Herman Melville
(1819-1891

El Paraíso de los solteros
y el Tártaro de las doncellas
(1855)
(“The Paradise of Bachelors and the Tartarus of Maids”)

Originalmente publicado, de manera anónima, en Harper’s New Monthly Magazine (abril de 1855)

I. EL PARAÍSO DE LOS SOLTEROS

      No queda lejos de la raya del Temple[1].
       Ir hasta allí, por el camino de siempre, es como pasar de una calurosa llanura a algún valle fresco y profundo rodeado de montañas.
       Asqueado del ruido y sucio del barro de Fleet Street —por donde pululan los negociantes recién casados, con las líneas de los libros de cuentas trazadas en el entrecejo, mientras cavilan acerca del aumento del precio del pan y el descenso de la natalidad—, uno dobla hábilmente al llegar a una esquina —no una calle— mística, se desliza por un pasaje sombrío y monástico flanqueado por edificios oscuros, sobrios y solemnes, y sigue adelante hasta escapar de las preocupaciones del mundo y plantarse libre ante los tranquilos claustros del Paraíso de los solteros.
       Los oasis del Sahara serán muy amenos; los bosquecillos en las praderas de agosto, encantadores; la fe pura entre mil perfidias, deliciosa, pero mucho más ameno, más encantador y más delicioso es el soñado Paraíso de los solteros que se encuentra en el pétreo corazón del asombroso Londres.
       Paseen por los claustros mientras meditan tranquilamente; disfruten, paladeen su ocio junto al agua en el jardín; demórense en la antigua biblioteca; vayan a rezar junto a las esculturas de la capilla. Pero no habrán visto nada, ni sabrán nada, ni habrán saboreado la verdadera miga, hasta que no cenen con los solteros coaligados y vean brillar la jovialidad en sus ojos y en sus vasos. Y no me refiero a una cena en ruidosa compañía en la mesa común del comedor universitario, sino tranquilamente, por decisión propia, en un reservado, invitados hospitalariamente por algún templario[2].
       ¿Templario? He aquí una palabra romántica. Veamos. Tengo entendido que Brian de Bois Guilbert[3] era un templario. ¿Hemos de entender que insinúa usted que esos famosos templarios perduran en el Londres moderno? ¿Acaso se oye aún el repiqueteo de sus espuelas, y el resonar de sus escudos, cuando los caballeros monjes vestidos con sus cotas de malla se arrodillan ante la hostia consagrada para rezar? Sin duda, sería raro ver a un caballero monje caminando por el Strand, con el corselete bruñido y la nívea sobrevesta salpicados por un autobús. Y con luengas barbas, de acuerdo con las reglas de su orden, y el rostro indefinido como el de un leopardo. ¿Qué aspecto tendría ese triste fantasma entre tantos ciudadanos bien afeitados y con el pelo recién cortado? Sabemos —así nos lo enseña la historia— que una plaga moral acabó por corromper a aquella Hermandad sagrada. Aunque ningún enemigo pudiera derrotarlos por la espada, el gusano del lujo se arrastró por debajo de su guardia, y royó el núcleo de la fe caballeresca, mordisqueó los votos monásticos, hasta que por fin la austeridad de los monjes se relajó en forma de banquetes, y los célibes caballeros juramentados se volvieron hipócritas y disolutos.
       Pero, pese a todo, no estábamos preparados para saber que los caballeros templarios (en caso de que sigan existiendo) se habían secularizado tanto como para pasar de labrarse una fama inmortal en las gloriosas batallas por Tierra Santa a trinchar piernas de cordero en la mesa a la hora de la cena. ¿Acaso estos templarios degenerados creen hoy, como Anacreonte, que es mejor caer en un banquete que en una batalla? Aunque, de lo contrario, ¿cómo iba a sobrevivir esa famosa orden? ¡Templarios en el Londres de hoy! ¡Templarios con cruces rojas en los mantos fumándose un cigarro en el diván! ¡Templarios apiñados en un tren que, abarrotado de yelmos, lanzas y escudos, parecería una locomotora alargada!
       No. El auténtico templario hace mucho que desapareció. Vayan a ver las maravillosas tumbas en la iglesia del Temple; vean sus figuras rígidas y altaneras yaciendo con los brazos cruzados sobre sus quietos corazones en un descanso eterno y sin sueños. Como los años anteriores al Diluvio, los audaces caballeros templarios ya no están. Aun así, el nombre perdura y la sociedad nominal, y sus antiguos feudos, y algunos de los edificios antiguos. Pero el calzado de hierro se ha transformado en una bota de charol. La espada a dos manos en una pluma para una sola mano; el monje limosnero que daba fantasmales consejos ahora asesora a cambio de dinero; el defensor del sarcófago (si está ejercitado en su arma) ahora tiene más de un caso que defender; el encargado de despejar los caminos que conducían al Santo Sepulcro ahora tiene la misión de estorbar, impedir, obstaculizar, y obstruir todos los tribunales y avenidas de la Ley; el caballero combatiente contra los sarracenos que afrontaba las puntas de lanza en Acre, hoy combate contra las lanzas de la ley en Westminster Hall. Su yelmo es una peluca. Tocado por la varita mágica del Tiempo, hoy el templario se ha convertido en un abogado.
       Pero, como a muchos otros caídos desde las alturas de la orgullosa gloria —como la manzana, dura en la rama y madura en el suelo—, la caída del templario lo ha convertido en alguien mejor.
       Me atrevería a decir que esos viejos guerreros sacerdotes eran, en el mejor de los casos, bruscos y destemplados; cubiertos de chatarra de Birmingham, ¿cómo iban a estrecharnos cordialmente entre sus envarados brazos? Con sus almas frailunas, ambiciosas y orgullosas, prietas como un misal cerrado, y los rostros batidos por los proyectiles, ¿qué clase de afabilidad iban a demostrar? Sin embargo, el templario moderno es el mejor de los camaradas, el más amable de los anfitriones y un comensal de primera. Su ingenio y su vino son igual de chispeantes.
       La iglesia y los claustros, los patios, las bóvedas, las calles y pasajes, los salones de banquetes, los refectorios, las bibliotecas, las terrazas, los jardines, los amplios paseos, las habitaciones y los cuartos recoletos, ocupan mucho terreno y están todos cerca unos de otros y bastante apartados del estrépito de la ciudad vieja; y como todo se cuida con extrema minuciosidad de soltero, ningún otro lugar de Londres ofrece un refugio tan agradable para una persona tranquila.
       El Temple es, de hecho, una ciudad en sí mismo. Una ciudad con todos los mejores accesorios, como demuestra la enumeración anterior. Una ciudad con un parque, y lechos de flores, y a la orilla del río…, pues el Támesis fluye junto a él tan francamente como el manso Éufrates junto al jardín primigenio del Edén. Los antiguos cruzados solían ejercitar sus corceles y sus lanzas en lo que hoy son los jardines del Temple; los modernos templarios se recuestan en los bancos bajo los árboles y, cruzando las botas de charol, se ejercitan en animadas réplicas.
       Largas hileras de solemnes retratos en los salones de banquetes muestran qué grandes hombres —nobles famosos, jueces y cancilleres— fueron templarios en su día. Pero no todos los templarios tienen fama universal; no obstante, si el tener cálidos corazones y dar aún más cálidas bienvenidas, si la imaginación abundante y las bodegas aún más abundantes, y el ofrecer buen consejo y magníficas cenas especiadas con raros entretenimientos, diversiones y fantasías, merece una mención inmortal, anotad, oh musas, los nombres de R. F. C. y su imperial hermano.
       Aunque para ser templario en sentido estricto haya que ser abogado, o estudiante de derecho, y tenga uno que ser aceptado ceremoniosamente como miembro de la orden, hay muchos que, aunque templarios, no residen en el recinto del Temple, pese a que puedan tener allí sus despachos; por otro lado también hay muchos residentes en sus viejas habitaciones que no son templarios reconocidos. Si uno es, digamos, un caballero retirado y soltero, o un tranquilo hombre de letras no casado, a quien atrae el suave aislamiento del lugar, y que desea plantar su umbrosa tienda entre las demás en este tranquilo campamento, es necesario trabar amistad con algún miembro de la orden, y pedirle que alquile a su nombre, pero a tu coste, una habitación que se ajuste a tus necesidades.
       Supongo que eso hizo el doctor Johnson, ese recién casado y viudo nominal, pero soltero virtual, cuando vivió aquí una temporada. Lo mismo hizo ese indudable soltero de singular buen corazón, Charles Lamb. Y cientos de otros espíritus dorados, Hermanos de la Orden del Celibato, han comido, dormido y tenido aquí su santuario de cuando en cuando. Ciertamente el lugar es como un panal de despachos y habitaciones. Está perforado como un queso en todas las direcciones con las cómodas celdas de los solteros. ¡Querido y delicioso lugar! ¡Ah!, cuando pienso en las dulces horas que he pasado allí, disfrutando de la jovial hospitalidad bajo esos techos honrados por el tiempo, mi corazón solo sabe expresarse por medio de la poesía y con un suspiro canto suavemente: «¡Llevadme de vuelta a la vieja Virginia!»[4].
       Así es, a grandes rasgos, el Paraíso de los solteros. Y así lo encontré una agradable tarde del sonriente mes de mayo, cuando salí de mi hotel en Trafalgar Square, y acudí a la cita que tenía para cenar con ese gran abogado, soltero y magistrado jefe, R. F. C. (es lo primero y lo segundo y debería ser lo tercero; así que lo propongo para el cargo), cuya tarjeta llevaba pellizcada entre mis enguantados dedos, para, de cuando en cuando, echarle otro vistazo a la agradable dirección escrita debajo del nombre: «Elm Court n.º…, el Temple».
       En el fondo, era un inglés franco, despreocupado, agradable y simpático. Si en una primera cita parece reservado, y un poco gélido…, paciencia: ya se descongelará el champán. Y si no llega a ocurrir, siempre es mejor champán helado que vinagre líquido.
       Había en la cena nueve caballeros, todos solteros. Uno del «Paseo del Tribunal Real n.º…, el Temple», y un segundo, un tercero, un cuarto y un quinto de varias plazas y calles bautizadas con sílabas igualmente sonoras. Era, de hecho, una especie de Senado de los solteros enviado a aquella cena desde distritos muy distantes para representar el celibato general del Temple. Aunque, debido a su representatividad, más bien parecía un Parlamento de los mejores solteros del Londres cosmopolita; pues varios de los presentes procedían de barrios lejanos de la ciudad, famosos por ser la residencia de abogados y hombres no casados desde tiempo inmemorial: Lincoln’s Inn, Furnival’s Inn; y un caballero a quien yo contemplé con una suerte de respeto añadido, procedente del lugar donde en cierta ocasión lord Verulam vivió soltero: Gray’s Inn.
       El apartamento estaba bastante cerca del cielo. No sé cuántas viejas y extrañas escaleras escalé para llegar a él. Pero una buena cena, con una compañía famosa, hay que ganársela. Sin duda, nuestro anfitrión tenía su comedor tan alto para hacer el ejercicio previo que garantiza un disfrute y una digestión adecuados.
       El mobiliario era maravillosamente sencillo, viejo y cómodo. Ni caoba nueva y brillante, pegajosa aún por el barniz fresco, ni otomanas lujosas e incómodas, ni sofás demasiado buenos para ser utilizados le incomodaban a uno en aquel sobrio apartamento. Es algo que todos los norteamericanos sensatos deberían aprender de los ingleses sensatos: que el brillo y el lustre, las baratijas y las fruslerías no son indispensables para el solaz doméstico. El recién casado norteamericano engulle una chuleta reseca en una vitrina dorada del centro de la ciudad; el soltero inglés cena apaciblemente sobre una sencilla mesa de pino en su incomparable casa de las afueras.
       El techo de la habitación era bajo. ¿Quién quiere cenar bajo la cúpula de San Pedro? ¡Techos altos! Si eso es lo que quieren, y opinan que cuanto más alto mejor, y son ustedes tan altos, váyanse a cenar al aire libre con las jirafas.
       A su debido tiempo, los nueve caballeros se sentaron ante sus platos y no tardaron en ponerse manos a la obra.
       Si no recuerdo mal, inauguró el banquete una sopa de rabo de buey. Pese a su profundo color rojizo, su agradable sabor disipó mis primeras sospechas de que su ingrediente principal fueran látigos de cochero y cueros sin curtir de los porteros. (Bebimos, a modo de interludio, un poco de clarete). Neptuno fue el siguiente en recibir tributo, pues de segundo plato se sirvió rodaballo, blanco como la nieve, desmenuzado y en su punto de gelatina, no demasiado atortugado en su untuosidad.
       (En ese momento nos refrescamos con un vaso de jerez). Concluidas aquellas breves refriegas, comenzó su avance la artillería pesada del banquete conducida por ese famoso generalísimo inglés: el rosbif. Como ayudas de campo, tuvimos unos cuartos traseros de cordero, un pavo cebón, un pastel de pollo y un sinfín de platos no menos sabrosos, mientras que de avanzadilla se presentaron nueve jarras de siseante cerveza. Cuando la artillería pesada desapareció tras los pasos de las avanzadillas, una brigada seleccionada de aves de caza acampó sobre la mesa, y encendió sus fuegos de campamento con la más rojiza de las jarras.
       Siguieron tartas y pudines, con innumerables golosinas, luego queso y galletas. (Por pura ceremonia, más que nada por mantener las buenas costumbres, nos bebimos un buen vaso de oporto cada uno).
       Entonces retiraron el mantel; y, como el ejército de Blucher dirigiéndose hacia la muerte en el campo de batalla de Waterloo, avanzó un destacamento de refresco de botellas polvorientas tras las marchas forzadas.
       Todas aquellas maniobras las supervisó un inesperado mariscal de campo (no logro obligarme a llamarlo por el nada glorioso nombre de camarero) de pelo cano, servilleta en ristre y un busto como el de Sócrates. En medio de la hilaridad del banquete, él, absorto en asuntos de tanta importancia, rehusó siquiera esbozar una sonrisa. ¡Qué hombre tan venerable!
       Hasta ahora he tratado de trazar un esquema sencillo del plan general de las operaciones. Pero todo el mundo sabe que una cena buena y jovial es una especie de asunto confuso e indiscriminado, casi imposible de explicar en todos sus detalles. Así, cuando dije que, en determinados momentos, nos tomamos un vaso de clarete y un vaso de jerez y un vaso de oporto y una jarra de cerveza, me refería, por así decirlo, a las libaciones regulares. También se vaciaron innumerables vasos improvisados entre aquellos imponentes cálices.
       Los nueve solteros parecían sentir la más tierna preocupación por la salud de los demás. Todo el tiempo que fluyó el vino, manifestaron sus más sinceros deseos de que los caballeros a su izquierda y a su derecha gozaran de una salud y un bienestar duraderos. Me di cuenta de que cuando uno de aquellos amables solteros quería tomar un poco más de vino (para asentar el estómago, como Timoteo[5]) no se servía a menos que se le uniera alguien más. Parecía que fuese una falta de delicadeza, una muestra de egoísmo y de poca camaradería que lo vieran a uno tomando una copa solo y apartado. Entretanto, a medida que corría el vino, el espíritu del grupo se iba haciendo más y más jovial y desinhibido. Relataron toda suerte de historias agradables. Sacaron a relucir las experiencias escogidas de su vida privada, como las marcas preferidas de vino de Mosela o del Rin reservadas solo a cierta compañía. Uno nos contó lo bien que vivía durante sus años de estudiante en Oxford, y varias anécdotas picantes de los francos y nobles señores con los que coincidió allí. Otro soltero, un hombre de pelo gris, de rostro luminoso, que, según nos dijo él mismo, aprovechaba cualquier momento de ocio para cruzar a los Países Bajos e inspeccionar la bella arquitectura flamenca, era un soltero erudito cano y radiante que destacaba por sus descripciones de los elaborados esplendores de los salones gremiales, los ayuntamientos y los edificios oficiales que pueden verse en el país de los antiguos flamencos. Un tercero era un asiduo del Museo Británico y lo sabía todo sobre cientos de maravillosas antigüedades, de manuscritos orientales y libros únicos y costosos. Un cuarto acababa de regresar de un viaje a Granada, y, por supuesto, estaba inmerso en los paisajes sarracenos. Un quinto contó un divertido caso judicial. Un sexto era entendido en vinos. Un séptimo conocía una anécdota extraña y característica sobre la vida privada del Duque de Hierro[6], nunca publicada ni narrada antes en público o en privado. Un octavo distraía sus noches traduciendo de cuando en cuando un poema cómico de Pulci[7] y nos citó los pasajes más divertidos.
       Y así pasó la tarde y fuimos contando las horas, no con una clepsidra, como la del rey Alfredo, sino con un cronómetro de vino. Con el tiempo, la mesa fue pareciéndose a una especie de hipódromo de Epsom, un circuito por el que galopaban las botellas. Por temor a que alguna pudiera no llegar a su destino con la premura necesaria, se enviaba otra para meterle prisa; y luego una tercera para meterle prisa a la segunda; y a continuación una cuarta y una quinta. Y, durante todo ese tiempo, no sucedió nada ruidoso, inapropiado ni turbulento. Estoy convencido de que si Sócrates, el mariscal de campo, hubiese reparado en la más leve falta de decoro por parte del grupo al que servía, se habría marchado sin avisar. Después supe que, durante la cena, un soltero inválido disfrutó en la habitación de al lado de su primer sueño profundo y reparador en tres largas y fatigosas semanas.
       Fue la perfección misma en cuanto a concentración en la buena vida, la buena bebida, los buenos sentimientos y la buena conversación. Éramos una cofradía. El rasgo principal del banquete fue la comodidad fraterna y familiar. También se veía fácilmente que aquellos hombres desenfadados no tenían esposas ni hijos de los que preocuparse. Casi todos eran viajeros, pues solo los solteros pueden viajar libremente, y sin que les remuerda la conciencia por abandonar su hogar.
       El dolor y el fantasma de la preocupación eran como dos leyendas absurdas para su imaginación de solteros. ¿Cómo iban a permitir unos hombres tan generosos y eruditos, con un entendimiento tan cordial, filosófico y capaz, que los afectaran semejantes leyendas frailunas? ¡Dolor! ¡Preocupación! Sería como hablar de los milagros de los católicos. Nada de eso. Páseme el jerez, señor. Vamos, vamos, no puede ser. El oporto, señor, si no le importa. Tonterías, ni me lo cuente. Creo que tiene usted la botella, señor.
       Y así siguió.
       Poco después de que retirasen los manteles, nuestro anfitrión miró significativamente a Sócrates, quien se dirigió a una repisa y volvió con un inmenso cuerno retorcido, una auténtica trompeta de Jericó, montada en plata bruñida, y curiosamente decorada con dos cabezas de cabra, con cuatro cuernos más de plata sólida que se proyectaban a ambos lados de la boca del cuerno principal.
       Como no sabía que nuestro anfitrión supiera tocar la trompeta, me sorprendió verle levantarla de la mesa como si se dispusiera a dar un toque inspirador. Pero salí de mi error y comprobé los verdaderos propósitos del cuerno al verle insertar el pulgar y el dedo índice y notar un leve aroma y el olor del rapé escogido. Era una mezcla de rapé y dio la vuelta alrededor de la mesa. ¡Qué buena idea, pensé, tomar rapé en esta ocasión! ¡Esta buena costumbre habría que introducirla entre mis compatriotas!
       El notable decoro de los nueve solteros —un decoro que no se vio afectado por el vino: un decoro inasequible a cualquier exhibición de alegría— volvió a hacerse evidente ante mis ojos al observar que, aunque todos inhalaban rapé con prodigalidad, nadie faltó a la corrección ni se permitió molestar al soltero inválido con sus estornudos. Inhalaban en silencio, como si se tratase de algún polvo inocuo tomado de las alas de una mariposa.
       Pero por buenas que sean, las cenas de los solteros, como las vidas de los solteros, no pueden durar eternamente. Llegó la hora de volver a casa. Uno por uno, los solteros cogieron su sombrero, y de dos en dos, cogidos del brazo, descendieron al patio enfrascados todavía en la conversación; unos se retiraron a sus habitaciones a hojear el Decamerón antes de irse a dormir; otros a fumar un cigarro, mientras paseaban junto a la orilla del río; algunos salieron a la calle a buscar un coche que los condujera cómodamente a su lejana residencia.
       Yo fui el último en marcharme.
       —Bueno —dijo mi sonriente anfitrión—, ¿qué opina del Temple y del tipo de vida que llevan aquí los solteros?
       —Señor —le dije yo con una explosión de candor y admiración—. ¡Señor, este es el mismísimo Paraíso de los solteros!


II. EL TÁRTARO DE LAS DONCELLAS

      No queda lejos de la montaña Woedolor en Nueva Inglaterra. Yendo en dirección este, justo entre las brillantes granjas y los prados soleados, que acuna a principios de junio la hierba olorosa; se accede subiendo por unas montañas desoladas que se van cerrando gradualmente hasta formar un paso lóbrego, llamado el Fuelle de la Doncella Loca debido a la violenta corriente de aire del Golfo que sopla constantemente entre sus ásperas paredes de roca y a la leyenda de que, hace mucho tiempo, una solterona vivió en una cabaña por los alrededores.
       Serpenteando por el fondo de la garganta hay un camino de carro peligrosamente estrecho que discurre por el lecho de un antiguo torrente. Si se sigue el camino hasta su punto más alto se llega a una especie de paso dantesco. A causa de lo empinado de las paredes, de su extraño color de ébano y de la súbita contracción de la garganta, ese lugar concreto se conoce como el Collado Negro. El barranco desciende entonces hacia un gran valle purpúreo, en forma de tolva, hundido entre muchas montañas plutónicas cubiertas de bosques hirsutos. Los lugareños llaman a ese valle la Mazmorra del Diablo. El ruido de los torrentes se precipita por doquier en los oídos. Dichas aguas se reúnen por fin en una corriente turbia de color ladrillo que bulle por la garganta entre enormes riscos. A este torrente de color tan extraño lo llaman el Río de Sangre. Al llegar a un negro precipicio se desvía bruscamente hacia el oeste y da un salto descabellado de veinte metros sobre un bosque marchito de pinos grisáceos entre los que discurre después hacia los valles invisibles.
       Coronando visiblemente un acantilado rocoso, junto al borde de la catarata, está la ruina de un viejo aserradero, construido en los tiempos en los que abundaban enormes pinos y abetos en los alrededores. Las moles negras y musgosas de esos inmensos troncos toscamente tallados y atados como estacas, caídos aquí y allá unos sobre otros, abandonados y pudriéndose desde hace mucho tiempo, o dejados asomando solitaria y peligrosamente sobre el tenebroso borde de la catarata, le otorgan a esta tosca ruina de madera, no solo el aspecto de un bloque sin desbastar en una cantera, sino una especie de aire feudal renano o turingio, debido a los escarpados pináculos del paisaje circundante.
       No muy lejos del fondo de la Mazmorra hay un gran edificio enjalbegado, que destaca como un gran sepulcro blanqueado contra el sombrío telón de fondo de los abetos de la ladera y otros árboles de hoja perenne que se alzan de forma inaccesible en sombrías terrazas hasta casi seiscientos metros de altura.
       El edificio es una fábrica de papel.
       Como me había embarcado en el negocio de las semillas a gran escala (tan extensa y ampliamente que mis semillas habían acabado por distribuirse en todos los Estados del este y el norte, e incluso llegaron al lejano suelo de Missouri y a las dos Carolinas), mis necesidades de papel se volvieron tan grandes que llegaron a ser uno de los gastos más considerables del total. No es necesario explicar que quienes nos dedicamos a vender semillas necesitamos el papel a causa de los sobres. La mayoría son de papel amarillento y de forma rectangular; una vez llenos no son demasiado gruesos, y tras sellarlos y anotar en ellos la naturaleza de las semillas que contienen, parecen cartas de negocios listas para el correo. Yo empleaba una cantidad increíble de sobrecitos, varios cientos de miles al año. Durante un tiempo, les compré el papel a los mayoristas de la ciudad vecina. Hasta que, en parte por economía y en parte por la aventura del viaje, decidí atravesar las montañas, unos ochenta kilómetros, y en el futuro encargar el papel en la fábrica de la Mazmorra del Diablo.
       Como la nieve estaba insólitamente bien hacia finales de enero, y prometía seguir así durante no poco tiempo, me puse en marcha, a pesar del frío intenso, una tarde gris de viernes, bien equipado con pieles de búfalo y de lobo; y, tras pasar una noche en el camino, divisé la montaña de Woedolor al mediodía siguiente.
       La cumbre lejana parecía humear a causa de la escarcha; blancos vapores se elevaban ondulantes como de una chimenea desde los árboles cubiertos de blanco. La intensa congelación hacía que toda la región pareciera petrificada. Los patines de acero de mi trineo crujían y rechinaban sobre la nieve vítrea y quebradiza como si se tratara de cristales rotos. Los bosques que aquí y allá flanqueaban el camino sufrían la misma influencia paralizadora: penetrados por el frío, sus fibras más íntimas se quejaban extrañamente —no solo las oscilantes ramas, sino también el tronco vertical—, mientras las ráfagas los barrían implacablemente. Frágiles por la helada excesiva, muchos arces colosales partidos en dos como la boquilla de una pipa obstaculizaban la tierra inerte.
       Cubierto de pies a cabeza de copos de sudor congelado, blanco como un carnero de cuyas narices salieran dos chorros de aire caldeado en forma de cuerno, Negro, mi caballo, de apenas seis años de edad, se sobresaltó al llegar a un recodo donde, atravesado en el camino —no haría ni diez minutos que había caído—, yacía un viejo abeto retorcido y ondulado como una anaconda.
       Al llegar al Fuelle, un violento golpe de aire, llegado justo desde atrás, estuvo a punto de empujar cuesta arriba el trineo. La racha chilló a través del escalofriante paso, como cargada de espíritus encadenados a este triste mundo. Antes de alcanzar la cima, Negro, mi caballo, exasperado por el viento cortante, se impulsó con las patas traseras y arrastró el ligero trineo cuesta arriba, pasó rozando las rocas del estrecho collado y se lanzó enloquecido hacia abajo dejando atrás el aserradero en ruinas. El caballo y la catarata se precipitaron juntos hacia la Mazmorra del Diablo.
       Tiré con todas mis fuerzas, dejé el asiento y las mantas, me eché hacia atrás con un pie en el pescante, tasqué el freno y logré detenerlo justo a tiempo de evitar colisionar en una curva contra el frío hocico de una roca, tumbada como un león en el margen del camino.
       Al principio no pude encontrar la fábrica de papel.
       Todo el valle refulgía de blanco excepto aquí y allá donde un pináculo de granito mostraba un ángulo desnudo y barrido por el viento. Las montañas parecían amortajadas como un paso entre cadáveres alpinos. ¿Dónde está la fábrica? De pronto, llegó a mis oídos un sonido zumbante como un remolino. Miré y allí, como una avalancha detenida, estaba la gran fábrica encalada. Estaba rodeada subsidiariamente por un grupo de edificios más pequeños, algunos de los cuales, por su aire neutro y vulgar, su gran longitud, sus ventanas apelotonadas y su aspecto incómodo, eran sin duda los alojamientos de los operarios. Un níveo villorrio en mitad de la nieve. Debido a la naturaleza escabrosa y rocosa del terreno, que impedía cualquier método en su distribución relativa, el agrupamiento algo pintoresco de los edificios formaba varias plazas y patios irregulares. Calles y callejones estrechos, en parte bloqueados por la nieve caída de los tejados, cruzaban el villorrio en todas las direcciones.
       Cuando, al apartarme del transitado camino, donde resonaban las campanillas de los numerosos granjeros que aprovechaban las buenas condiciones de la nieve para llevar la leña al mercado y para ir de una taberna a otra por los pueblos dispersos, al apartarme, digo, del concurrido camino principal, recorrí el Fuelle de la Doncella y, algo más allá, vi el Collado Negro; entonces, algo latente, aparte de obvio en aquel momento y lugar, me trajo extrañamente a la memoria la primera vez que vi la lóbrega y mugrienta iglesia del Temple. Y cuando Negro, mi caballo, se lanzó disparado por aquel collado rozando peligrosamente sus paredes rocosas, recordé otra ocasión en que viajé en un autobús londinense desbocado, que más o menos del mismo modo, aunque ni mucho menos a la misma velocidad, atravesó el antiguo arco de Wren. Pese a que ambos objetos no se correspondían del todo, esa falta parcial de adecuación sirvió para teñir de viveza la similitud, igual que el desorden de un sueño. De modo que, cuando frené ante la roca saliente, vi por fin el extraño agrupamiento de los edificios de la fábrica y, dejando la carretera y el collado a mis espaldas, me interné discreta y silenciosamente por unos profundos desfiladeros en aquel apartado lugar y vi el largo y alto edificio principal de la fábrica, con una tosca torre —para izar cajas pesadas— en un extremo, entre los apelotonados edificios y alojamientos, igual que la iglesia del Temple entre sus oficinas y residencias, y cuando el maravilloso aislamiento de aquel misterioso escondrijo entre las montañas ejerció todo su hechizo sobre mí, la imaginación añadió todo lo que le faltaba a mi memoria y me dije: «He aquí la mismísima réplica del Paraíso de los solteros cubierta de nieve y congelada hasta convertirla en un sepulcro».
       Desmonté y, abriéndome paso fatigosamente cuesta abajo por la peligrosa pendiente —pues tanto el hombre como el caballo resbalábamos de cuando en cuando sobre las placas de hielo—, llegué por fin, o la ventisca me hizo llegar, a la plaza mayor, ante el edificio principal. Las ráfagas soplaban punzantes y chillonas junto a la esquina, mientras el Río de Sangre bullía rojizo y demoníaco al otro lado. Atravesada en la plaza había una larga pila de leña de varias varas de longitud, brillante a causa de la malla de hielo que tenía incrustada. Una hilera de postes para atar al caballo, con el lado norte cubierto de nieve adhesiva, flanqueaba la pared de la fábrica. La cruda escarcha cubría y pavimentaba la plaza con una especie de metal resonante.
       Se reprodujo la misma similitud inversa: «El dulce y tranquilo jardín del Temple, con el Támesis bordeando sus verdes orillas», medité extrañamente.
       Pero ¿qué ha sido de los alegres solteros?
       Entonces, cuando mi caballo y yo nos detuvimos temblando bajo la ventisca, una muchacha salió corriendo de la puerta de una vivienda cercana, se echó el fino delantal sobre la cabeza y se dirigió al edificio de enfrente.
       —Un momento, muchacha, ¿no hay ninguna cabaña por aquí donde pueda refugiarme?
       Se detuvo y volvió hacia mí un rostro lívido por la fatiga, y azulado por el frío; una mirada sobrenatural de una miseria indescriptible.
       —No —balbucí yo—, la he tomado por otra persona. Siga, no tiene importancia.
       Conduje mi caballo hasta la puerta de la que había salido. Llamé a la puerta. Otra muchacha pálida apareció temblando en el umbral y dejó la puerta entornada para evitar las ráfagas de viento.
       —No, me he vuelto a confundir. En nombre de Dios, cierre la puerta. Pero espere, ¿no hay ningún hombre por aquí?
       En ese momento un personaje de tez oscura y bien abrigado pasó de camino hacia la puerta de la fábrica y al verlo venir, la muchacha cerró rápidamente.
       —¿No tienen ningún establo, señor?
       —Allí, junto al cobertizo de la leña —replicó y desapareció en el interior de la fábrica.
       Con mucho esfuerzo conseguí meter el caballo y el trineo entre las pilas de leña cortada y aserrada. Después cubrí al caballo con la manta, le eché encima las pieles de búfalo y remetí los bordes por debajo de la cincha para que el viento no pudiera desarroparlo. Lo até bien y corrí torpemente hacia la puerta de la fábrica, entumecido por la escarcha y entorpecido por mi sobretodo de cochero.
       De pronto, me encontré en un lugar espacioso, intolerablemente iluminado por largas hileras de ventanas, que proyectaban en el interior la escena nevada de afuera.
       Hileras de muchachas de aspecto descolorido se sentaban ante hileras de mostradores de aspecto descolorido, con plegadoras blancas en las manos descoloridas y plegaban papel blanco descolorido.
       En un rincón había una enorme y pesada estructura de hierro, con un artilugio vertical parecido a un pistón que se elevaba y caía sobre un pesado bloque de madera. Ante él había una muchacha alta —su tímida cuidadora— que alimentaba al animal de hierro con pliegos de papel rosado que, a cada movimiento de descenso del pistón, recibía en una esquina la impresión de una guirnalda de flores. Miré del papel rosado a la pálida mejilla, pero no dije nada.
       Sentada ante un aparato alargado, recorrido por largas cuerdas como las de un arpa, otra chica lo alimentaba con folios que otra muchacha recogía al otro extremo de la máquina tan pronto como se alejaban curiosamente de ella por las cuerdas. Llegaban a la primera en blanco, viajaban hasta la segunda rayados.
       Miré la frente de la primera chica y vi que era joven y lozana; mire la frente de la segunda muchacha y vi que estaba rayada y arrugada. Entonces, mientras las miraba, las dos —para introducir alguna variedad en la monotonía— intercambiaron sus lugares, y donde antes estaba la joven de frente lozana se instaló la de la frente rayada y arrugada.
       Sentada en lo alto, en un elevado taburete colocado sobre una estrecha plataforma, había otra figura que alimentaba a otro animal de hierro; debajo estaba una compañera que colaboraba con ella.
       Nadie pronunciaba ni una sílaba. No se oía nada, salvo el rumor bajo, constante y dominador de los animales de hierro. La voz humana estaba proscrita en el lugar. La maquinaria —la ensalzada esclava de la humanidad— era atendida servilmente por seres humanos, que la servían tan silenciosos y sumisos como los esclavos del sultán. Las chicas no parecían tanto ruedas accesorias de la maquinaria general como los dientes de dichas ruedas.
       Reparé en la escena de un vistazo, antes incluso de desenrollarme del cuello la pesada bufanda de piel. Pero no había acabado de quitármela cuando el hombre de la tez oscura se me acercó con un grito, me sujetó del brazo, me arrastró al aire libre y sin dejarme decir una palabra cogió un poco de nieve y comenzó a frotármela contra las mejillas.
       —Tiene dos manchas blancas como el blanco de sus ojos —dijo—; señor, se le han helado las mejillas.
       —Es muy posible —murmuré yo—; me sorprende que la helada de la Mazmorra del Diablo no produzca daños peores. Frote con ganas.
       Pronto noté un dolor horrible y desgarrador en mis revividas mejillas. Fue como si dos sabuesos me las mordisquearan. Me sentí como Acteón.
       Poco después, cuando pasó todo, volví a entrar en la fábrica, expliqué mi negocio, cerré el trato satisfactoriamente y después pedí que me mostraran el lugar.
       —Cupido es el chico indicado —dijo el hombre de la tez oscura—. ¡Cupido! —y llamó por aquel extraño y caprichoso nombre a un chico rubicundo con hoyuelos, de aire despierto, que me pareció bastante descarado mientras se deslizaba, como un pez dorado por aguas incoloras, entre las pasivas muchachas; aunque no vi que hiciera nada, el hombre le pidió que le mostrara el edificio al extraño.
       —Venga primero a ver el molino —dijo el animado muchacho, dándose humos.
       Dejamos la sala de plegado y pasamos por unos tablones fríos y húmedos y llegamos debajo de un gran cobertizo mojado, incesantemente salpicado por la espuma, como la verde proa cubierta de conchas de un navío mercante de las Indias Orientales en mitad de una galerna. La negra y colosal rueda del molino giraba y giraba inexorable en sus enormes revoluciones con un único e inmutable propósito.
       —Esto es lo que mueve toda nuestra maquinaria, señor; en todos los edificios, incluso donde trabajan las chicas.
       Miré y vi que las aguas turbias del Río de Sangre no habían cambiado de color por haber sido utilizadas por el hombre.
       —¿Ustedes tan solo fabrican papel blanco, no hacen impresiones de ningún tipo, verdad? Solo papel blanco.
       —Por supuesto, ¿qué otra cosa iba a hacerse en una fábrica de papel?
       El muchacho me observó como si dudara de mi sentido común.
       —¡Oh, claro! —dije yo tartamudeando confuso—, es solo que me pareció raro que unas aguas tan rojas se conviertan en… papel.
       Me llevó por una escalera mojada y endeble hasta una habitación grande y luminosa, amueblada tan solo con unos toscos receptáculos con aspecto de pesebres situados a lo largo de las cuatro paredes, y ante aquellos pesebres, como si fueran yeguas atadas al comedero, había hileras de muchachas. Cada una de ellas tenía ante sí una larga y brillante cizalla fijada verticalmente al borde del pesebre. La curva de la cizalla y su falta de mango hacían que pareciera exactamente una espada. Una y otra vez, las muchachas frotaban contra la afilada hoja largas tiras de trapos blancos que cogían de unas cestas que tenían a su lado y desgarraban así todas sus costuras hasta convertir los trapos en hilos. En el aire flotaban partículas finas y venenosas que volaban sutiles por doquier hacia los pulmones, como motas en los rayos de sol.
       —Esta es la sala de trapos —tosió el muchacho.
       —Parece bastante asfixiante —tosí yo como respuesta—; pero las chicas no tosen.
       —Oh, están acostumbradas.
       —¿De dónde sacan semejante cantidad de trapos? —dije cogiendo un puñado de una cesta.
       —Algunos de esta misma región; otros vienen de ultramar: de Leghorn y de Londres.
       —O sea, que no es improbable —murmuré yo— que entre esos montones de trapos haya algunas camisas viejas, provenientes de los dormitorios del Paraíso de los solteros. Pero les han arrancado los botones. Dime, muchacho, ¿alguna vez has encontrado algunos botones de soltero por aquí?
       —No crecen en esta parte del país. La Mazmorra del Diablo no es lugar para flores.
       —¡Oh!, ¿se refiere a unas flores que se llaman así…, botones de soltero?
       —¿No era eso por lo que preguntaba? ¿O se refería a los botones dorados de la chaqueta de nuestro jefe, el viejo solterón, como lo llaman nuestras chicas en sus cuchicheos?
       —O sea, que el hombre que vi abajo es soltero, ¿no?
       —Oh, sí, un solterón.
       —Si veo bien, los filos de las cizallas están vueltos hacia las chicas, pero los trapos y los dedos vuelan de tal modo que se me hace difícil saberlo.
       —Están vueltos hacia fuera.
       «Sí —murmuré para mí—, ya lo veo, vueltos hacia fuera; cada espada erguida con el filo hacia cada chica. Si mis lecturas no me fallan, así es como iban los condenados desde la sala del tribunal hacia su fin: con un funcionario delante portando una espada con el filo hacia fuera que simbolizaba la fatídica sentencia. Y así, a juzgar por la tísica lividez de esta vida andrajosa y descolorida, van estas pálidas muchachas hacia la muerte».
       —Esas cizallas parecen muy afiladas —dije volviéndome otra vez hacia el muchacho.
       —Sí; es necesario mantenerlas así. ¡Mire!
       En ese momento, dos de las chicas soltaron los trapos y pasaron una piedra de afilar por la hoja de la espada. Mi sangre poco acostumbrada se heló al oír el agudo chillido del acero atormentado.
       «Son como sus propios verdugos; ellas mismas tienen que afilar las espadas que las matan», medité yo.
       —¿Por qué están tan pálidas, muchacho?
       —Bueno —dijo con un guiño pícaro, haciendo una broma por pura ignorancia con un desconocimiento despiadado—, supongo que de tanto manejar papel blanco se vuelven blancas como el papel.
       —Salgamos de la sala de trapos, muchacho.
       La extraña inocencia de la crueldad de aquel chico endurecido por la costumbre resultaba más trágica e inescrutablemente misteriosa que ninguna otra visión mística, humana o mecánica, en toda la fábrica.
       —Y ahora —dijo alegremente—, supongo que querrá ver la gran máquina, que nos costó 12.000 dólares el otoño pasado. Es la máquina que fabrica el papel. Por aquí, señor.
       Le seguí y atravesé un lugar amplio y cubierto de salpicaduras, donde había dos grandes tinas llenas de una sustancia blanca, húmeda y de aspecto lanudo, no muy diferente de la parte albuminosa de un huevo pasado por agua.
       —Ahí tiene —dijo Cupido, dando una palmada en las tinas con aire despreocupado—, ese es el inicio del papel, la pulpa blanca que ve. Mire cómo gira y burbujea impulsada por aquella pala. Luego se vierte desde las tinas a ese canal, y llega ya mezclada a la gran máquina. Vamos a verla.
       Me condujo a una habitación, sofocante con un extraño calor sanguíneo y abdominal, como si allí se desarrollaran verdaderamente las partículas germinales que acabábamos de ver.
       Ante mí, extendidos como un largo pergamino oriental, había una sucesión de bastidores de hierro, místicos y multitudinarios, con toda clase de rodillos, ruedas y cilindros que se movían lenta e incesantemente.
       —La pulpa pasa primero por aquí —dijo Cupido señalando a la parte más próxima de la máquina—. Vea; se vierte aquí y se extiende sobre este tablón inclinado tan ancho; y luego, fíjese, resbala, fina y temblorosa por debajo de ese primer rodillo de ahí. Siga mirando y verá cómo se desliza por debajo del siguiente cilindro. Ahí. Vea cómo se ha vuelto un poco menos pulposa. Un paso más y va adquiriendo una consistencia un poco más sólida. Otro cilindro más y está tan entretejida (aunque no más que un ala de libélula) que forma un puente en el aire, como una telaraña suspendida entre esos dos rodillos tan separados; fluye por encima del último, luego por debajo, y desaparece un minuto de la vista entre esos cilindros de ahí que no se distinguen bien, reaparece aquí y ya no parece tanto pulpa como papel, pero aún muy delicado y algo defectuoso. Pero…, acérquese un poco, señor…, aquí, en este extremo, ya adopta el aspecto de algo que podría manejarse. Sin embargo, todavía no está lista, señor. Todavía le falta por recorrer un largo camino. Y tienen que pasarle por encima muchos cilindros.
       —¡Bendita sea mi alma! —dije yo, maravillado por el estiramiento, las interminables circunvoluciones y la deliberada lentitud de la máquina—, la pulpa debe de tardar mucho en pasar de un extremo al otro y convertirse en papel.
       —¡Oh!, no tanto —sonrió el precoz muchacho con superioridad y condescendencia—, solo nueve minutos. Pero mire; puede comprobarlo usted mismo. ¿Tiene un trocito de papel? ¡Ah!, ahí en el suelo hay un trozo. Escriba en él lo que usted quiera, deje que lo coloque aquí y ya veremos cuánto tarda en salir por el otro extremo.
       —Déjeme ver —dije yo, cogiendo mi lápiz—, eso es, escribiré su nombre.
       Cupido me pidió que sacara el reloj y echó hábilmente el papelito sobre la masa incipiente.
       Mi mirada recayó en el minutero sobre la esfera.
       Seguí lentamente el papelito, centímetro a centímetro; deteniéndome a veces durante medio minuto mientras desaparecía debajo de los inescrutables cilindros inferiores, para emerger gradualmente de nuevo; y así fue avanzando y avanzando, centímetro a centímetro, ora a la vista, deslizándose como una mota sobre la lámina temblorosa, ora volviendo a desaparecer; y avanzando, avanzando…, centímetro a centímetro, mientras la lámina principal iba adquiriendo más y más consistencia; hasta que de pronto vi una especie de cascada de papel, no muy distinta de una catarata; y un sonido cortante, como el chasquido de una cuerda, golpeó mis oídos; y allí cayó una hoja de papel de oficio sin plegar con mi «Cupido» casi borrado y todavía húmeda y tibia. Mis viajes habían llegado a su fin, pues allí estaba el final de la máquina.
       —Bueno, ¿cuánto ha tardado? —dijo Cupido.
       —Nueve minutos exactos —repliqué yo, reloj en mano.
       —Se lo dije.
       Por un momento me embargó una curiosa emoción, no muy diferente de la que podría experimentarse al presenciar el cumplimiento de alguna misteriosa profecía. «Pero qué absurdo —volví a pensar—, se trata de una máquina cuya esencia es la precisión y puntualidad invariables».
       Mi atención, hasta entonces absorbida por los engranajes y cilindros, se dirigió a una mujer de aspecto triste que estaba de pie junto a la máquina.
       —La persona que atiende el final de la máquina tan silenciosamente es bastante mayor. Y no parece muy acostumbrada a ella.
       —Oh —susurró Cupido maliciosamente entre el estrépito—, solo lleva aquí una semana. Antes trabajaba de enfermera. Pero por aquí el trabajo escasea y lo dejó. Observe el papel que está apilando ahí.
       —Sí, papel de oficio. —Y toqué las pilas de hojas tibias y húmedas que llegaban continuamente a las manos expectantes de la mujer—. ¿Solo fabrican papel de oficio con esta máquina?
       —Oh, a veces, aunque no siempre, hacemos trabajos más finos, hojas crema y folios reales, los llamamos. Pero sobre todo fabricamos papel de oficio porque es lo más solicitado.
       Curiosamente, al ver aquel papel en blanco caer y caer continuamente, mi imaginación comenzó a divagar acerca de los extraños usos que tendrían aquellos miles de páginas. En aquellas hojas vacías se escribirían toda suerte de cosas: sermones, informes jurídicos, recetas médicas, cartas de amor, licencias de matrimonio, actas de divorcio, registros de nacimiento, certificados de defunción y un sinfín de cosas más. Luego volví a pensar en ellas y no pude sino recordar la célebre comparación de John Locke, que para demostrar que el hombre no tenía ideas innatas comparó la mente humana en el momento de nacer con una hoja de papel en blanco, destinada a que escribieran en ella, aunque nadie pudiera decir qué clase de letras.
       Mientras iba de aquí para allá junto a la máquina, que seguía funcionando con un ronroneo, me impresionó tanto la inevitabilidad como el desarrollo de todos sus movimientos.
       —Y esa fina telaraña de ahí —dije señalando a la lámina en su estado más imperfecto—, ¿nunca se rasga o se rompe? Es maravillosamente frágil, y la máquina por la que pasa parece tan poderosa…
       —No tenemos noticia de que se haya desgarrado lo más mínimo.
       —¿Y nunca se para… ni se atasca?
       —No. Debe estar siempre en funcionamiento; justo tal y como funciona ahora. La pulpa no puede dejar de circular.
       Entonces me embargó cierta aprensión mientras contemplaba aquel inflexible animal de hierro. Esa clase de maquinaria poderosa y compleja siempre produce, en mayor o menor grado, cierto temor en el corazón humano, igual que un Leviatán vivo y jadeante. Pero si aquella cosa me parecía tan terrible era a causa de la metálica necesidad y la fatalidad inamovible que la gobernaba. Aunque a veces no pudiera seguir el fino y etéreo velo de pulpa en el curso de su avance misterioso o enteramente invisible, era indudable que, allí donde lograba eludirme, seguía avanzando de acuerdo con los autocráticos dictados de la máquina. La fascinación hizo presa en mí. Me quedé en pie, hechizado y maravillado hasta el fondo de mi alma. Ante mis ojos, allí, circulando en una lenta procesión entre los cilindros rodantes, me pareció ver, unidos a los pálidos comienzos de la pulpa, los rostros aún más pálidos de todas las muchachas pálidas que había visto a lo largo de aquel nublado día. Lenta, triste, suplicantemente, aunque sin ofrecer resistencia, pasaban fulgurantes mientras su agonía quedaba oscuramente dibujada en el papel imperfecto, como la impresión del rostro atormentado en el manto de santa Verónica.
       —¡Eh!, el calor de la habitación no parece sentarle bien —gritó Cupido mirándome fijamente.
       —No…, en todo caso tengo algo de frío.
       —Salgamos, señor…, fuera…, fuera. —Y el precoz muchacho me animó a salir de allí, con el aire protector de un padre preocupado.
       Al poco rato, me sentí algo reanimado y fui a la sala de plegado; la primera sala en la que había estado y donde estaba el mostrador en el que cerraban los negocios, rodeado de los negros mostradores y de las pálidas muchachas que se ocupaban en ellos.
       —Cupido me ha guiado por un extraño recorrido —le dije al hombre atezado que mencioné antes, y de quien había descubierto que no solo era un viejo solterón, sino también el principal propietario—. Su fábrica es extraordinaria. La máquina es un milagro de complejidad inescrutable.
       —Sí, todos nuestros visitantes opinan igual. Aunque no tenemos demasiados. Estamos muy alejados de todo. También hay pocos habitantes. La mayoría de las chicas vienen de pueblos lejanos.
       —Las chicas —repetí yo, observando sus siluetas silenciosas—. ¿Por qué en la mayoría de las fábricas a los operarios femeninos se las llama indiscriminadamente chicas y nunca mujeres?
       —¡Oh!, pues…, no sé, supongo que se debe al hecho de que la mayoría no están casadas. Pero nunca se me había ocurrido pensarlo antes. En nuestra fábrica no contratamos a mujeres casadas porque faltan demasiado al trabajo. Aquí solo queremos trabajadoras fiables, doce horas al día, día tras día, durante los trescientos sesenta y cinco días del año, salvo los domingos, el día de Acción de Gracias y los días de Semana Santa. Es nuestra norma. Y, como no están casadas, solemos llamarlas chicas.
       —Entonces son todas solteras —dije, a la vez que algún penoso homenaje a su pálida virginidad me hacía inclinarme involuntariamente.
       —Todas solteras.
       De nuevo me embargó aquella emoción.
       —Sus mejillas siguen algo pálidas, señor —dijo el hombre mirándome de cerca—. Tendrá que tener usted cuidado al volver. ¿Le duelen? Mala señal si lo hacen.
       —No tengo ninguna duda, señor —contesté yo—, de que en cuanto salga de la Mazmorra del Diablo se sentirán mucho mejor.
       —Sí, el aire invernal en los valles, en las quebradas o en cualquier hondonada es mucho más frío y punzante que en ningún otro sitio. Le costará creerlo, pero aquí hace más frío que en la cima de la montaña Woedolor.
       —Estoy dispuesto a admitirlo, señor. Pero el tiempo apremia; debo partir.
       Volví a embutirme en el sobretodo y la bufanda, metí las manos en mis enormes mitones de piel de foca, salí al aire cortante y encontré al pobre Negro encogido y acurrucado de frío.
       Pronto, envuelto en pieles y meditaciones, salí de la Mazmorra del Diablo.
       Al llegar al Collado Negro me detuve, y una vez más me vino a la memoria la iglesia del Temple. Entonces, al atravesar el paso a toda prisa, completamente a solas con la naturaleza inescrutable, exclamé: «¡Oh, Paraíso de los solteros!, y, ¡oh, Tártaro de las doncellas!».


N. de la trad.

[1] La raya del Temple es la línea imaginaria al oeste de Londres donde termina la City y Fleet Street se convierte en el Strand. El nombre se debe a la antigua iglesia del Temple que hoy alberga la facultad de Derecho.

[2] Melville juega con el doble sentido de la palabra «templario» que se refiere tanto a los miembros de la orden de caballería medieval como a los estudiantes de derecho de Londres que estudiaban en el Temple.

[3] Personaje de Ivanhoe, la novela de Walter Scott.

[4] Se trata del estribillo del himno oficial del Estado de Virginia.

[5]I Timoteo 5:23.

[6] Sobrenombre con el que era conocido el duque de Wellington (1769-1852).

[7] Luigi Pulci (1432-1484) fue un famoso poeta italiano, protegido de Lorenzo de Medici.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar