Graham Greene
(Berkhamstead, Inglaterra, 1904 - Vevey, Suiza, 1991)


Griego equivale a griego (1941)
(“When Greek Meets Greek”)
Originalmente publicado en Illustrated London News (20 de noviembre de 1941);
reimpreso en Esquire Magazine (julio de 1942);
19 [Nineteen] Stories
(Londres, Toronto: William Heinemann, 1947, 231 págs.), págs. 166-183.



1

      Cuando el boticario cerró su botica en la noche, atravesó una puerta al fondo del pasillo que le servía tanto a él como a los departamentos de arriba, y después subió dos tramos y medio de escalera cargando la ofrenda de una cajita de píldoras. La caja tenía impresos su nombre y dirección: Priskett, 14 New End Street, Oxford. Era un hombre de mediana edad con bigote delgado y ojos asustados y evasivos: usaba su larga bata blanca incluso cuando estaba fuera de servicio, como si esta tuviera el poder de protegerlo cual uniforme de rey de sus enemigos. Mientras la usara estaría a salvo de juicios sumarios y ejecuciones.
       En el descanso superior había una ventana: afuera, Oxford se extendía a través del anochecer de primavera: el ruido obstinado de un sinnúmero de bicicletas, la fábrica de gas, la prisión y las agujas grises, más allá de los panaderos y los reposteros, cual adornos de papel. Una puerta estaba marcada con una tarjeta de visita: Señor Nicholas Fennick, Licenciado en Artes. El boticario dio tres breves timbrazos.
       El hombre que abrió la puerta tenía por lo menos sesenta años, cabello blanco como la nieve, y piel rosada y aniñada. Usaba esmoquin de terciopelo morado, y sus anteojos colgaban del extremo de un ancho listón negro. Dijo con cierto alboroto: “Ah, Priskett, pase, Priskett. Acababa de cerrar la puerta por un momento…”.
       —Le traje más de mis pastillas.
       —Inapreciable, Priskett. Si tan solo usted hubiese obtenido un título, el de la Sociedad de Farmacéuticos hubiera sido suficiente, lo habría nombrado oficial médico residente de San Ambrosio.
       —¿Cómo va el colegio?
       —Acompáñeme un momento a la sala de descanso y lo sabrá todo.
       El señor Fennick le mostró el camino por un pequeño y oscuro corredor obstruido por impermeables: el señor Priskett, guiándose dificultosamente de gabardina en gabardina, pateó enfrente de él un par de zapatos de señorita. “Un día”, dijo el señor Fennick, “debemos construir…”, y con sus anteojos hizo un gesto amplio y confiado que parecía empujar las paredes de la sala de descanso: una mesita redonda cubierta con un mantel de casera, tres o cuatro sillas brillantes y un estante para libros cubierto de vidrio y que contenía un ejemplar de Sea su propio abogado. “Mi sobrina Elisabeth”, dijo el señor Fennick; “mi consejero médico”. Una chica muy joven y con un lindo rostro delgado inclinó la cabeza con indiferencia desde atrás de una máquina de escribir. “Voy a entrenara Elisabeth”, dijo el señor Fennick, “para que actúe de tesorera. El esfuerzo de ser tesorero y presidente del colegio está trastornándome el estómago. Las píldoras… gracias”.
       El señor Priskett preguntó humildemente: “¿Y qué piensa del colegio, señorita Fennick?”.
       —Me apellido Cross —dijo la chica—. Creo que es una buena idea. Me sorprende que se le haya ocurrido a mi tío.
       —En cierto modo fue, en parte, mi idea.
       —Eso me sorprende aún más —dijo la chica con firmeza.
       El señor Priskett, enlazando las manos frente a su bata blanca como si estuviera implorando ante un tribunal, continuó: “Verá usted, le comenté a su tío que con eso de que las militares se están haciendo cargo de los colegios y como los maestros no tienen nada que hacer, pues deberían empezar a enseñar por correspondencia”.
       —¿Un vaso de cerveza amarga, Priskett? —sugirió el señor Fennick. Sacó una botella de cerveza oscura de una alacena y sirvió dos espumosos vasos.
       —Por supuesto —argumentó el señor Priskett— que no había pensado en todo esto: la sala de descanso, quiero decir, y el Colegio de San Ambrosio.
       —Mi sobrina —dijo el señor Fennick— sabe muy poco del arreglo.
       Comenzó a moverse inquietamente por el cuarto, tocando objetos con la mano. Parecía un ave de rapiña envejecida que inspecciona los sombríos componentes de su nido.
       La chica comentó con energía: “Como ya lo veo, mi tío está manejando un timo llamado Colegio de San Ambrosio, Oxford”.
       —No es un timo, querida, el anuncio fue redactado con sumo cuidado. —Se lo sabía de memoria: cada frase había sido cuidadosamente cotejada con su ejemplar de Sea su propio abogado abierto sobre la mesa. Lo repitió ahora con una voz intensa y enronquecida por la cerveza oscura embotellada—: Las circunstancias de la guerra le impiden asistir a Oxford. San Ambrosio, el antiguo colegio de Tom Brown, ha roto decididamente con la tradición. Solo durante el periodo de guerra será posible recibir instrucción por correspondencia donde quiera que se encuentre, sea defendiendo al imperio sobre las heladas rocas de Islandia o en las arenas candentes de Libia, en la avenida principal de una ciudad estadounidense o en una cabaña de Devonshire…
       —Lo exageraste —comentó la chica—. Siempre lo haces. Eso no tiene un tono culto. No atraerá más que a incautos.
       —Hay bastantes incautos —dijo el señor Fennick.
       —Continúa.
       —Bueno, me saltaré esa parte. “Se otorgarán títulos al terminar tres periodos académicos, en lugar de los tres años acostumbrados” —explicó—. Eso produce ganancias rápidas. En estos días no se puede esperar que el dinero llegue solo. “Obtenga una verdadera educación oxoniense en el antiguo colegio de Tom Brown. Para mayores detalles sobre cuotas de inscripción, alojamiento, etc. escriba al tesorero”.
       —¿Y quieres decir que la universidad no puede detener eso?
       —Cualquier persona —dijo el señor Fennick con cierto orgullo— puede abrir un colegio donde sea. Yo nunca he dicho que fuera parte de la universidad.
       —Pero alojamiento… alojamiento significa cuarto y comida.
       —En este caso —dijo el señor Fennick— es en efecto una cuota nominal, para que tu nombre permanezca a perpetuidad en los libros de la antigua firma, quiero decir, del colegio.
       —Y la colegiatura…
       —Priskett, aquí, es el maestro de ciencias. Yo me encargo de historia y estudios clásicos. Se me ocurrió que tú, querida, podrías manejar la… economía.
       —No sé nada de economía.
       —Claro que los exámenes tienen que ser más bien sencillos: de acuerdo con la capacidad de los maestros. (Aquí hay una excelente biblioteca pública). Y otra cosa, las cuotas son restituibles en caso de no otorgarse el título.
       —¿Quieres decir…?
       —Que nadie reprobará nunca —emitió el señor Priskett falto de aliento y con sobresaltada excitación.
       —¿Y de veras tienes ya resultados?
       —Esperé, querida, hasta que pudiera ver la clara posibilidad de ganar al menos seiscientas libras al año para nosotros antes de mandarte el telegrama. Y hoy, más allá de todo lo esperado, recibí una carta de Lord Driver. Va a inscribir a su hijo en San Ambrosio.
       —Pero ¿cómo puede entrar aquí?
       —Durante su ausencia, querida, al servicio de la patria. Los Driver siempre han sido una familia de militares. Los busqué en el Debrett.
       —¿Qué piensa de eso? —preguntó el señor Priskett con ansiedad de triunfo.
       —Creo que es regio. ¿Ya organizaste una regata?
       —¿Ya ve, Priskett? —dijo con orgullo el señor Fennick, al tiempo que levantó un vaso de cerveza amarga— le dije que era una chica de las de antes.


2

      En cuanto escuchó los pasos de su casera en las escaleras, el hombre de edad avanzada y de cabeza rapada y encanecida comenzó a echar las hojas húmedas de té alrededor del tronco de la aspidistra. Cuando ella abrió la puerta, él estaba golpeteando amorosamente las hojas de té con los dadas: “Preciosa planta, querida”.
       Pero ella no se iba a suavizar de inmediato, lo podía notar. Sacudía una carta: “Escuche”, le dijo, “¿qué significa este asunto de un tal Lord Driver?”.
       —Mi nombre, querida: un buen nombre de pila como el que tenía Lord George Sanger.
       —Y entonces, ¿por qué no ponen Señor Lord Driver en la carta?
       —Por ignorancia, por pura ignorancia.
       —No quiero nada de artimañas en mi casa. Siempre ha sido una casa honesta.
       —Quizás no supieron si yo era “Esquire” o simplemente “Señor”, así que lo dejaron en blanco.
       —La envían del Colegio de San Ambrosio, en Oxford: ese tipo de gente debería saber.
       —Esto se debe, querida, a vivir en una zona postal tan buena. W. 1. Toda la gente de alcurnia vive en los Mews. —El hombre hizo un débil intento por arrebatarle la carta, pero la casera la mantuvo fuera de su alcance.
       —¿Para qué escribe a un colegio de Oxford una persona como usted?
       —Querida —dijo el hombre con forzada dignidad—, quizás haya sido un tanto infortunado, incluso hasta es posible que haya pasado algunos años en gayola, pero tengo los derechos de un hombre libre.
       —Y un hijo en el bote.
       —No está en el bote, querida. La correccional de Borstal es una institución por completo diferente. Es… una especie de colegio.
       —Como el de San Ambrosio.
       —Quizás no exactamente del mismo rango.
       Él era demasiado para ella: por lo general siempre terminaba siendo demasiado para ella. Antes de su primera estancia en la cárcel de Scrubs, el hombre había tenido diferentes puestos como sirviente e incluso como mayordomo: la forma de levantar las cejas se la aprendió a Lord Charles Manville, usaba la ropa cual aristócrata excéntrico y se podría decir que hasta había aprendido la mejor manera de hurtar del viejo Lord Bailen, quien tenía propensión por las cucharas de plata.
       —Y ahora, querida, ¿me podría dar mi carta? —Acercó la mano tentativamente; ella lo intimidaba tanto como él a ella: tenían altercados infinitos y ambos perdían; en la batalla interminable nadie ganaba, los dos vivían siempre temerosos. En esta ocasión él resultó victorioso. Ella azotó la puerta. De repente, con furia, cuando la puerta quedó cerrada, el hombre le hizo un ruidito vulgar a la aspidistra. Después se puso los anteojos y comenzó a leer.
       Habían aceptado a su hijo cn el Colegio de San Ambrosio, Oxford. La gran noticia lo miraba por encima de la firma desparramada y decorativa del presidente. Nunca se había sentido tan agradecido por la coincidencia de su nombre. “Será un gran placer”, escribía el presidente, “prestarle atención personal a la carrera de su hijo en el Colegio de San Ambrosio. En estos días es un honor dar la bienvenida a un miembro de una gran familia militar como la suya”. Driver sintió una extraña mezcla de diversión y de orgullo genuino. Los había embaucado, pero su pecho se henchía dentro de su chaleco al pensar que ahora tenía un hijo en Oxford.
       Pero había dos obstáculos, menores, cuando consideraba lo lejos que había llegado ya. Aparentemente existía en Oxford la vieja costumbre de que las cuotas se pagaran por adelantado, y además estaba el problema de los exámenes. Su hijo no los podría hacer en persona: Borstal no lo permitiría, y todavía le fallaban seis meses para salir. Además, lo bonito de la idea era que su hijo recibiera el obsequio de un título de Oxford como una especie de bienvenida a casa. Cual jugador de ajedrez que siempre está varias jugadas por delante, ya estaba planeando cómo sortear esas dificultades.
       Estaba seguro de que en su caso las cuotas eran solo cuestión de argucia: un noble siempre podría obtener crédito y si hubiera algún problema después de que se otorgara el título, simplemente les diría que entablaran una demanda y los mandaría al diablo. A ningún colegio de Oxford le gustaría admitir que había sido embaucado por un viejo malhechor. Pero ¿y los exámenes? Una sonrisilla chusca y sagaz le contrajo las comisuras de los labios: era un recuerdo de Scrubs hacía cinco años y del hombre al que llamaban “Papito”, el reverendo Simon Milan. Era un prisionero con sentencia corta. En Scrubs todos los prisioneros cumplían condenas cortas: ahí jamás se cumplía ninguna sentencia mayor de tres años. Recordó al alto, enjuto y aristocrático párroco, con su cabello gris oscuro y su delgado rostro como el de un abogado que de alguna forma se había suavizado con amor excesivo. Una prisión, pensándolo bien, contenía tanto conocimiento como una universidad: había doctores, financieros, clérigos. Sabía dónde encontrar al señor Milan: trabajaba en una pensión cerca de Euston Square y por unos cuantos tragos haría casi cualquier cosa, con seguridad resolvería bien algunos exámenes. “Ahora mismo lo puedo oír”, se acordó Driver extático, “hablándole en latín a los carceleros”.


3

      Era otoño en Oxford: la gente tosía en las largas colas para obtener dulces y pasteles, y desde el río la neblina se filtraba en los cines dejando atrás a los vigilantes que estaban a la caza de personas sin máscaras de gas. Algunos estudiantes avanzaban con cuidado entre la multitud evacuada; siempre parecían de prisa: tenían que lograr hacer tanto en tan poco tiempo, antes de que el ejército los llamara. Había mucho negocio para los contrabandistas, pensó Elisabeth Cross, pero no mucha oportunidad de que una joven encontrara marido: la ocupación más antigua de Oxford había sido desplazada por los mercados negros de Woodbines, chiclosos y jitomates.
       Durante la última primavera hubo días en que trató al Colegio de San Ambrosio como una broma, pero cuando vio que el dinero entraba efectivamente, todo el asunto le pareció menos divertido. Después, durante algunas semanas se sintió muy infeliz, hasta darse cuenta de que de todas las estafas de la época de guerra esta era la más inofensiva. Ellos no estaban reduciendo las provisiones como el Ministerio de Alimentación, ni destruyendo la confianza como el Ministerio de Información: su tío pagaba impuesto sobre la renta e incluso, hasta cierto punto, ellos educaban gente. Los incautos, cuando recibieran sus títulos, sabrían de algunas cosas que no habían conocido antes.
       Pero eso no ayudaba a que una joven encontrara marido.
       Salió malhumorada de la matiné, cargando un montón de ensayos que debería haber estado corrigiendo. Solo un “estudiante” mostraba algo de inteligencia, y ese era el hijo de Lord Driver. Lord Driver reenviaba los ensayos, que provenían de “algún lugar de Inglaterra”, vía Londres; en varias ocasiones casi la habían pescado con detalles de historia, y sabía que su tío estaba estirando al límite su oxidado latín.
       Cuando llegó a casa notó que había algo en el aire: el señor Priskett, en su bata blanca, estaba sentado en el canto de una silla y su tío terminaba una botella rancia de cerveza. Cuando algo salía mal, él nunca abría una botella nueva: creía en beber con alegría. La miraron en silencio. El silencio del señor Priskett era lóbrego; el de su tío, preocupado. Alguna dificultad tenía que ser eludida, pero no podían ser las autoridades universitarias; hacía tiempo que habían dejado de molestar a su tío: la carta de un abogado, una entrevista irascible y el intento de las autoridades por mantener “un monopolio en la educación local” (como lo expresó el señor Fennick), había cesado.
       —Buenas noches —dijo Elisabeth. El señor Priskett miró al señor Fennick y el señor Fennick frunció el entrecejo.
       —¿Se le acabaron las pastillas al señor Priskett?
       El señor Priskett respingó.
       —He estado pensando —dijo Elisabeth— que como estamos ya en el tercer periodo del año académico, me gustaría recibir un aumento de sueldo.
       El señor Priskett inhaló abruptamente, la mirada fija en el señor Fennick.
       —Me gustaría recibir otras tres libras a la semana.
       El señor Fennick se levantó de la mesa; miró con furia la parte superior de su cerveza oscura, el ceño apretado. El boticario arrastró la silla un poco hacia atrás. Y entonces habló el señor Fennick.
       —Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños —dijo con un poco de hipo.
       —Riñones —dijo Elisabeth.
       —Rodeados por un sueño. Y estas nuestras torres coronadas de nubes…
       —Estás citando mal.
       —Se esfumaron en el aire, en el aire insubstancial.
       —Has estado corrigiendo los ensayos de literatura inglesa.
       —A menos que me permitas pensar, pensar rápido y a fondo, no habrá más exámenes —dijo el señor Fennick.
       —¿Problemas?
       —En el fondo siempre he sido republicano. No veo por qué queremos una nobleza hereditaria.
       —A la lanterne —dijo Elisabeth.
       —Este hombre, Lord Driver, ¿por qué debería un mero accidente de nacimiento…?
       —¿Se rehúsa a pagar?
       —No es eso. Un hombre así espera crédito: está bien que tenga crédito. Pero escribió para decir que viene mañana para conocer el colegio de su hijo. Ese viejo estúpido, sentimental y tonto —dijo el señor Fennick.
       —Sabía que tarde o temprano te meterías en problemas.
       —Ese es el tipo de comentario necio y desconsolador que haría una chica.
       —Solo se necesita cerebro.
       El señor Fennick levantó un cenicero de bronce y después lo volvió a bajar con cuidado.
       —Es bastante sencillo, si te pones a pensar.
       —¿Pensar?
       El señor Priskett arañó la pata de una silla.
       —Lo recogeré en un taxi en la estación y lo llevaré… digamos que al Colegio Balliol. Lo conduciré directo al palio interior y ahí estarás tú, como si acabaras de salir del aposento del director.
       —Él sabrá que es Balliol.
       —No lo sabrá. Cualquier persona que conozca Oxford no sería tan estúpida como para mandar a su hijo al Colegio de San Ambrosio.
       —Claro, es verdad. Estas familias militares son bastante lelas.
       —Tú tendrás muchísima prisa. Irás a una junta o cualquier otra cosa. Le das una vuelta por el aula magna, la capilla, la biblioteca y lo pones en mis manos frente al cuarto del director. Yo lo llevaré a almorzar y lo meteré en su tren. Es sencillo.
       El señor Fennick dijo meditativamente: “Algunas veces creo que eres una chica terrible, terrible. ¿No hay nada que no se te ocurra?”.
       —Creo —dijo Elisabeth— que si uno va a jugar su propio juego en un mundo como este, lo tiene que jugar adecuadamente. Claro —agregó— que si uno va a jugar un juego diferente, se mete a un convento o se rinde y le gusta. Pero yo solo tengo un juego que jugar.


4

      Todo anduvo sobre ruedas. Driver encontró a Elisabeth en la barrera: ella no lo identificó porque esperaba algo diferente. La inquietó algo acerca de él; no su vestimenta, ni el monóculo que nunca parecía usar… era algo más sutil que eso. Era casi como si la temiera, tan dispuesto estaba a acceder a sus planes. “No quiero causar ninguna molestia, querida, ninguna molestia. Sé lo ocupado que debe de estar el presidente”. Cuando ella le explicó que almorzarían juntos en el centro, hasta pareció aliviado. “Son sólo los ladrillos de este querido y viejo lugar”, dijo. “No le preste atención a mi sentimentalismo, querida”.
       —¿Estuvo en Oxford?
       —No, no. Me temo que los Driver hemos desatendido las cuestiones de la mente.
       —Bueno, ¿no necesita cerebro un soldado?
       Driver le dirigió una mirada penetrante y luego contestó en un tono de voz bastante diferente: “Así lo creíamos en los Lanceros”. Después caminó hacia el taxi al lado de ella, haciendo girar su monóculo, y permaneció callado todo el recorrido desde la estación, echándole discretas miraditas de soslayo, evaluando, aprobando.
       —Así que esto es San Ambrosio —dijo con recia voz justo enfrente a la caseta del portero y ella lo hizo pasar de prisa, a través del primer patio, hacia la casa del director, donde en el escalón de la puerta se encontraba el señor Fennick, con toga de bachiller sobre el brazo y en pose permanente, como pieza de una colección de estatuas de jardín—. Mi tío, el Presidente —dijo Elisabeth.
       —Chica encantadora, su sobrina —dijo Driver apenas estuvieron solos. En realidad solo había querido hacer plática, pero en cuanto habló, aquellas dos mentes torcidas empezaron a moverse en armonía.
       —Le encanta estar en casa —dijo el señor Fennick—. Nuestros famosos olmos —continuó, agitando la mano hacia el cielo—. Los grajos de San Ambrosio.
       —¿Cacos? —exclamó Driver.
       —Grajos. En los olmos. Uno de nuestros grandes poetas modernos escribió una composición sobre ellos. “Los olmos de San Ambrosio, oh, los olmos de San Ambrosio”, y sobre los “grajos de San Ambrosio graznando en viento y lluvia”.
       —Bonita. Muy bonita.
       —Bien redondeada, creo.
       —Me refería a su sobrina.
       —Ah, sí. Por aquí al aula magna. Por estos escalones. Por donde pasó tan seguido, ¿sabe?, Tom Brown.
       —¿Quién era Tom Brown?
       —El gran Tom Brown, uno de los hijos famosos del colegio de Rugby —agregó en forma pensativa—. Será una buena esposa… y madre.
       —Los muchachos empiezan a darse cuenta de que las chicas frívolas no son lo que quieren para toda la vida.
       Se detuvieron por consentimiento mutuo en el escalón de arriba: se olfatearon el uno al otro cual dos viejos tiburones ciegos que creen, cada uno por su lado, que lo que mueve el agua cerca de ellos es carne apetitosa.
       —Quienquiera que se la gane —dijo el señor Fennick— se puede sentir orgulloso. Será una buena anfitriona…
       —Yo y mi hijo —dijo Driver— hemos hablado seriamente sobre el matrimonio. Él tiene una opinión más bien chapada a la antigua. Será un buen marido…
       Entraron al aula magna y el señor Fennick guio en la ronda de los retratos: “Nuestro fundador”, dijo, señalando a una peluca regordeta. Lo escogió deliberadamente: sentía que tenía un dejo de sí mismo. Frente al retrato de Swinburne, dudó; después, el orgullo que sentía por San Ambrosio se impuso a la cautela. “El gran poeta Swinburne”, dijo. “Lo echamos”.
       —¿Lo expulsaron?
       —Sí, por inmoral.
       —Me alegra que sean estrictos en eso.
       —Ah, su hijo está en buenas manos en San Amb.
       —Me hace muy feliz —dijo Driver. Empezó a escudriñar el retrato de un teólogo del siglo XIX—. Buen manejo del pincel —dijo—. Ahora, hablemos de religión: yo creo en la religión. Es la base de la familia —dijo con un estallido de confianza—. ¿Sabe usted? Nuestros chicos deberían conocerse.
       El señor Fennick mostró una chispa de alegría: “Estoy de acuerdo”.
       —Si él pasa…
       —Oh, ciertamente pasará —dijo el señor Fennick.
       —Tendrá licencia en una o dos semanas. ¿Y si recibiera su título en persona?
       —Bueno, habrá dificultades.
       —¿No es la costumbre?
       —No para los estudiantes que se gradúan por correspondencia. Al vicerrector le gusta hacer una pequeña distinción… pero Lord Driver, en el caso de un alumno tan distinguido, podría sugerir que se me comisionara para entregarle el título a su hijo en Londres.
       —Me gustaría que conociera su colegio.
       —Y así lo hará en días más felices. El colegio tiene tantas partes cerradas ahora. Me gustaría que lo visitara por primera vez cuando su gloria quede restaurada. Permita que yo y mi sobrina los visitemos.
       —Vivimos muy modestamente.
       —¿Ningún problema financiero serio, espero?
       —Oh, no, no.
       —Me alegro tanto. Y ahora vamos a reunirnos con la querida chica.


5

      Siempre parecía más conveniente encontrarse en estaciones de ferrocarril. La coincidencia no alertó al señor Fennick, quien se había fortalecido para el viaje con una buena cantidad de cerveza amarga, pero sí sorprendió a Elisabeth. En fechas recientes el colegio no había estado cumpliendo con las expectativas, y eso se debía en parte a la indolencia del señor Fennick: por su conversación casi parecía a últimas fechas como si hubiera empezado a considerar al colegio como un escalón hacia algo más: qué, Elisabeth no conseguía desentrañarlo del todo. Se la pasaba hablando sobre Lord Driver y su hijo Frederick y sobre las responsabilidades de la nobleza. Sus tendencias republicanas habían caducado por completo. “Ese querido muchacho”, era como se refería a Frederick y le puso 100 en estudios clásicos. “Latín y griego no se dan con el genio militar a menudo”, dijo. “Un muchacho extraordinario”.
       —No es una lumbrera en economía —dijo Elisabeth.
       —No debemos exigir demasiada erudición de un soldado.
       En Paddington, Lord Driver les hizo señas ansiosamente a través de la multitud; llevaba un traje recién comprado: uno se estremece de pensar en cuántos cupones se había jugado para la ocasión. Un poco más atrás estaba un muchacho muy joven con boca hosca y una cicatriz en la mejilla. El señor Fennick se adelantó de prisa; traía un impermeable negro sobre los hombros como capa y, el sombrero en la mano, descubrió venerablemente su cabello blanco entre los maleteros.
       —Mi hijo, Frederick —dijo Lord Driver. Malhumorado, el muchacho se quitó el sombrero y se lo puso de nuevo en seguida: en el ejército se usaba el cabello muy corto.
       —San Ambrosio da la bienvenida a su nuevo titulado —dijo el señor Fennick.
       Frederick gruñó.
       La presentación del título se llevó a cabo en un cuarto privado en el hotel Mount Royal. Lord Driver explicó que su casa había sido bombardeada: por una bomba de tiempo, agregó, explicación algo necesaria puesto que en fechas recientes no había habido ataques aéreos. El señor Fennick estaba satisfecho si Lord Driver también lo estaba. Había traído una toga de bachiller, un birrete y una Biblia en su maleta, y realizó una pequeña ceremonia bastante imponente entre la mesa de libros, el sofá y el radiador, leyendo un discurso en latín y golpeteando a Frederick levemente en la cabeza con la Biblia. El título tenía una costosa impresión en dos colores, hecho por una firma anglo-católica. Elisabeth era allí la única persona intranquila. ¿Era posible, se preguntó, que el mundo pudiera en verdad incluir a dos crédulos como estos? ¿Qué significaba ese doloroso presentimiento que crecía en su interior, de que quizás contenía cuatro?
       Después de un pequeño y ligero almuerzo con cerveza oscura embotellada (“casi tan buena, si se me permite decirlo, como nuestra cerveza amarga”, dijo gozoso el señor Fennick) el presidente y Lord Driver realizaron complicadas jugadas para obligar a los dos jóvenes a que se juntaran. “Debemos discutir un negocito”, dijo el señor Fennick y Lord Driver insinuó: “No has ido al cine en un año, Frederick”. Los echaron fuera juntos, a una bombardeada y descuidada calle de Oxford, mientras que los viejos, alegres, tocaron el timbre para ordenar whisky.
       —¿Cuál es la idea? —dijo Elisabeth.
       Era bien parecido; a ella le gustaba su cicatriz y su malhumor; en sus ojos había casi demasiada inteligencia y decisión. En una ocasión se quitó el sombrero y se rascó la cabeza: Elisabeth notó de nuevo su cabello corto. Ciertamente no tenía tipo de militar. Y su traje, como el de su padre, parecía nuevo y comprado ya hecho. ¿No tendría qué ponerse cuando salió de licencia?
       —Supongo —dijo ella— que están planeando una boda.
       Los ojos de Frederick se iluminaron jubilosos: “No me importaría”, dijo.
       —Tendrías que pedirle licencia a tu comandante, ¿no?
       —¿Comandante? —preguntó sorprendido, titubeando un poco como un niño que ha sido descubierto al no estar preparado de antemano para la pregunta. Ella lo observó con cuidado, recordando todas las cosas que le parecieron extrañas desde el principio.
       —Así que no has ido al cine en un año, ¿eh? —dijo.
       —He estado de servicio.
       —¿Ni siquiera has ido a una función de ENSA [Entertainments National Service Association, la organización creada en 1939, encargada de entretener a la tropa con obras de teatro, música sinfónica, etc.]?
       —Oh, esas no cuentan.
       —Debe ser tan pavoroso como estar en prisión.
       Él forzó una débil sonrisa y caminó cada vez más rápido, de suerte que fácilmente se pensaría que ella lo había estado persiguiendo por las puertas de Hyde Park.
       —Confiésalo —dijo—, tu padre no es Lord Driver.
       —Oh sí, claro que lo es.
       —No más que mi tío es el presidente de un colegio.
       —¿Qué? —empezó a reírse: era una risa agradable, una risa en la que no se podía confiar, pero que hacía que uno se contagiara y estuviera de acuerdo en que en un mundo loco como este las cosas importaban un bledo—. Acabo de salir de Borstal —dijo—. ¿Y tú?
       —Oh, aún no he estado en prisión.
       Él dijo: “No me lo vas a creer, pero toda esa ceremonia… me parecía una farsa. Por supuesto que papá se la tragó”.
       —Y mi tío cayó contigo… Yo, no del todo.
       —Bueno, se cancela la boda. En cierta forma lo siento.
       —Todavía estoy libre.
       —Bueno —dijo él—, podríamos discutirlo —y ahí en la pálida luz del sol otoñal del parque lo discutieron, desde todos las ángulos. Había impostores mayores a todo su alrededor: funcionarios de los ministerios que pasaban cargando carteritas, supervisores de esto y aquello que iban en automóviles; y hombres con las largas caras en blanco de anuncios publicitarios, vestidos de caqui con tiras escarlata, que caminaban a zancadas, con propósito definido, hacia Park Lane desde el hotel Dorchester. Su fraude era pequeño en relación con las normas del mundo, e inofensivo: el muchacho de Borstal y la chica de ningún lugar en absoluto, del mostrador de telas y de la casa de vecindad—. Tiene cientos de libras escondidas, estoy seguro de eso —dijo Fred—. Llegaría a un arreglo si creyera que puede pescar a la sobrina del presidente.
       —No me sorprendería que mi tío tuviera quinientas. Las soltaría todas por el hijo de Lord Driver.
       —Nos haríamos cargo de este negocito del colegio. Con un poco de capital lo podríamos hacer funcionar realmente. Ahora es solo una insignificancia.
       Se enamoraron sin razón alguna, en el parque, en una banca para ahorrar dos peniques, planeando la estafa a los viejos estafadores a los que sabían podrían superar. Luego regresaron y Elisabeth hizo una declaración antes de pasar por completo por la puerta: “Frederick y yo deseamos casarnos”. Casi compadeció a los viejos tontos cuando sus rostros se iluminaron de súbito, en forma simultánea, porque todo había sido tan fácil, y cuando después se ensombrecieron con precaución al mirarse furtivamente: “Esto es muy inesperado”, dijo Lord Driver, y el presidente dijo: “Dios mío, los jóvenes trabajan rápido”.
       Durante toda la noche los dos viejos planearon sus acuerdos, y los dos jóvenes se sentaron contentos en un rincón, viéndolos esgrimir, con el conocimiento secreto de que el mundo siempre está abierto a los jóvenes.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar