H. G. Wells
(Bromley, Kent, 1866 — Londres, 1946)
Jimmy Goggles, el Dios (1898)
(“Jimmy Goggles the God”)
Originalmente publicado en The Graphic (diciembre 1898);
Twelve Stories and a Dream
(Londres: Macmillan and Co., Limited / New York: The Macmillan Company, 1903, 378 págs.);
The Country of the Blind and Other Stories
(Londres: Thomas Nelson and Sons, 1911, 574 págs.)
—No hay nadie que haya sido un dios —dijo el hombre de piel tostada—. Y sin embargo eso me sucedió a mí, entre otras cosas.
Yo le di a entender que agradecía su condescendencia al hablar conmigo.
—Una cosa así acaba con la ambición, ¿no cree? —dijo el hombre de piel tostada—. Yo fui uno de los hombres que rescataron del naufragio del Pionero del Océano. ¡Maldición! ¡Cómo vuela el tiempo! Sucedió hace veinte años. Dudo que usted recuerde algo sobre el Pionero del Océano.
El nombre me resultaba familiar y traté de recordar cuándo y dónde lo había leído. ¿El Pionero del Océano?
—Recuerdo algo sobre polvo de oro —dije con cierta gravedad—, pero no sé exactamente…
—Eso es —dijo—. Se hundió en un maldito canal donde no tenía nada que hacer, salvo huir de los piratas. Sucedió antes de que acabaran con ese oficio. Probablemente, en otro tiempo hubo allí volcanes, o algo parecido, pues todas las rocas estaban situadas en lugares inoportunos. Hay zonas en Soona en las que es necesario ir acechando cada roca para adivinar por dónde va a salir la próxima. Se hundió veinte brazas en menos de lo que canta un gallo, con cuarenta mil libras esterlinas en oro a bordo, según se dijo, en polvo o en otra forma.
—¿Hubo supervivientes?
—Tres.
—Ahora recuerdo el caso —dije—. Se hicieron algunos trabajos de rescate…
Al oír la palabra rescate, el hombre de piel tostada estalló en improperios con un lenguaje tan extremadamente horrible que me quedé estupefacto. Después bajó el tono, empleando maldiciones algo más ordinarias, pero se contuvo bruscamente.
—Perdóneme —dijo—, pero… ¡rescate!
Se inclinó hacia mí.
—Yo participé en aquel trabajo —dijo—. Pretendía hacerme rico, y en vez de eso, me vi convertido en dios. Yo tengo mis sentimientos…
—No todo es miel en la vida de un dios —continuó el hombre de piel tostada, y durante un rato siguió hablando por medio de análogos axiomas sentenciosos, pero inútiles. Por fin reanudó su historia.
—Allí estaba yo —dijo el hombre de piel tostada—, y un marinero llamado Jacobs, y Always, el piloto del Pionero del Océano. Fue él quien planeó todo el negocio. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo, cuando estábamos en el bote y nos sugirió la idea con una sola frase. Tenía una prodigiosa habilidad para plantear las cosas. «Había cuarenta mil libras esterlinas en el barco —dijo—, y a mí me toca decir el lugar exacto donde se hundió». No se necesita mucha sesera para comprender lo que eso significaba. Y él fue quien dirigió la cosa, desde el principio hasta el final. Echó mano de los Sanders y de su bergantín; eran hermanos, y el bergantín se llamaba el Orgullo de Banya. Y compró el traje de buzo; uno de segunda mano con un aparato de aire comprimido en lugar del sistema de bomba. Habría hecho de buzo también si el sumergirse en el agua no hubiera dañado su salud. Y, entretanto, la gente encargada del rescate perdía el tiempo con una carta de navegación que él mismo había falsificado —con su solemnidad habitual— por Starr Race, a ciento veinte millas de distancia.
»Puedo asegurarle que formábamos un grupo de lo más feliz a bordo de aquel bergantín, todo el día entre bromas, bebidas y esperanzas de lo más optimistas. Nos parecía todo tan ingenioso, tan bien planeado, tan sencillo… o como dicen los tipos poco finos: «un asunto limpio». Nos entreteníamos haciendo conjeturas sobre lo que estaría sacando el otro grupo de benditos, los verdaderos encargados del rescate, que habían salido dos días antes que nosotros, y nos partíamos de risa. Íbamos todos juntos en la cabina de los Sanders —una curiosa tripulación formada por oficiales y ni un solo marinero—, y la escafandra, que estaba también allí, esperando su turno. El joven Sanders era uno de esos tipos bromistas y, a decir verdad, había algo cómico en aquel condenado engendro, con su monstruosa cabeza y su insistente mirada, y el joven Sanders nos hizo reparar en ello. Solía llamarle «Jimmy Goggles[1]» y hablaba con él como si fuera un cristiano. Le preguntaba si estaba casado, y qué tal se encontraba la señora Goggles y los pequeños Goggles. Era para morirse de risa. Todos los benditos días bebíamos a la salud de Jimmy Goggles y le desmontábamos el ojo y le echábamos un vaso de ron dentro hasta que, en lugar de aquel repugnante olor a goma impermeable, desprendía un perfume tan agradable como el de un barril de ron. Pasábamos ratos divertidos en aquellos días, créame, sin sospechar —¡pobres desgraciados!— lo que se nos venía encima.
»Está claro que no íbamos a echar a perder nuestra suerte por una estúpida precipitación, como usted comprenderá, de modo que empleamos todo un día haciendo sondeos en la ruta que nos llevaba al lugar donde el Pionero del Océano se había hundido, justamente entre dos masas de rocas inestables de color grisáceo, sin duda rocas de origen volcánico, que apenas sobresalían del agua. Tuvimos que desviarnos casi media milla para encontrar un anclaje seguro, y entonces se produjo una ensordecedora trifulca para determinar quién se tendría que quedar a bordo. Y el barco estaba allí, tal y como se había hundido, de manera que la parte superior de los mástiles se distinguía perfectamente. Decidimos ir todos en el bote y la bronca se terminó. Yo descendí con la escafandra el viernes por la mañana, en cuanto hubo luz.
»¡Menuda sorpresa me llevé! Me parece estar viéndolo ahora mismo con absoluta nitidez. Era un paraje muy extraño y en ese momento empezaba a alborear. La gente de por aquí cree que en los trópicos no hay más que playas lisas, y palmeras, y olas. ¡Estúpidos! Aquel paraje, por ejemplo, no tenía ni una pizca de tales maravillas. No había rocas normales, desgastadas por las olas, sino enormes bancos retorcidos como montañas de escoria, con un légamo verde debajo y arbustos y cosas por el estilo encima que se movían de aquí para allá; y el agua transparente, clara y lisa, que mostraba una especie de sucio resplandor gris negruzco, con enormes y fulgurantes algas de color rojo intenso que se desplegaban inmóviles, y a través de las cuales pasaban seres serpenteantes y veloces. Y más allá de los canales, los charcos y las masas de rocas había un bosque en la falda de una montaña, que volvía a crecer después de la lluvia de fuego y cenizas de la última erupción. Y al otro lado había otro bosque y una especie de accidentado…
—¿Cómo se dice? Anfi…teatro de lava negra y herrumbrosa que se elevaba por encima de todo lo demás, en medio del cual el mar formaba una pequeña bahía.
»Como le he dicho, la aurora estaba despuntando y apenas había color en las cosas. Aparte de nosotros no se veía ningún ser humano, ni arriba ni abajo del canal. Sólo el Orgullo de Banya, que se encontraba más allá de un grupo de rocas, hacia alta mar.
—No se veía ningún ser humano —repitió. Hizo una pausa y continuó:
»No sé de dónde salieron, no me lo explico. Nos sentíamos tan seguros pensando que nos encontrábamos solos, que el joven Sanders se puso a cantar. Yo estaba dentro de Jimmy Goggles, sólo me faltaba el casco. «Despacio —dijo Always—, ahí está el mástil».
Y, después de echar un vistazo por encima de la borda, cogí la monstruosa cabeza y a punto estuve de caerme al agua cuando el viejo Sanders hizo virar el bote. Una vez que las ventanillas fueron atornilladas y todo dispuesto, cerré la válvula del cinturón neumático para facilitar mi inmersión y salté por la borda, con los pies por delante, pues no teníamos escala. La barca se quedó dando tumbos y mis compañeros se inclinaron a mirar el agua mientras mi cabeza se hundía entre las algas y la oscuridad que rodeaba el mástil. Creo que nadie, ni el hombre más precavido del mundo, se habría molestado en explorar un paraje tan desolado. Apestaba a soledad.
»Desde luego, debe usted comprender que yo era un novato en el buceo. Ninguno de nosotros era buzo. Tuvimos que desperdiciar un montón de tiempo para familiarizarnos con el manejo del aparato, y era la primera vez que yo descendía a las profundidades. Es una sensación abominable. Los oídos duelen horriblemente. No sé si usted se habrá hecho daño alguna vez al bostezar o al estornudar, el caso es que se siente algo parecido, sólo que diez veces peor. Y aquí, sobre la ceja, un dolor espantoso, y un malestar en la cabeza como de gripe. Y tampoco es un paraíso para los pulmones y demás órganos. El descenso produce una sensación similar al arranque de un ascensor, sólo que esa sensación dura todo el rato. Y no puedes levantar la cabeza para ver lo que hay arriba, y tampoco puedes echar un vistazo a lo que está sucediendo bajo los pies sin doblarte de una manera bastante dolorosa. A medida que descendía todo se tornaba más oscuro, sin contar la negrura de la lava y el fango que formaban el fondo. Era, por decirlo así, como si, al sumergirse, uno fuera saliendo de la aurora e internándose en la noche.
»El mástil surgió como un fantasma de la oscuridad; luego un montón de peces, y después un grupo de inquietas algas rojas. Entonces me dejé caer de golpe, con una especie de vuelo torpe, en la cubierta del Pionero del Océano; y los peces que habían estado alimentándose de los muertos se elevaron a mi alrededor, igual que un enjambre de moscas se abalanza sobre el estiércol del camino en un día de verano. Abrí de nuevo la válvula de aire comprimido —pues el traje estaba cerrado herméticamente y olía a goma, a pesar del ron— y me detuve para recobrar fuerzas. La válvula dejó entrar aire fresco, lo que ayudó a atenuar un poco la mala ventilación.
»Cuando empecé a sentirme más a gusto, me paré a mirar a mi alrededor. Era un espectáculo extraordinario. Incluso la luz era extraordinaria: una especie de resplandor crepuscular de tonos rojizos producido por las ondulaciones de las algas que flotaban hacia arriba a ambos lados de la embarcación. Y por encima de mi cabeza sólo se veía una sombría profundidad de color azul verdoso. La cubierta del barco, salvo una ligera inclinación a estribor, estaba nivelada, y se extendía larga y tenebrosa entre las algas. Estaba entera, a excepción de los lugares por donde se habían quebrado los mástiles al chocar, y hacia el castillo de proa, su perfil se desvanecía en la negra noche. No había ningún cadáver en los puentes. Supuse que la mayoría estaría entre las algas de los lados, pero poco después encontré dos esqueletos tendidos en los camarotes de los lados, donde la muerte los había sorprendido. Era curioso hallarse de nuevo en aquella cubierta y reconocerlo todo, palmo a palmo; el sitio de la barandilla donde me gustaba fumar a la luz de las estrellas, y el rincón donde un viejo pájaro de Sidney solía flirtear con una viuda que teníamos a bordo. Tan sólo un mes antes habrían formado una pareja feliz, y ahora no podría sacarse de ninguno de los dos ni un mísero pedazo de comida para una cría de cangrejo.
»Yo he tenido siempre cierta propensión a la filosofía, y me atrevería a decir que pasé cerca de cinco minutos entregado a tales meditaciones antes de descender al lugar donde el bendito polvo de oro estaba almacenado. La búsqueda fue lenta, pues tenía que andar a tientas casi todo el tiempo, en medio de la tétrica oscuridad, desconcertado por los azulados destellos que bajaban de la toldilla. Había cosas que se movían a mi alrededor; una vez sentí un golpe en el cristal y otra un pinchazo en la pierna. Cangrejos, espero. Di un puntapié a un montón de porquería suelta que me tenía intrigado, me agaché y cogí una cosa llena de nudos y protuberancias. ¿Y qué cree usted que era? ¡Un espinazo! Pero yo nunca he tenido un interés especial por los huesos. Habíamos estudiado a fondo el asunto y Always conocía el lugar exacto donde estaba guardado el tesoro. Lo encontré en esa misma exploración. Cogí un cofre por uno de sus extremos y lo levanté un palmo o dos del suelo.
El hombre interrumpió su relato.
—¡Llegué a levantarlo unos palmos del suelo! —exclamó—. ¡Cuarenta mil libras esterlinas en oro puro!
»¡Oro! grité dentro del casco, cediendo a un ataque de entusiasmo, y el estrépito hirió mis oídos. En esos momentos empezaba a sentirme condenadamente sofocado y cansado —debía de llevar veinticinco minutos o más bajo el agua—, y pensé que ya era suficiente. Subí por la escalera de la toldilla y en el preciso momento en que mis ojos estaban a ras de la cubierta un enorme y monstruoso cangrejo dio una especie de salto convulsivo y huyó corriendo de lado. Menudo susto me dio. Me planté sin novedad en la cubierta y cerré la válvula de la parte posterior del casco para dejar que el aire se acumulara y me facilitara la ascensión. Entonces noté una especie de agitación, como si estuvieran golpeando el agua con un remo, pero no miré hacia arriba. Me figuré que estaban haciéndome señales para que subiera.
»Después algo cayó a mi lado, algo pesado, que se quedó clavado con una especie de estremecimiento sobre una de las tablas de la cubierta. Lo miré y reconocí el largo cuchillo que había visto manejar al joven Sanders. Lo ha dejado caer, pensé, y todavía estaba reprochándole esta estupidez —pues podía haberme herido seriamente— cuando empecé a subir y a impulsarme hacia la luz del sol. Y justo cuando había alcanzado la copa de las vergas del Pionero del Océano —¡plaf!— tropiezo con algo que desciende y una bota que da golpes delante de mi casco. Luego observé que había algo más, algo que se debatía horriblemente. Fuera lo que fuera, era algo pesado que había por encima de mi cabeza, y no paraba de moverse y de dar vueltas. Yo habría creído que se trataba de un pulpo, o algo parecido, de no ser por la bota. Los pulpos no llevan botas. Desde luego, todo sucedió en un segundo. Noté que volvía a descender y agité los brazos para mantenerme firme, y la cosa aquella siguió rodando y se hundió mientras yo subía…
Hizo una pausa.
—Vi la cara del joven Sanders por encima de un hombro negro y desnudo; una lanza le atravesaba la garganta de parte a parte, y su boca y su cuello vertían en el agua chorros de color rosado. Se hundían dando vueltas, aferrados uno a otro, demasiado malheridos para soltarse. Y un segundo después, mi casco se dio un tremendo golpe contra la canoa de los negros. ¡Eran negros! Dos canoas llenas.
»Fueron momentos animados, créame. Always cayó al agua atravesado por tres lanzas. Las piernas de tres o cuatro negros pataleaban en el agua a mi alrededor. No pude ver mucho, pero una mirada fue suficiente para comprender que la partida estaba perdida, de modo que di a mi válvula un violento giro y volví a descender burbujeando tras el pobre Always, sumido en un estado de pánico y estupefacción que usted, sin duda, puede imaginar perfectamente. Pasé al lado del joven Sanders y el negro, que ascendían de nuevo, luchando un poco todavía, y un momento después me planté en la penumbra de la cubierta del Pionero del Océano.
»¡Demonios!, pensé, ¡la situación es apurada! ¿Negros? Al principio no veía más salida que la asfixia abajo y las lanzas arriba. No tenía una idea precisa de la cantidad de aire que me quedaba, pero no me sentía capaz de permanecer mucho más tiempo sumergido. Tenía calor, y un tremendo dolor de cabeza, por no mencionar el hecho de que me moría de miedo. Jamás habíamos contado con aquellos inmundos indígenas, los inmundos papúes. No habría sido muy acertado ascender por ese lugar, pero tenía que hacer algo. Sin apenas reflexionar trepé por la borda, me dejé caer entre las algas y me puse a andar por la oscuridad tan rápido como me era posible. En una ocasión me detuve y me arrodillé para mirar hacia arriba echando la cabeza para atrás dentro del casco. En la superficie reinaba el más extraordinario resplandor verde azulado que había contemplado, y las dos canoas y el bote flotaban, pequeñas y distantes, componiendo una especie de H retorcida. Me puso enfermo contemplar aquello y pensar lo que el balanceo y el cabeceo de las tres embarcaciones significaba.
»Le aseguro que fueron los diez minutos más horribles que he pasado, deambulando a ciegas por las tinieblas, sufriendo una opresión espantosa, como si me enterraran en la arena, con un dolor que me atravesaba el pecho, muerto de miedo, y sin poder respirar, al parecer, otra cosa que el olor del ron y de la goma. ¡Cielos! Al cabo de un rato me encontré subiendo por una abrupta pendiente. Eché otra ojeada para comprobar si había algún rastro de las canoas y el bote, y continué la ascensión. Cuando mi cabeza estuvo a un pie de la superficie, me paré y traté de examinar el lugar en que me encontraba pero, como es natural, no se veía nada más que el reflejo del fondo. Entonces emergí, y fue como si mi cabeza chocara contra la superficie de un espejo. Nada más sacar los ojos del agua vi que había emergido en una especie de playa cercana al bosque. Miré alrededor, pero los salvajes y el bergantín quedaban ocultos por un enorme conglomerado de lava retorcida. Mi creciente estupidez me impulsó a correr hacia la espesura. No me desprendí del casco, pero dejé abierta una de las ventanillas y, tras una pausa para recuperar el resuello, salí del agua. No puede usted imaginar lo puro y ligero que me pareció el aire.
»Está claro que con cuatro pulgadas de plomo en la suela de los zapatos y la cabeza enfundada en una bola de cobre del tamaño de un balón de fútbol, y después de haber pasado treinta y cinco minutos bajo el agua, nadie sería capaz de batir un récord de velocidad. Yo corría con un entusiasmo similar al de un haragán que se dirige al duro trabajo. Y cuando había recorrido la mitad del camino que me separaba de los árboles, descubrí una docena de negros o más que salían de un claro y que avanzaban hacia mí con aire de asombro.
»Me paré en seco y me maldije a mí mismo como representante de todos los estúpidos que están fuera de Londres. Tenía tantas probabilidades de volver al agua como una tortuga vuelta del revés. Cerré otra vez la ventanilla para dejar mis manos libres y me quedé esperándolos. En mi situación no había otra cosa que hacer.
»Pero no se acercaron demasiado. Y empecé a sospechar la causa. «Jimmy Goggles —me dije—, he aquí una prueba de tu belleza». Creo que en esos momentos tenía una cierta propensión a dejarme llevar por el delirio, con todos aquellos peligros que me rodeaban y el bendito cambio que se había producido en la presión atmosférica. «¿A quién miráis? —dije, como si los salvajes pudieran oírme—. ¿Por quién me habéis tomado? ¡Que me cuelguen —exclamé— si no os ofrezco un espectáculo mejor!». Y acto seguido abrí la válvula de escape y solté el aire comprimido del cinturón neumático hasta que me hinché como una rana. Realmente debió de ser impresionante. Que el diablo me lleve si avanzaron un solo paso… Y, de pronto, uno tras otro cayeron al suelo y se pusieron a cuatro patas. No sabían qué pensar de mí y empezaron a hacerme unas extraordinarias reverencias, que era lo más sabio y razonable que podían hacer. Durante un momento pensé en ir retrocediendo con cautela hacia el mar y echar a correr de golpe, pero me pareció demasiado quimérico. De haber dado un paso hacia atrás, se habrían arrojado sobre mí. Y entonces, como la situación era absolutamente desesperada, empecé a caminar hacia ellos, playa arriba, con pasos lentos y pesados, al tiempo que agitaba mis inflados brazos de forma solemne. Pero en mi interior, estaba tan asustado como una gallina.
»De cualquier forma, no hay nada como una apariencia chocante para ayudar a un hombre a salir de un apuro, cosa que yo ya había descubierto y seguiría descubriendo después. La gente como nosotros, que estamos acostumbrados a ver escafandras desde los siete años, apenas podemos imaginar el efecto que causa en un ingenuo salvaje. Uno o dos de los negros echaron a correr; los otros empezaron a golpear rápidamente el suelo con la cabeza, como si intentaran estampar allí los sesos. Y yo seguí avanzando con mi aspecto ridículo, tan lento, solemne y apañado como un fontanero trabajando a destajo. Era evidente que me tomaban por algo inmenso.
»Entonces uno de ellos se puso en pie de un salto y empezó a señalar hacia el mar, dirigiéndome al mismo tiempo unos gestos extrañísimos, y los demás dividieron entonces su atención entre mi persona y algo que había en el mar. «¿Qué pasa ahora?», me dije. Me volví con lentitud para preservar mi dignidad y vi al viejo Orgullo de Banya doblando un promontorio, remolcado por un par de canoas. La escena me puso malo. Pero como parecía evidente que los negros esperaban alguna señal de reconocimiento agité los brazos de forma poco comprometedora. Después me di media vuelta y avancé majestuosamente hacia los árboles. En ese momento, recuerdo, iba rezando como un loco, repitiendo una y otra vez: «¡Señor, ayúdame a salir de este lío! ¡Señor, ayúdame a salir de este lío!». Sólo los necios que no conocen el peligro pueden permitirse el lujo de reírse de estas oraciones.
»Pero los negros no iban a dejar que me escabullera tan fácilmente. Iniciaron una especie de danza ritual en torno a mí y me obligaron a seguir un sendero que se abría a través de los árboles. Estaba claro que, pensaran lo que pensaran de mí, no me tomaban por un ciudadano británico, y por mi parte jamás he sentido menos ganas de confesarme súbdito de este viejo país.
»Tal vez le cueste a usted creerlo, a menos que esté familiarizado con los salvajes, pero aquellas pobres criaturas ignorantes y descarriadas me llevaron directamente a una especie de templo para presentarme a una bendita piedra negra que tenían allí. Para entonces yo estaba empezando a darme cuenta de la profundidad de su ignorancia y en cuanto posé los ojos en aquella deidad representé mi comedia. Lancé un prolongado berrido de barítono: «Uhh-uhh», y empecé a mover los brazos en círculos. Y luego, con mucha tranquilidad y ceremonia derribé a su ídolo y me senté encima. Tenía unas ganas locas de sentarme, pues las escafandras no son muy prácticas en los trópicos. O, para decirlo de manera diferente, son demasiado espectaculares. Me di cuenta de que los negros se habían quedado sin aliento cuando me senté sobre su ídolo, pero en menos de un minuto tomaron su decisión y se pusieron a adorarme con verdaderas ganas. Puedo asegurarle que sentí un gran alivio al ver el giro que tomaban los acontecimientos, a pesar del peso que soportaba sobre los hombres y los pies.
»Pero lo que me tenía angustiado era lo que podrían pensar los tipejos de la canoa cuando regresaran. Si me habían visto en el bote antes de sumergirme y sin el casco puesto —podían haber estado espiándonos durante la noche—, adoptarían, con toda probabilidad, un punto de vista diferente al de sus colegas. Durante un rato, que me pareció de varias horas, estuve sudando la gota gorda al pensar en ello, hasta que escuché el alboroto de la llegada.
»Pero se lo tragaron; toda la bendita tribu se lo tragó. A costa de permanecer rígido y severo, como esas hieráticas imágenes egipcias que todo el mundo ha visto alguna vez, pude ir tirando durante doce preciosas horas, pero, al menos, al final pude conjeturar que había salido del apuro. Difícilmente puede usted hacerse una idea de lo que tal cosa significaba con aquella peste y con aquel calor. No creo que a ninguno de ellos se le ocurriera que había un hombre dentro. Yo era sencillamente un maravilloso y espléndido ídolo de cuero que había surgido felizmente del agua. ¡Pero la fatiga! ¡El calor! ¡La insufrible falta de ventilación! ¡El hedor de la goma y el ron! ¡Y la bulla! Encendieron un apestoso fuego en una losa de lava que había delante de mí y echaron un montón de inmundicias sanguinolentas —las peores partes de lo que ellos estaban engullendo, ¡los Bestias!— y los quemaron en mi honor. Yo empezaba a tener hambre, pero ahora comprendía cómo se las arreglan los dioses para pasar sin comer: les basta con el olor de las ofrendas quemadas a su alrededor. Después trajeron un montón de chismes que habían cogido del bergantín y, entre otros chismes —lo cual fue un gran alivio para mí—, descubrí esa especie de bomba neumática que se empleaba para el asunto del aire comprimido, y a continuación un grupo de jóvenes y jovencitas entró en escena y se pusieron a danzar a mi alrededor de forma un tanto indecente. Es sorprendente comprobar las maneras tan diferentes que tienen los distintos pueblos de mostrar respeto. Si hubiera tenido un hacha a mano, la habría emprendido contra todos ellos: tal era el salvajismo que me inspiraban. Durante todo ese tiempo permanecí tan rígido como un regimiento, sin que se me ocurriera nada mejor que hacer. Y al final, cuando cayó la noche y el recinto de zarzas que constituía la casa del dios se tornó demasiado oscuro para su gusto —ya sabe usted que todos estos salvajes tienen miedo a la oscuridad— lancé un «Muu» ruidoso y ellos hicieron unas grandes hogueras en el exterior y me dejaron solo y en paz en la oscuridad de mi choza, libre para desatornillar mis ventanillas y reflexionar, y para sentirme tan mal como me diera la real gana. Y ¡Dios mío! Estaba fatal.
»Me sentía débil y hambriento, y mi cabeza funcionaba como un escarabajo en un alfiler: una tremenda actividad y, al final, nada. Vueltas y vueltas para volver al punto de partida. Estaba apenado por los otros compañeros; unos terribles borrachos, es cierto, pero que no merecían semejante destino. Y la imagen del joven Sanders con la garganta atravesada por la lanza no se me iba de la cabeza. Y también le daba vueltas al asunto del tesoro escondido en el Pionero del Océano y en el modo de sacarlo de allí y ocultarlo en un lugar más seguro para escaparme y volver por él. Y además estaba el problema de conseguir algo de comer. Le aseguro que era un completo desvarío. No me atrevía a pedir comida valiéndome de señas por miedo a comportarme de forma excesivamente humana, así que continué sentado allí, hambriento, hasta que se aproximó el amanecer. Entonces la tribu se quedó algo tranquila y, como me era imposible resistir más tiempo, abandoné el recinto y me procuré unas cosas parecidas a alcachofas que había en un cuenco y un poco de leche agria. Lo que sobró, lo coloqué entre las otras ofrendas para darles una pista sobre mis gustos. Por la mañana vinieron a adorarme y me encontraron sentado, rígido y respetable, encima de su anterior dios, tal como me habían dejado cuando se hizo la noche. Yo me había recostado contra el pilar central de la choza y estaba prácticamente dormido. Y así es como llegué a ser un dios entre los paganos; un dios falso y blasfemo, sin duda, pero no siempre puede uno permitirse el lujo de elegir.
»Ahora bien, no es que quiera darme como dios un bombo que exceda mis méritos personales, pero debo reconocer que mientras fui el dios de aquella tribu cosecharon éxitos extraordinarios. No puedo decir que aquello fuera una nadería, compréndame. Vencieron en una batalla a otra tribu —y yo recibí un montón de ofrendas que no quería para nada—, hicieron pescas maravillosas y su cosecha de porquerías fue excelente. Además incluían la captura del bergantín entre los beneficios que yo les había deparado. En honor a la verdad, debo decir que no me parece un resultado desdeñable para un perfecto neófito. Y, aunque usted tal vez no se lo crea, fui el dios local de esos feroces salvajes durante cuatro preciosos meses…
»¿Qué otra cosa podía hacer, mi querido amigo? Pero no tuve puesta la escafandra todo el tiempo. Les hice construir una especie de santuario de santuarios y derroché ingentes cantidades de tiempo en hacerles comprender lo que quería que hicieran. En efecto, esa fue mi gran dificultad: hacerles comprender mis deseos. No podía permitirme descender a hablarles incorrectamente en su jerga —en el caso de que hubiera sido capaz de comprenderla—, y tampoco me era posible realizar muchos de los gestos. Así que dibujaba imágenes en la arena y me sentaba junto a ellos y gritaba como un becerro. Algunas veces hacían bien lo que quería, y otras al revés. Pero siempre mostraban buena voluntad, eso es cierto. Entretanto yo seguía dándole vueltas a la manera de resolver la maldita situación. Todas las noches, antes del amanecer, solía salir fuera con mi atuendo completo y me dirigía a un lugar desde el cual podía ver el canal donde se había hundido el Pionero del Océano y, una vez, incluso, en una noche de luna llena, intenté llegar hasta él, pero las algas, las rocas y la oscuridad me derrotaron ampliamente. No pude regresar hasta que se hizo de día, y entonces encontré en la playa a los cándidos negros implorando a su dios marino que regresara a su lado. Yo estaba tan enfadado y cansado después de haber deambulado de un sitio a otro dando tumbos, subiendo y bajando una y otra vez, que de buena gana habría aporreado sus estúpidas cabezas cuando estallaron en gritos de júbilo. ¡Que me ahorquen si me gustan tantas ceremonias!
»Y entonces llegó el misionero. ¡Vaya misionero! Llegó por la tarde y yo estaba sentado con gran pompa en la parte exterior de mi templo, encima de su vieja piedra negra. En el exterior se produjo un gran jaleo, acompañado de chillidos ininteligibles, y después escuché su voz, mientras hablaba con un intérprete. “Adoran troncos y piedras”, dijo, y al instante comprendí de qué se trataba. Yo me había quitado uno de mis cristales para estar más cómodo y sin tomarme un tiempo para reflexionar grité: «¡Troncos y piedras! Entre aquí y le machacaré su condenada cabeza». Durante unos momentos reinó el silencio, pero en seguida se reanudaron los chillidos y el misionero entró con la Biblia en la mano, tal como acostumbran a hacer. Era un tipo pequeño salpicado con manchas rojizas, y con un casco de corcho. Me halagó sobremanera que se quedara boquiabierto al verme allí, en la sombra, con mi cabeza de cobre y mis enormes cristales. «Bien —dije—, ¿cómo marcha el comercio de calicó?», pues no simpatizo nada con los misioneros.
»Me divertí con aquel misionero. Era un verdadero novato y desentonaba bastante con un hombre como yo. Con voz entrecortada me preguntó que quién era yo, y yo le dije que leyera la inscripción que había a mis pies si quería saberlo. Él se inclinó para leerla, y su intérprete, que era tan supersticioso como cualquiera de los negros, lo interpretó como un acto de adoración y se tiró al suelo como una bala. Mis prosélitos lanzaron un alarido de triunfo, y después de esta jornada quedó claro que en mi tribu no tenía nada que hacer un misionero, ni nadie que se le pareciera.
»Pero, sin duda, fue una estupidez espantarle de esa manera. Si hubiera tenido una pizca de sensatez, le habría hablado inmediatamente del tesoro y nos habríamos asociado en el negocio. Estoy seguro de que se habría asociado. Hasta un niño, después de unas cuantas horas de reflexión, habría descubierto la relación que había entre mi escafandra y el Pionero del Océano. Una semana después de su partida salí por la mañana y divisé el Maternidad, el navío encargado de los trabajos de rescate en el área de Starr Race, que remontaba sondeando el canal. Todo el bendito negocio se había esfumado, y todos mis sacrificios habían sido inútiles. ¡Maldición! ¡Cómo me enfurecí! ¡Para eso había estado haciendo el ridículo en aquel absurdo y hediondo traje de buzo! ¡Durante cuatro meses!
La historia del hombre de piel tostada degeneró otra vez en improperios.
—Imagínese —dijo cuando emergió una vez más a la pureza del lenguaje—, ¡cuarenta mil libras esterlinas en oro!
—¿Volvió aquel pequeño misionero? —pregunté.
—¡Oh, sí! ¡Pobre bendito! Y apostó su reputación afirmando que había un hombre dentro del dios y se dispuso a demostrarlo con una tremenda ceremonia. Pero allí no había nada… y quedó otra vez como un novato. Yo he odiado siempre las escenas y las explicaciones, y mucho antes de que llegara me había esfumado, dirigiéndome hacia Banya a lo largo de la costa, ocultándome entre los arbustos durante el día y robando comida en los poblados por la noche. Como única arma, una lanza. Ni ropas, ni dinero. Nada. Mi cara era mi fortuna, como reza el dicho. Y ni un penique de las ocho mil libras esterlinas en oro, mi quinta parte correspondiente. Pero los nativos le dieron una buena al sonrosado misionero, gracias a Dios, porque creyeron que había sido él quien había ahuyentado su buena suerte.
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