Isaac Bashevis Singer
(Leoncin, Polonia, 1902 - Surfside, Florida, 1991)


Shiddah y Kuziba (1944)
(“Shiddah and Kuziba”)
Originalmente publicado en la revista Commentary (1 de marzo de 1961);
The Spinoza of Market Street
(New York: Farrar, Straus & Giroux, 1961)



I

      Shidda y su hijo Kuziba, un chiquillo en edad escolar, estaban sentados nueve metros tierra adentro, en un lugar en el que se encontraban dos salientes de roca, y por donde corría un arroyo subterráneo. El cuerpo de Shidda estaba hecho de telarañas, el cabello le llegaba a los tobillos, sus pies eran como los de las gallinas y tenía alas como las de los murciélagos. Kuziba, que se parecía a su madre, tenía además orejas de burro y unos cuernecitos. Kuziba se encontraba mal, con temperatura elevada. Cada media hora, su madre le daba una medicina compuesta de estiércol de demonio mezclado con jugo de cobre, un poco de la oscuridad de un pozo y excremento de cuervo colorado. Shidda, inclinada sobre su hijo, le lamía el ombligo con su larguísima lengua. Kuziba dormía con el sueño inquieto de los enfermos. De pronto, el muchacho despertó y dijo:
       —Tengo miedo, madre.
       —¿De qué, hijo?
       —De la luz. De los seres humanos.
       Shidda se estremeció y escupió sobre su hijo para alejar tales males.
       —¿De qué estás hablando, chico? Aquí estamos a salvo… lejos de la luz y de los humanos. Esto está tan oscuro como Egipto, gracias a Dios, y tan silencioso como un cementerio. Estamos protegidos por nueve metros de roca pura.
       —Pero se dice que los hombres pueden partir las rocas —insistió el chiquillo.
       —¡Cuentos de viejas! —replicó la madre—. La fuerza del hombre está sólo en la superficie. Las alturas son para los ángeles; las profundidades, para nosotros. El sino de un hombre consiste en arrastrarse sobre la piel de la tierra como un piojo.
       —Pero ¿qué son los seres humanos, madre? Dímelo.
       —¿Qué son? Son el desecho de la creación, despojos; en donde se cuece el pecado, la humanidad es la espuma. El hombre es el error de Dios.
       —¿Cómo puede Dios Todopoderoso cometer un error? —preguntó Kuziba.
       —Esto es un secreto, hijo mío —respondió Shidda—, porque cuando Dios creó el último de todos los mundos, la tierra, su amor por Lilith era más fuerte que nunca. Sólo por un instante se distrajo su vista y, en aquel instante, produjo al hombre… una mala mezcla de carne, amor, estiércol y lujuria. ¡El hombre! —Shidda escupió—. Tiene la piel blanca, pero por dentro es rojo. Grita como si fuera fuerte, pero en realidad es débil y vacilante. Si le tiran una piedra, se rompe; si le pinchas, sangra. Con el frío se hiela. Hay un fuelle en su pecho que tiene que contraerse y dilatarse constantemente. En su costado izquierdo hay un pequeño saco que tiene que latir y palpitar todo el tiempo. Se atiborra de una especie de moho que crece en la arena o el fango. Esto tiene que tragarlo constantemente y, una vez ha pasado por todo su cuerpo, tiene que echarlo fuera. Está sujeto a mil accidentes. Por eso es tan malo e irritable.
       —Pero ¿qué hacen los humanos, madre?
       —Daño —explicó Shidda a su hijo—, sólo daño. Pero esto les ocupa el tiempo y así nos dejan en paz. Fíjate, algunos de ellos incluso niegan nuestra existencia. Creen que la vida sólo puede reproducirse en la superficie de la tierra. Como todos los tontos, se consideran inteligentes.
       »¡Imagina! Estudian la sabiduría sobre pulpa de madera aplastada, manchada de borrones de tinta. Y sus ideas proceden de una materia pegajosa que llevan en un cráneo de hueso, sobre sus cuellos. Ni siquiera pueden correr como los animales: tienen las piernas demasiado débiles. Pero hay algo que poseen en exceso: insolencia. Si Dios, el Omnipotente, no tuviera tanta paciencia, hubiera destruido hace tiempo a toda esa chusma.
       Kuziba, que había escuchado atentamente las palabras de su madre, no estaba tranquilo. La miró, angustiado.
       —Les tengo miedo, madre. Les tengo miedo.
       —No temas, Kuziba. No pueden venir hasta aquí.
       —Cuando duermo sueño en ellos.
       Y Kuziba se estremeció.
       —No tiembles así, mi querido diablillo. —Shidda acarició a su hijo—. Los sueños son bobadas. También vienen de la superficie, donde reina el caos.


II

      Kuziba, que durante algún tiempo había estado sumido en un profundo sueño, lanzó un grito. Su madre le despertó:
       —¿Qué tienes, hijo?
       —Tengo miedo.
       —¿Otra vez?
       —Estaba soñando en un hombre.
       —¿Qué aspecto tenía, hijo mío?
       —Muy feroz. Hacía un ruido que casi me ensordeció, y llevaba una luz deslumbrante Si no me hubieras despertado, habría muerto de miedo.
       —Cálmate, hijo mío. Te cantaré un conjuro.
       Y Shidda murmuró:


Maldición de la dañina superficie.
Señor de las profundidades,
Señor del silencio.
Destruye el ruido.
Sálvanos, gran padre,
De la luz, de las palabras
Del hombre y sus engaños.
Sálvanos, Señor Dios.


       Durante un rato todo estuvo tranquilo. Shiddah acunó a su único hijo, moviéndose rítmicamente por encima de él. Pensó en su marido, Hurmiz, que no vivía en casa; había ido al templo de Chittim y Tachtim, que estaba a millares de metros de profundidad, muy cerca del centro de la tierra. Allí estudiaba el secreto del silencio, porque el silencio tiene muchos grados. Shidda sabía que, por más tranquilo que esté todo, aún puede estarlo mucho más. El silencio es como las frutas, que tienen pepitas dentro de las pepitas, semillas dentro de las semillas. Hay un silencio final, un último punto tan pequeño que casi no es nada, y sin embargo, es tan potente que de él pueden crearse mundos; este último punto es la esencia de todas las esencias. Todo lo demás es externo, sólo piel, corteza y superficie. Aquél que llega al punto final, al último grado del silencio, no sabe nada del tiempo y del espacio, de la muerte y de la lujuria. Allí, machos y hembras quedan unidos para siempre; voluntad y hecho son lo mismo. Este último silencio es Dios. Pero el propio Dios penetra más y más profundamente en sí mismo. Desciende a Sus profundidades. Su naturaleza es como una caverna sin fondo. Nunca deja de investigar su propio abismo.
       Kuziba se había dormido otra vez. Shidda también descansaba, con la cabeza apoyada en una almohada de piedra. Imaginó en sueños que Kuziba crecería y se haría un demonio grande; que se casaría y sería padre y que ella, Shidda, serviría a su nuera y a sus nietos. Los pequeños empezarían a llamarla abuela y les mataría los piojos de sus cabezas. A las niñas les trenzaría el cabello, limpiaría las narices de los muchachos, los llevaría a Cheder, les daría de comer y los acostaría. Luego, también los nietos crecerían y serían conducidos bajo los tálamos negros para casarse con los hijos y las hijas de los demonios más considerados y adinerados.
       Su marido, Hurmiz, se haría rabino del submundo, repartiría amuletos y recitaría conjuros. Enseñaría a los mocosos el capítulo de las maldiciones del Monte Ebai y las maldiciones que Ballam hubiera debido aplicar a los israelitas; les haría aprender las profecías de los falsos profetas, las palabras de tentación que la serpiente empleó en el Jardín de Edén; les enseñaría las astucias de los ángeles caídos, la confusión de lenguas de los que construían la torre de Babel; les instruiría en las perversidades de los hombres en época de inundaciones, en las vanidades de Jeroboam, Agab, Jezabel y Vasthí. Luego, Hurxniz sería elegido Rey de los Demonios. Seria entronizado en el Abismo de la Gran Hembra, a mil millas de distancia de la superficie de la tierra, donde nunca ha oído nadie hablar del hombre y de su locura.
       De pronto, se interrumpió el sueño de Shidda; hubo un ruido atronador. Shiddah se puso en pie de un salto. Un clamor horrendo llenó la caverna, como si mil martillos la estuvieran golpeando. Todo temblaba. Kuziba despertó con un grito:
       —¡Madre, madre! —chillaba el chico—. ¡Corre, corre!
       —¡Socorro, demonios! ¡Socorro! —gritó Shidda.
       Cogió a Kuziba en brazos y trató de huir. Pero ¿adónde? De todos los lados llegaban crujidos y había derrumbamientos. Las rocas se estrellaban junto a ellos; las piedras salían despedidas. El estrecho pasadizo que llevaba más abajo, a las casas de los demonios más ricos, estaba ya obstruido. Una lluvia de polvo, chispas y astillas de piedra cayó sobre la madre y el hijo. Entonces, una luz horrible, deslumbrante, una cosa sin nombre en el submundo, les cegó al acercarse, y, a continuación, una máquina monstruosa, giratoria, penetró por el saliente rocoso, frente a ellos. Shidda cayó contra la pared opuesta, pero en aquel mismo momento también ésta se deshizo en mil pedazos. Apareció una segunda luz y otro gigantesco taladro invadió su hogar, girando y girando, empujando con una fuerza extraña y abrumadora, dispuesto a aplastar y molerlo todo con una crueldad que iba más allá del bien y del mal.
       Kuziba exhaló un terrible suspiro y se desmayó. Colgaba inerte en los brazos de Shidda como si estuviera muerto. Shidda vio una grieta entre unas piedras y se introdujo en ella y allí se quedó, paralizada por el miedo. Lo que estaba viendo era más terrible que todas las historias de horror que jamás oyera contar a todas las abuelas y tatarabuelas. Los taladros giraron una última vez y, luego, todo quedó en silencio. Las piedras dejaron de caer y por entre el humo y el polvo aparecieron unos hombres… altos, con dos piernas, sucios, malolientes, con los dientes muy blancos en rostros negros de alquitrán y ojos que miraban con iniquidad, malicia y orgullo. Hablaban una horrible jerga; reían sin mesura; bailaban; alargaban sus patas unos a otros. Entonces, empezaron a beber un brebaje venenoso, cuyo solo hedor mareaba a Shidda. Quería despertar a Kuziba, pero tenía miedo de que, al recobrar el sentido, empezara a gritar o tal vez muriera ante la visión de semejantes monstruos. Lo único que podía hacer Shidda era rezar. Rezó a Satanás, a Asmodeo, a Lilith y a todas las demás fuerzas que mantienen la creación. «Ayúdanos —les clamaba desde el hueco en que se escondía—, ayúdanos, no por mis méritos, porque los méritos son sólo de mi erudito marido, sino por la inocencia de mi hijo y de mis dignos antepasados». Durante mucho, mucho tiempo, Shidda estuvo arrodillada en aquella grieta, entre las piedras, y rezó y lloró. Cuando volvió a abrir los ojos, las horribles imágenes se habían desvanecido y cedido el ruido. Sólo quedaba basura, hedor y una bola de luz que pendía sobre su cabeza como el fuego del Gehena. Sólo entonces despertó a su hijo.
       —¡Kuziba, Kuziba, despierta! —suplicó a su hijo—. Estamos en gran peligro.
       —¿Qué es esto? ¡Oh, madre: Luz!
       El chico se estremeció y gritó. Durante un buen rato, Shidda le consoló, besándole y acariciándole. No podían quedarse más tiempo allí. Tenían que encontrar un refugio. Pero ¿dónde? El camino que llevaba a Hurmiz estaba cortado. Shidda ahora era, prácticamente una viuda, y Kuziba un niño sin padre. Sólo les quedaba un camino. Shidda había oído decir que, si no se puede ir hacia abajo, hay que ir hacia arriba. Madre e hijo, pues, empezaron a trepar hacia la superficie. Arriba, habría también cavernas, pantanos, tumbas, oscuras grietas en las rocas; también, había oído decir, espesos bosques y desiertos vacíos. El hombre no había cubierto toda la superficie con su codicia. También allí vivían demonios, trasgos, duendes y sombras. Cierto que iban a ser refugiados, exilados del submundo, pero el exilio siempre es mejor que la esclavitud.
       Shidda sabía perfectamente que la victoria definitiva sería de las tinieblas. Hasta entonces, los demonios que habían quedado olvidados o despedidos deberían tener paciencia. Pero llegaría la hora en que se extinguiría la luz del Universo; todas las estrellas se apagarían; todas las voces serían silenciadas; todas las superficies destruidas. Dios y Satán serían uno solo. El recuerdo del hombre y sus abominaciones no sería sino un mal sueño que Dios había tejido durante cierto tiempo para distraerse en su eterna noche..




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