Graham Greene
(Berkhamstead, Inglaterra, 1904 - Vevey, Suiza, 1991)


Un día ganado (1935)
(“A Day Saved”)
The Basement Room and Other Stories
(Londres: Cresset Press, 1935, 164 págs.), págs. 157-164.



      Me le pegué de cerca cual una sombra, como diría la gente. Aunque eso es absurdo. No soy una sombra. Puedes sentirme, tocarme, oírme, olerme. Soy Robinson. Pero me había sentado en la mesa de junto; lo había seguido veinte metros detrás por cada calle; cuando subía escaleras lo esperaba abajo, y cuando bajaba salía antes que él y lo aguardaba en la primera esquina. En tal sentido, era yo realmente como una sombra, a veces enfrente y a veces detrás de él.
       ¿Quién era él? Nunca supe su nombre. Era bajo y de apariencia ordinaria y llevaba un paraguas; su sombrero era un bombín, y usaba guantes cafés. Pero su importancia para mí estribaba en que llevaba algo que yo deseaba intensa y desesperadamente. Lo llevaba bajo la ropa, acaso en un saquito, en una bolsa, tal vez colgando sobre su piel. ¿Cómo saber cuán astuto puede mostrarse el más ordinario de los hombres? Los cirujanos pueden hacer incisiones agudas. Es posible que lo haya llevado más próximo al corazón que a la superficie de su piel.
       ¿Qué era aquello? Nunca lo supe. Solo puedo suponerlo, como podría suponer su nombre y llamarlo Jones o Douglas, Wales, Canby, Fotheringay. En cierta ocasión, en un restaurante, dije Fotheringay, dirigiéndome suavemente a mi sopa, y me pareció que él alzaba la vista y miraba a su alrededor. No lo sé. He ahí el horror del que no puedo escapar: no saber nada, su nombre, lo que llevaba consigo, por qué lo deseaba yo tanto, por qué lo seguía.
       A la larga llegamos a un puente ferroviario bajo el cual se encontró con un amigo. Una vez más, estoy usando las palabras de un modo muy inexacto. Ténganme paciencia. Trato de ser exacto. Ruego por ser exacto. Todo lo que deseo en el mundo es saber. Así que cuando digo que se encontró con un amigo, en realidad no sé si era un amigo, solo sé que era alguien a quien saludó con aparente afecto. El amigo le dijo: “¿Cuándo te vas?”. Él respondió: “Salgo a las dos de Dover”. Estén seguros de que palpé mi bolsillo para asegurarme de que el boleto estaba ahí.
       Su amigo dijo entonces: “Si vuelas te ahorrarás un día”.
       Él asintió con la cabeza. Sacrificaría el boleto, ganaría un día.
       Pero les pregunto: ¿Qué le importa a él o a ustedes un día ahorrado? ¿Un día que se salva de qué?, ¿para qué? En vez de pasar el día viajando, encontrará uno a su amigo un día antes, pero no puede uno quedarse indefinidamente. Habrá que regresar veinticuatro horas antes, eso es todo. Para ¿volar otra vez de regreso y ahorrar un día? ¿Un día que se salva de qué? ¿Para qué? Habrá que volver al trabajo un día antes, pero no se puede trabajar indefinidamente. Solo significa que usted cesará de trabajar un día antes. Y entonces ¿qué? No se puede morir un día antes. Quizás descubrirá entonces qué precipitado fue en ahorrarse un día, al descubrir que no se puede escapar de las 24 horas que uno ha conservado tan cuidadosamente. Puede uno echarlas más y más allá pero deberán ser empleadas en un momento u otro, y entonces tal vez uno quisiera haberlas empleado tan inocentemente como en el tren de Ostende.
       Pero esto nunca se le ocurrió. Dijo: “Es verdad. Me ahorraría un día. Voy a volar”. Casi le hablé entonces. Qué egoísmo de hombre.
       Pues aquel día que él pensó estarse ahorrando podría ser su desdicha en años venideros, pero era la mía en ese momento. ¿No había estado yo anticipando la larga jornada en el mismo compartimento ferroviario? Era invierno y el tren hubiera ido casi vacío; con un poco de suerte nos hubiéramos encontrado solos. Lo había planeado todo. Le iba a hablar. Como no sabía nada sobre él, iba a empezar del modo usual preguntándole si no le importaba que abriese un poco la ventanilla o que la cerrase ligeramente. Eso le hubiera mostrado que hablábamos el mismo idioma y él hubiera estado sin duda muy dispuesto a conversar, por sentirse en un país extranjero; hubiera estado agradecido por cualquier ayuda que yo hubiese podido darle, traduciendo esta o aquella palabra.
       Por supuesto, nunca pensé que la conversación habría sido suficiente. Hubiese aprendido mucho de él, pero imaginé que habría tenido que matarlo antes de saberlo todo. Lo habría matado, pensé, durante la noche, entre las dos estaciones más distantes entre sí, luego de que los agentes aduanales hubieran examinado nuestros equipajes, y nuestros pasaportes hubieran sido sellados en la frontera, tras haber cerrado las persianas y apagado la luz. Había incluso planeado cómo disponer de su cuerpo, su bombín, el paraguas y los guantes cafés, pero solo en caso necesario, solo si él no hubiera entregado de otro modo lo que yo quería. Soy una criatura apacible, difícil de irritar.
       Pero ahora él había elegido viajar en aeroplano y no había nada que yo pudiera hacer. Lo seguí, por supuesto, tomé el asiento posterior al suyo, observé su inquietud ante este su primer vuelo; cómo evitó durante un largo rato ver hacia el mar, allá abajo; cómo mantuvo el bombín sobre las rodillas; el ruido gutural que exhaló cuando un ala gris se elevó como el aspa de un molino hacia el cielo y las casas aparecieron al sesgo. Hubo momentos, me parece, en que se arrepintió de haber ganado un día. Bajamos juntos del aeroplano y él tuvo un pequeño problema en la aduana. Le asistí traduciendo. Me miró con curiosidad y dijo “Gracias”. Él era —una vez más doy a entender que lo sé cuando todo lo que quiero decir es que lo suponía por sus maneras y su conversación— estúpido y de naturaleza bondadosa, pero creo que por un momento sospechó de mí, creyó haberme visto en algún lado, en el metro o en autobús, en los baños públicos, bajo el puente del ferrocarril, en tantas escaleras. Le pregunté la hora. Dijo: “Aquí hay que atrasar nuestros relojes una hora” y su rostro brilló con el placer absurdo de haber ganado una hora además de todo un día.
       Tomé una copa con él, varias copas con él. Estaba absurdamente agradecido por mi ayuda. Bebí cerveza con él en un sitio, ginebra en otro, y en un tercero insistió en que compartiéramos una botella de vino. Nos hicimos momentáneamente amigos. Sentí más cordialidad hacia él que la sentida por cualquier otro hombre que haya conocido, pues, como el amor entre un hombre y una mujer, mi afecto era en parte curiosidad. Le dije que yo era Robinson; él iba a darme una tarjeta, pero mientras la buscaba tomó otra copa de vino y se olvidó. Ambos estábamos un poco borrachos. En cierto momento empecé a llamarle Fotheringay. Nunca me contradijo y este pudo haber sido su nombre, pero creo recordar haberle llamado también Douglas, Wales y Canby sin haber sido corregido. Era muy generoso y encontré fácil hablar con él; los estúpidos son con frecuencia compañía amena. Le dije que estaba desesperado y me ofreció dinero. No podía entender lo que yo quería. Dije: “Ha ahorrado usted un día. Bien puede permitirse ahora acompañarme a un lugar que conozco”. Respondió: “Debo tomar un tren esta noche”. Me dijo el nombre del lugar, y no se sorprendió cuando le dije que yo iría también.
       Bebimos juntos toda aquella noche y nos dirijimos juntos a la estación. Yo planeaba matarlo en caso necesario. Pensé con sincera amistad que quizá podría salvarlo de haberse ahorrado un día. Pero se trataba de un pequeño tren de cercanías; se arrastraba de estación en estación, y en cada una de ellas había gente que subía y gente que bajaba. Insistió en viajar por tercera clase y el vagón nunca estuvo vacío. No hablaba una sola palabra del idioma y simplemente se acurrucó a dormir; fui yo quien permaneció despierto y tuve que escuchar el cansino y molesto chismorreo a nuestro alrededor. Un funcionario hablando de su amante, una campesina del mercado semanal, un soldado de la Iglesia, y un hombre que, me parece, era un sastre de adulterios, larvas de escarabajo y la cosecha de hacía tres años.
       Eran las dos de la mañana cuando llegamos al fin de nuestro viaje. Caminé con él hasta la casa donde vivían sus amigos. Estaba muy cerca de la estación y yo no tuve tiempo de planear nada o ejecutar ningún plan. La verja estaba abierta y él me invitó a pasar. Dije que no. Iría al hotel. Dijo que sus amigos estarían encantados de alojarme el resto de la noche, pero no acepté. Había luz en una habitación de la planta baja y las cortinas no estaban corridas. Un hombre dormía en un sillón junto a un gran calentador y había vasos en una bandeja, una licorera con whisky, dos botellas de cerveza y una larga y esbelta botella de vino del Rin. Yo retrocedí, él se introdujo ahí y casi de inmediato el cuarto se llenó de gente. Vi en ojos y gestos que le daban la bienvenida. Había una mujer en bata, y una niña sentada con la barbilla apoyada en las rodillas, y tres hombres, dos de ellos viejos. No corrieron las cortinas, aunque él debe haber adivinado que yo estaba observándolo. En el jardín hacía frío; los macizos de invierno estaban cubiertos de maleza. Puse mi mano en algún arbusto espinoso. Era como si de propósito mostraran su unidad, su solidaridad. Mi amigo —lo llamo mi amigo, aunque no era en realidad sino un conocido y fue mi amigo tan solo durante el rato en que estuvimos borrachos— se sentó en el centro de ellos, y pude ver en el movimiento de sus labios que les contaba cosas que nunca me dijo. En cierto momento creí leer en su boca las palabras “me ahorré un día”. Parecía estúpido y bondadoso y feliz. No pude resistir la escena por mucho tiempo: Era una impertinencia exhibirse así ante mí. Nunca he dejado de rogar, desde entonces, que aquel día ahorrado tarde y tarde en venir hasta que él sufra todos sus ochenta y seis mil cuatrocientos segundos cuando esté más desesperadamente necesitado, cuando siga a alguien como lo seguí yo a él, de cerca cual una sombra, como diría la gente, y tenga entonces que detenerse, como yo me detuve, para ganar confianza: puedes olerme, tocarme, oírme, no soy una sombra: soy Fotheringay, Wales, Canby, soy Robinson.



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