H. G. Wells
(Bromley, Kent, 1866 — Londres, 1946)


El sueño de Armaggedon (1901)
(“A Dream of Armaggedon”)
Originalmente publicado en Black and White Budget (25 de mayo de 1901);
Twelve Stories and a Dream
(Londres: Macmillan and Co., Limited / New York: The Macmillan Company, 1903, 378 págs.)



      El hombre de cara pálida subió al vagón en Rugby. A pesar de las prisas del mozo que le llevaba el equipaje, se movía con lentitud; advertí, cuando aún se encontraba en el andén, que parecía encontrarse muy enfermo. Tras lanzar un suspiro, se dejó caer en el asiento situado frente al mío, hizo un intento por arreglar su manta de viaje y después se quedó inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Al cabo de un rato pareció darse cuenta de que le observaba. Me miró y estiró una mano extremadamente débil en dirección a su periódico. Luego volvió de nuevo la vista hacia mí.
       Fingí leer. Temí haberle molestado involuntariamente, pero al momento me sorprendió encontrarle dirigiéndose a mí.
       —Perdón —dije—, ¿decía usted?
       —Ese libro —repitió mientras señalaba con un dedo huesudo—, es sobre sueños ¿verdad?
       —Desde luego —le contesté, pues se trataba de los Estados del Sueño de Fortnum-Roscoe y el título aparecía en la cubierta.
       Permaneció en silencio durante un rato, como si estuviera buscando las palabras.
       —Sí —dijo por fin—, pero no le dicen a usted nada.
       Al principio no entendí lo que quería decir.
       —No saben —añadió.
       Le miré a la cara con un poco más de atención.
       —Hay sueños —dijo—, y sueños.
       Nunca suelo discutir ese tipo de enunciados.
       —Supongo… —dijo titubeando—. ¿Sueña usted alguna vez? Quiero decir —añadió—, algo que se le quede fuertemente grabado en la memoria.
       —Sueño muy poco —contesté—. Dudo que tenga más de tres sueños al año que pueda recordar.
       —¡Ah! —exclamó, y por un momento pareció dedicarse a rememorar sus pensamientos.
       —¿Y a usted no se le mezclan sueños y recuerdos? —preguntó directamente—. ¿No se ha encontrado alguna vez ante la duda de decir: «habrá ocurrido esto o no»?
       —Casi nunca —contesté—. Sólo de vez en cuando, y apenas me dura. Supongo que lo que usted dice le pasa a muy poca gente.
       —¿Habla él…? —dijo señalando el libro.
       —Sí, dice que a veces ocurre —contesté—, y da la explicación usual, referente a la intensidad de la impresión y todo eso, para demostrar que, como regla general, no suele suceder. Supongo que usted sabrá algo de estas teorías… —añadí.
       —Un poco —contestó—, fundamentalmente que todas son erróneas.
       Sus dedos afilados jugaron con la correa de la ventanilla durante un rato. Me dispuse a proseguir con mi lectura, lo que pareció precipitar un nuevo comentario por su parte; se inclinó hacia mí, como si fuera a tocarme y dijo:
       —¿No hay algo que se llama sueño consecutivo, es decir, que se repite noche tras noche?
       —Creo que sí —contesté—. Se citan casos de ese tipo en la mayoría de los tratados sobre trastornos mentales.
       —¡Trastornos mentales! —exclamó—. Bueno, puede que lo sean; al menos es el lugar que les corresponde. Pero a lo que me refiero —añadió mirando sus nudillos descarnados—, es a si se trata siempre de un sueño. ¿Es un sueño o es algo más? ¿No podría ser algo distinto?
       De no haber sido por la preocupación ojerosa que mostraba su rostro, habría rechazado su monótona conversación. Aún recuerdo su mirada mortecina y sus párpados enrojecidos; tal vez conozcáis ese tipo de mirada.
       —No se trata solamente de un tema de conversación —dijo—. Es un asunto que me está destrozando.
       —¿Se refiere a los sueños? —pregunté.
       —Si usted quiere llamarlo así… —repuso—. Noche tras noche… y de un modo tan real. Esto —dijo señalando el paisaje que desfilaba tras la ventanilla parece irreal en comparación. Apenas puedo recordar quién soy, a qué me dedico…
       Se detuvo.
       —Incluso ahora…
       —Usted quiere decir que el sueño es siempre el mismo ¿no? —pregunté.
       —Ya ha terminado —repuso.
       —¿Cómo?
       —He muerto.
       —¿Muerto?
       —Destrozado y muerto. Todo lo que había en mi sueño ha muerto para siempre. Soñé que era otro hombre, que vivía en otra parte del mundo y en una época diferente. Soñé con ello noche tras noche, y noche tras noche me desperté en aquella otra vida. Nuevas escenas y acontecimientos… hasta que llegó el último.
       —¿En el que usted murió?
       —Eso es. En el que morí.
       —Y a partir de entonces…
       —No —dijo—. Ya nada, gracias a Dios; aquello fue el final del sueño.
       Era evidente que yo quería que me contara el sueño. Después de todo, tenía una hora por delante, la luz iba disminuyendo con rapidez y Fortnum Roscoe resultaba un poco aburrido.
       —Vivía usted en una época diferente —dije—, ¿quiere eso decir en otro siglo?
       —Sí.
       —¿Pasado?
       —No, no. Futuro.
       —¿El año tres mil, por ejemplo?
       —No sé qué año era. Lo sabía cuando estaba dormido, cuando soñaba quiero decir, pero ahora que estoy despierto no lo sé. Hay muchas cosas que he olvidado desde que desperté de esos sueños, aunque las sabía cuando estaba, supongo, soñando. Ellos llamaban al año de una forma distinta a la nuestra… ¿Cómo lo llamaban? —dijo llevándose la mano a la frente—. No, lo he olvidado.
       Sonrió débilmente. Durante un rato temí que no tuviera la intención de contarme su sueño. Como regla general, detesto a la gente que cuenta sus sueños, pero éste me impresionaba de un modo especial. Incluso quise ayudarle.
       —Comenzaba… —le sugerí.
       —Desde el principio fue muy real. Me daba la impresión de que despertaba en él de repente. Resulta curioso que en estos sueños nunca me acordara de la vida que ahora vivo. Era como si la vida onírica fuera suficiente mientras duraba. Tal vez… Pero ya le contaré cómo me encuentro cuando haya hecho lo posible por recordarlo todo. No me acuerdo absolutamente de nada hasta el momento en que me veo sentado en una especie de terraza que da al mar. Me había quedado adormilado y de pronto me desperté, fresco y despejado, sin la menor apariencia de estar soñando, porque la chica había dejado de abanicarme.
       —¿La chica?
       —Sí, la chica. No me interrumpa o perderé el hilo del relato.
       Se detuvo bruscamente.
       —¿No creerá que estoy loco, verdad?
       —No —contesté—; ha estado soñando, eso es todo. Pero siga contándome su sueño.
       —Como decía, me desperté porque la chica había dejado de abanicarme. No me sorprendió encontrarme allí, ni nada de eso, usted ya me entiende. No sentía que mi aparición hubiera sido repentina. Sencillamente acepté la situación tal y como era. Todo recuerdo que pudiera tener sobre esta vida, esta vida decimonónica, se desvaneció al despertarme, desapareció como un sueño. Sabía todo acerca de mi persona, sabía que mi nombre ya no era Cooper, sino Hedon, y conocía mi posición en el mundo. He olvidado muchas cosas desde que desperté —hay una gran falta de cohesión—, pero entonces todo parecía bastante claro y evidente.
       Volvió a dudar y, tras agarrar la correa de la ventanilla de nuevo, acercó su rostro al mío y con mirada suplicante me dijo:
       —Todo esto le parecerán tonterías ¿no?
       —En absoluto —exclamé—. Continúe. Dígame cómo era la terraza.
       —No era verdaderamente una terraza, pero no sé qué otro nombre darle. Era pequeña y daba al sur. Estaba toda en sombra menos el semicírculo sobre el balcón desde el que se veía el cielo y el mar y el rincón en el que estaba la chica. Me encontraba echado en un sofá, un sofá de metal con cojines a rayas, y la chica estaba asomada al balcón, de espaldas a mí. La luz del amanecer le rozaba los oídos y las mejillas. Su precioso cuello blanco, decorado con unos pequeños rizos, y sus pálidos hombros recibían la luz del sol mientras toda la elegancia del resto de su cuerpo quedaba disimulada por una fría sombra azulada. Su vestido —¿cómo podría describirlo?— era holgado y ligero. Al verla allí, delante de mí, pensé en lo bella y atractiva que era, como si nunca antes la hubiera visto. Cuando por fin suspiré y me puse en pie, apoyándome en un brazo, volvió su rostro hacia mí…
       El hombre se detuvo.
       —Llevo viviendo cincuenta y tres años en este mundo. He tenido madre, hermanas, amigas, esposa e hijas de las que conozco todos sus rostros y gestos. Pero el semblante de esta chica es para mí mucho más real. Puedo evocarlo y verlo de nuevo. Podría dibujarlo o pintarlo. Y después de todo…
       Se detuvo de nuevo, pero yo no dije nada.
       —Es el rostro de un sueño, el rostro de un sueño. Era bella, pero no con esa belleza que es terrible, fría y venerable, como la de una santa. Tampoco era la belleza que provoca fieras pasiones. Se trataba de una especie de resplandor, de unos labios dulces que se ablandaban en sonrisas y de unos ojos grises y solemnes. Se movía con elegancia; parecía participar de todas las cosas agradables y dulces…
       Se volvió a detener y esta vez agachó la cabeza y ocultó el rostro. Después, alzó la vista y continuó, sin hacer ningún otro intento por disimular su fe absoluta en la realidad del relato.
       —Verá —continuó—. Yo había renunciado a mis planes y ambiciones y había abandonado todo aquello que había ansiado y por lo que había trabajado, a cambio de su amor. En el norte, lejos de allí, yo era un hombre poderoso, con influencia y riqueza, y con una gran reputación, pero nada de todo esto era digno de compararse con ella. Y con ella había llegado a ese lugar, a esa ciudad de placer y de sol, y había acabado con todo lo anterior definitivamente para salvar al menos lo que quedaba de mi vida. Mientras estuve enamorado de ella antes de saber si me correspondía, antes de imaginar que ella se arriesgaría, que nos arriesgaríamos los dos, toda mi vida me pareció vana y absurda, polvo y cenizas. Y así era. Noche tras noche, y durante largos días, la había ansiado y deseado… ¡Mi alma se había estado debatiendo contra lo prohibido!
       »Pero resulta imposible para un hombre contar estas cosas con exactitud. Es una emoción, un matiz, un resplandor que va y viene. Sólo mientras dura, todo cambia, absolutamente todo. El hecho es que me marché y les dejé en medio de su Crisis para que se las arreglaran como pudieran.
       —Dejó, ¿a quién? —pregunté con confusión.
       —A la gente del norte. En el sueño yo era un hombre importante, de esos en los que la gente confía y se agrupa a su alrededor. Millones de personas que nunca me habían visto antes estaban dispuestas a hacer cosas y a arriesgarse por la confianza que tenían depositada en mí. Llevaba años jugando ese juego importante y laborioso, ese monstruoso juego político, rodeado de intrigas y traiciones, discursos y agitación. Aquel era un mundo vasto y confuso, y por fin yo era el jefe de los que se habían rebelado contra la camarilla —ya sabe, se llamaba así a esa especie de mezcla de proyectos ruines y bajas ambiciones con estupideces emocionales ampliamente extendidas y algunos tópicos—, contra esa camarilla que mantenía al mundo en la ceguera y el desorden año tras año y que seguía dirigiéndolo hacia un desastre sin fin. Pero sé que es imposible que usted comprenda las sombras y complicaciones de aquel año —sea cual fuese— u otro posterior. Todo estaba, hasta los más mínimos detalles, en mi sueño. Supongo que había estado soñando con aquello antes de despertarme y el recuerdo borroso de alguna extraña innovación que yo había imaginado todavía me rondaba mientras me frotaba los ojos. Era un asunto sórdido, y le di gracias a Dios por la luz del sol que recibía. Me incorporé y me quedé sentado sobre el sofá contemplando a la joven y alegrándome de haber escapado de aquel tumulto de locura y violencia antes de que fuera demasiado tarde. Después de todo, pensé, así es la vida; el amor y la belleza, el deseo y el deleite, ¿acaso no valen más que todas aquellas disputas siniestras por alcanzar unas metas imprecisas y gigantescas? Me culpaba a mí mismo por haber querido ser un líder cuando podía haber entregado mis días al amor. Pero luego me di cuenta de que, de no haber pasado mi juventud de un modo austero, habría derrochado mis energías con mujeres viles y despreciables, y, sólo de pensarlo, todo mi ser se estremeció de amor y ternura hacia mi amada, la adorada mujer que por fin había aparecido y me había impulsado con su en-canto irresistible a abandonar aquella vida.
       »—Te mereces todo —dije sin intención alguna de ser oído—; te lo mereces, querida. Te mereces orgullo, alabanza y todo lo demás. ¡Mi amor! Tenerte vale más que todo eso junto.
       »Al oír el murmullo de mi voz, ella se volvió.
       »—Ven —exclamó; aún puedo oír su voz—. Ven a ver salir el sol por el monte Solaro.
       »Recuerdo que me puse en pie de un salto y me reuní con ella en el balcón. Posó su mano blanca sobre mi hombro y con la otra señaló hacia unas grandes masas de piedra caliza que enrojecían como si cobraran vida. Miré, después de observar cómo acariciaba el sol sus mejillas y su garganta. ¿Cómo podría describirle a usted la escena que teníamos ante nosotros? Estábamos en Capri…
       —Lo conozco —dije—. He escalado el monte Solaro y he bebido en su cima el vero Capri, un licor turbio como la sidra.
       —¡Ah! —exclamó el tipo de la cara pálida—; entonces tal vez pueda usted decirme, es decir, usted sabrá si realmente era Capri. Porque yo no he estado allí en mi vida. Déjeme que se lo describa. Estábamos en una pequeña habitación, una de las muchas que había, muy fresca y soleada, excavada en la piedra de una especie de promontorio que se elevaba sobre el mar. Toda la isla era un hotel enorme, cuya complejidad resulta difícil de explicar, y al otro lado había kilómetros de hoteles flotantes y gigantescas plataformas sobre el mar en las que las máquinas voladoras tomaban tierra. Llamaban a aquello una ciudad del placer. Desde luego no había nada de eso en su época, o mejor dicho, no hay nada de eso ahora. ¡Ahora! ¡Por supuesto!
       »Bien. Nuestra habitación estaba en el extremo del promontorio, de modo que podíamos mirar al este y al oeste. Hacia el este había un gran acantilado, de unos mil pies de altura, de un color gris frío con una brillante franja dorada, y más allá estaba la Isla de las Sirenas y una costa baja que se fundía con el esplendoroso amanecer. Al volverse hacia el oeste se divisaba, cercana y nítida, una pequeña bahía con una playita aún en sombra. Y fuera de ésta se alzaba el monte Solaro, alto y rígido, con su cima rosa y dorada, como una belleza entronizada, mientras la luna blanca flotaba tras él en el cielo. Ante nuestra vista se extendía un mar multicolor salpicado con pequeñas barcas de vela.
       »Hacia el este, evidentemente, esas barcas eran grises y diminutas, pero hacia el oeste mostraban un color dorado, brillante, casi como el de llamas encendidas. Y a nuestros pies se alzaba una roca en la que se había labrado un arco que la atravesaba. El azul de las olas se convertía en verde espumoso cuando rompían contra las rocas. Un barco de remos pasó deslizándose por debajo del arco.
       —Conozco esas rocas —exclamé—. Casi me ahogo allí. Se llaman los Faraglioni.
       —¿I Faraglioni? Sí, así las llamó ella —contestó el hombre del semblante pálido—. Había una historia sobre eso… pero…
       Volvió a llevarse la mano hacia la frente.
       —No —dijo—, la he olvidado. Bueno, esto es lo primero que recuerdo, el primer sueño que tuve; aquella habitación en sombra y la hermosura del cielo y el aire, mi amada con sus brazos relucientes y su elegante vestido, y cómo nos sentamos y charlamos quedamente. Hablábamos así, no porque alguien pudiera oírnos, sino porque existía todavía tal serenidad de espíritu entre nosotros que nuestros pensamientos se asustaban un poco, creo yo, de verse por fin expresados en palabras. Por eso salían con suavidad.
       »Más tarde sentimos hambre y salimos de la habitación por un extraño corredor cuyo suelo era móvil, hasta llegar a un gran salón comedor en el que había una fuente y música. Era un lugar alegre y atractivo, muy fresco y soleado, envuelto por el murmullo de instrumentos de cuerda. Nos sentamos y comimos intercambiando sonrisas, sin prestar atención al tipo que me miraba desde una mesa cercana.
       »Luego fuimos a la sala de baile; pero me resulta imposible describirla. El lugar era enorme, mayor que cualquier edificio que usted pueda haber visto, y a un lado estaba la vieja puerta de Capri, incrustada en el muro de una galería superior. Unas vigas ligeras y unos tallos e hilos de oro brotaban de sus columnas como chorros de una fuente, ondeaban por el techo y se entrelazaban, como en una aurora, en difíciles juegos malabares. Alrededor del gran círculo reservado a los bailarines había hermosas figuras, dragones extraños y siluetas de aspecto grotesco, maravillosas e indescriptibles, que sostenían unos candelabros. El lugar estaba inundado de una luz artificial que suponía un ultraje para el día que comenzaba. Mientras avanzábamos entre la multitud, la gente se volvía a mirarnos, pues todo el mundo conocía mi nombre y mi rostro, así como mi decisión de abandonar orgullo y disputas para ir a aquel lugar. Y también miraban a la dama que me acompañaba, aunque se desconocía o falseaba el relato de cómo había llegado a mi lado. Yo era consciente de que algunos de los hombres que allí se encontraban, a pesar de la vergüenza y deshonor que habían caído sobre mi nombre, me consideraban un hombre feliz.
       »La atmósfera estaba llena de música, de perfumes delicados, del ritmo de armoniosos movimientos. Millones de personas atractivas pululaban por la sala, llenaban las galerías y descansaban en otros tantos rincones; llevaban ropas de colores espléndidos y coronaban sus cabezas con flores. Miles de ellos bailaban en el gran círculo, bajo las imágenes blancas de los dioses antiguos, mientras unos cortejos gloriosos de mozos y doncellas iban y venían. Nosotros dos también bailamos, pero no los bailes aburridos de su época, de ésta quiero decir, sino bailes que eran fastuosos, embriagadores. Todavía recuerdo a mi amada bailando con gran alegría. Su rostro era serio, con una gran dignidad, y sin embargo me sonreía y acariciaba… me sonreía y acariciaba con la mirada.
       »La música era distinta —murmuró—. Era… no sé cómo describirla; pero era infinitamente más rica y variada que cualquier otra música que haya escuchado despierto.
       »Después, una vez que dejamos de bailar, un hombre se acercó a hablarme. Era un individuo delgado, con aspecto decidido y vestido de un modo demasiado sobrio para un lugar como aquél. Me había fijado en él mientras me observaba en el salón y había evitado su mirada cuando pasamos por el comedor.
       »Pero ahora que nos habíamos sentado en un rincón y sonreíamos con placer a todos los que iban de un lado para otro sobre aquel suelo reluciente, el tipo se acercó, me dio en el hombro y se dirigió a mí de tal modo que no me quedó otro remedio que escucharle. Me preguntó si podía hablarme un momento a solas.
       »—No —le dije—. No tengo secretos para esta dama. ¿Qué quiere usted decirme?
       »Añadió que era un asunto trivial o por lo menos algo aburrido para los oídos de una señora.
       »—O tal vez para los míos —repuse yo.
       »El hombre echó una mirada a mi amada, como si quisiera recurrir a ella. De repente me preguntó si había oído hablar de una declaración extensa y vengativa que Evesham había hecho. El tal Evesham siempre había sido mi hombre de confianza en la jefatura de aquel gran partido del norte. Era un individuo agresivo, duro e imprudente, y yo era el único que había podido contenerle y calmarle. Creo que era más por él que por mí por lo que el resto de mis compañeros se habían mostrado consternados con mi retirada. Esta pregunta sobre su declaración despertó por un instante mi viejo interés por la vida que había abandonado.
       »—No he prestado atención a las noticias desde hace varios días —dije—. ¿Qué es lo que ha dicho Evesham?
       »Entonces el hombre empezó a hablar con ganas, y debo confesar que incluso me sentí impresionado por la audaz sinrazón de las palabras violentas y amenazadoras que Evesham había empleado. El mensajero que me habían enviado no sólo me habló del discurso de Evesham sino que pasó a pedirme consejo y a indicarme cuánto me necesitaban. Mientras el individuo hablaba, mi amada permaneció sentada, ligeramente inclinada hacia adelante, dedicada a contemplar su rostro y el mío.
       »Mis viejos hábitos de organización y planificación se reafirmaron. Pude incluso verme regresando rápidamente al norte y el efecto dramático que tal hecho produciría. Todo lo que ese hombre dijo daba fe del desorden en el que se encontraba el partido, pero no de su destrucción. Yo regresaría más fuerte de lo que había venido. Entonces pensé en mi amada. Pero… ¿cómo podría explicárselo a usted? Había ciertas peculiaridades en nuestra relación, ciertas cosas que no hace falta que le relate, que harían imposible que viniera conmigo. Tendría que dejarla, tendría que renunciar a ella clara y abiertamente si quería hacer todo cuanto fuera preciso en el norte. Y aquel hombre lo sabía. Mientras nos hablaba, sabía tan bien como ella que mis pasos hacia el deber eran la separación, en primer lugar, y después el abandono. Al contacto con esa idea mi sueño sobre un posible retorno se hizo añicos. De repente me puse agresivo con el individuo, que creía que su elocuencia iba ganando terreno.
       »—¿Qué tengo que ver yo con todo eso ahora? —dije—. Para mí se acabó. ¿O cree usted que he venido aquí para provocar la reacción de sus amigos?
       »—No —contestó—, pero…
       »—¿Por qué no me dejan en paz? Todo aquello acabó para mí. No soy más que un simple ciudadano.
       »—Sí —dijo—, pero ¿ha pensado usted en esas palabras de guerra, en esos desafíos temerarios, en esas salvajes agresiones…?
       »Me puse en pie.
       »—No —exclamé—. No le escucharé más. Ya tuve en cuenta todo eso, lo sopesé y decidí marcharme.
       »Pareció considerar la posibilidad de insistir. Dejó de mirarme para dirigir la vista hacia el lugar desde el que la dama, sentada, nos observaba.
       »—La guerra —dijo el hombre como si hablara consigo mismo.
       »Después, dio media vuelta lentamente y se alejó.
       »Permanecí inmóvil, atrapado en el torbellino de ideas que su petición había originado». Oí la voz de mi amada.
       »—Querido —dijo—, si ellos te necesitan…
       »No acabó la frase, sino que la dejó reposar así, inconclusa. Me volví hacia su dulce rostro y mi estado de ánimo comenzó a desequilibrarse.
       »—Sólo me quieren para que haga aquello que no se atreven a hacer por sí solos —dije—. Si desconfían de Evesham, que se las arreglen con él.
       Ella me miró con cierta indecisión.
       »—Pero la guerra… —dijo.
       »Vi en su semblante una duda que ya había visto anteriormente; una duda sobre ella misma y sobre mí, la primera sombra de la revelación que, considerada a fondo y con firmeza, debía separarnos para siempre.
       »Pero mi espíritu estaba más formado que el suyo y podía hacerle creer esto o aquello.
       »—Querida —le dije—, no debes preocuparte por esas cosas. No habrá guerra, en serio. La época de las guerras ya pasó. Confía en mí para entender la justicia de esta causa. No tienen ningún derecho sobre mí, querida. Ni ellos ni nadie. Soy libre de escoger mi vida y ésta es la que he escogido.
       »—Pero la guerra… —repuso de nuevo.
       »Me senté a su lado. La rodeé con mi brazo y le cogí la mano. Me propuse acabar con esa duda y me dediqué a llenar de nuevo su espíritu de cosas agradables. Le mentí y, al hacerlo, me mentí a mí mismo. Ella estaba totalmente dispuesta a creerme, totalmente dispuesta a olvidar.
       »En poco tiempo la preocupación había desaparecido y nos dirigimos rápidamente a la Grotta del Bovo Marino donde solíamos tomar un baño todos los días. Nadamos y nos salpicamos agua mutuamente; en aquel agua reconfortante creí convertirme en algo más ligero y fuerte que un hombre. Al final salimos del agua chorreando y corrimos alegremente por las rocas. Después me puse un traje de baño seco y nos sentamos a tomar el sol; descansé mi cabeza sobre sus rodillas y, mientras ella acariciaba suavemente mi cabello, me quedé dormido. De pronto, como si saltara la cuerda de un violín, me desperté en mi propia cama, en Liverpool, en la vida real.
       »No podía creer que todos esos momentos tan vívidos habían sido únicamente la materia de un sueño.
       »A decir verdad no podía creer que aquello sólo fuera un sueño porque la realidad de lo que en él había era patente. Me bañé y me vestí como de costumbre y, mientras me afeitaba, me pregunté por qué tenía que ser yo, de todos los hombres, el que abandonara a la mujer amada y volviera a dedicarse a la política caprichosa en el arduo y agitado norte. Incluso, ¿qué me importaba si Evesham obligaba al mundo a comenzar una nueva guerra? Yo era un hombre con corazón humano. ¿Por qué iba yo a sentir la responsabilidad de un dios debido al cariz que tomaran los acontecimientos en el mundo?
       »Esa no suele ser mi forma de considerar las cosas, cuando éstas son reales. Soy abogado, sabe usted, y, como tal, tengo mi propio punto de vista.
       »La visión era tan real, tan completamente distinta a un sueño, entiéndame, que seguí recordando detalles sin importancia durante mucho tiempo; incluso el diseño de la cubierta de un libro que había sobre la máquina de coser de mi esposa me recordaba, con la más absoluta exactitud, la línea dorada que decoraba el sillón en el que había charlado con el emisario del partido que había abandonado. ¿Ha conocido usted alguna vez un sueño con una naturaleza como ésa?
       —¿Cómo cuál?
       —Como la que le permite recordar pequeños detalles que había olvidado.
       Me detuve a pensar. Nunca antes había reparado en esa cuestión, pero llevaba razón.
       —Jamás —contesté—. Eso parece que no tiene nada que ver con los sueños.
       —Cierto —contestó—, pero eso es precisamente lo que me ocurrió. Ejerzo como abogado, debe usted entender esto, en Liverpool y no podía evitar preguntarme lo que los clientes con los que trataba en mi despacho pensarían si les dijera de repente que estaba enamorado de una chica que iba a nacer unos doscientos años más tarde y que estaba preocupado por la situación política de los hijos de mis tataranietos. Aquel día estaba negociando el arriendo de un edificio por noventa y nueve años. Se trataba del caso de un constructor particular y queríamos tenerle cogido por todos lados. Tuve una entrevista con él en la que mostró tal falta de disposición que cuando me fui a la cama aún me sentía algo irritado. Aquella noche no hubo sueño. Ni tampoco la siguiente, al menos que yo recuerde.
       »La intensa realidad de mi convicción desapareció en cierta medida. Empecé a sentirme seguro de que todo había sido un sueño. Y entonces fue cuando volvió otra vez.
       »Cuando eso ocurrió, unos cuatro días más tarde, fue muy distinto. Creo que también habían pasado cuatro días en el sueño. Habían sucedido muchas cosas en el norte y la sombra de esos hechos, esta vez más difícil de disipar, estaba de nuevo entre nosotros. Comenzaba con reflexiones apesadumbradas. ¿Por qué razón, a pesar de todo, tenía que volver durante el resto de mis días a las penalidades y fatigas, a los insultos y a la insatisfacción perpetua, simplemente para salvar de las angustias de la guerra y del desgobierno a cientos de millones de gente vulgar, a la que no amaba y por la que frecuentemente no sentía otra cosa que desprecio? Y además, podría fracasar. Ellos perseguían sus propios fines egoístas, ¿por qué yo no? ¿Por qué no iba yo a vivir también como un hombre? Su voz me sacó de estas reflexiones y, al alzar la vista, la vi.
       »Me encontré despierto y paseando. Habíamos salido de la Ciudad del Placer y estábamos cerca de la cumbre del monte Solaro, mirando hacia la bahía sobre la que caía la tarde luminosa. Lejos, a la izquierda, se veía Ischia suspendida en una niebla dorada entre el cielo y el mar. Nápoles aparecía con su fría blancura contra las colinas, y ante nosotros se alzaba el Vesubio, con su alto y delgado penacho de humo que se dirigía hacia el sur, y las ruinas de la Torre dell’Annunziata y de Castellammare resplandecían en las proximidades.
       —¿Usted ha estado en Capri, verdad? —le interrumpí con brusquedad.
       —Sólo en este sueño —contestó—, solo en él. Por toda la bahía, más allá de Sorrento, se encontraban los palacios flotantes de la Ciudad del Placer, amarrados y anclados. Hacia el norte se extendían las amplias plataformas en las que aterrizaban los aviones. Cada tarde llegaban desde el cielo aviones que traían hasta Capri y sus bellos alrededores miles de buscadores de placer procedentes de los lugares más recónditos de la tierra. Todo esto, como digo, se extendía a nuestros pies.
       »Pero sólo lo observábamos en parte, a causa de la insólita vista que aquella tarde nos ofrecía. Cinco aviones de guerra que habían permanecido inactivos durante largo tiempo en los lejanos arsenales de las bocas del Rin, maniobraban ahora en el cielo, hacia el este. Evesham había asombrado al mundo al producir esos y otros aviones semejantes y enviarlos a dar vueltas aquí y allá. Era la amenaza material en el gran juego de intimidación que desarrollaba y nos había cogido a todos, incluso a mí, por sorpresa. Evesham era unos de esos tipos enérgicos e increíblemente estúpidos que parecen enviados por el cielo para producir desastres. A primera vista, su energía se parecía de un modo asombroso a su capacidad. Pero en verdad no tenía imaginación ni inventiva, solamente una fuerza de voluntad enorme y absurda y una fe ciega en la estupidez de su suerte para salir de apuros. Recuerdo cómo contemplamos desde el promontorio los giros de la escuadrilla y cómo comprendí el significado completo de tal visión y el cariz que iban a tomar los acontecimientos. Aún entonces, no era demasiado tarde. Podría haber regresado y salvado al mundo. Sabía que la gente del norte me seguiría con tal de que respetara sus normas morales. El este y el sur confiarían en mí como en ningún otro hombre del norte. No tenía más que decírselo a ella y me dejaría marchar… ¡Y no porque no me quisiera!
       »Pero yo no quería irme; mi deseo era totalmente opuesto a esa idea. ¡Me había deshecho hacía tan poco tiempo del espíritu de responsabilidad! Había renegado del sentimiento del deber y la evidente claridad de lo que debía hacer no tenía ninguna influencia sobre mi voluntad. Mi único deseo era vivir, gozar de los placeres y hacer feliz a mi amada. Pero aunque el sentimiento de grandes deberes relegados no tenía fuerza alguna para arrastrarme, me convirtió en una persona silenciosa y preocupada, despojó a los días que había vivido de la mitad de su encanto y me hundió en sombrías meditaciones en el silencio de la noche. Mientras contemplaba los aeroplanos de Evesham —pájaros de mal agüero— ir de un lado a otro, ella permanecía a mi lado observándome y captando la situación con claridad; sus ojos examinaban mi rostro y su expresión ensombrecía de perplejidad. Sus facciones mostraban un tono grisáceo porque el sol poniente se estaba ocultando en el horizonte. —No era culpa de ella que yo me encontrara a su lado. Me había pedido que la abandonara y por la noche me lo repitió con lágrimas en los ojos.
       »Por fin, el sentimiento de su presencia me sacó de mi estado. Me volví hacia ella con rapidez y la desafié a bajar corriendo por la montaña. “No”, dijo, como si aquello chocara con su seriedad; pero estaba decidido a acabar con esa formalidad y la hice correr, pues nadie que esté sin aliento puede sentirse triste y melancólico. Dio un traspiés, la agarré por la cintura, y así descendimos pasando por delante de dos individuos que se volvieron a mirarnos sorprendidos por mi comportamiento. Debieron reconocerme. Cuando habíamos recorrido la mitad del trayecto, oímos un ruido metálico en el aire y nos detuvimos. Poco después, sobre la cima de la colina, aparecieron esos pájaros de guerra volando uno detrás de otro.
       El hombre pareció dudar al borde de la descripción.
       —¿Cómo eran? —le pregunté.
       —Nunca habían entrado en combate —contestó—. Eran igual que nuestros actuales acorazados; nunca habían combatido. Nadie sabía de lo que eran capaces si los tripulaban hombres exaltados; incluso poca gente se preocupaba en imaginarlo. Eran grandes máquinas pilotadas, con forma de punta de lanza, pero con una hélice en el lugar en que debía ir la empuñadura.
       —¿Eran de acero?
       —No.
       —¿De aluminio?
       —No, no, nada de eso. Eran de una aleación muy corriente, tan corriente como ahora es el bronce, por ejemplo. Se llamaba, espere… —dijo mientras se apretaba la frente con los dedos de una mano—. Se me está olvidando todo —añadió.
       —¿Y llevaban armas?
       —Cañones pequeños que lanzaban proyectiles de gran fuerza explosiva. Disparaban hacia atrás, por la base, como si dijéramos, y se cargaban por delante. Esa era la teoría, pues nunca habían entrado en combate. Nadie podía decir lo que ocurriría. Mientras tanto, supongo que era muy agradable revolotear por el aire como una bandada de golondrinas, ligeras y veloces. Creo que los pilotos evitaban pensar demasiado en cómo sería un verdadero ataque. Esas máquinas de guerra no eran más que unos de los innumerables aparatos que habían sido inventados y habían caído en desuso durante el largo periodo de paz. Había montones de esos artilugios con gente dedicada a sacarlos a la luz y ponerlos a punto. Máquinas infernales y estúpidas; máquinas que nunca habían sido probadas. Motores grandes, explosivos terribles, cañones enormes. Usted ya conoce el necio sistema de esos individuos ingeniosos que construyen estas máquinas; las producen como los castores hacen sus diques, sin tener en cuenta los ríos que van a desviar ni las tierras que van a inundar.
       »Durante el crepúsculo, mientras bajábamos por la sinuosa senda hacia nuestro hotel, lo preví todo. Vi con qué claridad e inevitabilidad los acontecimientos, en las manos estúpidas y violentas de Evesham, conducían a la guerra y me imaginé lo que ésta iba a ser en las nuevas condiciones. Incluso entonces, aunque sabía que el final de mi oportunidad se estaba acercando, no encontré ningún deseo de volver.
       Suspiró.
       —Esa fue mi última posibilidad. No entramos en la ciudad hasta que el cielo estaba lleno de estrellas. Paseamos por la terraza, de un lado para otro, y ella me aconsejó que regresara.
       »—Amor mío —me dijo mirándome con su dulce rostro—, esto es la Muerte. La vida que llevas conduce a la Muerte. Vuelve con ellos, vuelve a tus obligaciones…
       »Comenzó a llorar mientras, entre sollozos y agarrada a mi brazo, decía: «vuelve… vuelve…».
       »De repente enmudeció y, al mirarle a la cara, descubrí en un instante lo que había pensado hacer. Fue uno de esos momentos en los que uno ve.
       »—¡No! —exclamé.
       »—¿No? —preguntó sorprendida y creo que algo asustada por la respuesta a su pensamiento.
       »—Nada me hará volver —dije—. ¡Nada! He escogido, cariño, he hecho mi elección y el mundo debe seguir su curso. Pase lo que pase viviré mi vida, ¡viviré para ti! Nada me apartará de mi camino; nada, mi amor. Aunque murieras, aunque murieras…
       »—¿Sí? —murmuró.
       »—Entonces… yo también moriría.
       »Y antes de que pudiera contestar comencé a hablar con elocuencia, como yo sabía hacerlo en aquella vida, para exaltar al amor y hacer que la vida que estábamos viviendo tuviera un aspecto heroico y glorioso, y que la que yo abandonaba apareciera como algo tan innoble y tremendamente difícil que desdeñarla era lo mejor. Utilicé toda mi imaginación para conseguir esa sensación de atractivo con el fin de convencer no sólo a ella, sino también a mí. Charlamos y ella se me acercó más, indecisa entre lo que consideraba noble y lo que sabía dulce. Finalmente, hablé en tono sublime, presentando todo el tremendo desastre del universo como un escenario glorioso para nuestro amor inigualable, y nuestras dos pobres almas ingenuas se pavonearon por fin, envueltas, o mejor dicho, embriagadas en aquel delirio espléndido y glorioso bajo las estrellas inmóviles.
       »Y así pasó mi oportunidad.
       Fue la última. Mientras paseábamos de acá para allá, los líderes aunaron sus propósitos y la calurosa contestación que acabaría con las bravatas de Evesham para siempre tomaba forma y aguardaba. Por toda Asia, por el océano y por el sur, el aire y los cables telegráficos vibraban con llamadas a prepararse.
       »Ningún ser vivo sabía lo que era la guerra; nadie podía imaginar qué horrores podrían traer todos aquellos nuevos inventos. Creo que la mayoría pensaba aún que era un asunto de uniformes brillantes y cargas ruidosas, con triunfos, banderas y bandas de música, en una época en que la mitad de la humanidad conseguía sus recursos alimenticios en regiones que distaban decenas de miles de kilómetros.
       El hombre del semblante pálido hizo una pausa. Le miré y observé que su mirada se había quedado absorta en el suelo del vagón. Por la ventanilla pasaron una pequeña estación, una serie de vagones de mercancías, una garita de señales y la parte trasera de una casita de campo. Un puente resonó estrepitosamente devolviendo en el eco el estruendo del tren.
       —Después de aquello —dijo—, volví a soñar a menudo. Aquel sueño fue mi vida durante las noches de tres semanas. Y lo peor es que hubo noches que no podía soñar, que yacía dando vueltas sobre la cama en esta maldita vida; y allá, en algún lugar inaccesible para mí, ocurrían cosas terribles y trascendentales. Vivía por la noche. Los días, los días de vigilia, esta vida que ahora vivo, se convirtieron en un sueño borroso y lejano, en un escenario monótono, la simple cubierta de un libro.
       Se detuvo a pensar.
       —Podría contarle todo, relatarle hasta el último detalle del sueño, pero no podría hacer lo mismo con lo que pasaba durante el día. No lo recuerdo. Mi memoria de esos hechos ha desaparecido. Las cosas de la vida se me escapan.
       Se inclinó hacia delante y se frotó los ojos. Permaneció en silencio durante un rato.
       —¿Y después? —pregunté.
       —La guerra estalló como un huracán.
       Se quedó abstraído, como si contemplara cosas indescriptibles.
       —¿Y entonces? —insistí.
       —Un toque de irrealidad —dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo—, y habrían sido pesadillas.
       Pero no, ¡no lo eran!
       Guardó silencio durante tanto tiempo que me dio la impresión de que iba a quedarme sin el resto del relato. Pero entonces retomó el discurso en el mismo tono de íntima interpelación.
       —¿Qué otra cosa podía hacer sino huir? Había pensado que la guerra no llegaría hasta Capri. Me había parecido que Capri quedaba fuera, como si hubiera sido la antítesis de todo aquello, pero dos noches después toda la isla gritaba y vociferaba. Casi todas las mujeres y algún que otro hombre llevaban una insignia, la de Evesham, y ya no había música sino un discordante canto de guerra que se repetía una y otra vez mientras por todas partes los hombres se alistaban y hacían instrucción en los salones de baile. Toda el lugar hervía de rumores; se repetía, incesantemente, que la guerra había comenzado. No era lo que yo esperaba. Había conocido tan poco la vida placentera que no había contado con la violencia de los amateurs. Por lo que a mí se refería, me encontraba fuera de todo aquello. Era un hombre que podía haber evitado la explosión de un polvorín. Pero ese momento había pasado: ya no era nadie. El mozalbete más insignificante con una insignia era más importante que yo. La multitud nos daba empujones y vociferaba en nuestros oídos; el maldito canto guerrero resultaba ensordecedor. Una mujer increpó a mi amada porque no llevaba insignia, e injuriados y ofendidos regresamos a nuestras habitaciones; mi amada pálida y callada, yo temblando de rabia. Estaba tan furioso que habría discutido con ella si hubiera encontrado una sombra de acusación en sus ojos.
       »Todo mi esplendor había desaparecido. Me paseé por nuestra rocosa habitación de arriba abajo mientras en el exterior el mar se oscurecía y, hacia el sur, una luz aparecía y desaparecía una y otra vez.
       »—Debemos salir de aquí —repetía sin cesar—. He hecho mi elección y no quiero saber nada de estos problemas. No tomaré parte en esta guerra. Hemos puesto nuestras vidas al margen de todo esto. Este no es refugio para nosotros. Vámonos.
       »Al día siguiente huíamos de la guerra que invadía el mundo.
       »Y todo lo demás fue huir y huir —musitó en tono triste.
       —¿Cuánto tiempo duró eso?
       No contestó.
       —¿Cuántos días?
       Su rostro estaba cansado y pálido y tenía las manos crispadas. No prestó atención alguna a mi curiosidad.
       Intenté hacerle volver al relato con preguntas.
       —¿Dónde fue…? ¿Cuándo? ¿Cuando abandonó Capri…?
       —Al sudoeste —dijo mirándome por un breve instante—. Nos fuimos en una barca.
       —Yo habría pensado en un aeroplano.
       —Todos habían sido incautados.
       No le hice más preguntas. Después me pareció que iba a comenzar de nuevo. Rompió a hablar con una monótona argumentación.
       —Pero ¿por qué debía ser así? Si verdaderamente toda esa carnicería, toda esa tensión, es realmente la vida, ¿por qué tenemos ese deseo de placer y belleza? Si no existe refugio alguno, si no hay ningún lugar de paz y si todos nuestros sueños sobre rincones tranquilos son una locura y un engaño, ¿por qué los tenemos? Con toda seguridad no eran los deseos innobles ni las bajas intenciones los que nos habían llevado a aquella situación. Era el amor lo que nos había aislado. El amor me había llegado en sus ojos, envuelto en su belleza; más glorioso que el resto de las cosas y con la forma y el color de la vida, me había hecho partir. Yo había acallado todas las voces, había contestado a todas las preguntas y me había entregado a ella. ¡Y de repente no había más que Guerra y Muerte!
       Tuve una idea.
       —Después de todo —dije—, podía haber sido sólo un sueño.
       —¡Un sueño! —exclamó de un modo colérico— un sueño cuando incluso ahora…
       Por primera vez parecía animado. Un ligero rubor llenó sus mejillas. Elevó su mano abierta y, tras cerrarla con fuerza, la dejó caer sobre su rodilla. Habló, y durante todo el rato no volvió a mirarme.
       —No somos más que fantasmas —dijo—, fantasmas de fantasmas, deseos como sombras de nubes y briznas de paja que el viento amontona; los días pasan y el uso y la costumbre nos sustentan como un tren sustenta el espectro de sus luces. ¡Sea! Pero hay algo real y cierto que no es onírico, sino eterno e imperecedero. Es el centro de mi vida y todas las demás cosas que lo rodean son subordinadas y completamente vanas. Amaba a aquella mujer del sueño. ¡Y ella y yo hemos muerto juntos!
       »¡Un sueño! ¿Cómo puede ser un sueño, cuando impregnó una vida humana de una tristeza sin consuelo, cuando convierte todo aquello por lo que he vivido y me he preocupado en algo vacío y sin sentido?
       »Hasta el mismo instante en que ella murió, creí que todavía teníamos posibilidades de huir. A lo largo de aquella noche y aquel día en que navegamos desde Capri a Salerno, hablamos de huir. Estábamos llenos de una esperanza que nos acompañó hasta el fin, esperanza por la vida que llevaríamos juntos, lejos de todo, lejos de la batalla y del combate, de las salvajes y vanas pasiones y del arbitrario y vacío «debes» y «no debes» del mundo. Nos sentíamos inspirados, como si nuestra búsqueda fuera algo sagrado, como si nuestro amor mutuo fuera una misión…
       »Incluso cuando contemplamos desde nuestra barca la serena apariencia de la gran roca de Capri, llena ya de cicatrices y hendiduras por los emplazamientos de los cañones y por los escondrijos que iban a convertirla en fortaleza, no preveíamos todavía la inminente matanza, aunque la furia de los preparativos se expresaba ya en humaredas y nubes de polvo en cientos de puntos. Pero, en verdad, hice de todo ello un simple tema de conversación. Allí estaba la roca, aún bella, a pesar de sus cicatrices, con sus ventanas innumerables, sus arcos y caminos, nivel sobre nivel, hasta mil pies de altura; una talla enorme de color gris, fracturada por terrazas llenas de viñas y por huertos de naranjos y limoneros, con macizos de pitas y chumberas y grupos de almendros en flor. Bajo el arco que hay sobre la Piccola Marina pasaban otras barcas y, al doblar el cabo cerca del continente, vimos otra hilera de ellas que, con el viento en popa, se dirigían hacia el sudoeste. En un instante se convirtieron en una multitud, las más remotas apenas eran unas motas azules en la sombra proyectada por el acantilado oriental.
       »—Es el amor y la razón —dije— que huyen de toda esta locura de la guerra.
       »Y aunque después vimos un escuadrón de aviones que surcaban el cielo hacia el sur, no le prestamos atención. Ahí estaba, una línea de pequeños puntos en el cielo, y luego más, que llenaba el horizonte por el sudeste, y después aún muchos más hasta que aquel cuadrante del cielo apareció moteado de puntos azules. Unas veces eran pequeñas pinceladas de ese color, otras, al inclinarse, recibían la luz del sol y se transformaban en breves destellos. Llegaban, se elevaban y descendían, cada vez mayores, como una enorme bandada de gaviotas o cuervos que avanzaba con una uniformidad maravillosa y, al acercarse, cubría una enorme extensión de cielo. El ala sur se lanzó en forma de punta de flecha a través del sol y de repente viró hacia el este. Tras tomar esa dirección, los aparatos se hacían cada vez más pequeños y de nuevo más nítidos, hasta que desaparecían del cielo. Después, advertimos que por el norte, y a gran altura, las máquinas de guerra de Evesham amenazaban Nápoles como una nube de mosquitos al atardecer.
       »Todo aquello parecía importarnos lo mismo que una simple bandada de pájaros.
       »Incluso el estruendo de los cañones lejanos en el sudeste significaba poco para nosotros.
       »Cada día, en los sueños que siguieron, todavía nos sentíamos exaltados, todavía buscábamos un refugio en el que vivir y amar. Sobre nosotros se cernía la fatiga, el dolor y las calamidades. Aunque estábamos llenos de polvo y suciedad por nuestra penosa huida, muertos de hambre y horrorizados de los cadáveres que habíamos visto y de la huida de los campesinos —pues pronto una ráfaga de guerra barrió la península—; a pesar de todas esas cosas que obsesionaban nuestras mentes, la decisión de escapar era cada vez mayor. ¡Oh! ¡Qué valiente y sufrida era ella! Ella, que nunca se había enfrentado al infortunio y al peligro, tuvo valor por ella y por mí. Íbamos de un lado para otro buscando una salida, a través de una zona dominada y saqueada por las huestes de la guerra que se iban agrupando. Siempre fuimos a pie. Al principio encontramos otros fugitivos, pero no nos mezclamos con ellos. Unos huían hacia el norte, otros eran arrastrados por el torrente de campesinos que barría las carreteras principales; muchos se entregaban a la soldadesca y eran enviados al norte. La mayor parte de los hombres eran reclutados a la fuerza. Pero nosotros nos mantuvimos apartados de todo esto; no teníamos dinero para conseguir por medio de soborno un pasaje hacia el norte y temía que mi amada cayera en manos de aquella multitud guerrera. Habíamos desembarcado en Salerno, nos habían hecho retroceder desde Cava, y habíamos intentado cruzar a Taranto por un paso sobre el monte Alburno, pero tuvimos que volver atrás por falta de provisiones y nos vimos en las marismas de Pesto donde se alzan unos grandes templos solitarios. Tenía la idea de que en Pesto podríamos encontrar un barco para volver al mar. Y allí nos sorprendió la batalla.
       »Una especie de ceguera espiritual me poseía. Pude ver con claridad que estábamos rodeados, que la gran malla del conflicto armado nos tenía atrapados en sus redes. Habíamos visto muchas veces las levas de soldados que descendían del norte e iban de un lado a otro, y les habíamos contemplado a lo lejos, entre las montañas, abriendo caminos para las municiones y preparando las baterías. Una vez nos pareció que nos tomaban por espías y disparaban contra nosotros; en cualquier caso, lo cierto es que un cañonazo pasó silbando por encima de nuestras cabezas. Varias veces nos ocultamos en los bosques de los aeroplanos que pasaban sobre nosotros.
       »Pero todo esto, todas esas noches de huida y dolor, no importa ahora. Estábamos por fin en un espacio abierto cerca de aquellos grandes templos de Pesto, en un paraje rocoso y solitario salpicado de arbustos espinosos, vacío y desolado, y tan llano que un grupo de eucaliptos que había a lo lejos mostraba sus tallos hasta la raíz. ¡Aún puedo verlo! Mi amada se había sentado bajo un arbolito para descansar un rato porque estaba agotada y era débil, y yo me encontraba de pie, intentando calcular la distancia a la que estaban los proyectiles que iban y venían. Los contendientes combatían muy separados unos de otros con aquellas terribles armas modernas que nunca antes habían sido utilizadas: cañones que llegaban más allá de donde alcanzaba la vista y aeroplanos que podían… lo que podían hacer nadie sabía predecirlo.
       »Sabía que estábamos entre los dos ejércitos y que estos se iban aproximando. Comprendí que nos encontrábamos en peligro y que no nos podíamos detener allí a descansar.
       »Aunque todo esto estaba en mi mente, quedaba en segundo plano. Me parecían cosas que no nos incumbían. Pensaba en mi amada principalmente y me invadía una pena angustiosa. Por primera vez se había declarado vencida y había comenzado a sollozar. Pude oír su llanto a mis espaldas, pero no quise volverme porque sabía que tenía necesidad de llorar y se había contenido durante mucho tiempo por mí. Estaba bien, pensé, que llorara y se desahogara. Luego continuaríamos nuestra penosa huida porque no tenía la menor idea de lo que nos amenazaba. Aún puedo verla allí, con su hermoso cabello sobre los hombros, aún puedo advertir los profundos hoyuelos de sus mejillas…
       »—Si nos hubiéramos separado —dijo—, si te hubiera dejado marchar…
       »—No —repliqué—. Ni siquiera ahora me arrepiento. Nunca me arrepentiré; hice mi elección y la mantendré hasta el fin.
       »Y entonces…
       »Algo relampagueó sobre nuestras cabezas y estalló. Oí que las balas resonaban a nuestro alrededor, como si nos hubieran arrojado un puñado de guisantes. Desconchaban las piedras a nuestro alrededor, arrancaban fragmentos de los ladrillos y pasaban…
       Se llevó la mano a la boca y humedeció los labios.
       —Al ver el destello, yo me había vuelto…
       »Ella se puso en pie… se puso en pie… y dio un paso hacia mí… como si quisiera acercarse… Una bala le había alcanzado el corazón.
       Se detuvo y me miró fijamente. Sentí aquella incapacidad estúpida que siente un inglés en ocasiones semejantes. Le miré a los ojos por un instante y después volví la vista hacia la ventanilla. Nos mantuvimos en silencio durante largo rato. Cuando al fin volví a mirarle estaba sentado de nuevo en su asiento, con los brazos cruzados y se mordía los nudillos.
       De repente se mordió una uña y la miró.
       —La llevé hacia los templos —dijo—, en brazos —añadió como si aquello importara—. No sé por qué. Eran como una especie de santuario… habían durado tanto tiempo, supongo.
       »Debió de morir casi en el acto. Pero… yo le fui hablando… durante todo el rato.
       De nuevo el silencio.
       —Conozco esos templos —dije con brusquedad.
       Verdaderamente me había hecho recordar con claridad aquellas arcadas tranquilas y soleadas de gastada piedra arenisca.
       —Fue en el oscuro, en el grande y oscuro. Me senté en una columna caída con mi amada en los brazos… Después del primer balbuceo me quedé en silencio. Al rato las lagartijas salieron y volvieron a corretear como si nada extraño hubiera ocurrido, como si nada hubiera cambiado. Reinaba una quietud espantosa, el sol estaba en lo alto y las sombras no se movían; hasta las sombras de las hierbas sobre los entablamentos estaban inmóviles, a pesar del estruendo y las detonaciones que surcaban el aire.
       »Creo recordar que los aviones subían desde el sur y que la batalla se trasladó hacia el oeste. Un aeroplano fue alcanzado, dio una vuelta y cayó. Lo recuerdo, aunque no me interesó lo más mínimo. No parecía tener importancia. Era como una gaviota herida, ya sabe, con su aleteo momentáneo sobre el agua. Pude verlo caer, un objeto negro sobre el azul brillante del agua, desde un lateral del templo.
       »Tres o cuatro proyectiles estallaron en la playa y luego todo cesó. Cada vez que ocurría, las lagartijas huían y se escondían bajo las piedras durante un rato. Ese fue todo el daño, exceptuando una bala perdida que desgarró una piedra cercana dejando una superficie pura y brillante.
       »Mientras las sombras crecían, la quietud parecía mayor.
       »Lo curioso —señaló con el tono de quien mantiene una conversación trivial— es que no pensaba, no pensaba en absoluto. Me senté entre las piedras, con ella en mis brazos, paralizado, en una especie de letargo.
       »Y no recuerdo haber despertado. No recuerdo haberme vestido aquel día. Sé que me encontré en mi despacho, con todas las cartas abiertas delante de mí, y recuerdo cómo me impresionó lo absurdo de mi estancia allí, puesto que en realidad yo estaba sentado, aturdido, en aquel templo de Pesto con una mujer muerta en mis brazos. Leí las cartas mecánicamente. He olvidado de qué trataban.
       Se detuvo y hubo un largo silencio.
       De repente me di cuenta de que íbamos bajando la pendiente de Chalk Farm. Me asombré del paso del tiempo. Me volví a dirigir a él con otra pregunta brusca, con el tono de «ahora o nunca».
       —¿Y volvió a soñar?
       —Sí.
       Pareció esforzarse por terminar. Su tono de voz era muy bajo.
       —Una vez más, y sólo duró unos instantes. Me pareció que despertaba de repente de una gran apatía, que había cambiado de postura y que su cuerpo yacía a mi lado, sobre las piedras. Era un cuerpo desfigurado. Ya no era ella, ¿me entiende? Tan pronto, y ya no era ella…
       »Puede que oyera voces. No sé. Sabía con seguridad que unos hombres se acercaban a aquel lugar solitario y que aquello suponía un último ultraje.
       »Me puse en pie y atravesé el templo. Entonces aparecieron. El primer hombre, de rostro amarillento, llevaba un uniforme blanco, muy sucio, guarnecido con una cinta azul, y detrás iban varios más que treparon hasta lo alto de la antigua muralla de la ciudad desaparecida y se quedaron allí, agazapados. Eran pequeñas figuras que brillaban a la luz del sol y escudriñaban desde allí, con las armas en la mano, lo que tenían delante.
       »Y más lejos vi a otros y luego a muchos más en otro punto de la muralla. Formaban una larga línea desordenada de hombres en orden abierto.
       »Luego, el hombre que había visto primero se puso en pie y dio una orden. Sus hombres se arrojaron de la muralla y se dirigieron, por entre las hierbas altas, hacia el templo. Se dejó caer con ellos y les dirigió. Avanzó hacia mí y, cuando me vio, se detuvo.
       »Al principio había observado a esos hombres con simple curiosidad, pero cuando me di cuenta de que intentaban acercarse al templo, intenté impedírselo.
       »—No deben entrar aquí —grité al oficial—. Aquí estoy yo. Estoy aquí con mi amada muerta.
       »Me miró fijamente y después me gritó una pregunta en una lengua desconocida». Repetí lo que había dicho.
       »Él volvió a gritar. Me crucé de brazos y permanecí inmóvil. Luego, se dirigió a sus hombres y se aproximó. Desenvainó la espada.
       »Le hice señas para que se alejara, pero siguió avanzando. Me dirigí a él de nuevo en un tono paciente y claro.
       »—No debe entrar aquí. Estos son templos antiguos y yo estoy aquí con mi amada muerta.
       »Al rato estaba tan cerca que pude ver su rostro con claridad. Era delgado, con apagados ojos grises y un bigote negro. Tenía una cicatriz sobre el labio superior y su aspecto era sucio y sin afeitar. Continuó gritando palabras ininteligibles, tal vez preguntas, hacia mí.
       »Ahora soy consciente de que me tenía miedo, pero en aquel momento no se me ocurrió pensarlo. Mientras intentaba explicarme, me interrumpió con tono imperioso, ordenándome, supongo, que me apartara.
       »Hizo ademán de pasar por delante de mí y le agarré.
       »Entonces vi que su rostro cambió.
       »—¿Está loco? —grité—. ¿No ve que está muerta?
       »El oficial retrocedió y me lanzó una mirada llena de crueldad. Vi una especie de resolución exultante en sus ojos… Era deleite. Después, y de repente, frunció el ceño, echó su espada hacia atrás —así— y la clavó.
       Se detuvo bruscamente.
       Advertí un cambio en el ritmo del tren. Los frenos alzaron sus voces y el vagón chirrió y dio una sacudida. El mundo actual se hacía notar por medio del ruido. A través de la ventanilla empañada distinguí enormes anuncios luminosos que brillaban en los altos postes sobre la niebla, y vi pasar hileras de inmóviles vagones vacíos; después, una garita de señales, que alzaba su constelación de verde y rojo en el lóbrego crepúsculo londinense, pasó tras ellos. Miré de nuevo las facciones ojerosas de aquel hombre.
       —Me atravesó el corazón. Sentí una especie de asombro, no dolor ni miedo, sino sólo sorpresa cuando me vi atravesado, cuando noté que la espada se hundía en mi cuerpo. Pero no me dolió, no me dolió en absoluto.
       Las luces amarillas del andén surgieron en nuestro campo de visión y pasaron, primero con rapidez, luego lentamente, hasta que se detuvieron con una sacudida. Borrosas siluetas humanas iban de un lado para otro en el exterior.
       —¡Euston! —gritó una voz.
       —¿Quiere usted decir…?
       —No sentí ningún dolor, ningún pinchazo ni escozor. Sólo asombro y una oscuridad que lo invadía todo. El rostro furioso y brutal que tenía ante mí, el rostro del hombre que me había matado parecía alejarse. Desapareció de la existencia…
       —¡Euston! —clamaban las voces en el exterior—. ¡Euston!
       La portezuela del vagón se abrió dando paso a una oleada de ruido y un mozo apareció ante nosotros. Los golpes de las puertas al cerrarse, el ruido de los cascos de los carruajes, y tras ellos el lejano y confuso rumor de los adoquines londinenses, llegaron hasta mis oídos. Bultos y farolas encendidas resplandecían a lo largo del andén.
       —Una oscuridad, un torrente de oscuridad que se abrió, se extendió y borró todas las cosas.
       —¿Equipaje, señor? —dijo el mozo.
       —¿Y ése fue el final? —pregunté.
       Pareció dudar. Después, en un tono casi inaudible, contestó:
       —No.
       —¿Cómo?
       —No pude llegar hasta ella. Estaba allí, al otro lado del templo… y entonces…
       —¿Y entonces? —insistí—. ¿Entonces?
       —¡Pesadillas! —exclamó—. ¡Auténticas pesadillas! ¡Dios mío! ¡Aves enormes que combatían y destruían…




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