H. G. Wells
(Bromley, Kent, 1866 — Londres, 1946)


El dios de las dinamos (1894)
(“The Lord of the Dynamos”)
Originalmente publicado en Pall Mall Budget (6 de septiembre de 1894);
The Stolen Bacillus and Other Incidents
(Londres: Methuen & Co., 1895, 275 págs.);
The Country of the Blind and Other Stories
(Londres: Thomas Nelson and Sons, 1911, 574 págs.)



      El encargado jefe de las tres dinamos que zumbaban y rechinaban en Camberwell para mantener en marcha el ferrocarril eléctrico procedía del condado de York, y se llamaba James Holroyd. Era un electricista práctico, pero aficionado al whisky, un bruto pelirrojo y pesado con una dentadura irregular. Dudaba de la existencia de Dios, pero aceptaba el ciclo de Carnot y había leído a Shakespeare, encontrándolo flojo en química. Su ayudante procedía del misterioso Este y se llamaba Azuma-zi. Pero Holroyd le llamaba Pooh-bah. A Holroyd le gustaban los ayudantes negros porque soportaban las patadas —una costumbre de Holroyd—, y no fisgaban en la maquinaria ni trataban de aprender su funcionamiento. Holroyd nunca fue plenamente consciente de algunas raras potencialidades de la mente negra al entrar en contacto con la quintaesencia de nuestra civilización, aunque justo al final de su vida alcanzara a atisbarlas.
       Describir a Azuma-zi sobrepasaba cualquier etnología. Era, quizá, más negroide que otra cosa, aunque tenía el pelo rizado más que apelmazado, y su nariz disponía de caballete. Además tenía la piel más morena que negra y el blanco de sus ojos era de color amarillo. Los anchos pómulos y el estrecho mentón daban a su rostro la forma de una V viperina. También tenía la cabeza ancha en la parte posterior y baja y angosta en la frente, como si le hubieran embutido el cerebro a la inversa que a un europeo. Bajo de estatura, su inglés era todavía más reducido que su altura. Al hablar producía numerosos ruidos extraños sin valor comercial conocido, y sus escasas palabras estaban esculpidas y vaciadas en grotescos gestos heráldicos. Holroyd intentó aclarar sus creencias religiosas y, especialmente después del whisky, le sermoneaba contra la superstición y los misioneros. Azuma-zi, sin embargo, evadía la discusión sobre sus dioses aunque por ello recibiera buenos puntapiés.
       Azuma-zi, vestido con blanca pero insuficiente indumentaria, había venido a Londres en la bodega del Lord Clive procedente de los Estrechos y aun de más allá. Ya en su juventud había oído hablar de la grandeza y las riquezas de Londres, donde todas las mujeres son blancas y rubias, y hasta los mendigos callejeros son blancos. Así que había llegado, con unas monedas de oro recién ganadas en los bolsillos, para adorar en el santuario de la civilización. El día de su llegada era sombrío: el cielo estaba cubierto y una llovizna movida por el viento se filtraba hasta las calles grasientas, pero él se sumergió temerariamente en los deleites de Shadwell. Civilizado sólo en el vestido, con la salud destrozada, sin dinero y prácticamente una bestia si exceptuamos lo más elemental, pronto se vio obligado a trabajar para James Holroyd y a soportar sus malos tratos en el cobertizo de las dinamos de Camberwell. Y para James Holroyd los malos tratos eran una muestra de cariño.
       En Camberwell había tres dinamos con sus motores. Las dos que estaban desde el principio eran máquinas pequeñas. La mayor era nueva. Las máquinas pequeñas hacían un ruido razonable, sus correas zumbaban sobre los tambores, de vez en cuando las escobillas ronroneaban sordamente y el aire rugía constante entre los polos, uhuu, uhuu, uhuu. Una tenía las sujeciones sueltas y hacía vibrar el cobertizo. Pero la dinamo grande ahogaba todos estos pequeños ruidos con el continuo zumbido de su cilindro de hierro que, de alguna manera, hacía zumbar parte de la estructura metálica. El lugar hacía tambalear las cabezas de los visitantes con el sordo, monótono y constante latido de las máquinas, la rotación de las grandes ruedas, los giros de la válvula de bola, las ocasionales expulsiones del vapor, y, sobre todo, la nota profunda, incesante, como de rompeolas, de la gran dinamo. Este último ruido era un defecto desde el punto de vista de la ingeniería, pero Azuma-zi lo atribuía al poder y orgullo del monstruo.
       Si fuera posible, haríamos que el lector estuviera escuchando los ruidos de ese cobertizo en cada una de estas páginas, contaríamos toda nuestra historia al compás de semejante acompañamiento. Era como una corriente constante de estrépito en la que el oído distinguía primero un ruido y después otro; se podía oír el intermitente resoplar, jadear y bullir de las máquinas de vapor, la succión y el golpe seco de los pistones, el sordo zumbido del aire entre los radios de las grandes ruedas motrices, el restallar de las correas de cuero al tensarse y aflojarse, el irritante bullicio de las dinamos, y, sobre todos los demás, inaudible a veces, como si el oído se cansara de ella para volver de nuevo furtivamente a los sentidos, estaba la nota de trombón de la gran máquina. Al pisar, el suelo nunca parecía firme y seguro, sino que temblaba y trepidaba. El lugar desorientaba y aturdía lo suficiente como para reducir los pensamientos de cualquiera a extraños zigzags. Y en los tres meses que duraba la gran huelga de los mecánicos ni Holroyd, que era un esquirol, ni Azuma-zi, que era un simple negro, habían salido de aquel agitado remolino, sino que dormían y comían en la pequeña garita de madera situada entre el cobertizo y los portones de entrada.
       Holroyd hizo una disertación teológica sobre la gran máquina poco después de llegar Azuma-zi. Tenía que gritar para hacerse oír: —Mira eso —decía Holroyd—. ¿Dónde está tu ídolo pagano que pueda igualársele?
       Y Azuma-zi miraba. Durante unos momentos la voz de Holroyd fue inaudible, luego Azuma-zi oyó:
       —Mata cien hombres. Doce por ciento mejores que los corrientes —dijo Holroyd—, y eso es algo muy parecido a un dios.
       Holroyd estaba orgulloso de su gran dinamo, y habló tanto a Azuma-zi de su tamaño y potencia que Dios sabe qué extrañas representaciones mentales desataron dentro del negro y rizoso cráneo su conversación y el estruendo incesante. Explicó del modo más gráfico la aproximadamente docena de maneras con las que la máquina podía matar a un hombre, y una vez le dio un buen susto como muestra. Desde entonces, en los descansos del trabajo —un trabajo pesado puesto que no sólo hacia el suyo, sino la mayor parte del de Holroyd—, Azuma-zi se sentaba a observar la gran máquina. De vez en cuando las escobillas chispeaban y lanzaban destellos azulados, lo que hacía proferir maldiciones a Holroyd, pero todo lo demás era tan suave y rítmico como la respiración. La rueda de transmisión corría zumbando sobre el eje, y siempre a las espaldas del que miraba se oía el complaciente golpe sordo del pistón. Así es que la máquina pasaba todo el día en ese ligero y amplio cobertizo, siendo atendida por él y por Holroyd. No se hallaba aprisionada ni esclavizada para mover un barco como las otras máquinas que conocía —simples demonios cautivos del salomón británico—, sino que ésta estaba entronizada. Azuma-zi despreciaba por la pura fuerza del contraste las dos dinamos más pequeñas, y a la grande la bautizó secretamente con el título de Dios de las dinamos. Las pequeñas eran inquietas e irregulares, pero la grande era segura. ¡Qué grande era! ¡Qué fácil y sereno su funcionamiento! Mayor y más sosegada incluso que los budas que había visto en Rangún, y además no inmóvil, sino ¡viva! Las grandes bobinas negras giraban, giraban, giraban, los anillos daban vueltas bajo las escobillas y la profunda nota de su muelle fortalecía el conjunto. Esto afectó misteriosamente a Azuma-zi.
       Azuma-zi no amaba el trabajo. Cuando Holroyd se marchaba a convencer al mozo del patio para que le trajera whisky, se sentaba por allí a observar al Dios de las dinamos, aunque su puesto no estaba en el cobertizo de la dinamo, sino detrás de las máquinas, y, además, si Holroyd le pillaba remoloneando le golpeaba con una vara de grueso alambre de cobre. Se acercaba al coloso y se quedaba allí de pie mirando la gran correa de cuero que corría por encima. La correa tenía un parche negro y a él, por alguna razón, le gustaba contemplar en medio de todo aquel estruendo cómo volvía el parche una y otra vez. Extraños pensamientos bailaban al compás de aquella rotación. Los científicos nos cuentan que los salvajes atribuyen almas a las rocas y a los árboles, y una máquina es algo mil veces más vivo que una roca o un árbol. Azuma-zi era todavía prácticamente un salvaje, la civilización no había calado más allá de las baratas vestimentas, las magulladuras y las manos y la cara tiznadas de carbón. Su padre antes que él había adorado a un meteorito y quizá la sangre de sus parientes había salpicado las grandes ruedas del carro de Krishna.
       Aprovechaba todas las oportunidades que le daba Holroyd para tocar y manejar la gran dinamo que le fascinaba. La pulía y limpiaba hasta que las partes metálicas deslumbraban con el sol, y, al hacerlo, experimentaba una misteriosa sensación de servicio. Solía acercarse a la máquina para tocar las bobinas suavemente. Los dioses que había adorado estaban todos muy lejos. Las gentes de Londres escondían a sus dioses.
       Al fin sus oscuros sentimientos se fueron aclarando, convirtiéndose en ideas primero y en actos después. Una mañana, al entrar en el rugiente cobertizo, saludó reverentemente al Dios de las dinamos y después, cuando Holroyd estaba fuera, se acercó a la atronadora máquina para susurrarle que él era su servidor, y pedirle que tuviera piedad de él y lo librara de Holroyd. En ese momento un raro rayo de luz entró por el arco del trepidante cobertizo y el Dios de las dinamos, que giraba y rugía, parecía radiante con el dorado resplandor. Azuma-zi supo entonces que sus servicios eran del agrado de su Señor. Desde aquel momento ya no se sintió tan solo, porque verdaderamente había estado muy solo en Londres hasta entonces. Incluso después de terminado su trabajo, lo que no sucedía a menudo, vagaba por el cobertizo.
       La próxima vez que Holroyd lo maltrató, Azuma-zi se fue inmediatamente a rezar al Dios de las dinamos:
       —Contempla a tu siervo maltratado, ¡oh Dios mío!
       Y el airado zumbido de la maquinaria pareció responderle. Después dio en creer que cada vez que Holroyd entraba en el cobertizo una nota diferente se incorporaba al sonido de la dinamo.
       —Mi Señor aguarda el momento oportuno —se decía—. La iniquidad del necio no es todavía completa.
       Y vigilaba a la espera del ajuste final. Un día había muestras de cortocircuito y Holroyd, al hacer una revisión imprudente —era por la tarde—, recibió una sacudida bastante fuerte. Azuma-zi, que estaba detrás de la máquina, le vio saltar y maldecir a la pecadora bobina.
       —Ya está avisado —se dijo Azuma-zi—. Ciertamente mi Señor es muy paciente.
       Al principio Holroyd había iniciado a su negro en aquellos aspectos elementales del funcionamiento de la dinamo que le permitieran hacerse cargo del cobertizo temporalmente durante su ausencia. Pero cuando observó el comportamiento de Azuma-zi con el monstruo empezó a sospechar. Se dio cuenta veladamente de que su ayudante tramaba algo, y relacionándole con la utilización de aceite en las bobinas que había dañado al barniz protector en una parte, dictó la siguiente orden voceada sobre el ruido de la maquinaria:
       —¡No te acerques más a la dinamo grande, Pooh-bah, o te desuello vivo!
       Además, precisamente porque a Azuma-zi le gustaba estar junto a la gran máquina, era de puro sentido común el mantenerlo alejado de ella.
       Azuma-zi obedeció entonces, pero más tarde Holroyd le sorprendió haciendo reverencias al Dios de las dinamos, así que le dobló el brazo y lo pateó cuando se volvió para marcharse. Tan pronto como Azuma-zi estuvo detrás de la máquina con la mirada fija en la espalda del odiado Holroyd, los ruidos de la maquinaria adoptaron nuevos ritmos y sonaban como cuatro palabras de su idioma nativo.
       Es difícil decir con cierta exactitud qué es la locura, pero me imagino que Azuma-zi estaba loco. Los ruidos y las rotaciones incesantes del cobertizo de las dinamos quizás habían revuelto completamente sus pocos conocimientos y sus muchas supersticiones produciendo finalmente una especie de delirio. En cualquier caso, cuando en medio de ese frenesí vislumbró la idea de hacer con Holroyd un sacrificio humano a la dinamo-ídolo, le invadió un tumultuoso y extraño regocijo.
       Esa noche los dos hombres con sus negras sombras estaban solos en el cobertizo que, iluminado con una gran lámpara, centelleaba trémulos destellos rojizos. Las sombras oscurecían la parte posterior de las dinamos, así que las bolas reguladoras de las máquinas iban de la luz a las tinieblas y los pistones golpeaban estrepitosa y regularmente. El mundo exterior, visto desde el extremo abierto del cobertizo, parecía increíblemente incierto y remoto. Parecía, también, absolutamente silencioso, puesto que el estruendo de la maquinaria ahogaba todo sonido exterior. A lo lejos quedaba la negra valla del patio, y tras ella las casas grises y borrosas, y encima el profundo cielo azul y las diminutas y pálidas estrellas. De repente Azuma-zi cruzó el centro del cobertizo sobre el que se desplazaban las correas de cuero y se metió en la sombra de la gran dinamo. Holroyd oyó un chasquido, y el giro del inducido cambió.
       —¿Qué diablos estás haciendo con ese interruptor? —gritó sorprendido—. ¿No te había dicho…?
       Luego vio la resuelta expresión en la mirada de Azuma-zi cuando el asiático salió de la sombra y avanzó hacia él.
       A continuación los dos hombres peleaban ferozmente delante de la gran dinamo.
       —¡Tú, idiota, cabeza de café! —jadeó Holroyd con la mano del negro en la garganta—. ¡Aparta esos anillos de contacto!
       Al instante una zancadilla le tambaleaba de espaldas sobre el Dios de las dinamos. Instintivamente retiró las manos de su antagonista para protegerse de la máquina.
       El mensajero enviado a toda prisa desde la planta para averiguar lo que había sucedido en el cobertizo de las dinamos se encontró a Azuma-zi en la caseta del portero junto a la entrada. Azuma-zi intentaba explicar algo, pero el mensajero no lograba sacar nada en claro del incoherente inglés del negro y continuó apresuradamente hasta el cobertizo. Las máquinas estaban todas funcionando ruidosamente y nada parecía desajustado. Se apreciaba, no obstante, un peculiar olor a pelo chamuscado. Luego vio una gran masa arrugada, de aspecto extraño, que colgaba de la parte delantera de la gran dinamo, y, al acercarse, reconoció los deformados restos de Holroyd.
       El hombre miró fijamente y dudó un momento. Luego vio la cara y cerró los ojos convulsivamente, dándose la vuelta antes de abrirlos de nuevo para no volver a ver a Holroyd, y salió del cobertizo en busca de asesoramiento y ayuda.
       Cuando Azuma-zi vio morir a Holroyd atrapado por la gran dinamo, las consecuencias de su acto le alarmaron algo. Sin embargo sentía un gozo extraño y sabía que el Dios de las dinamos tenía puesta en él su predilección. Cuando encontró al hombre que venía de la planta ya tenía el plan decidido, y el director técnico, que llegó rápidamente al lugar de los hechos, sacó precipitadamente la conclusión obvia de suicidio. Este experto apenas si reparó en Azuma-zi excepto para hacerle unas preguntas.
       —¿Vio a Holroyd suicidarse?
       Azuma-zi explicó que había estado fuera de allí, en el fogón de la máquina, hasta que notó un ruido diferente en las dinamos. No fue un examen difícil al no estar influido por la sospecha.
       Los deformados restos de Holroyd, que el electricista retiró de la máquina, fueron rápidamente cubiertos por el portero con un mantel manchado de café. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de ir a buscar un médico. Lo que realmente preocupaba al experto era poner de nuevo en funcionamiento la máquina, pues siete u ocho trenes estaban parados en medio de los sofocantes túneles del ferrocarril eléctrico. Así que hizo volver rápidamente al fogón a Azuma-zi, que estaba respondiendo o equivocando las preguntas de la gente que por autoridad o atrevimiento había entrado en el cobertizo. Por supuesto una muchedumbre se congregó a las puertas del patio —en Londres, por razones desconocidas, siempre hay una multitud rondando durante un día o dos junto al escenario de una muerte repentina—, dos o tres reporteros se colaron de alguna forma en el cobertizo, y uno llegó hasta Azuma-zi, pero el experto, que era también periodista aficionado, los sacó de allí.
       Luego se llevaron el cadáver, y el interés de la gente desapareció con él. Azuma-zi permaneció inmóvil y silencioso junto a su fogón viendo una y otra vez entre los carbones una figura que se retorcía violentamente y luego se quedaba quieta. Una hora después del asesinato cualquiera que entrara en el cobertizo tendría la impresión de que allí nunca había pasado nada extraordinario. Poco después, fisgando desde su rincón, el negro veía al Dios de las dinamos girar y rotar junto a sus hermanos menores, y las ruedas motoras se movían con fuerza y los pistones de vapor golpeaban con su ruido acostumbrado, exactamente igual que al comienzo de la noche. Después de todo, desde el punto de vista mecánico había sido un incidente de lo más insignificante, la simple desviación de una corriente. Pero ahora la sólida corpulencia de Holroyd estaba reemplazada por la delgada figura y la escasa sombra del director técnico que iba y venía por la línea de luz sobre el suelo trepidante debajo de las correas entre los motores y las dinamos.
       —¿No he servido a mi Señor? —susurró Azuma-zi desde la oscuridad, y la nota de la gran dinamo sonó plena y clara.
       Mientras contemplaba el gran mecanismo rotatorio, la extraña fascinación que ejercía sobre él, un tanto paralizada desde la muerte de Holroyd, volvía a adquirir toda su fuerza. Jamás había visto Azuma-zi a un hombre asesinado tan rápida y despiadadamente. La gran máquina rugiente había aniquilado a su víctima sin vacilar un segundo en su golpear incesante. Ciertamente era un gran dios.
       El director técnico, ajeno a los pensamientos de Azuma-zi, estaba de pie dándole la espalda. Su sombra se proyectaba sobre los pies del monstruo.
       ¿Estaba el Dios de las dinamos todavía hambriento? Su servidor estaba dispuesto.
       Azuma-zi dio un cauteloso paso hacia adelante, luego se detuvo. El director técnico de repente dejó de escribir, caminó por el cobertizo hasta el final de las dinamos y comenzó a examinar las escobillas.
       Azuma-zi dudó un momento y luego se deslizó silenciosamente hasta la sombra junto al interruptor. Allí esperó. Al poco tiempo se podían oír los pasos del director técnico que volvía. Se detuvo en el mismo sitio que antes sin advertir al fogonero, agazapado a tres metros de distancia. Entonces la gran dinamo silbó de repente, y al instante, Azuma-zi se abalanzaba sobre él desde la oscuridad.
       El director técnico se vio agarrado y empujado hacia la gran dinamo. Pateando con las rodillas y forzando con las manos la cabeza de su antagonista, logró liberar la cintura y evitar la máquina con un balanceo. Luego el negro lo cogió de nuevo, poniéndole la cabeza rizada contra el pecho, y estuvieron tambaleándose y jadeando durante lo que pareció un siglo. A continuación el director técnico se sintió impelido a colocar una oreja negra entre sus dientes y morder furiosamente. El negro dio un grito espantoso.
       Rodaron por el suelo, y el negro, que aparentemente se había zafado de la maldad de los dientes o desprendido de una oreja —el director técnico no sabía en aquel momento cuál de las dos—, intentó estrangularlo. El director técnico estaba haciendo vanos esfuerzos para coger algo con las manos y dar puntapiés, cuando se oyó el grato sonido de rápidos pasos sobre el suelo. Al momento Azuma-zi lo dejó y se precipitó hacia la gran dinamo. Hubo un chisporroteo en medio del ruido.
       El empleado de la empresa que había entrado se quedó mirando cómo Azuma-zi cogía con sus manos los terminales al descubierto, sufría una horrible convulsión y luego colgaba inmóvil de la máquina con la cara violentamente deformada.
       —Me alegro muchísimo de que llegaras cuando lo hiciste —dijo el director técnico todavía sentado en el suelo.
       Miró a la figura aún palpitante.
       —No es una muerte agradable, aparentemente, pero es rápida.
       El empleado todavía miraba fijamente el cadáver. Era un hombre de comprensión lenta.
       Hubo una pausa.
       El director técnico se puso en pie torpemente. Se pasó los dedos por el cuello con cuidado y movió la cabeza varias veces.
       —¡Pobre Holroyd! Ahora comprendo.
       Luego, casi mecánicamente, se dirigió al interruptor que estaba en la oscuridad y volvió de nuevo la corriente al circuito del ferrocarril. Al hacerlo, el cuerpo chamuscado se soltó de la máquina y cayó de cara hacia adelante. El cilindro de la dinamo rugió alto y claro, y el inducido batió el aire.
       Así terminó prematuramente el culto al Dios de las dinamos, quizá la más efímera de todas las religiones. A pesar de su brevedad también pudo vanagloriarse de al menos un martirio y un sacrificio humano.




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