H. G. Wells
(Bromley, Kent, 1866 — Londres, 1946)


La isla de Æiornis (1894)
(“Æpyornis Island”)
Originalmente publicado en Pall Mall Budget (27 de diciembre de 1894);
The Stolen Bacillus and Other Incidents
(Londres: Methuen & Co., 1895, 275 págs.);
The Country of the Blind and Other Stories
(Londres: Thomas Nelson and Sons, 1911, 574 págs.)



      El hombre de la cicatriz en la cara se inclinó sobre la mesa y miró mi fardo.
       —¿Orquídeas? —preguntó.
       —Unas cuantas —respondí.
       —¿Cypripedios? —continuó.
       —Principalmente.
       —¿Alguno nuevo? Yo pensaba que no. Hice esas islas hace veinticinco… veintisiete años. Si encuentra usted algo nuevo aquí, bueno, entonces es novísimo. No dejé gran cosa.
       —No soy coleccionista —aclaré.
       —Entonces era joven —continuó—. ¡Cielos, cómo solía volar por ahí!
       Parecía estar tomándome la medida.
       —Estuve en las Indias Occidentales dos años y en Brasil siete. Luego fui a Madagascar.
       —Conozco de nombre a algunos exploradores —expliqué previendo una historia increíble—. ¿Para quién recogía usted?
       —Para Dawson. ¿Ha oído alguna vez el nombre de Butcher?
       Butcher… Butcher… El nombre parecía vagamente presente en mi memoria. Entonces recordé: Butcher contra Dawson.
       —¡Anda! —exclamé yo—, usted es el hombre que los demandó por el sueldo de cuatro años… naufragó y arribó a una isla desierta…
       —Servidor —dijo el hombre de la cicatriz haciendo una inclinación—. Un caso divertido, ¿verdad? Ahí estaba yo, ganando una pequeña fortuna en esa isla, no haciendo tampoco nada para ganarla, y ellos completamente incapaces de avisarme. A menudo solía divertirme pensando en eso mientras estaba allí. Hice cálculos sobre ello —grandes—, por todo el bendito atolón con figuras decorativas.
       —¿Cómo ocurrió?
       —Bueno… ¿Ha oído hablar del Æpiornis?
       —Bastante. Andrews me contaba de una nueva especie en la que estaba trabajando hace sólo un mes o así. Justo antes de embarcarme. Consiguieron, según parece, un fémur de casi una yarda de largo. ¡Un monstruo debió de ser el animal!
       —Le creo —dijo el hombre de la cicatriz—. Era realmente un monstruo. El ave gigantesca de Simbad no era más que una leyenda sobre ellos. Pero ¿cuándo encontraron esos huesos?
       —Hace unos tres o cuatro años, en el 91 creo. ¿Por qué?
       —¿Cómo que por qué? Porque fui yo el que los encontró… ¡Cielos! Hace casi veinte años. Si Dawson no se hubiera comportado estúpidamente sobre ese sueldo podían haber hecho un buen negocio con ellos. No pude evitar que el infernal bote se fuera a la deriva.
       Hizo una pausa.
       —Supongo que es el mismo sitio. Una especie de ciénaga a unas noventa millas al norte de Antananarivo. ¿Lo conoce acaso? Hay que ir por la costa en barca. ¿No lo recordará usted por casualidad, quizá?
       —No. Creo que Andrews dijo algo sobre una ciénaga.
       —Debe de ser la misma. Está en la costa este. Y de todas formas hay algo en el agua que impide que las cosas se descompongan. Huele como a creosota. Me recordó a Trinidad. ¿Siguen consiguiendo huevos? Algunos de los que yo encontré medían pie y medio de largo. La ciénaga lo rodea todo alrededor, sabe, y deja aislado este trozo. La mayor parte es sal, también. Bueno… ¡Qué mal lo pasé! Los encontré totalmente por casualidad. Íbamos buscando huevos, yo y los dos nativos, en una de esas extrañas canoas, todos apretujados, y encontramos los huesos al mismo tiempo. Teníamos una tienda y provisiones para cuatro días, y acampamos en uno de los sitios más firmes. Pensar en ello me trae a la memoria aquel extraño olor a brea incluso ahora. Es un trabajo curioso. Se va sondeando el barro con barras de hierro, sabe. Generalmente el huevo termina hecho pedazos. Me pregunto cuánto tiempo hace que vivieron realmente estos Æpiornis. Los misioneros dicen que los nativos tienen leyendas de cuando estaban vivos, aunque yo jamás oí esas historias
[No se sabe de ningún europeo que haya visto un Æpiornis vivo, con la dudosa excepción de Macer, quien visitó Madagascar en 1745.-H.G.W.]. Pero, desde luego, los huevos que conseguimos estaban tan frescos como si los acabaran de poner. ¡Frescos! Al llevarlos a la canoa, uno de mis negros dejó caer uno contra una roca y se hizo pedazos. ¡Qué paliza le di al desgraciado! Pero el huevo era fresco como recién puesto, ni siquiera olía, y su madre llevaba muerta los últimos cuatrocientos años, quizá. Dijo que un ciempiés le había mordido. Pero voy a contar la historia seguida. Nos había llevado todo el día cavar en el fango para conseguir esos huevos enteros y estábamos todos embadurnados de ese bestial barro negro, y naturalmente yo estaba cabreado. Por lo que yo sabía eran los únicos huevos que se habían sacado, y además enteros. Posteriormente fui a ver los que tienen en el Museo de Historia Natural de Londres. Todos ellos estaban rotos y pegados como un mosaico y con fragmentos que faltaban. Los míos era perfectos, y yo tenía la intención de abrirlos cuando estuviera de vuelta. Naturalmente me molestó que el estúpido inútil dejara caer tres horas de trabajo por culpa de un ciempiés. Le golpeé bastante.
       El hombre de la cicatriz sacó una pipa de arcilla. Yo puse mi petaca delante de él y llenó la pipa distraídamente.
       —¿Qué pasó con los otros? ¿Los trajo a casa? No recuerdo…
       —Ésa es la parte curiosa de la historia. Tenía otros tres. Huevos absolutamente frescos. Bueno, los pusimos en el bote y luego yo subí a la tienda a hacer algo de café, dejando a mis dos infieles abajo en la playa, uno tonteando con la picadura y el otro ayudándole. Nunca se me ocurrió que el desgraciado se aprovecharía de la posición especial en que me encontraba para montar una bronca. Pero supongo que el veneno del ciempiés y las patadas que le había dado le habían trastornado —siempre fue un tipo pendenciero— y persuadió al otro.
       »Recuerdo que estaba sentado, fumando e hirviendo el agua en una lámpara de alcohol que solía llevar en estas expediciones. Casualmente admiraba la ciénaga en la puesta de sol. Estaba toda negra y rojo sangre a rayas, una hermosa vista. Y más allá la tierra se elevaba gris y brumosa hasta las montañas, y el cielo detrás de ellas estaba rojo como boca de horno. Y cincuenta yardas a mis espaldas estaban estos benditos paganos —sin pensar para nada en la tranquila aura de las cosas— conspirando para marcharse con la barca y dejarme completamente solo con provisiones para tres días, una tienda de lona y nada de beber en absoluto salvo un pequeño barril de agua. Oí una especie de alarido detrás de mí, y allá estaban en esa especie de canoa —no era propiamente una barca— y, quizás a veinte yardas de tierra. Me di cuenta de lo que pasaba al instante. Tenía la escopeta en la tienda, y además no tenía balas, sólo perdigones para patos salvajes. Ellos lo sabían. Pero tenía un pequeño revólver en el bolsillo y lo saqué al tiempo que bajaba corriendo a la playa.
       »—Volved —grité yo, blandiendo el revólver.
       »—Me chapurrearon algo, y el que había roto el huevo se burló. Apunté al otro porque no estaba herido y llevaba el remo, y fallé. Se rieron. Pero yo no estaba vencido. Sabía que tenía que mantener la calma. Lo intenté de nuevo y le hice saltar con el golpe. Esa vez no se rió. La tercera le alcancé en la cabeza y se fue por la borda, y el remo con él. Fue un bonito disparo con suerte para un revólver. Calculo que serían cincuenta yardas. Se hundió directamente. No sé si le di o simplemente se aturdió y se ahogó. Luego empecé a gritar al otro que volviera, pero él se acurrucó en la canoa y no quiso contestar. Así que disparé mi revólver contra él, pero no conseguí alcanzarle.
       »Le digo que me sentí como un completo idiota. Allí estaba yo en esa podrida playa negra, toda una ciénaga plana a mis espaldas y el mar liso, frío tras la puesta de sol, y sólo esta negra canoa deslizándose a la deriva hacia alta mar. Le digo que maldije a Dawson y a Jamrach y a los museos y a todo eso por igual. Me desgañité diciéndole al negro que volviera hasta que mi voz se convirtió en un chillido.
       »No había otra solución que nadar tras él y arriesgarme con los tiburones. Así que abrí la navaja, me la puse en la boca, me quité la ropa y entré vadeando. Tan pronto como estuve en el agua perdí de vista a la canoa, pero tomé el rumbo que juzgué adecuado para interceptarla. Esperaba que el hombre que iba en ella estuviera demasiado mal para dirigirla y que seguiría a la deriva en la misma dirección. Pronto apareció de nuevo en el horizonte en dirección suroeste. El resplandor del crepúsculo se había extinguido ya completamente y avanzaba la oscuridad de la noche. Las estrellas hacían su aparición en el azul. Nadé como un campeón aunque pronto empezaron a dolerme los brazos y las piernas.
       »A pesar de todo, cuando casi todas las estrellas habían salido ya, llegué hasta él. Según oscurecía empecé a ver todo tipo de cosas resplandecientes en el agua, fosforescencias, ¿sabe? A veces me daban mareos. Apenas si podía distinguir las estrellas de las fosforescencias, y si nadaba hacia adelante o hacia atrás. La canoa era negra como el pecado y los rizos del agua bajo la proa parecían fuego líquido. Naturalmente fui muy cauteloso para subirme a ella. Ante todo estaba ansioso por ver lo que tramaba. Parecía estar acurrucado hecho un ovillo en la proa y la popa estaba toda fuera del agua. La canoa seguía girando alrededor lentamente al tiempo que derivaba, como bailando una especie de vals, ¿sabe? Fui hasta la popa y tiré de ella hacia abajo esperando que despertara. Luego empecé a subirme con la navaja en la mano y preparado para un ataque. Pero no se movió. Así que allí me senté, en la popa de la pequeña canoa a la deriva por un mar calmo y fosforescente, y con todas las estrellas encima de mí, esperando que sucediera algo.
       »Después de mucho tiempo le llamé por su nombre, pero no respondió. Yo estaba demasiado cansado para arriesgarme a llegar hasta donde estaba él. Así que allá seguimos sentados. Creo que me quedé dormido dos o tres veces. Cuando llegó la aurora vi que estaba tan muerto como un clavo, todo hinchado y color púrpura. Mis tres huevos y los huesos yacían en medio de la canoa, y el barrilillo de agua, algo de café y las galletas envueltas en un ejemplar del Argus del Cabo estaban a sus pies, y una lata de alcohol metílico debajo de él. No había ningún remo, ni de hecho nada que pudiera emplear como tal a no ser la lata de alcohol, por lo que decidí seguir a la deriva hasta que me recogieran. Le inspeccioné, establecí un veredicto contra la serpiente, escorpión o ciempiés desconocido y lo envié por la borda. Después tomé un trago de agua y unas galletas y eché un vistazo alrededor. Supongo que alguien en una posición baja como estaba yo no ve muy lejos, de todos modos Madagascar no se veía por ninguna parte, ni tampoco rastro de tierra. Vi una vela que iba en dirección suroeste, parecía una goleta, pero nunca llegué a ver el casco. Pronto el sol estuvo alto en el cielo y empezó a caer sobre mí. ¡Cielos! Casi me hacía hervir el cerebro. Traté de mojar la cabeza en el mar, pero después de un rato me fijé por casualidad en el Argus del Cabo, me tumbé en la canoa y lo extendí sobre mí. ¡Qué maravillosos son los periódicos! Nunca había leído uno de cabo a rabo, pero es curioso las cosas que hace uno cuando está solo como lo estaba yo. Supongo que leí ese bendito Argus del Cabo atrasado veinte veces. La pez de la canoa simplemente humeaba con el calor y estalló en grandes ampollas.
       »Estuve a la deriva diez días —prosiguió el hombre de la cicatriz—. Es poca cosa cuando se cuenta, ¿verdad? Cada día como el anterior. Excepto de madrugada y ya avanzada la tarde nunca mantuve una vigilancia constante, tan infernal era el resplandor. No vi una vela hasta pasados los tres primeros días, y las que vi no me hicieron caso. Hacia la sexta noche un barco pasó apenas a media milla de mí con todas las luces encendidas y las portillas abiertas, parecía una gran luciérnaga. Había música a bordo. Me puse en pie y voceé y chillé. El segundo día abrí uno de los huevos de Æpiornis, quité el extremo de la cáscara raspándola poco a poco y lo probé y me alegré al comprobar que era lo bastante bueno para comer. Un poco fuerte —no malo, quiero decir—, pero con algo del sabor de los huevos de pato. Había una especie de mancha circular, de unas seis pulgadas, en un lado de la yema, y con rayas de sangre y una mancha blanca como una escalera que me pareció extraña, pero no entendí lo que significaba en aquel momento, y no estaba para quisquillosidades.
       »El huevo me duró tres días con galletas y un trago de agua. Masqué granos de café también… vigorizante sustancia. El segundo huevo lo abrí hacia el octavo día, y me escamó.
       El hombre de la cicatriz hizo una pausa.
       —Sí —dijo—, estaba empollando. Me atrevería a decir que lo encuentra difícil de creer. Yo no lo creía ni con la cosa delante de mí. Ahí había estado el huevo, hundido en ese frío lodo negro, quizá trescientos años. Pero no cabía error. Allí estaba —¿cómo se llama?— el embrión con su gran cabeza y la espalda curvada y el corazón latiendo bajo la garganta y la yema apergaminada y grandes membranas extendiéndose dentro de la cáscara y por toda la yema. Y allí estaba yo incubando los huevos del mayor de todos los pájaros extinguidos en una pequeña canoa en medio del océano índico. ¡Si el viejo Dawson lo hubiera sabido! Eso merecía el sueldo de cuatro años. ¿Qué piensa usted? A pesar de todo tuve que comerme esa maravilla completamente, hasta la última pizca, antes de avistar el arrecife y algunos de los bocados fueron bestialmente desagradables. No comí el tercero. Lo levanté y miré al trasluz, pero la cáscara era demasiado gruesa para sacar ninguna idea de lo que pudiera estar ocurriendo dentro, y aunque yo me imaginé que oía latir la sangre, podía haber sido el ruido de mis propias orejas, como ocurre cuando se escucha el sonido de una concha.
       »Entonces apareció el atolón. Surgió con la salida del sol, como si dijéramos, de repente junto a mí. Me deslicé directamente hacia él hasta que estuve a una media milla de la costa, no más, y luego la corriente dio un giro y tuve que remar todo lo que pude con las manos y los trozos de cáscara de Æpiornis para alcanzar la playa. A pesar de todo llegué. No era más que un atolón corriente de unas cuatro millas a la redonda con unos cuantos árboles, un manantial en un sitio y la laguna llena de peces de colores. Llevé a tierra el huevo y lo puse en un buen sitio, muy por encima de la línea de las olas, y al sol para darle todas las oportunidades que pudiera, subí la canoa hasta un sitio seguro y anduve por allí explorando. Es extraño lo aburrido que es un atolón. Tan pronto como encontré un manantial, todo el interés pareció desvanecerse. Cuando era niño pensaba que nada podía ser más bello o más aventurero que la peripecia de Robinson Crusoe, pero ese lugar era tan monótono como un libro de sermones. Anduve por allí en busca de cosas comestibles y en general pensando, pero le digo que me aburrí mortalmente antes de que terminara el primer día. Una muestra de la suerte que tengo es que el mismísimo día que desembarqué cambió el tiempo. Una tormenta pasó hacia el norte rozando levemente la isla con una de sus alas, y por la noche cayó un aguacero torrencial y azotó un viento que bramaba. No se había necesitado mucho, ya sabe, para volcar aquella canoa. Yo dormía bajo la canoa y el huevo estaba afortunadamente en la arena, más arriba en la playa, y lo primero que recuerdo fue un sonido como de cien guijarros golpeando el bote al mismo tiempo y una avalancha de agua sobre mi cuerpo. Había estado soñando con Antananarivo y me erguí y apelé a Intoshi para preguntarle qué demonios pasaba y arañé la silla donde solían estar las cerillas. Entonces recordé dónde estaba. Había unas olas fosforescentes y encrespadas que se enroscaban como si quisieran tragarme, y todo lo demás de la noche tan negro como un pozo. El aire simplemente rugía. Las nubes parecían estar sobre la cabeza de uno y la lluvia caía como si el cielo se estuviera hundiendo y estuvieran achicando las aguas por encima del firmamento. Una gran ola vino retorciéndose hacia mí como una serpiente de fuego y yo salí disparado.
       »Luego pensé en la canoa y bajé corriendo hasta ella al tiempo que el agua se retiraba de nuevo silbando, pero había desaparecido. Me pregunté entonces por el huevo y fui a tientas hasta él. Estaba perfectamente y fuera del alcance de las olas más furiosas, así que me senté junto a él y le abracé para tener compañía. ¡Cielos! ¡Qué noche aquélla!
       »La tormenta cesó antes de la mañana. Cuando llegó la aurora no quedaba ni un jirón de nube en el cielo y por toda la playa había trozos de tabla esparcidos, que constituían el desarticulado esqueleto, por así decirlo, de mi canoa. No obstante, eso me dio algo que hacer, pues aprovechando que dos de los árboles estaban juntos improvisé una especie de refugio contra tormentas con esos vestigios. Y ese día el pollo rompió el cascarón. Rompió el cascarón, oiga, cuando tenía puesta la cabeza en él a modo de almohada y estaba dormido. Oí un golpazo y sentí una sacudida y me erguí, y ahí estaba el extremo del huevo picoteado y una extraña cabecita marrón que me miraba. ¡Cielos! —exclamé—. ¡Bienvenido! Y con alguna pequeña dificultad salió.
       »Al principio era un tipo simpático y amistoso del tamaño de una gallina pequeña, muy similar a la mayoría de los otros pájaros jóvenes, sólo que más grande. Tenía para empezar un plumaje color castaño sucio con una especie de roña que se desprendió muy pronto y apenas si disponía de plumas —una especie de plumón. Difícilmente puedo expresar lo contento que estaba de verlo. Le digo a usted que Robinson Crusoe no cuenta ni la mitad de su soledad. Pero aquí tenía una compañía interesante. Me miró, parpadeó desde la parte delantera hacia atrás como hacen las gallinas, pió y empezó a picotear por allí de inmediato como si salir del cascarón con trescientos años de retraso fuera cosa de nada.
       »—¡Encantado de verte, Viernes! —digo yo—. Pues, naturalmente, tan pronto como descubrí el huevo empollado en la canoa había decidido que si alguna vez salía del cascarón tenía que llamarse Viernes. Estaba un poco preocupado por su comida. Así que de inmediato le di un trozo de pescado crudo. Lo comió y abrió el pico por más. Me alegré de ello, pues en aquellas circunstancias, de haber sido mínimamente caprichoso, habría tenido que comérmelo después de todo.
       »Le sorprendería lo interesante que era aquel pollo de Æpiornis. Me siguió desde el mismo principio. Solía quedarse á mi lado mientras pescaba en la laguna y compartíamos todo lo que cogía. Y era sensato también. Había unas cosas verdes, verrugosas y repugnantes, parecidas a pepinillos en vinagre, que solían yacer por la playa; probó una de ellas y no le sentó bien. Nunca volvió siquiera a mirarlas.
       »Y creció. Casi se podía verle crecer. Y, como nunca fui muy sociable, sus maneras tranquilas, amistosas, me iban como un guante. Durante casi dos años fuimos todo lo felices que podíamos serlo en aquella isla. No me preocupaban los negocios porque sabía que mi sueldo se estaba amontonando en la empresa Dawson. Veíamos alguna vela de vez en cuando, pero nadie se acercó jamás a nosotros. Yo me divertía, también, decorando la isla con diseños hechos con erizos de mar y caprichosas conchas de diferentes tipos. Puse
ISLA ÆPIORNIS en letras grandes por todo el lugar, de forma casi igual a la que hacen con piedras de colores en las estaciones del ferrocarril de las zonas rurales, y cálculos matemáticos y dibujos de varios tipos. Solía estar tumbado viendo al bendito pájaro dar vueltas por ahí con paso majestuoso y crecer y crecer, y pensar en cómo podía ganarme la vida con él mostrándole por ahí si algún día me sacaban de allí. Después de mudar empezó a ponerse hermoso, con cresta y una barba azul y muchas plumas verdes en la parte posterior. Entonces solía preguntarme si Dawson tendría algún derecho sobre él o no. Cuando había tormenta y en la estación de las lluvias, nos poníamos cómodamente al abrigo del refugio que había hecho con la vieja canoa y acostumbraba contarle mentiras sobre mis amigos en casa. Después de una tormenta solíamos ir a dar una vuelta juntos por la isla para ver si había habido algún naufragio. Era una especie de idilio, se podía decir. Sólo con que hubiera tenido algo de tabaco habría sido simplemente como el cielo.
       »Fue hacia el final del segundo año cuando nuestro pequeño paraíso se vino abajo. Viernes tenía por entonces unos catorce pies de alto, con una cabeza grande y ancha como el extremo de una piqueta, y dos enormes ojos oscuros con los bordes amarillos, colocados juntos como los de un hombre, no mirando cada uno a su lado como los de una gallina. Su plumaje era fino, nada del estilo de medio luto de las avestruces, más parecido al de un casuario por lo que a color y textura se refiere. Y entonces empezó a ponerse arrogante y a darse aires y mostrar señales de un horrible temperamento…
       »Finalmente llegó un momento en que había tenido poca suerte pescando y empezó a dar vueltas a mi alrededor de forma extraña y pensativa. Pensé que quizás había estado comiendo pepinillos marinos o algo, pero realmente no era más que descontento por su parte. Yo también tenía hambre, y cuando por fin pesqué un pez lo quería para mí. Aquella mañana los dos andábamos de mal humor. Lo picoteó y lo cogió, y yo le di un golpe en la cabeza para que lo soltara, a lo que se lanzó contra mí. ¡Cielos!…
       »Me hizo esto en la cara —indicó su cicatriz—. Luego me dio patadas. Era como un caballo de tiro. Me levanté y, viendo que no había terminado conmigo, salí zumbando protegiéndome la cara con los brazos. Pero él corría con aquellas desgarbadas patas suyas más rápido que un caballo de carreras y seguía propinándome patadas como mazas y picándome la parte posterior de la cabeza con su cabeza de piqueta. Me dirigí a la laguna y me sumergí hasta el cuello. Él se detuvo ante el agua, porque odiaba que se le mojaran las patas. Empezó a hacer un canto, algo parecido al pavo real, pero más ronco. Comenzó a pavonearse playa arriba y abajo. Admito que me sentí pequeño al ver a este bendito fósil señoreando por allí. Y tenía la cabeza y la cara todas sangrando, y bueno… el cuerpo como una jalea de magulladuras.
       »Decidí cruzar a nado la laguna y dejarle solo un rato, hasta que el asunto se calmara. Trepé a la palmera más alta y me senté allí pensando en todo ello. No creo que me sintiera tan dolido por nada ni antes ni después. Era la brutal ingratitud de la criatura. Había sido más que un hermano para él. Le incubé, le eduqué. ¡Un gran pájaro desgarbado y anticuado! Y yo un ser humano, heredero de siglos y todo eso.
       »Después de un rato pensé que él mismo empezaría a ver las cosas de esa manera y a sentirse un poco apesadumbrado por su conducta. Creí que, quizá, si cogía unos buenos peces, y de inmediato me llegaba hasta él de forma casual y se los ofrecía, pudiera ser que se comportara sensatamente. Me llevó algún tiempo aprender lo implacable y pendenciero que puede ser un pájaro extinguido. ¡Maldad!
       »No le contaré todos los pequeños trucos que intenté para convencerle de nuevo. Sencillamente no puedo. Me pone la cara roja de vergüenza incluso ahora pensar en los desaires y golpes que recibí por culpa de esta curiosidad infernal. Probé con la violencia. Le lancé trozos de coral desde una distancia segura, pero no hizo más que tragárselos. Le arrojé mi navaja abierta y casi la pierdo, aunque era muy grande para que la tragara. Intenté matarlo de hambre y dejé de pescar, pero se aficionó a picotear por la playa con marea baja en busca de gusanos, y con eso iba tirando. La mitad del tiempo la pasaba en la laguna con agua hasta el cuello y el resto subido a las palmeras. Una de ellas apenas si era lo suficientemente alta y cuando me cogió subido a ella disfrutó a sus anchas con mis pantorrillas. Se hizo insoportable. No sé si ha intentado alguna vez dormir subido a una palmera. A mí me produjo las pesadillas más horribles. Piense también en lo vergonzoso de todo ello. Ahí estaba ese animal extinguido andando por mi isla sin objetivo alguno con cara de duque malhumorado, y a mí no se me permitía ni siquiera poner la planta del pie en el lugar. Solía llorar de hastío y vejación. Le dije sin rodeos que no estaba dispuesto a que me persiguiera por una isla desierta un maldito anacronismo. Le dije que fuera a picotear a un navegante de su misma época. Pero lo único que hizo fue darme con el pico. ¡El gran pajarraco, todo cuello y piernas!
       »No me gustaría decir cuánto se prolongó esa situación. Le habría matado antes si hubiera sabido cómo hacerlo. No obstante, por fin di con una manera de liquidarle. Es un ardid empleado en Sudamérica. Uní todas las cuerdas de pescar con tallos de algas y cosas, consiguiendo un cordel fuerte de unas doce yardas de largo o más, y até a los extremos dos trozos de roca de coral. Me llevó cierto tiempo hacerlo, porque una y otra vez tenía que meterme en la laguna o subirme a un árbol, según me diera. Lo hice girar con rapidez sobre mi cabeza y luego lo solté contra él. La primera vez fallé, pero la siguiente el cordel se agarró perfectamente a sus patas y se enrolló a ellas una y otra vez. Cayó. Hice el lanzamiento desde la laguna con agua hasta la cintura, y tan pronto como cayó estaba fuera del agua cortándole el cuello con la navaja…
       »No me gusta pensar en eso ni siquiera ahora. Me sentí como un asesino mientras estaba haciéndolo, a pesar de que estaba rabioso contra él. Cuando estuve de pie sobre él y lo vi sangrando sobre la blanca arena con las largas y hermosas patas y su largo cuello retorciéndose en la última agonía… ¡Bah!
       »Después de esa tragedia la soledad me invadió como una maldición. ¡Dios mío! No puede imaginarse lo que echaba de menos a aquel pájaro. Me senté junto a su cadáver y le lloré y me estremecí al contemplar aquel desolado y silencioso arrecife. Pensé en el alegre pajarillo que había sido cuando nació y en las mil agradables travesuras que había hecho antes de torcerse. Pensé que si únicamente le hubiera herido podría haberle cuidado y llegar así a un mejor entendimiento. Si hubiera tenido medios para cavar la roca de coral le habría enterrado. Le sentía exactamente igual que si fuera humano. Estando así las cosas no podía pensar en comérmelo, de modo que lo puse en la laguna y los pececillos dieron buena cuenta de él. Ni siquiera guardé las plumas. Luego, un buen día, a un tipo que hacía un crucero en yate le dio por echar un vistazo a ver si mi atolón existía todavía.
       »Llegó justo en el momento preciso, porque ya estaba completamente harto de aquella desolación y sólo dudaba si terminar mis días adentrándome en el mar o tumbándome de espaldas sobre aquellas cosas verdes.
       »Vendí los huesos a un hombre llamado Winslow, un negociante cerca del Museo Británico, y él dice que se los vendió al viejo Havers. Parece ser que Havers no se enteró de que eran de un tamaño extra y fue únicamente después de su muerte cuando atrajeron la atención. Los llamaron Æpiornis. ¿Qué era eso?
       —Æpiornis vastus —respondí yo—. Es curioso, pero eso mismo me contó un amigo mío. Cuando encontraron un Æpiornis con un fémur de una yarda de largo creyeron que habían alcanzado el tope de la escala y le llamaron Æpiornis maximus. Después alguien se presentó con otro fémur de cuatro pies y seis pulgadas o más y lo llamaron Æpiornis titan. Luego encontraron su Æpiornis vastus en la colección del viejo Havers cuando murió, y a continuación apareció un vastissimus.
       —Eso mismo me contaba Winslow —dijo el hombre de la cicatriz—. Piensa que como consigan algún Æpiornis más habrá cierta marejada científica que hará estallar algún vaso sanguíneo. Pero, en general, fue algo extraño para sucederle a alguien, ¿verdad?




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