Graham Greene
(Berkhamstead, Inglaterra, 1904 - Vevey, Suiza, 1991)
La segunda muerte (1929)
(“Second Death”)
19 [Nineteen] Stories
(Londres, Toronto: William Heinemann, 1947, 231 págs.), págs. 147-152.
Me encontró al anochecer bajo los árboles que crecían en las afueras del pueblo. Nunca me había caído bien, y me hubiera escondido si la hubiera visto venir. Estoy seguro de que ella era la culpable de los vicios de su hijo. Si es que eran vicios; lejos estoy de admitir que lo eran. Por lo menos era generoso, nunca avaro, como otros del pueblo que podría nombrar si quisiera.
Estaba absorto en la contemplación de una hoja, de otro modo nunca me hubiera encontrado. Colgaba de la rama con el tallo roto por el viento o bien por una piedra lanzada por alguno de los niños del pueblo. Solo la piel verde y resistente del tallo la mantenía suspendida. Yo observaba con atención, porque una oruga se estaba arrastrando por la superficie, haciendo que la hoja se balanceara de un lado a otro. La oruga se dirigía hacia la rama, y me preguntaba si lograría alcanzarla a salvo o si la hoja se caería al agua junto con ella. Había un estanque debajo de los árboles, y el agua siempre parecía roja, por la arcilla espesa de la tierra.
Nunca supe si la oruga alcanzó la rama porque, como ya dije, la infeliz mujer me encontró. Lo primero que supe de su llegada fue su voz justo atrás de mi oreja.
—Lo he estado buscando en todas las tabernas —dijo con su vieja voz chillona. Era típico de ella decir “todas las tabernas”, cuando en el lugar solo había dos. Siempre quería que le reconocieran el trabajo que en realidad no se había tomado.
Estaba irritado y no pude dejar de hablar con cierta aspereza: “Se podía haber ahorrado el trabajo”, le dije, “debería saber que no estaría en la taberna en una noche tan hermosa como esta”.
La vieja bruja se volvió muy humilde. Siempre era suave cuando quería algo. “Es para mi pobre hijo”, dijo. Eso quería decir que estaba enfermo. Cuando estaba bien nunca la oí decir nada mejor que “ese maldito muchacho”. Lo obligaba a estar en casa antes de la medianoche todos los días de la semana, como si un hombre se pudiera meter en algún lío serio en un pueblito como el nuestro. Claro que pronto encontramos la manera de engañarla, pero lo que yo objetaba era la razón de todo aquello: un hombre adulto, mayor de treinta años, recibiendo órdenes de su madre, solo porque ella no tenía un marido a quien controlar. Pero cuando estaba enfermo, aunque solo fuera un catarrito, era “mi pobre hijo”.
—Se está muriendo —dijo—, y Dios sabe qué voy a hacer sin él.
—Bueno, no veo en qué la puedo ayudar —dije. Estaba enojado, porque se había estado muriendo una vez y ella había hecho todo menos enterrarlo. Me imaginaba que ahora era el mismo tipo de muerte, el tipo del que uno se recupera. Lo había visto por ahí la semana anterior, subiendo la colina para ir a ver a la chica de los grandes senos de la granja. Lo había observado junto a una gran caja cuadrada en un campo. Era el granero donde solían encontrarse. Tengo muy buena vista, y me divierte probar hasta dónde alcanza, y con cuánta nitidez. Me lo volví a encontrar algo después de la medianoche y lo ayudé a entrar en la casa sin que se enterara su madre, y entonces estaba bien, solo un poco soñoliento y cansado.
La vieja bruja volvía a la carga. “Ha estado preguntando por usted”, chilló.
—Si está tan enfermo como dice —le contesté—, valdría más que preguntara por un médico.
—El doctor está ahí, pero no puede hacer nada —admito que eso me sobresaltó un momento, hasta que pensé: “El viejo bribón se está haciendo el enfermo. Tiene algún plan”. Era lo bastante listo para tomarle el pelo a un médico. Lo había visto tener un ataque que hubiera engañado a Moisés.
—Por el amor de Dios venga —dijo—, parece asustado —su voz se quebró de verdad porque supongo que, a su manera, lo quería. No podía dejar de sentir algo de lástima por ella, porque sabía que a él nunca le había importado un bledo y nunca se había tomado la molestia de ocultarlo.
Dejé los árboles y el estanque rojo y la oruga en su empeño, pues sabía que nunca me dejaría en paz, ahora que su “pobre muchacho” me estaba llamando. Y sin embargo una semana antes no había nada que no hubiera hecho para mantenernos separados. Me creía responsable por su manera de ser, como si algún mortal hubiera sido capaz de impedirle acercarse a una mujer cuando se le había despertado el apetito.
Creo que debe haber sido la primera vez que entraba a su casa por la puerta de enfrente, desde que llegué a la aldea diez años atrás. Eché una mirada divertida a su ventana. Me pareció ver en el muro las marcas de la escalera que habíamos usado la semana anterior. Nos había costado algo de trabajo enderezarla, pero su madre dormía profundamente. Había bajado la escalera desde el granero, y cuando estuvo adentro me la volví a subir. Pero nunca se podía creer en su palabra. Le mentiría a su mejor amigo, y cuando llegué al granero me encontré con que la chica ya se había ido. Si no te podía sobornar con el dinero de su madre, te sobornaba con las promesas de otros.
Empecé a sentirme incómodo apenas pasé la puerta. Era natural que la casa estuviera en silencio, pues esos dos nunca tenían amigos que se quedaran a dormir, aunque la vieja tenía una cuñada que vivía a sólo unas millas de ahí. Pero no me gustó el sonido de los pies del médico cuando bajó a nuestro encuentro. Había fijado la cara en una expresión de piadosa solemnidad para nosotros, como si hubiera algo de sagrado en la muerte, hasta en la muerte de mi amigo.
—Está consciente —dijo—, pero se nos va. No puedo hacer nada. Si quiere que muera en paz, más vale que deje subir a su amigo. Está asustado por algo.
El médico tenía razón. Lo pude ver en cuanto me incliné para pasar bajo el dintel y entré en el cuarto de mi amigo. Estaba apoyado en una almohada, con los ojos fijos en la puerta, esperando a que yo llegara. Brillaban mucho y tenían expresión de miedo, y el pelo le caía sobre la frente en franjas pegajosas. Nunca antes me había dado cuenta de lo feo que era. Tenía una mirada furtiva que le salía por el rabillo del ojo, pero cuando estaba en buena salud había una chispa que hacía olvidar la malicia. Había algo de agradable y descarado en esa chispa, como si dijera: “Sé que soy furtivo y feo. ¿Pero qué importa? Tengo agallas”. Era esa chispa, me parece, lo que algunas mujeres encontraban atractivo y estimulante. Ahora que ya no estaba, parecía un pillo y nada más.
Pensé que era mi deber alegrarlo, así que hice una bromita sobre el hecho de que estaba solo en la cama. No pareció hacerle gracia, y empezaba yo a temer que él también estaba viendo su muerte de una manera religiosa, cuando me dijo que me sentara, de manera bastante brusca.
—Me estoy muriendo —dijo, hablando muy de prisa—, y quiero preguntarte algo. Ese médico no sirve; creería que estoy delirando. Tengo miedo, viejo. Quiero que me tranquilicen —luego, después de una larga pausa—, alguien con sentido común —resbaló un poco hacia abajo en la cama.
—Sólo he estado gravemente enfermo una vez antes —dijo—. Eso fue antes de que te instalaras aquí. Era poco más que un niño. Me dicen que hasta se suponía que había muerto. Me estaban llevando a enterrar, cuando un médico los detuvo justo a tiempo.
Había oído muchos casos como ese, y no veía por qué razón me lo quería contar. Y luego creí que entendía a qué iba. Su madre no se había mostrado demasiado ansiosa esa otra vez por asegurarse de que estuviera realmente muerto, aunque no dudaba de que hubiera hecho toda una exhibición de dolor: “Mi pobre muchacho. No sé qué voy a hacer sin él”. Y estoy seguro de que se lo creía entonces, como se lo creía ahora. No era una asesina. Solo tenía tendencia a ser prematura.
—Mira, viejo —le dije, y lo alcé un poco en su almohada—. No tienes por qué asustarte. No te vas a morir, y de todos modos haría que el médico te cortara una vena o algo así antes de que te movieran. Pero todas esas son cosas morbosas. Apuesto mi camisa a que tienes muchos años por delante. Y muchas chicas más —añadí, para hacerlo sonreír.
—¿No puedes olvidar todo esto? —dijo, y entonces supe que se había vuelto religioso—. Si viviera —dijo—, no volvería a tocar a una chica. No, ni una sola.
Traté de no sonreír ante eso, pero no era fácil conservar una cara seria. Siempre hay algo de chistoso en la moral de un hombre enfermo. “De todos modos”, le dije, “no tienes por qué asustarte”.
—No es eso —dijo—. Cuando volví en mí esa otra vez, viejo, creí que había estado muerto. No era para nada como estar dormido. O descansar en paz. Había alguien ahí a mi alrededor, que lo sabía todo. Todas las chicas que había tenido. Hasta esa jovencita que no había entendido. Fue antes de tu época. Vivía una milla camino abajo, donde ahora vive Rachel, pero después ella y su familia se fueron. Hasta el dinero que le tomé a mamá. Yo no llamo a eso robar. Queda en familia. Nunca tuve oportunidad de explicar. Hasta los pensamientos que había tenido. Uno no puede remediar sus pensamientos.
—Una pesadilla —dije.
—Sí, debe haber sido un sueño, ¿verdad? El tipo de sueño que suele tener la gente cuando está enferma. Y también vi lo que me esperaba. No soporto que me hagan daño. No era justo. Y quería desmayarme y no podía, porque estaba muerto.
—En el sueño —le dije. Su miedo me ponía nervioso—. En el sueño —repetí.
—Sí, debe haber sido un sueño, ¿verdad?, porque desperté. Lo curioso es que me sentía muy bien y con fuerzas. Me levanté y me paré en el camino, y un poco más abajo, levantando una polvareda con los pies, había una pequeña multitud, que se iba con un hombre, el médico que no los había dejado enterrarme.
—¿Y? —dije.
—Viejo —dijo— supón que fuera cierto. Supón que haya estado muerto. Lo creí entonces, sabes, y mi madre también. Pero no se puede confiar en ella. Caminé derechito un par de años. Pensé que podía ser una especie de segunda oportunidad. Luego las cosas se confundieron y de algún modo… No parecía realmente posible. No es posible. Claro que no es posible. Sabes que no lo es, ¿verdad?
—Pues no —dije—. Hoy en día no ocurren milagros de ese tipo. Y de todos modos, no es probable que te ocurran a ti, ¿no crees? Y aquí, de todos los lugares posibles bajo el sol.
—Sería tan espantoso —dijo— si hubiera sido cierto, y tuviera que pasar otra vez por todo eso. No sabes las cosas que me iban a pasar en ese sueño. Y serían peores ahora —se calló y entonces, después de un momento, agregó como si estuviera afirmando un hecho seguro—. Cuando uno está muerto ya no hay inconsciencia nunca más, para siempre.
—Claro que fue un sueño —dije, y le apreté la mano. Me estaba asustando con sus imaginaciones. Ojalá se muriera pronto, para que pudiera alejarme de sus ojos furtivos, aterrados e inyectados de sangre y pudiera ver algo alegre y divertido, como la Rachel que había mencionado, que vivía una milla camino abajo.
—Mira —dije—, si hubiera habido por ahí un hombre que hacía milagros como ese, habríamos oído hablar de otros, de eso puedes estar seguro. Aún metidos en este lugar tan alejado de la mano de Dios.
—Hubo algunos otros —dijo—. Pero las historias solo circularon entre los pobres, y ellos creen cualquier cosa, ¿no? Hubo montones de enfermos e inválidos a los que dijeron que había curado. Y había un hombre, que había nacido ciego, y llegó y solo le tocó los párpados y le vino la vista. Todos esos eran cuentos de viejas, ¿verdad? —me preguntó, tartamudeando de miedo, y luego de pronto se quedó quieto y hecho un ovillo en un lado de la cama.
Empecé a decir “Claro, todas eran mentiras”, pero me detuve, porque no hacía falta. Todo lo que podía hacer era bajar y decirle a su madre que subiera a cerrarle los ojos. Yo no los hubiera tocado por todo el dinero del mundo. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ese día, hacía siglos y siglos, en que sentí un contacto frío como un salivazo en los párpados y al abrir los ojos había visto a un hombre como un árbol rodeado de otros árboles que se alejaban caminando.
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