del gran mundo cuyas fotografías aparecían casi todas las semanas en los periódicos. (Los años parecen volver sobre sus pasos y ahora veo por todas partes el mismo rostro, el mismo pelo, como los vi entonces, pero, ay, con poca o sin ninguna emoción).
       Cuando volví a salir con el doctor Crombie para mirar los trenes, lo ataqué tímidamente. Aún había palabras que no me gustaba emplear con mis mayores.
       —¿De veras dijo usted a Fred Wright que… el matrimonio… produce cáncer?
       —No el matrimonio en sí, muchacho. Cualquier forma de congreso sexual.
       —¿Congreso?
       Era la primera vez que oía esa palabra usada de ese modo. Pensé en el Congreso de Viena.
       —El contacto sexual —dijo el doctor Crombie con aspereza—. Pensé que ya te lo había explicado cuando tenías trece años.
       —Creí que usted hablaba de jugar a solas con trenes —dije.
       —¿Qué quieres decir con eso de jugar con trenes? —preguntó estupefacto, mientras un tren rápido de pasajeros pasaban por la estación de Bankstead, dejando una gran estela de vapor a cada lado del andén N.° 2.
       —El expreso de Newcastle de las 3.45 —dijo el doctor Crombie—. Lleva un retraso de un minuto y cuarto.
       —Tres cuartos de minuto —dije yo.
       No había modo de poner nuestros relojes a la par. Era antes de la época de la radio.
       —Estoy adelantado —dijo el doctor Crombie— y espero sufrir las consecuencias. Lo raro es que la gente sólo se haya dado cuenta ahora. He hablado sobre el tema del cáncer durante años…
       —Nadie advirtió que usted se refería al matrimonio —dije.
       —Siempre se empieza por el principio. En la época de nuestras conversaciones higiénicas, ninguno de vosotros tenía edad de casarse.
       —Pero las mujeres vírgenes también mueren de cáncer…
       —La definición corriente de virgen —dijo el doctor Crombie consultando su reloj mientras un tren de carga pasaba en dirección a Bletchley— es un himen intacto. Una dama puede mantener prolongadas relaciones sexuales consigo misma o con otra persona sin dañar su doncellez.
       Sentí curiosidad ante el nuevo mundo que se me descubría.
       —¿Quiere usted decir que las muchachas también juegan a solas?
       —Desde luego.
       —Pero es raro que los jóvenes mueran de cáncer, ¿no es cierto?
       —Pueden sentar las bases con sus excesos. De eso quería salvaros a todos vosotros.
       —Y los santos… ¿habrá muerto alguno de cáncer?
       —No entiendo mucho sobre santos. Me aventuraría a afirmar que el porcentaje de muertes por cáncer es muy pequeño entre ellos, pero nunca he dicho que el congreso sexual sea la única causa de cáncer: sólo que es la más frecuente.
       —Pero no todas las personas casadas mueren de eso.
       —Querido muchacho, te sorprendería saber que muchas personas casadas apenas hacen el amor. Un estallido de entusiasmo y después un largo retiro. En esos casos, el peligro es necesariamente menor.
       —¿Cuanto más se ama, tanto mayor es el peligro?
       —Me temo que esa verdad se aplica a más peligros que al del cáncer.
       Yo estaba demasiado enamorado para convencerme fácilmente, pero debo admitir que las respuestas del doctor Crombie eran rápidas. Cuando hice una observación sobre las estadísticas, en seguida me cerró esa vía de esperanza.
       —Si quieren estadísticas, las tendrán. En el pasado supusieron muchas causas y basaron sus suposiciones en estadísticas dudosas y discutibles. La harina blanca, por ejemplo. No me sorprenderá que un día sospechen de este inocente solaz mío.
       Agitó su cigarrillo en dirección al Grand Junction Canal.
       —¿Pueden negar acaso que, estadísticamente, mi teoría supera a todas las demás? Casi un cien por cien de los que mueren de cáncer han tenido relaciones sexuales.
       Era un argumento imposible de refutar y me mantuve en silencio durante unos momentos. Al fin le pregunte:
       —Y usted… ¿no tiene miedo?
       —Sabes que vivo solo. Soy de los pocos que no han tenido grandes tentaciones, en ese sentido.
       —Si todos siguiéramos su consejo —dije lúgubremente— el mundo dejaría de existir.
       —Te refieres a la especie humana. La fecundación de las flores parece no producir malos efectos secundarios.
       —¿Entonces los hombres han sido creados para morir?
       —No creo en el Dios del Génesis, muchacho. Creo que los procesos de la evolución hacen que un animal se extinga cuando se desvía. Quizás el hombre seguirá la misma suerte que los dinosaurios.
       Consultó su reloj.
       —Está ocurriendo algo totalmente anormal. Son casi las 4.10 y ni siquiera han puesto las señales para el tren de las cuatro desde Bletchley. Sí, puedes verificar la hora, pero esta tardanza no puede explicarse por una diferencia de nuestros relojes.
       Hasta hoy he olvidado por qué llevaba tanto retraso el tren de las cuatro. Hasta había olvidado al doctor Crombie y nuestra conversación. El doctor Crombie sobrevivió unos años sin ejercer su profesión y al fin murió tranquilamente de neumonía, consecuencia de una gripe. Me casé cuatro veces —tan poco había tenido en cuenta el consejo del doctor Crombie—. Sólo hoy he recordado su teoría, cuando mi especialista me ha revelado, con exagerada gravedad y cautela, que tengo cáncer de pulmón. Mis deseos sexuales, ahorita que he pasado los sesenta, empiezan a disminuir y estoy resignado a hundirme en las sombras con los dinosaurios. Desde luego, los médicos atribuyen mi enfermedad al exceso de cigarrillos. Sin embargo, me divierte creer, con el doctor Crombie, que ha sido provocada por excesos de índole más agradable.



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