H. G. Wells
(Bromley, Kent, 1866 — Londres, 1946)
Mr. Skelmersdale en el país de las hadas (1903)
(“Mr. Skelmersdale in Fairyland”)
Originalmente publicado en London Magazine (febrero 1903);
Twelve Stories and a Dream
(Londres: Macmillan and Co., Limited / New York: The Macmillan Company, 1903, 378 págs.)
—Hay un hombre en esa tienda —dijo el doctor— que ha estado en el País de las Hadas.
—¡Tonterías! —dije, y me di la vuelta para mirar la tienda.
Era la típica tienda de pueblo con oficina de correos, hilos telegráficos en las cornisas, cacerolas de zinc y cepillos en el exterior, y botas, telas y latas de conserva en el escaparate.
—Hábleme de eso —dije, tras una pausa.
—No estoy muy enterado —dijo el doctor—. Es el típico palurdo, se llama Skelmersdale. Pero la gente de aquí le cree a pies juntillas.
Después de un rato volví sobre el tema.
—No sé nada —dijo el doctor— y no quiero saberlo. Le estaba curando un dedo que se había roto en un partido de criquet cuando me topé con esa estupidez. Eso es todo. Al menos, esto le muestra la clase de gente con la que tengo que tratar. ¡Imposible meter a gente así las nuevas ideas sanitarias!
—Muy cierto —dije en tono amable.
El doctor siguió hablándome del asunto de las alcantarillas de Bonham. Cosas de este tipo, creo, son adecuadas para ocupar las cabezas de los funcionarios médicos de sanidad. Intenté ser lo más comprensivo posible, y cuando llamó a la gente de Bonham «burros», yo le dije que eran unos «malditos burros», pero ni siquiera esto le calmó.
Tiempo después, al final del verano, mientras terminaba el capítulo sobre patología espiritual que, en mi opinión, era más difícil de escribir que de leer, un apremiante deseo de reclusión me condujo a Bignor. Me alojé en una granja y poco después, buscando tabaco, me encontré de nuevo junto a aquella tienda. «Skelmersdale», me dije al verla, y entré.
Me atendió un joven bajo, pero de buena planta, tez clara y suave, dientes pequeños y sanos, ojos azules y maneras lánguidas. Le examiné con curiosidad. Salvo un toque de melancolía en su expresión, nada en su persona estaba fuera de lo común. Estaba en mangas de camisa y llevaba arremangado el delantal de tendero y un lápiz detrás de una inofensiva oreja. Una cadena de oro, de la que colgaba una guinea retorcida, cruzaba su chaleco.
—¿Nada más, señor? —preguntó, inclinándose sobre la cuenta.
—¿Es usted Mr. Skelmersdale?
—Sí, señor —dijo sin levantar la vista.
—¿Es verdad que usted ha estado en el País de las Hadas?
Me miró un instante frunciendo las cejas y con semblante ofendido y exasperado.
—¡Oh! ¡Cállese! —dijo.
Y después de un momento de hostilidad en el que permanecimos mirándonos, siguió haciendo la cuenta.
—Cuatro, seis y medio —dijo tras una pausa—. Gracias, señor.
Así, de este modo tan poco propicio, comenzó mi relación con Mr. Skelmersdale.
Sin embargo conseguí su amistad a través de penosos esfuerzos. Le volví a ver en el bar del pueblo, donde una noche, después de cenar, fui a jugar al billar y a mitigar el riguroso retiro que me era tan útil para trabajar durante el día. Logré jugar con él y conversar. Me di cuenta de que el único tema que había que evitar era el del País de las Hadas. Hablando de cualquier otra cosa se mostraba abierto y afable de modo poco común, pero le habían molestado con aquel tema, que era un tabú manifiesto. En el bar, y en su presencia, sólo una vez oí una alusión a su experiencia y fue hecha por un granjero contra el que jugaba y que iba perdiendo. Mr. Skelmersdale hizo diez carambolas seguidas, lo que para la gente de Bignor era una jugada extraordinaria.
—¡Cuidado con lo que haces! —dijo su adversario—. Esos churros te salen porque te ayudan las hadas.
Mr. Skelmersdale le miró fijamente un instante con el taco en la mano, lo tiró al suelo y salió del bar.
—¿Por qué no le deja en paz? —dijo un respetable anciano que había estado disfrutando de la partida, y ante el murmullo general de desaprobación, al campesino se le borró de la cara la sonrisa que le había producido su ocurrencia.
Yo aproveché la oportunidad.
—¿Qué broma es esa —dije— sobre el País de las Hadas?
—No bromee sobre el País de las Hadas; al menos no con el joven Skelmersdale —dijo el respetable anciano mientras bebía.
Un hombre pequeño de mejillas sonrosadas se mostró más comunicativo.
—Se dice, señor —dijo—, que las hadas le cogieron en el monte Aldington y le retuvieron allí unas tres semanas.
Y con esto la reunión se fue animando. Una vez que una oveja había dado el primer paso, las otras estaban listas para seguirla, y en poco tiempo pude formarme una idea general del caso Skelmersdale. Anteriormente, antes de ir a Bignor, había estado en una tienda del mismo estilo en Aldington Corner y allí sucedió la historia, cualquiera que fuera ésta. Por lo que me contaron, estaba claro que se había quedado hasta tarde en el monte, que había desaparecido de la vista de los hombres durante tres semanas y que había vuelto con «los puños de la camisa tan limpios como cuando salió» y los bolsillos llenos de polvo y ceniza. Volvió en un estado de depresión melancólica del que emergió lentamente y durante días no quiso dar cuenta del lugar donde había estado. La muchacha de Clapton Hill con la que estaba comprometido intentó sonsacárselo y rompió con él, en parte porque se negó a revelárselo y en parte porque, como ella decía, él le disgustaba totalmente. Y cuando algún tiempo después reveló descuidadamente a alguien que había estado en el País de las Hadas y quería volver allí, el asunto se difundió y el humor rural entró en juego, por lo que abandonó bruscamente su situación y se fue a Bignor huyendo del revuelo. Pero en cuanto a lo que había ocurrido en el País de las Hadas, ninguno de ellos sabía nada. Los hombres que estaban reunidos en el bar del pueblo perdieron la serenidad y se comportaron como una jauría que pierde el rastro. Unos decían una cosa y otros lo contrario.
Cuando consideraban este prodigio se mostraban ostensiblemente críticos y escépticos, pero pude ver que se traslucía mucha credulidad a través de sus reservas cautelosas. Adopté una postura de interés inteligente, teñido de una duda razonable sobre la totalidad de la historia.
—Si el País de las Hadas está dentro del monte Aldington —dije—, ¿por qué no cavan allí?
—Es lo que digo yo —dijo el joven campesino.
—Muchos han intentado cavar en el monte Aldington una y otra vez —dijo solemnemente el anciano respetable—. Pero hasta hoy ninguno ha venido a decir lo que ha encontrado en sus excavaciones.
La unanimidad del vago ambiente de credulidad que me rodeaba era más bien impresionante. Sentí que seguramente debía de haber algo en el origen de tal convicción, y la aguda curiosidad que ya sentía por los hechos reales del caso se despertó con nitidez. Si alguien podía revelar los hechos reales, éste era el mismo Mr. Skelmersdale; me esforcé, por tanto, con más asiduidad todavía en borrar la mala impresión que había dejado en él la primera vez y en ganar su confianza hasta el punto de que me hablara espontáneamente de todo ello. En este empeño tenía una ventaja social. Al ser una persona afable, sin empleo aparente, que llevaba un traje de tweed y pantalones cortos, fui catalogado en Bignor como un artista, y en el singular código social dominante de Bignor, un artista ocupa una posición considerablemente más alta que un dependiente de ultramarinos. Mr. Skelmersdale, como muchos de su clase, es algo snob. Me había dicho «CÁLLESE» sólo porque había sido provocado de forma brusca y excesiva y, además, estoy seguro, se arrepintió en seguida; yo sabía que le agradaba que le vieran paseando por el pueblo conmigo. En el momento oportuno aceptó con agrado mi invitación a fumar una pipa y tomar un whisky en mis habitaciones; y como, gracias a un feliz instinto, yo sospechaba que en todo esto se mezclaban desdichas amorosas y sabía que las confidencias llaman a las confidencias, le hablé sugestivamente de mi pasado real y ficticio. Fue después del tercer whisky de la tercera de estas visitas cuando rompió el hielo por su propia voluntad a propósito de un comentario sobre un pequeño amor que me conmovió y me abandonó en mi adolescencia.
—Fue lo mismo que me pasó a mí en Aldington —dijo—. Es eso precisamente lo extraño. Al principio, yo era indiferente y era ella quien quería, después, cuando ya era demasiado tarde, fui yo, por decirlo de alguna manera, el que quería.
Me abstuve de responder a esta alusión: así, poco después, hizo otra, y en poco tiempo dio a entender claramente que de la única cosa que quería hablar era de aquella aventura del País de las Hadas que había guardado herméticamente tanto tiempo. Como ven, había caído en la trampa, y de ser sólo un semi-incrédulo más, un desconocido que pretende ser gracioso, me había convertido, gracias a mis confidencias insistentes e impúdicas, en su posible confidente. Le había picado el deseo de dejar ver que él también había vivido y experimentado muchas cosas; la fiebre se había apoderado de él.
Al principio su narración era ciertamente confusa, y mi impaciencia por aclarar ciertos puntos con unas cuantas preguntas precisas era sólo igualada y vencida por mi preocupación por no llegar a dicha situación demasiado pronto. Pero en una o dos reuniones el fundamento de su confianza quedó bien establecido. Creo que me hice con casi todos los datos y aspectos de la historia desde el principio hasta el final; y, en efecto, escuché muchas veces casi todo lo que Mr. Skelmersdale, con su limitada capacidad de narración, podía contar. Y, de este modo, llego al relato de su aventura y la reconstruyo de nuevo en su totalidad. Si realmente sucedió, la imaginó, la soñó o se le ocurrió en un trance alucinatorio extraño, es algo sobre lo que no quiero pronunciarme. Pero no consideraré ni por un momento que la haya inventado. El hombre cree simple y honestamente que todo sucedió tal como lo cuenta; es, evidentemente, incapaz de una mentira tan elaborada y coherente, y, además, encuentro una buena confirmación de su sinceridad en el hecho de que las sencillas mentes rurales, aunque a menudo están dotadas de una aguda penetración, le crean. Él lo cree, y nadie puede presentar una prueba que falsifique su creencia. En cuanto a mí, transmito su historia con este apoyo; soy ya un poco viejo para dar justificaciones o explicaciones.
Dice que fue a dormir una noche al monte Aldington alrededor de las diez, es muy posible que fuera la noche de San Juan, aunque él nunca pensó en la fecha y no estaba seguro si fue una semana antes o después. Era una noche hermosa y serena y la luna se elevaba en el horizonte. Me he tomado la molestia de visitar este monte tres veces desde que la historia creció al amparo de mi persuasión; en una de aquellas visitas la luna aparecía en el crepúsculo estival: tal vez una noche similar a la de su aventura. Júpiter se mostraba grande y espléndido por encima de la luna; por el norte y el noroeste, el cielo aparecía verde y brillante sobre el sol ya oculto. El monte se levanta yermo y desnudo bajo el cielo, pero rodeado de matorrales espesos a corta distancia; cuando ascendía por el monte había conejos espectrales o casi invisibles que respingaban y corrían sin parar. Sólo en la cima del monte, y en ninguna otra parte, se oía un zumbido turbulento de moscas. El monte es, creo, un montículo artificial, el túmulo de algún gran caudillo prehistórico, y seguro que ningún hombre ha escogido un panorama tan vasto para una sepultura. Hacia el este se ve, a lo largo de las colinas, hasta Hythe; y de allí, a través del canal, hasta donde las grandes luces blancas de Gris Nez y Boulogne pestañean, brillan y desaparecen a treinta millas de distancia, o quizá más. Hacia el oeste yace el profundo valle del Weald, visible hasta Hindhead y la colina de Leith, mientras que el valle del Stour extiende sus elevaciones por el norte hasta las colinas interminables, más allá de Wye. Toda la llanura de Romney yace a sus pies, extendiéndose hacia el sur. Dymchurch, Romney, Lydd, Hastings y su colina están a media distancia, y las colinas se multiplican vagamente más allá de donde Eastbourne abraza Beach Head.
Y sobre este paisaje, Mr. Skelmersdale erraba turbado por su primer disgusto amoroso, y como él mismo decía: «sin que le preocupara hacia dónde se dirigía». Se sentó para meditar y, allí, malhumorado y afligido, le sorprendió el sueño. Así fue como las hadas se apoderaron de él.
La pelea que le había trastornado se debía a algún conflicto trivial entre él y la chica de Clapton Hill con la que estaba prometido. Ella era hija de un granjero, decía Mr. Skelmersdale, y «muy respetable»: sin duda un excelente partido para él. Sin embargo, tanto la chica como su amante eran muy jóvenes y poseían ese recelo mutuo, esa crítica intolerante y afilada, ese ansia irracional de una belleza perfecta que la vida y la prudencia apagan en poco tiempo felizmente. No tengo idea del motivo exacto de la pelea. Ella pudo decirle que le gustaban los hombres con polainas cuando él no las llevaba, o él pudo decirle que le gustaba más con otro tipo de sombrero; pero, empezara como empezara, llegaron, tras una serie de torpezas, a la amargura y las lágrimas. Sin duda ella terminó llorosa y humillada, y él deshecho y deprimido. La chica se marchó haciendo odiosas comparaciones, con serias dudas sobre si le quiso realmente alguna vez y con la certeza clara de que nunca le volvería a querer. Y con estos pensamientos en su espíritu se fue afligido hacia el monte de Aldington, y luego, tal vez después de mucho tiempo, cayó dormido sin explicación alguna.
Al despertarse se encontró en el césped más blando sobre el que jamás había dormido y bajo la sombra de árboles tan oscuros que tapaban el cielo por completo. Al parecer, en el País de las Hadas el cielo está siempre oculto. A excepción de una noche en que las hadas estuvieron bailando, Mr. Skelmersdale, durante el tiempo que estuvo con ellas, nunca vio una estrella. Y en cuanto a esa noche, dudo si se encontraba en el mismo País de las Hadas o en otro sitio, tal vez donde se levantan los cercos y los juncos, en los bajos prados cercanos a la vía del ferrocarril de Smeeth.
Pero, a pesar de todo, había luz bajo esos árboles y, sobre las hojas y el césped, brillaban abundantes luciérnagas, relucientes y hermosas. La primera sensación que tuvo fue que era pequeño; la siguiente, que estaba rodeado por gente aún más pequeña. Por alguna razón, según dice, no se sorprendió ni se asustó, sino que se incorporó pesadamente y alejó el sueño de sus ojos. Rodeándole por completo se encontraban los elfos risueños que le habían capturado y conducido al País de las Hadas mientras dormía desamparado.
Tan vago e imperfecto es su vocabulario, tan poca atención prestó a los pequeños detalles, que me ha sido imposible colegir qué aspecto podrían tener estos elfos. Iban vestidos con algo muy ligero y bonito que no era lana, ni seda, ni hojas, ni pétalos de flores. Cuando se despertó y se sentó, los elfos empezaron a rodearle; de repente, desde un claro y a través de una avenida de luciérnagas descendió, con una estrella en la frente, el hada que constituye el personaje principal de su historia y de su memoria. De ella he reunido más datos. Vestía ropa verde transparente y su pequeño talle estaba ceñido por un ancho cinturón de plata. Sus cabellos ondulaban hacia atrás, a ambos lados de su frente, formando bucles caprichosos, aunque no demasiado descuidados, y lucía una diadema pequeña engastada con una sola estrella sobre la frente. Sus mangas estaban abiertas de tal forma que dejaban vislumbrar los brazos; creo que el hada exhibía algo el cuello, pues Mr. Skelmersdale hablaba de la belleza de su cuello y de su barbilla. Un collar de coral ceñía su blanca garganta y sobre el pecho llevaba prendida una flor del color del coral. Tenía las líneas suaves de un niño en el mentón, el cuello y las mejillas. Deduzco que sus ojos eran de un marrón encendido, muy tiernos, suaves y puros. Se puede ver por estos detalles cuántas veces ha aparecido esta señorita en el recuerdo de Mr. Skelmersdale. Intentó expresar ciertas cosas y no pudo; «su manera de moverse» dijo varias veces, e imagino la alegría recatada que irradiaba esta señorita.
En compañía de esta persona encantadora, como huésped y compañero escogido, Mr. Skelmersdale empezó a conocer los secretos del País de las Hadas. Ella le acogió con mucho gusto y cierto afecto; imagino que ella estrecharía su mano entre las suyas mientras se le iluminaba la cara. Después de todo, hace diez años, Mr. Skelmersdale pudo haber sido un joven muy atractivo. Entonces ella cogió su brazo y luego, supongo, le llevó de la mano por el claro que iluminaban las luciérnagas.
Es imposible saber, a partir de la estructura desarticulada de la narración de Mr. Skelmersdale, cómo ocurrió todo con exactitud. Ofrecía cuadros imperfectos y fugaces de rincones y hechos extraños, de lugares donde había muchas hadas juntas, de «hongos que brillaban con luz rosada», de la comida de las hadas, de la que sólo sabía decir: «¡tendría que haberla probado usted!», y de la música de las hadas —«como una cajita de música»— que nacía de flores que se mecían. Había un gran espacio abierto donde las hadas montaban en «cosas» y corrían, pero no se puede saber lo que Mr. Skelmersdale quiso decir con «estas cosas en las que montan las hadas». Tal vez eran larvas o grillos o los pequeños escarabajos que nos esquivan tan a menudo. Había un lugar donde el agua se esparcía y crecían ranúnculos gigantescos; allí, en la época cálida, las hadas se bañaban juntas. Jugaban, bailaban y los elfos hacían la corte entre la espesura de los musgos. No cabe la menor duda de que el Hada pretendía a Mr. Skelmersdale, como tampoco de que el joven opuso resistencia. Llegó un momento, en efecto, en que ella se sentó en un banco junto a él, en un lugar apartado y silencioso, «inundado de aroma de violetas» y le habló de amor.
—Cuando su voz bajó y se convirtió en un susurro —dijo Mr. Skelmersdale—, cuando pasó su mano sobre mi mano y se acercó de esa manera tierna y afectuosa, hice lo que pude para no perder la cabeza.
Parece que sólo hasta cierto punto no perdió la cabeza, desgraciadamente. Vio «cómo soplaba el viento», y así, sentado en un lugar inundado de aroma de violetas, con su piel junto a la del Hada adorable, Mr. Skelmersdale le manifestó suavemente ¡que estaba prometido!
Ella le dijo que le quería muchísimo, que era un chico encantador y que le daría cualquier cosa que le pidiera, incluso el deseo de su corazón.
Skelmersdale, que intentó evitar mirar a sus labios cuando se abrían y cerraban, preparó el terreno para la pregunta más íntima diciendo que le gustaría tener suficiente capital para montar una tienda. Sólo le gustaría sentir, dijo, que tenía dinero suficiente para hacer eso. Imagino una pequeña sorpresa en esos ojos marrones cuando él dijo esto, pero, a pesar de todo, se mostró comprensiva y le hizo muchas preguntas sobre la tienda riéndose todo el tiempo. Mr. Skelmersdale hizo una relación completa de su noviazgo y le contó todo sobre Millie.
—¿Todo? —dije.
—Todo —dijo Mr. Skelmersdale—; quién era, dónde vivía, le conté todo sobre ella. Sentí un inexplicable deber de hacerlo.
«Cualquier cosa que quieras la tendrás —dijo el Hada—. Es como tenerlo ya. Sentirás que tienes el dinero, tal como deseas. Y ahora, sabes… debes darme un beso».
Mr. Skelmersdale fingió no oír la última parte de sus palabras y le dijo que era muy amable. Que él no merecía que ella fuera tan amable y…
De pronto, el Hada se acercó a él y le susurró:
«¡Bésame!».
—Y la besé locamente —dijo Mr. Skelmersdale.
Me han dicho que hay besos y besos, y éste debió de ser muy diferente de las ruidosas muestras de afecto de Millie. Había algo mágico en ese beso; seguramente marcó un punto decisivo. De cualquier forma, éste es uno de los pasajes que le pareció importante describir con mayor extensión. He intentado narrarlo bien, he intentado desenredarlo de las insinuaciones y gestos con que llegó hasta mí, pero no me cabe ninguna duda de que fue muy diferente de como lo he contado, mucho más bello y tierno, bajo la suave luz filtrada y entre el silencio conmovedor de los claros del bosque de las hadas. El Hada le preguntó más detalles sobre Millie: si era hermosa, y cosas así, muchas veces. Imagino que cuando respondió a la pregunta sobre la belleza de Millie, él dijo que «era perfecta». Y entonces, o en una ocasión parecida, el Hada le dijo que se enamoró de él cuando dormía a la luz de la luna y que, al no saber nada de Millie, le había llevado al País de las Hadas pensando que tal vez se enamorara de ella. «Pero ahora sé que no puedes —dijo ella—, así que te quedarás un poco más conmigo y después debes volver con Millie». Él ya estaba enamorado del Hada y, a pesar de estas palabras, por pura inercia de su espíritu persistió en la actitud que ya había adoptado. Me imagino a Mr. Skelmersdale sentado, estupefacto entre todas esas cosas hermosas y relucientes y hablando de Millie, de la pequeña tienda que pensaba montar, de la necesidad de comprar un caballo y un carro… Y este estado absurdo de cosas debió de prolongarse durante días y días. Me parece ver a esta señorita flotando sobre él y tratando de divertirle, demasiado delicada para comprender su complejidad y demasiado tierna para dejarle ir. Como si estuviera hipnotizado, iba con ella de un lado para otro, ciego a todas las cosas del País de las Hadas, excepto a la maravillosa relación que mantenía. Es difícil, es imposible ofrecer en un libro el efecto de la ternura radiante del Hada que brillaba a través de la selva de frases toscas e imperfectas del pobre Mr. Skelmersdale. Para mí, al menos, brilló intensamente a través del desorden de su narración como una luciérnaga en una maraña de hierbajos.
Debió de pasar mucho tiempo mientras todo esto sucedía —ya dije que una vez bailaron bajo la luz de la luna en los cercados que tachonaban los prados cercanos a Smeeth—, pero un buen día las cosas tocaron a su fin. Ella le condujo a una gran caverna, iluminada «por una extraña luz roja», donde había cofres apilados, copas, cajas de oro y un enorme montón de algo que a todos los sentidos de Mr. Skelmersdale les pareció oro acuñado. Había pequeños gnomos entre estos tesoros, que saludaron al Hada cuando llegó y permanecieron a su lado. Y de pronto ella se volvió hacia él con una mirada refulgente.
«Ya es hora —dijo ella— de que te deje ir; has sido muy amable por estar conmigo tanto tiempo. Debes volver con tu Millie. Debes volver con tu Millie y, tal como te prometí, te darán tu oro».
—No pudo sostener la respiración —me dijo Mr. Skelmersdale—. Entonces tuve un sentimiento extraño… —añadió, y se tocó el pecho— como si me desmayara. Empalidecí y me estremecí… incluso entonces no pude decir una palabra.
Hizo una pausa.
—Ya —dije.
La escena estaba más allá de su capacidad de descripción. Pero sé que ella le despidió con un beso. —¿Y usted no dijo nada?
—Nada —dijo—. Me quedé como una vaca atiborrada. Se volvió a mirarme sólo una vez, sonriente y llorosa —pude ver cómo le brillaban los ojos— y luego se fue; y en torno a mí, sus pequeños compañeros estaban muy ocupados llenándome de oro las manos, los bolsillos y cualquier sitio que encontraban.
Fue en ese momento cuando desapareció el Hada y Mr. Skelmersdale comprendió realmente todo. De pronto empezó a desembarazarse del oro que le obligaban a coger y les gritó que no le dieran más.
—No quiero vuestro oro —les dije—. Todavía no he acabado. No me voy. Quiero hablar con el Hada otra vez. Empecé a correr tras ella, pero los gnomos me echaron para atrás. Sí, clavaron sus manitas en mi cintura y me hicieron retroceder a empujones. Siguieron dándome más y más oro, hasta que empezó a correr por debajo de los pantalones y rebosaba en mis manos. «No quiero vuestro dinero —les dije—, sólo quiero hablar con el Hada otra vez».
—¿Y habló con ella?
—Terminé peleándome.
—¿Antes de verla?
—No la llegué a ver. Cuando me libré de ellos, no la vi en ninguna parte.
Así que salió corriendo de la cueva rojiza en su busca. Recorrió una gruta larga y después salió a un espacio grande y desolado donde una multitud de fuegos fatuos volaba de aquí para allá. Los elfos danzaban burlonamente a su alrededor y los pequeños gnomos, que habían salido de la cueva en su persecución con puñados de oro, lo lanzaban contra él al tiempo que gritaban: «¡Amor de hadas, oro de hadas! ¡Amor de hadas, oro de hadas!».
Cuando oyó estas palabras, Mr. Skelmersdale sintió el temor de que todo hubiera terminado; alzó la voz y la llamó por su nombre, y de pronto echó a correr por la pendiente que sale de la boca de la caverna, a través de un lugar cubierto de espinas y zarzas, llamándola en voz alta repetidas veces. Los elfos danzaban indiferentes a su alrededor, pellizcándole y pinchándole; los fuegos fatuos giraban en torno a él y se abalanzaban contra su cara, y los gnomos le perseguían gritándole y arrojándole el oro de las hadas. Cuando corría en medio de este tropel singular que le aturdía, se hundió inesperadamente en un pantano hasta las rodillas; de pronto se encontró entre raíces retorcidas, su pie quedó atrapado en una, tropezó y cayó…
Cayó y rodó, y en ese instante se encontró tumbado en el monte Aldington, completamente solo bajo las estrellas.
Se incorporó con fuerza en seguida, dijo, y descubrió que estaba frío y entumecido, y su ropa humedecida por el rocío. La primera palidez de la aurora y un viento helado surgieron a la vez. Pudo haber pensado que todo había sido un sueño de una vividez extraordinaria hasta que metió la mano en el bolsillo y lo encontró atiborrado de ceniza. Entonces supo con certeza que era el oro de las hadas que le habían dado los gnomos. Todavía podía sentir los pellizcos y pinchazos, aunque no tenía ningún cardenal. De esta manera, y tan bruscamente, Mr. Skelmersdale volvió del País de las Hadas al mundo de los hombres. Incluso entonces, creyó que todo había sido cuestión de una noche, hasta que llegó a la tienda de Aldington Corner y descubrió, en medio del asombro general, que había estado fuera tres semanas.
—¡Señor! ¡Menudo apuro pasé! —dijo Mr. Skelmersdale.
—¿Y eso?
—Cuando tuve que explicarlo. Supongo que usted nunca ha tenido que explicar una cosa así.
—Nunca —dije.
Y se explayó hablando de la reacción de esta persona, de aquella… Evitó pronunciar un nombre durante un rato.
—¿Y Millie? —dije por fin.
—No tenía ninguna gana de verla —dijo.
—Me figuro que ella habría cambiado.
—Todo el mundo había cambiado. Todos habían cambiado para siempre, ¿sabe? Me parecían más grandes y bastos. Y sus voces más fuertes. ¿Por qué el sol, cuando salía por la mañana, me hería los ojos?
—¿Y Millie?
—No quería ver a Millie.
—¿Y cuándo la vio?
—Me encontré con ella el domingo cuando salía de la iglesia. «¿Dónde has estado?», me preguntó. Vi que iba a haber bronca, pero me daba igual. Me dio la impresión de que me había olvidado de ella incluso cuando me estaba hablando. No significaba nada para mí. No llegaba a entender qué había visto en ella, o a qué se habría debido mi atracción. A veces, cuando estaba ausente, volvía a pensar algo en ella; pero nunca cuando estaba presente, pues entonces aparecía la otra y la oscurecía… De cualquier forma, esto no le rompió el corazón.
—¿Se casó? —pregunté.
—Se casó con un primo —dijo Mr. Skelmersdale, y meditó un rato con la mirada puesta en el dibujo del mantel.
Cuando volvió a hablar, quedó claro que su antigua novia había desaparecido por completo de su espíritu y que la conversación le había traído de nuevo la imagen del Hada, que triunfaba en su corazón. Se puso a hablar de ella… y pronto empezó a revelar cosas extrañas, secretos de amor insólitos que sería desleal repetir aquí. Pienso, en efecto, que la cosa más extraordinaria de todo fue escuchar, cuando terminó su relato, a este pequeño tendero acicalado, con su vaso de whisky junto a él y un cigarro entre los dedos, confesar, todavía con dolor, aunque mitigado por el tiempo, el insaciable deseo amoroso que en poco tiempo se había adueñado de él.
—No podía comer —dijo—, no podía dormir. Me equivocaba en los pedidos y daba mal el cambio. Ella estaba presente noche y día sin dejar de atraerme un instante. ¡Oh! ¡Yo la deseaba, Señor! ¡Cuánto la deseé! Casi todas las noches iba al monte y daba vueltas y vueltas, rogándoles que me dejaran entrar. Gritaba. A veces estallaba en sollozos. Me sentía estúpido y miserable. Me decía sin cesar que había sido una ilusión. Y todos los domingos por la tarde subía allí, hiciera buen tiempo o no, aunque yo sabía tan bien como usted que era inútil durante el día. Intenté dormir allí.
Se interrumpió de pronto y decidió beber un trago de whisky.
—Intenté dormir allí —dijo, y podría jurar que sus labios temblaron—. Intenté dormir allí una y otra vez. Y, ¿sabe, señor? No pude… nunca. Creo que si me hubiera dormido, habría pasado algo… Pero me echaba, me incorporaba, y no podía… porque pensaba en ello, porque lo deseaba ardientemente. Era el ansia… Lo intenté…
Resopló, bebió convulsivamente el whisky que le quedaba, se levantó de repente y empezó a abrocharse la chaqueta, mirando y juzgando, mientras tanto, las reproducciones baratas que estaban junto a la repisa de la chimenea.
La libreta donde apuntaba los pedidos del día sobresalía con rigidez del bolsillo de la chaqueta. Cuando terminó de abrocharse todos los botones se pasó la mano por el pecho y se volvió hacia mí bruscamente.
—Bueno —dijo—, me tengo que ir.
Había algo en sus ojos y en su actitud que me resulta demasiado difícil expresar con palabras.
—Uno empieza a hablar… —dijo finalmente en la puerta, sonrió con tristeza, y así desapareció de mi vista.
Y esta es la historia de Mr. Skelmersdale en el País de las Hadas, tal como me la relató.
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