H. G. Wells
(Bromley, Kent, 1866 — Londres, 1946)
El corazón de Miss Winchelsea (1898)
(“Miss Winchelsea’s Heart”)
Originalmente publicado en The Queen (octubre 1898);
Twelve Stories and a Dream
(Londres: Macmillan and Co., Limited / New York: The Macmillan Company, 1903, 378 págs.)
Miss Winchelsea iba a Roma. Hacía más de un mes que no pensaba en otra cosa y el viaje salía en su conversación con tanta frecuencia que mucha gente que no iba a Roma y que probablemente no iría nunca, consideraba su insistencia una descortesía por su parte. Algunos habían intentado convencerla, sin éxito alguno, de que Roma no era un lugar tan atractivo como se decía, y había incluso quien, a sus espaldas, llegó a sugerir que se estaba poniendo terriblemente «pesada» con «su querida Roma». La pequeña Lily Hardhurst había dicho a su amigo Mr. Binns que, por lo que a ella se refería, Miss Winchelsea podía «irse a su antigua Roma y quedarse allí para siempre; le daba exactamente igual». La extraordinaria ternura que Miss Winchelsea mostraba al hablar de Horacio y Benbenuto Cellini, de Rafael, Shelley y Keats —de haber sido la esposa de éste no habría profesado mayor interés en su tumba— era motivo de asombro general. Su vestido suponía un triunfo de la discreción; era práctico, pero no demasiado «turista» —Miss Winchelsea tenía verdadero pánico a parecer «turista»— y su Baedeker había sido forrada de gris para ocultar el rojo chillón de la encuadernación. Cuando por fin llegó el día de la partida, y a pesar de su petulancia, su figura resultaba delicada y agradable sobre el andén de Charing Cross. Hacía un día espléndido, la travesía del Canal prometía ser agradable y todos los presagios anunciaban lo mejor. Había un alegre sabor de aventura en aquella partida sin precedentes.
Le acompañaban dos amigas que habían sido compañeras en la escuela normal, dos chicas agradables y honestas, aunque no tan puestas en Historia y Literatura como Miss Winchelsea. Ambas tenían un elevado concepto de su compañera, pero para dirigirse a ella tenían que bajar la cabeza. Miss Winchelsea esperaba pasar buenos ratos animándolas a ponerse al nivel de su entusiasmo estético e histórico. Sus amigas ya habían cogido los asientos y le dieron una efusiva bienvenida en la portezuela del compartimento. Miss Winchelsea hizo un rápido análisis del encuentro y advirtió que Fanny llevaba un cinturón de cuero algo «turista», y que Helen había cedido a la tentación de ponerse una chaqueta de sarga con bolsillos en los que tenía metidas las manos. Pero estaban demasiado contentas consigo mismas y con el viaje como para que su amiga intentara hacerles alguna sugerencia sobre aquellas cuestiones. Pasados los primeros momentos de euforia —el entusiasmo de Fanny era un poco ruidoso y apasionado, y consistía sobre todo en repeticiones enfáticas de «¡Imagínate querida! ¡Vamos a Roma! ¡A Roma!»— comenzaron a prestar atención a sus compañeros de viaje. Helen estaba decidida a tener un compartimento para ellas solas y, con el fin de alejar a los intrusos, salió y se plantó con firmeza en el estribo. Miss Winchelsea miró por encima del hombro hacia el exterior e hizo unos comentarios jocosos sobre la gente que atestaba el andén, lo que provocó la risa escandalosa de Fanny.
Viajaban con uno de los grupos de Mr. Thomas Gunn —catorce días en Roma por catorce libras—. No pertenecían al grupo dirigido personalmente por el guía, desde luego —ya se había encargado Miss Winchelsea de eso—, pero hacían el viaje con ellos por las ventajas que se desprendían de la combinación.
La gente que integraba el grupo formaba una mezcla rarísima y muy divertida. Había un guía políglota de cara colorada, muy chillón, que llevaba un traje de color sal y pimienta, cuyas largas mangas y piernas no cesaban de moverse. Daba las informaciones a gritos. Cuando quería hablar con alguien, extendía el brazo y le sujetaba hasta que conseguía su propósito.
En una mano llevaba un montón de papeles, billetes y recibos. Los viajeros parecían ser de dos tipos: unos a los que el guía buscaba y no encontraba, y otros, que sin que él los llamara, no dejaban de seguirle por todo el andén. Estos últimos debían de creer que la única forma segura de llegar a Roma era no despegarse del guía. Tres viejecitas resultaban tan especialmente enérgicas en su persecución que terminaron por sacar de quicio al guía hasta un grado tal, que éste las puso en un compartimento y les prohibió salir de él. Durante el resto del viaje, cada vez que el guía pasaba cerca, surgían de la ventana una, dos, tres cabezas que hacían lastimeras preguntas acerca de una «cajita de mimbre». También había un hombre muy fornido con una señora vestida de negro brillante, igualmente corpulenta, y un anciano que parecía un viejo mozo de cuadra.
—¿Qué puede buscar esta gente en Roma? —preguntó Miss Winchelsea—. ¿Qué significará Roma para ellos?
Vieron un cura alto con un pequeño sombrero de paja, y otro muy bajo cargado con un gran trípode fotográfico. El contraste hizo mucha gracia a Fanny. Después oyeron que alguien llamaba a un tal «Snooks».*
—Siempre creí que ese nombre era un invento de los novelistas —dijo Miss Winchelsea—. ¡Imaginaos! ¡Snooks! Me pregunto cuál será ese Mr. Snooks.
Finalmente escogieron a un individuo bajo y regordete, con aspecto decidido, que llevaba un amplio traje a cuadros.
—Si ése no es Snooks, debería serlo —dijo Miss Winchelsea.
En ese momento el guía descubrió la intención de Helen de apropiarse del compartimento.
—Sitio para cinco —voceó al mismo tiempo que hacía una traducción paralela con los dedos.
Un grupo de cuatro personas —padre, madre y dos hijas— todos muy nerviosos, entraron dando tropezones.
—Vale, mamaíta, déjame a mí —dijo una de las chicas mientras aplastaba el sombrero de su madre con un bolso que intentaba colocar en la rejilla.
Miss Winchelsea detestaba a la gente que daba empujones y llamaba a su madre «mamaíta». Después entró un joven que viajaba solo. Según pudo comprobar Miss Winchelsea, su vestimenta no era en absoluto «turista»; su maleta Gladstone era de cuero de calidad, con etiquetas que recordaban sus estancias en Luxemburgo y Ostende, y sus botas, marrones, no eran de las corrientes. Llevaba un abrigo sobre el brazo. Antes de que todos se hubieran acomodado en sus asientos, llegó el revisor y, tras unos cuantos portazos, partieron al fin de la estación de Charing Cross con dirección a Roma.
—¡Imagínate! —gritó Fanny—. ¡Vamos hacia Roma, querida! ¡A Roma! ¡Todavía me parece mentira!
Miss Winchelsea puso fin a la emoción de Fanny con una ligera sonrisa y la señora a quien llamaban «mamaíta» explicó a la gente allí reunida por qué habían estado a punto de perder el tren. Sus dos hijas, tras llamarla de nuevo «mamaíta» varias veces, le hicieron bajar el tono de voz, de un modo poco amable, y la convencieron para que revisara el contenido de su neceser de viaje. Enseguida alzó la vista y exclamó:
—¡Dios mío! ¡No los he traído!
Las dos chicas exclamaron:
—¡Oh, mamaíta!
Pero nadie supo a qué se refería con aquel los.
Al cabo de un rato Fanny sacó los Paseos por Roma de Hare, una especie de guía amena, muy popular entre los visitantes de la ciudad; el padre de las dos jóvenes empezó a examinar los billetes minuciosamente, en busca, al parecer, de palabras inglesas. Después de mirarlos por un lado, les dio la vuelta, sacó su pluma y escribió la fecha con sumo cuidado. El joven, tras un discreto examen de los compañeros de viaje, sacó un libro y se puso a leer. Mientras Helen y Fanny se dedicaban a mirar por la ventana para ver Chiselhurst —lugar en el que Fanny tenía interés, pues había sido residencia de la pobre emperatriz de Francia—, Miss Winchelsea aprovechó la oportunidad para observar el libro que el joven sostenía en sus manos. No era una guía, sino un volumen delgado de poesía, encuadernado. Miss Winchelsea le miró a la cara y su rápida mirada descubrió un rostro agradable y distinguido. Llevaba unos pequeños lentes de oro.
—¿Crees que todavía vivirá ahí? —preguntó Fanny, y con esa pregunta la observación de Miss Winchelsea llegó a su fin.
Durante el resto del trayecto Miss Winchelsea habló poco e intentó que sus escasas palabras sonaran refinadas y agradables. Su tono siempre había sido bajo, claro y distinguido, y procuró que en esa ocasión también lo fuera. Mientras pasaban bajo los blancos acantilados, el joven dejó de leer y, cuando por fin el tren se detuvo junto al barco, se preocupó cortésmente por el equipaje de Miss Winchelsea y sus amigas. Miss Winchelsea «detestaba las pamplinas», pero le agradó ver que el joven había captado enseguida que eran damas y las ayudaba sin ninguna afabilidad exagerada; con qué finura dejaba ver que su cortesía no era un pretexto para intromisiones posteriores. Ninguna de las tres había salido de Inglaterra con anterioridad y estaban muy excitadas y algo nerviosas por la travesía del Canal. Formaron un pequeño grupo en el centro del barco —donde el joven había llevado el bolso de viaje de Miss Winchelsea diciéndole que era un buen lugar— y contemplaron cómo las blancas costas de Albión se alejaban. Citaron a Shakespeare y se burlaron de los compañeros de viaje con el tradicional sentido del humor británico.
Se divirtieron particularmente con las precauciones que las personas gruesas tomaban contra las pequeñas olas —predominaban las rodajas de limón y los frascos con brebajes—; una señora se había echado sobre una tumbona, con un pañuelo sobre el rostro, y un hombre robusto y decidido, que llevaba un flamante traje marrón, muy «turista», estuvo paseándose por la cubierta durante toda la travesía, con las piernas tan separadas como la Providencia le permitía. Todas estas precauciones dieron un resultado excelente, pues nadie se mareó. El grupo de turistas acosaba de tal modo al guía con preguntas por toda la cubierta que a Helen le sugirió la imagen un tanto vulgar de gallinas peleándose por un trozo de corteza de tocino. Finalmente, el guía acabó por esconderse en su camarote. Entretanto, el joven del libro de poesía se encontraba en popa viendo cómo Inglaterra se alejaba, con un aspecto que a Miss Winchelsea le pareció solitario y triste.
Después vino Calais con sus tumultuosas novedades y el joven no olvidó recoger el bolso de Miss Winchelsea y el resto del equipaje. Las tres chicas habían pasado exámenes oficiales de francés en su país, pero como se sentían avergonzadas de su mala pronunciación, el joven les resultó de bastante utilidad, sin extralimitarse en su ayuda. Las instaló en un confortable vagón, se despidió quitándose el sombrero y se marchó. Miss Winchelsea le dio las gracias con su mejor educación y Fanny comentó que era «muy atractivo» cuando aún estaba a sólo unos pasos de distancia.
—Me pregunto quién será —dijo Helen—. Debe de ir también a Italia porque he visto unos billetes de color verde en su cartera.
Miss Winchelsea estuvo a punto de hablarles del libro de poesía, pero decidió no hacerlo. Poco después el paisaje que se veía por las ventanas atrajo su atención y se olvidaron del joven. Viajar por un país cuyos anuncios más comunes estaban escritos en francés les parecía una actividad muy culta, y Miss Winchelsea hizo unas cuantas comparaciones no muy patrióticas entre los pequeños carteles que estaban contemplando junto a la vía y las enormes vallas publicitarias que afean el paisaje inglés.
Pero el norte de Francia es realmente una zona poco interesante y, después de un rato, Fanny volvió a los Paseos de Hare y Helen comenzó a comer. Miss Winchelsea despertó de un ensueño feliz; había estado intentando ser consciente, dijo, de que realmente iba hacia Roma, pero tras una sugerencia de Helen se dio cuenta de que tenía hambre y las tres se dedicaron a consumir las viandas que llevaban en las cestas, con gran alegría. Después de la comida se sintieron cansadas y permanecieron en silencio hasta que Helen preparó el té. Miss Winchelsea habría descabezado un sueño, pero como sabía que Fanny dormía con la boca abierta, y con ellas viajaban dos señoras de edad indeterminada y aspecto criticón que conocían la lengua francesa suficientemente bien como para hablarla, Miss Winchelsea se entregó a la tarea de mantener despierta a Fanny. El movimiento del tren se fue haciendo monótono y el paisaje exterior que desfilaba a través de las ventanas acabó por resultar doloroso para la vista. Antes de la parada nocturna, ya estaban tremendamente cansadas.
Cuando esa parada llegó, fue animada por la aparición del joven, cuyos modales resultaron todo lo correctos que se podía desear y cuyo francés fue de nuevo muy útil. Tenía reserva para el mismo hotel que ellas y, por casualidad, al parecer, se sentó a la mesa al lado de Miss Winchelsea. A pesar de su entusiasmo por Roma, ella había pensado muy profundamente en una eventualidad semejante, y cuando el joven se decidió a hacer un comentario sobre el aburrimiento del viaje —para entonces ya había dejado pasar la sopa y el pescado— ella no sólo se mostró de acuerdo con su observación, sino que le contestó con otra. Pronto empezaron a comparar sus respectivos viajes y Helen y Fanny resultaron cruelmente apartadas de la conversación. Descubrieron que iba a ser un viaje muy parecido: un día de visita a las galerías de Florencia —«según he oído —comentó el joven—, apenas es suficiente»— y el resto en. Roma. Habló de esta ciudad de un modo muy agradable; evidentemente era un hombre culto, pues citó a Horacio al hablar del Soracte. Miss Winchelsea había hecho un trabajo sobre ese libro de Horacio para su ingreso en la universidad y se sintió encantada de poder terminar la cita. Este incidente dio cierto tono a la situación, un toque de refinamiento que lo distinguía de la mera charla. Fanny expresó algunas de sus emociones y Helen intervino con una serie de comentarios sensatos, pero el grueso de la conversación por parte de las chicas recaía naturalmente en Miss Winchelsea.
Antes de que llegaran a Roma, el joven ya pertenecía tácitamente a su grupo. No conocían su nombre ni cuál era su profesión, pero parecía que se dedicaba a la enseñanza y Miss Winchelsea tuvo la sensación de que era catedrático de universidad. De cualquier modo, algo así debería de ser, un personaje culto y refinado, ni exagerado ni inaccesible. Miss Winchelsea intentó descubrir un par de veces si provenía de Oxford o Cambridge, pero él eludió sus tímidos comentarios. Entonces ella buscó la forma de hacerle hablar de dichos lugares para ver si decía «subir» a ellos en vez de «bajar». Sabía que era la forma de reconocer a un hombre de universidad —él empleaba la construcción «de universidad» en vez de «universitario»— en la forma apropiada.
De la Florencia de Ruskin vieron todo lo que el tiempo les permitió; el joven las encontró en la Galería Pitti y la visitó con ellas, con animada charla y, evidentemente, muy agradecido por el reconocimiento que le mostraban. Sus conocimientos sobre arte eran muy vastos, y los cuatro disfrutaron mucho aquella mañana. Visitar las salas y reconocer viejas obras favoritas, o descubrir otras nuevas, resultaba fascinante, especialmente cuando había tanta gente a su alrededor que pasaba las hojas de su Baedeker desesperadamente. Para Miss Winchelsea, que detestaba la pedantería, el joven no tenía nada de pedante. Su claro sentido del humor, sin ser vulgar, era divertido, a costa, por ejemplo, de la obra singular de Beato Angélico. Debajo de eso había una grave seriedad que captaba rápidamente la lección moral de cada cuadro. Fanny se paseaba en silencio entre las obras maestras; reconocía que «sabía tan poco sobre ellas» y confesaba que para ella «todas eran bellas». Miss Winchelsea consideraba los comentarios de Fanny un poco monótonos. Había sentido un gran alivio cuando la última cumbre soleada de los Alpes había desaparecido y con ella los exagerados gritos de admiración de Fanny. Helen hablaba poco aunque Miss Winchelsea ya sabía, desde que estudiaron juntas, que en ella había una cierta falta de sentido estético y no le sorprendía su silencio. Unas veces se reía de las delicadas bromas gastadas por el joven, otras veces no, y en ocasiones parecía perdida para el arte que les rodeaba y prefería sumirse en la contemplación de las ropas de los otros visitantes.
En Roma, el joven las acompañó sólo en algunas ocasiones. Un amigo suyo, bastante «turista», se lo llevaba a veces. El joven se quejaba cómicamente ante Miss Winchelsea.
—Dispongo sólo de dos semanas en Roma —decía—, y mi amigo Leonardo quiere que pase un día completo en Tívoli viendo una cascada.
—¿Qué es su amigo Leonardo? —preguntó Miss Winchelsea bruscamente.
—El trotamundos más entusiasta que nunca he conocido —contestó el joven de un modo simpático, pero insatisfactorio para Miss Winchelsea.
Pasaron unos momentos deliciosos, y Fanny no podía imaginar qué habrían hecho sin él. El interés de Miss Winchelsea y la enorme capacidad de admiración de Fanny eran insaciables. No flaquearon nunca; vieron galerías de pintura y escultura, iglesias llenas de gente, ruinas y museos, árboles de judas y chumberas, carros de vino y palacios: todo, con la mayor resolución. No encontraron ni un pino, ni un eucalipto, pero los nombraban y los admiraban. Nunca dirigieron la vista hacia el monte Soracte, pero prorrumpían en exclamaciones sobre él. Su actitud imaginativa hacía maravillosas las cosas más normales.
—Puede que César haya caminado por aquí —decían—. Rafael debe de haber contemplado el Soracte desde aquí mismo.
Fueron a la tumba de Bíbulo.
—El viejo Bíbulo —dijo el joven.
—El monumento más antiguo de la Roma republicana —añadió Miss Winchelsea.
—Lamento ser tan estúpida —dijo Fanny—, pero ¿quién fue Bíbulo?
Hubo una curiosa y breve pausa.
—¿No fue el que construyó la muralla? —dijo Helen.
El joven le lanzó una mirada rápida y se echó a reír.
—Ese fue Balbo —comentó.
Helen se ruborizó, pero ni él ni Miss Winchelsea hicieron nada por acabar con la ignorancia de Fanny sobre Bíbulo.
Helen se mostraba más taciturna que los demás, pero ella siempre había sido así; solía encargarse de los billetes de tranvía y esas cosas, y de no perderlos de vista si el joven los cogía para decirle luego dónde estaban cuando él los buscaba. Pasaron ratos estupendos en aquella ciudad rojiza, llena de recuerdos, que fue una vez el centro del mundo. Lo único que lamentaban era la falta de tiempo. Decían que los tranvías eléctricos y los edificios de los setenta, junto con el criminal anuncio que resplandecía sobre el foro, ultrajaban sus sentimientos estéticos, pero eso también era parte de la diversión. Y en verdad Roma es un lugar tan maravilloso que Miss Winchelsea llegaba a olvidarse de algunos de sus entusiasmos mejor preparados, y Helen, cogida de improviso, admitía rápidamente la belleza de cosas inesperadas. A Fanny y Helen les habría gustado ver algún escaparate en el barrio inglés, pero la inflexible hostilidad que Miss Winchelsea profesaba contra el resto de los visitantes ingleses hizo imposible visitar tal lugar.
La camaradería intelectual y estética entre Miss Winchelsea y el joven erudito se fue transformando poco a poco en un sentimiento más profundo. La exuberante Fanny hizo todo lo posible por mantenerse a tono con su profunda admiración, expresando sus exclamaciones vigorosamente y diciendo «¡Venga, vamos!» con gran ilusión cada vez que se nombraba un nuevo lugar de interés. Helen, por el contrario, manifestaba una cierta falta de entusiasmo que incomodaba un poco a Miss Winchelsea.
Se negó a ver «algo especial» en la fisonomía de Beatrice Cenci —¡la Beatrice Cenci de Shelley!— en la galería Barberini; un día, mientras los demás lamentaban la existencia de los tranvías, ella empezó a decir con bastante brusquedad que «la gente tenía que desplazarse de algún modo y que utilizar los tranvías era mejor que torturar a los caballos por aquellos horribles cerros». ¡Esos «horribles cerros» eran las Siete Colinas de Roma!
El día que fueron al Palatino, aunque Miss Winchelsea no se enteró de sus comentarios, dijo de pronto a Fanny:
—¡No corras tanto, querida! ¡No les gusta que les alcancemos!
—No intentaba alcanzarles —replicó Fanny aflojando el paso—. De verdad que no —añadió, y estuvo jadeando un minuto.
Pero Miss Winchelsea había encontrado la felicidad. Sólo se daría cuenta de lo feliz que había sido paseando entre aquellas ruinas a la sombra de los cipreses e intercambiando los pensamientos más elevados que el ser humano posee y las impresiones más distinguidas que puedan transmitirse, cuando evocara la tragedia que ocurriría después. Sin que se dieran cuenta, el sentimiento se iba introduciendo en su relación y llegaba a resplandecer claramente y de un modo agradable cuando Helen y su modernidad no estaban demasiado cerca. Su interés pasaba imperceptiblemente de las cosas maravillosas que les rodeaban a los sentimientos más íntimos y personales. La información sobre sus vidas iba surgiendo tímidamente; ella hizo alusión a su escuela, a su éxito en los exámenes, y expresó su alegría porque ya hubiera pasado la época de los «atracones» en los estudios. El joven dejó claro que él también se dedicaba a la enseñanza. Hablaron de la grandeza de su tarea, de la necesidad de vocación para afrontar los detalles molestos, de la soledad que a veces sentían…
Esto ocurrió en el Coliseo, pero no les dio tiempo a más aquel día porque Helen volvió enseguida con Fanny, a la que había llevado a ver las galerías superiores del anfiteatro. Sin embargo, los sueños de Miss Winchelsea, bastante claros y concretos ya, se hicieron realistas en grado extremo. Se imaginaba a aquel atractivo joven instruyendo a sus alumnos del modo más edificante, con ella como modesta compañera y colaboradora intelectual. Se imaginaba un pequeño pero distinguido hogar, con dos escritorios y estantes blancos para unos libros excelentes, y con reproducciones de obras de Rossetti y Burne Jones sobre paredes empapeladas con diseños de Morris y flores en calderos de cobre trabajado. En realidad se imaginaba muchas cosas. En el Pincio pasaron unos ratos deliciosos juntos, mientras Helen se llevaba a Fanny a ver el «muro Torto». El joven le habló con sinceridad. Le dijo que esperaba que su amistad estuviera sólo empezando y que su compañía era para él algo muy preciado, incluso más que eso.
Se puso muy nervioso y se sujetó los lentes con dedos temblorosos, como si temiera que la emoción los fuera a hacer caer.
—Desde luego —dijo—, debería hablarle de mí. Sé que no es normal que me dirija a usted así. Pero como nuestro encuentro ha sido tan accidental, o providencial, tengo que aprovechar la situación. Vine a Roma a hacer un viaje solitario… y he sido tan, tan feliz. Hace muy poco que he conseguido cierta posición… y me he atrevido a pensar… que…
Echó una mirada por encima del hombro y dejó de hablar.
—¡Demonios! —exclamó con claridad, pero Miss Winchelsea no le censuró ese varonil descuido.
Volvió la vista y vio que su amigo Leonardo se aproximaba. Llegó hasta donde ellos se encontraban, se quitó el sombrero para saludar a Miss Winchelsea y sonrió un tanto burlonamente.
—Te he estado buscando por todas partes, Snooks —dijo—. Dijiste que estarías en los escalones de la Piazza hace media hora.
¡Snooks! El nombre fue como un puñetazo en la cara. Ni siquiera oyó su contestación. Más tarde pensó que Leonardo debió de sacar la impresión de que ella era una persona de lo más distraída. La verdad es que ni aún hoy está segura de si fue presentada a Leonardo o no, ni recuerda lo que le dijo. Había sufrido una especie de parálisis mental. De todos los apellidos horribles tenía que ser… ¡Snooks!
Helen y Fanny acababan de llegar; hubo los consiguientes saludos y los jóvenes se marcharon. Con un gran esfuerzo Miss Winchelsea consiguió dominarse y hacer frente a las miradas inquisitivas de sus amigas. Durante toda aquella tarde vivió una vida de heroína bajo el indescriptible ultraje de aquel nombre, teniendo que soportar charlas y comentarios mientras «Snooks» le roía el corazón. Desde el momento en que el nombre resonó en sus oídos, el sueño de su felicidad se había desmoronado. Toda la distinción que había imaginado desapareció y quedó deformada por la vulgaridad inevitable de aquel apellido.
¿De qué le servía ahora un hogar distinguido, con reproducciones de cuadros, el empapelado de Morris y los escriptorios? Sobre todo aquello había ahora una increíble inscripción escrita con letras de fuego: «Mrs. Snooks». Esto puede que al lector le parezca una insignificancia, pero hay que tener en cuenta la delicadeza de espíritu de Miss Winchelsea. Imaginad que sois de lo más refinado y después pensad que tenéis que firmar «Snooks». Miss Winchelsea se imaginaba a todas las personas que más detestaba llamándola Mrs. Snooks y sentía el apellido pronunciado con un cierto tono insultante. Veía una tarjeta de visita gris en la que el apellido Winchelsea escrito con letras de plata había sido triunfalmente borrado por una flecha, la de Cupido, en favor de «Snooks». ¡Degradante confesión de debilidad femenina! Se imaginaba el terrible alborozo de ciertas amigas, de aquellos primos tenderos de los que su creciente exquisitez le había apartado. ¡Con qué grandes letras escribirían el apellido en el sobre que enviarían con sus sarcásticas felicitaciones!
—¡Es imposible! —murmuró—. ¡Es imposible! ¡Snooks!
Lo lamentaba por él, pero no tanto como por ella misma. De repente sintió una cierta indignación hacia el joven. Ser tan agradable, tan refinado, y no dejar de llamarse «Snooks» ni un momento. Esconder bajo una pretenciosa gentileza de trato el emblema siniestro de su apellido era una especie de traición. Expresado en el lenguaje de la ciencia sentimental, sentía que se había burlado de ella.
Pasó, por supuesto, por algunos momentos de terrible incertidumbre; incluso en una ocasión, un sentimiento semejante a la pasión estuvo a punto de hacer que perdiera su distinción. Había algo en su interior, un incorruptible vestigio de vulgaridad que hacía persistentes tentativas por probar que Snooks no era después de todo un apellido tan feo. Pero toda vacilación desapareció ante el comportamiento de Fanny cuando ésta llegó y le dijo, con aire catastrófico, que ella también conocía la desgracia. La voz de Fanny se redujo a un susurro mientras pronunciaba «Snooks». Miss Winchelsea no quiso dar ninguna contestación al joven cuando por fin, en la villa Borghese, pudo charlar un minuto con él; pero prometió que le contestaría por escrito.
Le entregó la carta dentro del pequeño libro de poesía que le había prestado, aquel librito que les había unido al principio. Su rechazo era ambiguo, lleno de alusiones. No podía explicarle por qué le rechazaba, del mismo modo que no se puede hablar a un jorobado de su joroba. Él ya debía de tener una idea sobre el innominable carácter de su apellido. En verdad —ahora se daba cuenta Miss Winchel— se había evitado pronunciarlo en una docena de ocasiones. Ella le habló de «obstáculos que no podía salvar» y «razones por las que resultaba imposible lo que le pedía». Al escribir el nombre en el sobre sintió un escalofrío: «E. K. Snooks».
Las cosas empezaron a ponerse peor de lo que esperaba; el joven le pidió una explicación. ¿Cómo podía ella explicarse? Aquellos dos últimos días en Roma habían sido horribles. El aire de perplejidad y asombro del joven le rondaba continuamente en la cabeza. Sabía que le había dado ciertas esperanzas y no tenía el valor suficiente de examinar su mente para ver hasta dónde había llegado. Suponía que el joven debía de considerarla un ser tremendamente voluble. Ahora que se batía en retirada no quiso escuchar sus sugerencias acerca de una pretendida correspondencia cuando dejaran de verse. En este asunto Snooks hizo algo que a Miss Winchelsea enseguida le pareció delicado y romántico: utilizó a Fanny como intermediario. Fanny no supo guardar el secreto y aquella misma noche corrió a contárselo a su amiga con el transparente pretexto de pedirle consejo.
—Mr. Snooks —dijo Fanny—, quiere escribirme. ¡Imagínate! Ni me había dado cuenta. Pero ¿tú crees que debo permitírselo?
Hablaron sobre ello largo y tendido y Miss Winchelsea tuvo cuidado para no retirar el velo que cubría el corazón de su amiga. Empezaba a arrepentirse de haber dejado pasar las sugerencias de carteo que el joven le había hecho.
¿Por qué no iba ella a saber de él de vez en cuando, por muy desagradable que le resultara su apellido? Miss Winchelsea decidió que podía permitírselo y Fanny le dio un beso de buenas noches con una emoción inusual. Cuando su amiga se hubo marchado, Miss Winchelsea se sentó junto a la ventana de su habitación durante un largo rato. Había luna llena y en la calle un hombre cantaba «Santa Lucía» con una ternura que le partía el corazón… La joven se quedó inmóvil.
Susurró una palabra con suavidad: «Snooks». Después se puso en pie y, tras un profundo suspiro, se fue a la cama. A la mañana siguiente el joven le dijo con decisión:
—Espero noticias suyas a través de su amiga.
Mr. Snooks las vio marchar de Roma con aquella patética perplejidad interrogante aún sobre su rostro, y de no haber sido por Helen se habría quedado con el bolso de Miss Winchelsea a modo de recuerdo enciclopédico. Durante el viaje de vuelta a Inglaterra, Miss Winchelsea hizo prometer a Fanny, en seis ocasiones distintas, que le escribiría unas cartas larguísimas. Fanny, al parecer, iba a vivir bastante cerca de Mr. Snooks. Su nueva escuela —siempre estaba cambiando de escuela— distaba sólo cinco millas de Steely Bank, y era precisamente en la universidad politécnica de esa ciudad y en otro par de universidades de primer orden donde Mr. Snooks ejercía su profesión. Incluso podría verle en ocasiones. Las dos amigas no pudieron hablar mucho de él —siempre le llamaban «él», nunca «Mr. Snooks»—, pues Helen estaba siempre dispuesta a decir cosas desagradables sobre ese tema. Desde los tiempos de la vieja escuela normal, el carácter de esa joven se había agriado considerablemente, pensó Miss Winchelsea; se había vuelto dura y cínica. Decía que el joven tenía un rostro débil, confundiendo debilidad y delicadeza, como suele hacer la gente de su especie, y cuando se enteró de que su apellido era Snooks, dijo que ya se esperaba ella algo parecido. Después de eso, Miss Winchelsea se mostró muy cuidadosa a la hora de expresar sus sentimientos, aunque Fanny fue menos discreta.
Las chicas se separaron en Londres y Miss Winchelsea volvió, con renovada vitalidad, al colegio femenino de segunda enseñanza en el que había prestado sus servicios como profesor ayudante durante los tres años anteriores. Su nuevo interés en la vida radicaba en la correspondencia con Fanny a quien, para darle ejemplo, le escribió una larga y descriptiva carta a los quince días de su regreso. Fanny contestó de una manera decepcionante. La verdad es que no tenía dotes literarias, pero lo que a Miss Winchelsea le resultaba asombroso era verse deplorando la falta de aptitudes de una amiga. Incluso llegó a criticar la carta en voz alta, en la segura soledad de su estudio, y su crítica, expresada con gran amargura fue: «¡Sandeces!». En la carta Fanny contaba lo mismo que Miss Winchelsea le había contado en la suya: detalles del colegio. Y de Mr. Snooks, sólo esto: «He recibido una carta de Mr. Snooks y se ha pasado a verme los dos últimos sábados por la tarde. Habló de ti y de Roma; los dos hablamos de ti. Cómo te deben de haber silbado los oídos, querida…».
Miss Winchelsea reprimió su deseo de solicitar una explicación más precisa y volvió a escribir una dulce y larga carta. «Háblame de ti, querida. Aquel viaje renovó nuestra antigua amistad y quiero, de verdad, seguir en contacto contigo». En la quinta página citaba simplemente a Mr. Snooks para decir que le alegraba que le hubiera visto y que si alguna vez preguntaba por ella le diera afectuosos recuerdos (subrayado). Fanny contestó de la manera más estúpida sobre el tema de su «antigua amistad», recordando a Miss Winchelsea una docena de estupideces sobre los días de la escuela normal y sin decir una sola palabra de Mr. Snooks.
Miss Winchelsea estuvo casi una semana tan enfadada por el fracaso de Fanny como intermediario que no quería escribirle. Por fin redactó una carta con menos efusión en la que le preguntaba directamente: «¿Has visto a Mr. Snooks?». La respuesta de Fanny fue inesperadamente satisfactoria. «Sí, he visto a Mr. Snooks», contestó, y después de nombrarle continuó hablando de él; todo era Snooks: Snooks esto, Snooks lo otro. Iba a dar una conferencia, decía Fanny entre otras cosas. Sin embargo, después del primer momento de alegría, esta carta tampoco le satisfacía del todo. Fanny no hacía alusión a un posible comentario de Mr. Snooks sobre Miss Winchelsea, ni citaba que tuviera aspecto pálido y abatido como debería de estar ocurriendo. Pero he aquí que antes de que le hubiera contestado, llegó una segunda carta de Fanny sobre el mismo tema; un verdadero chorro de palabras que ocupaban seis hojas escritas con su dilatada letra femenina.
En esa segunda carta había algo bastante extraño que Miss Winchelsea sólo advirtió cuando releyó la carta por tercera vez. La natural femineidad de Fanny había prevalecido incluso frente a las claras y rotundas tradiciones de la escuela normal; era una de esas débiles criaturas que hacían todas las m, las n y las u, y las r y las e, iguales y que dejaban las o y las a abiertas y las i sin punto. De ese modo, sólo después de una trabajosa comparación entre varias palabras Miss Winchelsea quedó convencida de que Mr. Snooks no era en absoluto Mr. «Snooks». En la primera carta de Fanny sí era Mr. «Snooks», pero en la segunda su amiga había modificando la ortografía y era Mr. «Senoks». A Miss Winchelsea le tembló claramente la mano cuando dio la vuelta a la hoja: ¡significaba tanto para ella! Le había empezado a parecer que un apellido como Snooks sólo podría evitarse a un precio demasiado alto y, de pronto, ¡esta solución! Repasó las seis hojas, todas salpicadas con ese nombre comprometido y, en todos los casos, la primera letra después de la S tenía la forma de una e. Durante un rato se paseó por la habitación con la mano en el corazón.
Pasó todo un día reflexionando sobre el cambio mientras elaboraba mentalmente una carta que debía ser a la vez discreta y efectiva, y pensando en lo que iba a hacer una vez que recibiera la respuesta. Si la alteración de la ortografía era algo más que una extraña rareza de Fanny, estaba decidida a escribir directamente a Mr. Snooks. Había llegado al punto en que la discreción en el comportamiento resulta inútil. Aún no había inventado la excusa, pero el tema de la carta estaba claro en su mente, incluyendo la insinuación de que «las circunstancias de mi vida han cambiado enormemente desde que nos conocimos». Pero nunca llegó a expresar tal insinuación por escrito. Llegó una tercera carta de aquella caprichosa corresponsal que era Fanny. En la primera línea se proclamaba «la chica más feliz del mundo».
Miss Winchelsea estrujó la carta en la mano sin leer el resto y, con la cara repentinamente rígida, se sentó. Había recibido la carta justo antes de ir a clase y la había abierto cuando los alumnos de tercero de matemáticas estaban trabajando. Después reanudó su lectura dando apariencia de gran serenidad. Pero tras la primera hoja, pasó a leer la tercera sin darse cuenta del error: «… le dije francamente que no me gustaba su nombre», era el comienzo de la tercera hoja. «Me contestó que a él tampoco, ya conoces esa especie de repentina franqueza que tiene». Miss Winchelsea la conocía. «Entonces le dije: ¿No podría cambiarlo? Al principio dijo que no sabía cómo. Después, bueno, me dijo lo que significa su nombre. Significa “Sevenoaks”, pero ha llegado a convertirse en Snooks; tanto los Snooks como los Noaks, apellidos terriblemente vulgares, son en realidad deformaciones de “Sevenoaks”. Así que le dije —a veces tengo ideas brillantes— si de Sevenoaks derivó a Snooks, ¿por qué no volver de Snooks a Sevenoaks? Y el resultado es, querida, que no ha podido negármelo y ha cambiado su apellido de Snooks a Senoks en los anuncios de su nueva conferencia. Y después, cuando estemos casados, le pondremos un apóstrofe y lo convertiremos en “Se’noks”. ¿No te parece encantador por su parte el que haya tomado en consideración una sugerencia mía por la que muchos otros hombres se hubieran ofendido? Pero él es así, tan encantador como inteligente. Sabía tan bien como yo que le habría aceptado a pesar de su apellido, aunque se hubiera llamado diez veces Snooks. Pero aún así me ha dado el gusto».
Los alumnos se sobresaltaron al oír el ruido de papeles desgarrados con rabia y, al levantar la vista, vieron a Miss Winchelsea que, con cara pálida, estrujaba en la mano unos cuantos trozos de papel. Durante unos segundos sus fijas miradas se cruzaron y después su expresión se tornó más familiar.
—¿Ha hecho alguien ya el problema número tres? —preguntó en tono sosegado.
Después de aquello continuó serena, pero tuvo que hacer esfuerzos por imponerse durante el resto del día. Pasó dos laboriosas tardes escribiendo diversos tipos de carta antes de encontrar una forma decorosa de felicitar a Fanny. Su razón luchaba desesperadamente contra la convicción de que su amiga se había comportado de un modo extraordinariamente desleal.
Uno puede ser extremadamente distinguido y sentirse emocionalmente deshecho. Ciertamente, ese era el estado de Miss Winchelsea. Tenía ataques de hostilidad hacia el sexo masculino, que extendía sin compasión al resto de la humanidad. «Conmigo no se atrevió —se decía—. Pero Fanny es linda y sonrosada, dulce y necia: un partido excelente para un hombre». A modo de regalo de boda le envió un volumen de poesía de George Meredith, cuidadosamente encuadernado, y Fanny le contestó con una carta groseramente feliz en la que le decía que el volumen era «preciosísimo». Miss Winchelsea tenía la esperanza de que algún día Mr. Senoks tomaría aquel libro entre sus manos y pensaría en quién lo había regalado. Fanny le escribió varias veces antes de su boda, (continuaba con su leyenda favorita de la «antigua amistad»), para describirle su felicidad con todo detalle. Miss Winchelsea escribió a Helen por primera vez desde el viaje a Roma, sin decirle nada de la boda, pero expresándole sus más cordiales sentimientos.
Habían estado en Roma en Semana Santa y Fanny se casó durante las vacaciones de agosto. Escribió a Miss Winchelsea una extensa carta en la que describía su llegada al hogar y la estupenda disposición de su casita, «tan chiquitina.» Mr. Senoks estaba empezando a adquirir en el recuerdo de Miss Winchelsea una distinción que no tenía nada que ver con la realidad y en vano intentaba imaginarse su grandeza cultural dentro de aquella casa «tan chiquitina». «Estoy muy ocupada pintando un rinconcito —escribía Fanny con su amplia letra hacia el final de la tercera hoja—, así que perdona que no te cuente más». Miss Winchelsea le contestó con su mejor estilo, burlándose con gracia de las tareas de Fanny y deseando con vehemencia que Mr. Se’noks viera la carta. Era únicamente esa esperanza lo que le daba fuerzas para escribir y contestar no sólo aquella carta sino otra en noviembre y otra en Navidad.
Las dos últimas contenían insistentes invitaciones para que fuera a Steely Bank durante las vacaciones de Navidad. Intentó convencerse de que él le había dicho a Fanny que la invitara, pero aquello tenía todo el aspecto de ser algo que partía de la desbordante afabilidad de Fanny. Miss Winchelsea no hacía más que pensar que él ya debería de estar arrepentido de su error; y tenía más que esperanzas de que en breve recibiría una carta de él que comenzara: «Querida amiga». Había algo sutilmente trágico en su separación que era de gran valor para ella: un triste equívoco. Haber sido rechazada hubiera sido intolerable. Pero él nunca escribiría una carta que comenzara: «Querida amiga».
Durante dos años Miss Winchelsea no encontró el momento de ir a visitar a sus amigos, a pesar de las reiteradas invitaciones de Mrs. Sevenoaks: ya era así, con todas las letras, a partir del segundo año. Un día, hacia Semana Santa, se sintió sola y sin nadie en el mundo que la comprendiera y su mente recurrió una vez más a lo que se conoce como «amistad platónica». Fanny era, claramente, una persona feliz y dedicada a sus nuevas tareas domésticas, pero él, sin lugar a dudas, debía de tener sus horas de soledad. ¿No se habría acordado alguna vez de aquellos días en Roma, perdidos ahora para siempre? Nadie le había entendido como él, nadie en el mundo. Volver a hablar con él sería un gran placer lleno de melancolía; y ¿qué mal podría haber en ello? ¿Por qué debería negarse a sí misma ese deseo? Aquella noche escribió un soneto al que sólo le faltaron los dos últimos versos del segundo cuarteto, que no le salieron, y al día siguiente escribió una deliciosa nota en la que anunciaba a Fanny su llegada.
Y así volvió a verle.
Desde el primer encuentro fue evidente que no era el mismo; parecía más fuerte y menos nervioso. Miss Winchelsea pudo apreciar rápidamente que su conversación había perdido su antigua delicadeza. Incluso encontró una justificación para el comentario de Helen acerca de la debilidad de su rostro: realmente ciertos rasgos eran débiles. Parecía ocupado y volcado en sus asuntos, e incluso debía de creer que Miss Winchelsea había ido a ver a Fanny. Se pasó la cena hablando con su mujer de un modo muy inteligente y con Miss Winchelsea sólo mantuvo una corta conversación que no condujo a nada. No hizo referencia alguna a Roma y estuvo todo el rato atacando a un individuo que le había robado una idea para hacer un libro de texto, idea que a Miss Winchelsea no le pareció tan maravillosa. Descubrió que había olvidado más de la mitad de los nombres de los pintores cuyas obras habían disfrutado en Florencia.
Fue una semana tristemente decepcionante y Miss Winchelsea se alegró cuando llegó a su fin. Eludió posteriores visitas con varias excusas. Unos años después, el cuarto de los invitados fue ocupado por dos niños y las invitaciones cesaron. La intimidad de sus cartas había desaparecido mucho tiempo antes.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar