Isaac Bashevis Singer
(Leoncin, Polonia, 1902 - Surfside, Florida, 1991)


La muerte de Matusalén (1963)
(“The Death of Methuselah”)
The Death of Methuselah and Other Stories
(New York: Penguin Books, 1988)



      Era un bochornoso día de verano. En una tienda de paja reposaba Matusalén, un anciano de más de novecientos años. Estaba descalzo, desnudo; una banda de hojas de higuera rodeaba su cuerpo. Yacía, entre acostado y sentado, en una cama de pieles de venado, cabra y buey. De cuando en cuando alcanzaba con su mano arrugada una jarra de agua y tomaba un trago. Tenía hundidas las mejillas y las encías desdentadas. En su juventud, Matusalén tenía reputación de hombre fuerte. Pero cuando se pasa de los novecientos, ya nadie es lo que era. Estaba escuálido, y su piel se había vuelto marrón oscuro, reseca por el sol. Había perdido todo el pelo, incluso el de la barba y el pecho. Su cuerpo estaba cubierto de furúnculos y tumores. Se le veían los huesos, su nariz estaba torcida y sus costillas parecían los aros de un tonel.
       Matusalén no estaba ni despierto ni dormido. Parecía derretirse por el calor y mascullaba para sí mismo los murmullos de la extrema ancianidad.
       Pero su mente estaba clara. Sabía muy bien quién era: Matusalén, el hijo de Enoch. Enoch, quien no había muerto sino que había sido llevado por Dios. Su esposa y varios de sus hijos habían visto a Enoch caminando por el campo, en dirección al granero, cuando súbitamente desapareció. Algunos decían que la tierra había abierto la boca y se lo había tragado, pero otros sostenían que la mano de Dios había descendido del cielo y lo había transportado a las alturas celestiales, pues Enoch era un hombre justo que caminaba junto al Todopoderoso.
       Matusalén esperaba poder desaparecer del mismo modo. Dios podía extender su divina mano y llevarlo consigo, con su padre, y con los ángeles (los serafines, los aralim y los querubines), con las bestias sagradas y otros coros celestiales. ¿Pero cuándo? Ya estaba en sus novecientos sesenta y nueve años. Hasta donde sabía, era el hombre más viejo de la Tierra. Había escuchado que Naamah, una mujer a la que una vez había amado, podía ser incluso más vieja. Ella era, supuestamente, la hija de Lamech y Zillah, la hermana de Tubal Caín, quien forjaba todos los elementos de cobre y hierro. Matusalén había conocido a Naamah cientos de años atrás. Desde entonces, la había deseado apasionadamente, y añoraba descansar en su regazo. Existían rumores de que no era realmente la hija de Lamech, sino de uno de los ángeles caídos que habían visto cuan hermosas eran las hijas del hombre y cohabitaban con aquellas de su preferencia.
       Después, Naamah desapareció, y se dijo que había partido rumbo a un campo de demonios, a reunirse con las hijas de Lilith, con quien Adán había yacido ciento cincuenta años antes de que Dios lo durmiera y creara a Eva de su costilla.
       Mientras dormitaba, sobrecogido por el calor, cercano a la muerte, Matusalén no podía desprenderse del recuerdo de Naamah. Soñaba con ella por las noches, y a veces durante el día. A duras penas diferenciaba el sueño de la vigilia. Abría los ojos y se le aparecían imágenes. Escuchaba las voces de sus hermanos y hermanas muertos, de sus hijas e hijos. Matusalén tenía un hijo a quien había llamado Lamech en memoria del padre de Naamah. Este hijo, a su vez, había engendrado un hijo llamado Noé. Algunos de los hijos de Matusalén que aún vivían, erraban con sus rebaños de ovejas, con burros, mulas, caballos y camellos. Sus hijas habían sido desposadas por hombres cuyos nombres ya había olvidado.
       Matusalén tenía hordas de nietos y bisnietos a quienes nunca había conocido y cuyos nombres nunca había escuchado. La Tierra era vasta, y escasamente poblada. Muchos hombres se dedicaban a la caza. Perseguían animales, los mataban, los asaban, y comían su carne. Hacían ropas y zapatos con sus pieles.
       Sabían disparar flechas con arcos y, como Tubal Caín, podían forjar utensilios de hierro y cobre, e incluso trabajar el oro y la plata. Tejían redes para atrapar peces en los ríos. Construían armas, libraban guerras y mataban a sus hermanos, como Caín había asesinado a Abel. Ahora sabían que Yaveh lamentaba haber creado al hombre: había visto cuán grande era la maldad humana y cómo cada uno de los planes concebidos por la mente del hombre no era sino maligno.
       Bien, yo ya no pertenezco realmente al mundo de los vivos, pensó Matusalén. Pronto descendería al Sheol, al Dumah, a la Tierra de las Sombras. Moscas y mosquitos lo rodeaban y azuzaban, pero no le quedaban fuerzas para espantarlos.
       Entró a la tienda una muchacha, descalza y medio desnuda. Matusalén no sabía si era una de sus nietas o una de sus esclavas. Incluso si era una esclava, provenía de su simiente, puesto que todas sus esclavas habían sido también sus concubinas. Matusalén quería pedirle a la muchacha que le dijera su nombre, pero su garganta estaba llena de flema y no podía hablar. La muchacha le extendió un cuenco de madera con compota de dátiles. Matusalén sostuvo la vasija con una mano temblorosa y bebió el jugo dulce. Repentinamente, recordó que su hijo Lamech había engendrado un hijo llamado Noé. Y Noé también tenía algunos hijos.
       «¿Dónde están? ¿Por qué me dejan solo? ¿Quién va a enterrarme después de mi último suspiro?»
       Alzó la vista y vio a Naamah ante él, desnuda como su madre la había traído al mundo. El débil resplandor escarlata del sol poniente teñía su rostro, sus pechos y su vientre. El cabello negro le llegaba a la cintura. Matusalén la abrazó, y se besaron. Ella dijo:
       –Matusalén, he venido a ti.
       –Te he añorado durante todas estas centurias –respondió.
       –Y yo a ti.
       –¿Dónde has estado? –preguntó Matusalén.
       –Con mi ángel Ashiel, en una profunda caverna en el corazón del desierto. He comido de los alimentos celestiales y bebido el vino de los dioses. Los demonios me atienden y me cantan. Danzan para mí, y trenzan mi cabello y la barba de Ashiel. Me sirven granadas, almendras, pan, dátiles y miel. Tocan liras y golpean tambores para complacerme. Yacen conmigo y su semen inunda mi vientre.
       Las palabras de Naamah reencendieron el deseo en Matusalén, y se sintió joven y fuerte otra vez. Preguntó:
       –¿Y Ashiel no está celoso?
       –No, mi señor. Todos los ángeles caídos son mis esclavos y criadas. Lavan mis pies y se beben el agua.
       –¿Por qué vienes a mí después de tantos cientos de años?
       –Para llevarte conmigo a la ciudad que el abuelo Caín construyó y llamó con el nombre de su hijo –respondió Naamah, y continuó– : Este hijo es el padre de Irad y el abuelo de Mehujael, Matusael y Lamech, quien asesinó a un hombre y a un niño, y desposó a Adah y a mi madre, Zillah. Soy la hija de un asesino, la nieta de un asesino, y vivo en una ciudad construida por un asesino. Allí te llevaré, mi amado. Ashiel cayó allí, y llevó a muchos ángeles con él. Tú debes saber que Yaveh es despiadado, un Dios celoso y vengativo. Tienta constantemente a aquellos que lo sirven. Cuanto más fuerte es la devoción hacia Él, más los castiga. En la ciudad de Caín servimos a Satán y a su esposa, Lilith, con quien el padre de todos nosotros copuló. Satán y su hermano Asmodeo son dioses de pasión, igual que su esposa, la diosa Lilith. Disfrutan y permiten disfrutar a los demás. No son fieles ni demandan fidelidad de sus amantes. La cólera de Dios se enciende fácilmente. Prohibe todos los placeres, incluso el mero pensamiento de ellos. Nunca lo abandona el temor a que la prole de Adán pueda arrebatarle sus dominios. He sabido que quiere lanzar un diluvio sobre la Tierra para ahogar hombres y animales. Bendito sea mi abuelo Caín, que construyó su ciudad, adonde las aguas no llegarán.
       –¿Cómo sabes todo esto?
       –En la ciudad de Caín contamos con muchos espías –fue la réplica de Naamah.
       –Siento temor de Yaveh, de su venganza –dijo Matusalén– . He cometido una inmensa cantidad de pecados en mis novecientos sesenta y nueve años. He sentido lujuria por ti, Naamah, día y noche.
       –En la ciudad de Caín la lujuria no es un pecado –dijo Naamah–. Por el contrario: es la más elevada virtud. Matusalén quería decir algo más, pero Naamah lo calló. –Ven, vuela conmigo hasta donde mi cama está hecha.
       Naamah extendió los brazos y Matusalén se elevó con ella. Volaron juntos como dos pájaros. Todos los signos de enfermedad y vejez se evaporaron. Matusalén quería cantar y silbar en su euforia. Había escuchado que Yaveh podía hacer milagros sólo por aquellos que le servían de todo corazón y con toda el alma. Pero ahora un milagro le ocurría a él, el más viejo de todos los pecadores.
       Matusalén sabía que la Tierra era inmensa y rica. Pero ahora podía verla desde lo alto: montañas, valles, ríos, lagunas, campos, bosques, huertos y plantas de todo tipo.
       Mientras él, Matusalén, comía, dormía y soñaba, los hijos de Adán habían construido ciudades, aldeas, caminos, puentes, casas, torres y veleros.
       Naamah entró volando con él a la ciudad de Caín, profusamente poblada con jinetes a caballo y hombres de a pie, con almacenes y factorías de todo tipo de cosas. Matusalén vio personas de diversas razas: blancos, negros, y marrones. Habían construido templos para servir a sus dioses. Sonaban las campanas.
       Los sacerdotes sacrificaban animales en los altares, desparramaban la sangre y encendían grasa e incienso. Soldados con espadas colgando de sus caderas y lanzas cruzadas en la espalda arrastraban a cautivos encadenados, los torturaban y los mataban. Salía humo de las chimeneas. Algunas mujeres usaban joyas de oro y de plata, y símbolos fálicos entre sus pechos. Naamah le señalaba cada cosa. Mujeres desnudas, enjauladas, llamaban a los pastores y a los hombres que conducían caravanas hacia el desierto, y a los que venían de allí. Matusalén inhaló olores desconocidos. Había anochecido y los fuegos flameaban en la oscuridad. Alrededor, la gente reía, gritaba, danzaba y daba volteretas. Los dementes chillaban con voces salvajes. En el desierto, tras la ciudad, brillaba la luna llena. Bajo esa luz, Matusalén pudo ver una puerta abierta en la superficie de la tierra: unos pasos hacia abajo, se abría un abismo.
       ¿Era eso Sheol o Dumah?, se preguntó Matusalén. Aunque estaba preparado para afrontar la muerte, sentía temor y curiosidad a la vez. Su madre le había contado acerca de los poderes de la noche. Esos poderes libraban una guerra contra Yaveh, se rebelaban contra Él y su Providencia. Llamaban vida a la muerte y muerte a la vida. Para ellos lo recto era errado y lo errado, recto. La madre de Naamah, Zillah, le había dicho a su hija que los poderes del Mal eran tan viejos como tohu y vohu y la oscuridad que precedía a la Creación. Esas fuerzas se llamaban a sí mismas «nativas», y consideraban a Yaveh un intruso que había traspasado las fronteras de Satán, roto todas sus barreras y corrompido al mundo con luz y vida. Cuan extraño resultaba que en su avanzada ancianidad, cuando el cuerpo de Matusalén estaba a un paso de convertirse en polvo y su alma de retornar a su fuente, hubiera caído en manos de esos adversarios de Dios.
       Naamah lo condujo a su cámara y, aunque estaba oscuro, Matusalén pudo ver su cama y a un hombre inmenso acostado en ella. Era Ashiel, un ángel caído, uno de los hijos de Anak, el renombrado gigante.
       Naamah presentó a Matusalén diciendo:
       –Éste es uno de mis más antiguos amantes.
       Y el otro respondió:
       –¿Tú eres Matusalén? Ella habla todo el tiempo de ti. Ella te ansia a ti, no a mí. A pesar de ser yo un gigante y tú pequeño como un saltamontes.
       –Es pequeño, pero es un hombre real –dijo Naamah– . Mientras que tu semen es como agua y espuma.
       –Debo irme ahora –dijo Ashiel–. A la asamblea de los sabios.
       Ashiel se marchó, y Matusalén abrazó a Naamah y entró en ella. Ella le reveló todos los secretos del cielo y de la tierra.
       –Tu padre, Enoch –dijo– , llegó a ser cabeza de los ángeles de Yaveh, el señor Metatrón. En realidad, no es más que su siervo. Tu hijo Lamech está entre las sombras de Dumah.
       Naamah reveló a Matusalén que su madre, Zillah, era una ramera que se acostaba tanto con los amigos como con los enemigos de su marido. Naamah había sido engendrada por Zillah y uno de los hijos de Adán, Jubal, el ancestro de todos los que tocaban la lira y la gaita.
       –Debes saber que el mundo de Yaveh no es más que una casa de locos –continuó Naamah– . Crear al hombre fue su error, y ha ordenado a tu nieto, Noé, construir un arca para salvarse a sí mismo y a los suyos y a todos los animales del Diluvio. Pero puedes estar seguro de que el Diluvio nunca caerá sobre la Tierra.
       «Aquí en el inframundo se ha reunido una asamblea de hombres sabios de todo el mundo. Han venido de Kush y de la India, de Sodoma y Nínive, de Shinar y Gomorra. Yaveh está viejo y cansado. Cree que es el único Dios y siente celos de los otros dioses. Teme constantemente que sus propios ángeles se rebelen contra Él y tomen el dominio del Universo. Nosotros, los demonios de esta generación, somos muchos y jóvenes. Yaveh amenaza con abrir las ventanas del cielo y descargar el Diluvio. Pero entre nosotros hay eruditos que han descubierto cómo cerrarlas. En todos estos años, Matusalén, mientras tú vivías con tus leales esposas y concubinas, arando los campos con el sudor de tu frente y llevando a pastar a tus rebaños de ovejas, muchos hombres instruidos avanzaban en sus conocimientos: pueden partir un cabello a lo largo, contar la arena del mar y los ojos de una mosca, medir el hedor del zorrillo y el veneno de la serpiente. Algunos de esos hombres han aprendido a amaestrar cocodrilos y arañas; pueden volver jóvenes a los viejos, sabios a los tontos y revertir los sexos. Tienen acceso a lo más profundo de la perversión. Quédate con nosotros, Matusalén, serás dos veces más sabio y diez veces más viril. Naamah besó y acarició a Matusalén. –Yaveh tiene una sola esposa, la Shekinah, y han estado separados por una cantidad incalculable de años debido a la impotencia de Él y la frigidez de ella. Él ha prohibido todos los actos que producen placer a hombres y mujeres, tales como el robo, el asesinato y el adulterio. Incluso la dulce codicia de la mujer de otro la considera un crimen. Pero aquí, nosotros hemos convertido la incitación y la provocación en el más elevado arte. Ven conmigo, Matusalén, y te llevaré a la asamblea de los sabios que se han reunido aquí, y atestiguarás sus logros y escucharás lo que intentan hacer en los felices tiempos que vienen. Mi amante, Ashiel, está ahora allí, y muchos ángeles caídos que se cansaron de las hijas de Adán y se acuestan unos con otros. Si te quedas conmigo te daré a todas mis criadas y muchos demonios para nuestro compartido deleite.
       Matusalén y Naamah se levantaron y ella lo llevó a través de un laberinto de muchos pasadizos. Entraron en un templo donde cada erudito hablaba de su tierra y su gente.
       Un sabio de Sodoma dijo a los reunidos que, en su tierra, enseñaban a los niños el arte del asesinato, así como también las artes de la piromanía, el desfalco, la mentira, el robo, el abuso de los ancianos y la violación de los jóvenes.
       Un glotón de Nínive estaba explicando cómo devorar la carne de los animales mientras aún estaban vivos y succionar su sangre mientras circulaba.
       Les entregaban premios a los más avezados ladrones, atracadores, falsificadores, mentirosos, rameras y torturadores, a los hijos que deshonraban a sus padres y a las viudas que se habían destacado en envenenar a sus maridos. Habían creado cursos especiales para la enseñanza de la blasfemia, la profanación y el perjurio. El mismísimo gran Nimrod estaba enseñando cómo ejercer crueldades con los animales.
       Un viejo demonio llamado Shavriri recitaba una oración y decía: «Yaveh es el Dios del pasado, pero nosotros somos el futuro. Yaveh está agonizando, o quizá ya ha muerto, pero la Serpiente está viva y dando a luz a incontables nuevas serpientes por medio de la cópula con nuestra reina, Lilith, y las damas de su corte. Todos los ángeles del cielo han sido cegados por la maldición de la luz, pero nosotros haremos resurgir las tinieblas primigenias, que son la sustancia de toda materia».
       Una estridente música era ejecutada para toda la asamblea, y cantaban tan alto que Matusalén sentía que le perforaban los oídos. Ya no podía distinguir entre risas y sollozos, los gritos festivos de las mujeres-demonio y el llanto salvaje de los dybbuks.
       –Estoy demasiado viejo para todo este jolgorio –decía Matusalén, sin saber si hablaba para sí mismo o para Naamah. Cayó de rodillas y le rogó a Naamah que lo llevara de regreso a su tienda, a su cama, y a la calma y el descanso de la vejez. Por primera vez en casi mil años, lo había abandonado el temor a la tumba. Estaba listo para abrazar al ángel de la muerte con su afilada espada y su miríada de ojos.
       A la mañana siguiente, cuando la sirvienta le llevó el cuenco con jugo de dátiles, lo encontró muerto. Se propagó la noticia de que el hombre más viejo de la Tierra había vuelto a ser polvo. Pronto Noé supo que su abuelo había muerto, pero no podía dejar a su esposa y a sus tres hijos, Shem, Ham y Japhet, ni al arca que el Todopoderoso le había encomendado construir. La decisión de Dios de precipitar la inundación estaba a punto de ser un hecho.
       Las ventanas del cielo comenzarían a abrirse, y nadie podría cerrarlas. Todos los señores de Sodoma y Shinar, de Nínive y Admah, serían barridos por el Diluvio. En algún lugar, en las profundidades de Dumah y Sheol, se ocultaba una pandilla de demonios, Naamah entre ellos. Matusalén conocía muy bien el pasado, y había logrado echar un vistazo al futuro. Dios había asumido un peligroso riesgo al crear al hombre y otorgarle el dominio sobre todas las criaturas de la Tierra; pero finalmente Él estaba a punto de prometer, con la aparición del arco iris entre las nubes, nunca más lanzar un Diluvio para destruir toda carne. Resultó claro para el Todopoderoso que cualquier castigo era vano, pues carne y corrupción eran lo mismo desde el origen y continuarían siendo siempre la escoria de la Creación, el exacto opuesto de la sabiduría divina, de su misericordia y esplendor. Dios había dotado a los hijos de Adán con un exceso de amor propio, el precario don de la razón, así como también con la ilusión del tiempo y del espacio; pero sin ningún sentido de propósito o justicia. El hombre podía arrastrarse de un modo u otro, por la superficie de la Tierra, avanzando y retrocediendo, hasta que el pacto establecido entre Dios y él finalizara, y su nombre fuera borrado para siempre del libro de la vida.




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