Graham Greene
(Berkhamstead, Inglaterra, 1904 - Vevey, Suiza, 1991)
¡Ay del mísero Maling! (1940)
(“Alas, Poor Maling”)
19 [Nineteen] Stories
(Londres, Toronto: William Heinemann, 1947, 231 págs.), págs. 192-195.
¡Pobre inofensivo e ineficaz Maling! No es mi inten-ción que se rían de Maling y de su borborigmia, como se sonreían los médicos cuando los consultaba, como deben haber sonreído incluso después del triste clímax del 3 de septiembre de 1940, cuando su borborigmia pospuso durante veinticuatro fatales horas la fusión de las compañías impresoras Simcox y Hythe Newsprint. Los intereses de Simcox siempre le habían sido más preciosos a Maling que la vida misma. Hombre de gran iniciativa, concienzudo, feliz con su trabajo, no ambicionaba mayor puesto que el de secretario, y aquellas veinticuatro horas —por razones que sería poco prudente explicar aquí, pues implican recovecos de las leyes hacendarias inglesas— resultaron fatales para la existencia de la compañía. Después de aquel día se esfumó por completo, y siempre he de creer que huyó de puntitas a alguna imprenta provinciana para morir de desolación. ¡Ay del mísero Maling!
Fueron los doctores quienes le dieron el nombre de borborigmia a su dolencia; en Inglaterra generalmente la llamamos “gruñidos de tripas”. Creo que se trata de una especie inofensiva de indigestión, pero en el caso de Maling tomaba una forma bien peculiar. Su estómago —Maling se quejaba mirando amargamente hacia abajo a través de sus gafas de lectura semicirculares— tenía “oído”: solía captar notas de manera extraordinaria y reproducirlas después de las comidas. Nunca olvidaré una bochornosa reunión en el hotel Picadilly, en honor de un grupo de impresores de provincia. Fue el año anterior a la guerra y Maling había estado yendo a los conciertos sinfónicos en Queen’s Hall (nunca volvió). A lo lejos, una orquesta de baile había estado tocando The Lambeth Walk (qué aburrida resultaba en 1938 con su bonhomía falsa y mamarracha y sus “ois”). De pronto, en el bendito silencio entre pieza y pieza, mientras los invitados se relajaban en sus asientos luego de unos bizcochos desastrosos, surgieron —débiles como si vinieran de un lugar distante del hotel, tristes y plañideros— los primeros compases de un concierto de Brahms. Un impresor escocés que tenía oído para la buena música exclamó con gozosa circunspección: “Por Dios que el tipo sabe tocar”. Entonces la música cesó abruptamente y un extraño sentimiento de sospecha me hizo fijarme en Maling. Estaba tan rojo como un betabel. Nadie se percató, ya que la orquesta, para disgusto del escocés, comenzó a tocar de nuevo, esta vez Boomps-a-Daisy, y creo haber sido el único que detectó un curioso y desfallecido eco de The Lambeth Walk, que aparentemente provenía de la silla donde Maling estaba sentado.
Ya eran pasadas las diez, tras de que los invitados se habían amontonado en taxis con dirección a Euston, cuando Maling me contó de su estómago. “Es completamente impredecible”, dijo, “como un perico. Parece que se aprende cosas al azar”. Y añadió con voz de sollozo: “Ya no puedo disfrutar de la comida. Nunca sé qué va a pasar después. Lo de hoy no ha sido lo peor. A veces es de lo más sonoro”. Hizo una pausa de infeliz reflexión. “Cuando era niño me gustaban las bandas militares alemanas…”.
—¿No has visto a un médico?
—No entienden. Dicen que es sólo una indigestión, nada de que preocuparse. ¡Nada de que preocuparse! Pero claro, cuando voy al médico siempre se está quieto y callado —me di cuenta de que hablaba de su estómago como si se tratara de un animal detestable. Miró con pesadumbre sus nudillos y dijo—: Ahora tengo miedo de cualquier ruido nuevo. Nunca sé. Algunos ni los percibe, pero otros parecen… bueno, parecen fascinarlo. A la primera oída. El año pasado, cuando levantaron Picadilly, fueron los martillos mecánicos: se ponía a repetirlos después de la cena.
Le dije, un tanto estúpidamente: “Supongo que ya habrás tomado las sales de costumbre”, y recuerdo —fue la última vez que lo vi— su expresión de desconsuelo, como si hubiera renunciado a toda expectativa de comprensión por parte de las demás almas vivientes.
Fue la última vez que lo vi porque la guerra me lanzó del negocio de las publicaciones hacia todo tipo de empleos dispares, y solo de segunda mano conocí el relato de la extraña junta de consejo que le rompió el corazón al mísero Maling.
Lo que los periódicos llamaban la blitz-and-pieces-krieg, los bombardeos alemanes contra la Gran Bretaña, llevaba aproximadamente una semana de haber empezado. En Londres apenas nos estábamos acostumbrando a las alarmas de ataque aéreo a razón de cinco o seis por día, pero el 3 de septiembre, primer aniversario de la guerra, había sido hasta ese momento relativamente pacífico. El sentimiento general, no obstante, era que a Hitler podía ocurrírsele celebrar el aniversario con un ataque en grande. Por tanto, la atmósfera en que se realizó la reunión directiva conjunta de Simcox y Hythe fue ciertamente tensa.
Se llevó a cabo en la tradicional salita desaliñada que está arriba de las oficinas de Simcox, en Fetter Lane: la mesa redonda que data de los tiempos del primer Joshua Simcox, el grabado en metal de una imprenta fechado en 1875 y una biblia insulsa que siempre había sido el único libro en el gran librero de vidrio, excepto por un volumen sobre tipografía. El viejo Joshua Simcox presidía la reunión; ya se pueden imaginar su cabello blanco como la nieve y sus facciones pálidas y porcinas de protestante disidente. Wesby Hythe estaba allí, y media docena de otros directores, de cara angosta y recelosa, vestidos elegantemente de traje negro. Todos parecían un tanto ansiosos. Si es que querían evadir las nuevas leyes de impuestos sobre la renta, tenían que apresurarse. En cuanto a Maling, estaba agazapado sobre su libreta, en inquieta disposición de asesorar a quien fuera sobre lo que fuera.
Hubo una interrupción durante la lectura de las minutas. Wesby Hythe, que era inválido, se quejó de que una máquina de escribir en el cuarto contiguo le estaba poniendo los nervios de punta. Maling se sonrojó y salió. Supongo que debe haberse tragado una tableta porque la máquina dejó de escribir. Hythe estaba impaciente. “De prisa”, dijo, “de prisa. No tenemos toda la noche”. Pero una noche era precisamente lo que les quedaba.
Después de la lectura de las minutas, Sir Joshua comenzó a explicar farragosamente, en un acento de Yorkshire, que sus motivos eran por completo patrióticos; no tenían la menor intención de evadir impuestos, tan solo deseaban contribuir a los esfuerzos de la guerra, al desarrollo, a la economía… Dijo: “A esta cena todos hemos sido…” y en ese momento empezaron a sonar las sirenas de alarma aérea. Como expliqué, se esperaba un ataque masivo, no era hora de perder el tiempo, pues un muerto no puede evadir impuestos. Los directores recogieron sus papeles y se lanzaron hacia el sótano.
Todos excepto Maling. Esto es, Maling sabía la verdad. Creo que debe haber sido la alusión a la cena lo que despertó de su sueño al animal. Por supuesto que debería haber confesado, pero piensen por un instante: ¿ustedes habrían tenido el valor, después de ver a aquellos viejos caballeros de chaleco y guante salir despavoridos hacia la salvación con tan inaudita carencia de dignidad? Yo sé que habría hecho exactamente lo que Maling hizo, habría seguido a Sir Joshua hasta el sótano con la desesperada esperanza de que por una vez el estómago haría lo debido y se corregiría. Pero no fue así. Las mesas directivas conjuntas de Simcox y Hythe permanecieron en el sótano durante doce horas, y Maling se quedó con ellos, sin decir palabra. Verán, por alguna inexplicable cuestión de gusto, el estómago del mísero Maling había captado el tono de la alarma con gran fidelidad, pero por alguna razón nunca se había aprendido el de “todo en orden”.
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