Italo Calvino
(1923-1985)


Por último, el cuervo
Ultimo viene il corvo (1949)


      La corriente era una red de encrespaduras ligeras y transparentes, el agua avanzaba por el centro. De vez en cuando había como un aleteo de plata en la superficie: el dorso de una trucha que relampagueaba para volver a hundirse enseguida en zigzag.
       —Está lleno de truchas —dijo uno de los hombres.
       —Si arrojamos una bomba quedarán todas flotando panza arriba —dijo el otro; sacó una bomba del cinturón y empezó a desatornillar el fondo.
       Entonces se adelantó el muchacho que estaba allí mirando, un muchachón montañés con cara de manzana.
       —Me lo das —dijo, y cogió el fusil de uno de los hombres.
       —¿Qué quiere éste? —dijo el hombre y quiso quitarle el fusil.
       Pero el muchacho apuntaba al agua con el arma como buscando un blanco. «Si disparas al agua asustas a los peces y nada más», quería decir el hombre, pero ni siquiera tuvo tiempo de terminar. Una trucha se había asomado con un coleteo, y el muchacho le disparó como si la estuviera esperando justo en ese lugar. Ahora la trucha flotaba con su blanca panza.
       —Hostias —dijeron los hombres.
       El muchacho volvió a cargar el arma y la hizo girar. El aire era terso y tenso: se distinguían en la otra orilla las agujas de los pinos y la red acuática de la corriente. La superficie se encrespó de pronto: otra trucha. Hizo fuego: ahora flotaba muerta. Los hombres miraban, ya la trucha, ya al muchacho.
       —Éste tiene puntería —dijeron.
       El muchacho seguía moviendo la boca del fusil en el aire. Era extraño, pensándolo bien, estar así, rodeado de aire, separado de las otras cosas por metros de aire. En cambio, cuando apuntaba con el fusil, el aire era una línea recta e invisible, tendida desde la boca del fusil hasta la cosa, hasta el pequeño halcón que surcaba el cielo con alas que parecían inmóviles. Al apretar el gatillo el aire quedaba como antes, transparente y vacío, pero allí arriba, en la otra punta de la línea, el halcón doblaba las alas y caía como una piedra. Del obturador abierto salía un agradable olor a pólvora.
       Consiguió que le dieran otros cartuchos. Ahora eran muchos los que, detrás de él, a la orilla del riacho, lo miraban. Las piñas en lo alto de los árboles de la otra orilla, ¿por qué se veían y no se podían tocar? ¿Por qué esa distancia vacía entre él y las cosas? ¿Por qué las piñas, que eran una sola cosa con él, en sus ojos, estaban en cambio allá, lejanas? Pero cuando apuntaba con el fusil se veía que la distancia vacía era una ilusión: él apretaba el gatillo y en ese mismo momento caía la piña, truncada por el pecíolo. Era una sensación de vacío como una caricia: ese vacío del cañón del fusil que continuaba a través del aire y el disparo que llegaba hasta allí arriba, hasta la piña, la ardilla, la piedra blanca, la flor de amapola. «Éste no falla nunca», decían los hombres y ninguno se atrevía a reír.
       —Vente con nosotros —dijo el jefe.
       —Y vosotros me dais el fusil —respondió el muchacho.
       —Bueno, por supuesto.
       Se fue con ellos.
       Partió con un morral lleno de manzanas y dos quesos. El pueblo era una mancha de pizarra, paja y bosta de vaca en el fondo del valle. Irse era maravilloso porque a cada recodo se veían cosas nuevas, árboles con piñas, pájaros que volaban de las ramas, líquenes en las piedras, todas cosas incluidas en el radio de las falsas distancias, de las distancias que el disparo llenaba tragándose el aire.
       Pero no se podía disparar, se lo dijeron: eran lugares por los que ellos debían pasar en silencio y los cartuchos servían para la guerra. Pero en cierto momento un lebrato asustado por el ruido de pasos atravesó el sendero en medio de los gritos y maniobras de los hombres. Estaba ya a punto de desaparecer en los matorrales cuando lo detuvo un disparo del muchacho.
       —Buen tiro —dijo el jefe mismo—, pero aquí no estamos cazando. Aunque veas un faisán, no hagas fuego.
       No había pasado una hora cuando se oyeron en la fila otros disparos.
       —¡Es otra vez el muchacho! —dijo furioso el jefe y fue a buscarlo. Él se reía, con su cara blanca y roja de manzana.
       —Perdices —dijo, señalándolas. Una bandada había alzado vuelo desde un seto.
       —Perdices o grillos, ya te lo dije. Dame el fusil, y si me haces rabiar una vez más, te vuelves al pueblo.
       El chico se enfurruñó; caminar desarmado no tenía gracia, pero mientras estuviera con ellos tenía esperanzas de recuperar el fusil.
       Aquella noche durmieron en un refugio de pastores. El muchacho se despertó cuando apenas clareaba el cielo, los otros dormían. Escogió el mejor fusil, llenó el morral de cartuchos y salió. El aire era tímido y tierno, aire de madrugada. No muy lejos de la cabaña había una morera. Era la hora en que llegan los grajos. Ahí viene uno: disparó, corrió a recogerlo y lo metió en el morral. Sin moverse del lugar donde había recogido la pieza, buscó otro blanco: un lirón. Asustado por el disparo, corría a refugiarse en la cima de un castaño. Una vez muerto, resultó ser un gran ratón, con una cola gris que perdía mechones de pelo al tocarla. Desde el pie del castaño vio, en un prado de más abajo, un hongo rojo con puntos blancos, venenoso. Lo desmenuzó de un tiro y fue a ver si había dado justo. Esto de ir así de un blanco a otro era un juego interesante: se podía tal vez dar la vuelta al mundo. Vio un gran caracol sobre una piedra, apuntó al caparazón y al llegar al lugar sólo vio la piedra mellada y un poco de baba irisada. Se había ido alejando así del refugio, bajando por prados desconocidos.
       Desde la piedra vio una lagartija en una tapia, desde la tapia una charca y una rana, desde la charca un cartel al costado de la carretera, blanco fácil. Desde el poste se veía la carretera en zigzag y debajo: debajo había unos hombres de uniforme que avanzaban empuñando armas. Al aparecer el chico con el fusil, sonriendo con su cara blanca y roja de manzana, gritaron y le apuntaron. Pero el muchacho ya había visto los botones de oro en el pecho de uno de ellos y había abierto el fuego apuntando a un botón.
       Oyó el grito del hombre y los disparos en ráfagas o aislados que silbaban sobre su cabeza: se tendió en el suelo detrás de un montón de pedruscos en el borde de la carretera, en un ángulo muerto. Incluso podía moverse porque el montón de pedruscos era ancho, sacar la cabeza por un punto inesperado, ver los relámpagos en la boca de las armas de los soldados, el gris lustroso de sus uniformes y arrastrarse rápido para disparar desde otro sitio. Al cabo de un momento oyó unas ráfagas a sus espaldas, pero que pasaban por encima de él y herían a los soldados: eran los compañeros que venían con metralletas, de refuerzo. «Si el chico no llega a despertarnos con sus disparos», decían.
       El muchacho, cubierto por el fuego de sus compañeros, podía apuntar mejor. De pronto un proyectil le rozó una mejilla. Se volvió: un soldado había llegado por la carretera desde arriba. Se arrojó a la cuneta para protegerse y al mismo tiempo hizo fuego, pero no rozó al soldado, sino la recámara de su fusil. Oyó que el soldado no conseguía volver a cargarla y lo arrojaba al suelo. Entonces el chico salió de su escondite y disparó al soldado que escapaba pitando: le voló una charretera.
       Lo siguió. El soldado desaparecía por momentos, por momentos volvía a ponerse a tiro. Le quemó la cimera del casco, después una presilla del cinturón. Entretanto habían llegado siguiéndose a un pequeño valle desconocido, donde ya no se oía el ruido de la batalla. De pronto, enfrente, al soldado se le acabó el bosque, había un claro todo rodeado de rocas cubiertas de espesos matorrales. Pero el chico ya estaba a punto de salir del bosque: en el centro del claro había una gran piedra; el soldado apenas tuvo tiempo para acuclillarse detrás, con la cabeza entre las rodillas.
       Allí por el momento se sentía seguro: llevaba consigo bombas de mano y el chico sólo podía tenerlo en la mira de su fusil, para no dejarlo escapar, pero sin acercarse a él. Claro, si pudiera llegar de un salto a los matorrales, estaría seguro, resbalando por la cuesta espesa de vegetación. Pero había aquel tramo pelado que atravesar: ¿hasta cuándo se quedaría allí el muchacho? ¿Y nunca dejaría de apuntar con su arma? El soldado decidió hacer una prueba: colgó el casco en la punta de la bayoneta y lo levantó por encima de la piedra. Un disparo y el casco rodó por tierra, perforado.
       El soldado no se desanimó: desde luego apuntar allí en torno a la piedra era fácil, pero si él se movía rápidamente, sería imposible acertarle. En ese momento un pájaro atravesó veloz el cielo, tal vez un gallito silvestre. Un tiro y cayó. El soldado se secó el sudor del cuello. Pasó otro pájaro: una tordella: también cayó. El soldado tragaba saliva. Aquél debía de ser un lugar de paso: seguían volando los pájaros, todos diferentes, y el chico disparándoles y derribándolos. Al soldado se le ocurrió una idea: «Si presta atención a los pájaros, no me presta atención a mí. Apenas haga fuego, me largo». Pero tal vez fuera mejor hacer primero una prueba. Rescató el casco y lo sostuvo en la punta de la bayoneta. En ese momento pasaron dos pájaros juntos: dos becasinas. El soldado lamentaba perder una ocasión tan buena para la prueba, pero todavía no se atrevía. El muchacho disparó a una becasina; entonces el soldado asomó el casco, oyó el tiro y vio saltar el casco por el aire. Ahora el soldado sentía un sabor plomizo en la boca; apenas si advirtió que el otro pájaro caía al sonar un nuevo disparo.
       Pero no debía hacer gestos precipitados: detrás de aquel peñasco, con sus bombas de mano, estaba seguro. ¿Y por qué no trataba de alcanzar al chico con una bomba, siempre desde su escondite? Se tendió de espaldas en el suelo, alargó el brazo por detrás, tratando de no descubrirse, juntó fuerzas y lanzó la bomba. Un buen tiro; llegaría lejos; pero a media parábola una descarga de fusil la hizo estallar en el aire. El soldado se arrojó de cara al suelo para que no le alcanzaran las esquirlas.
       Cuando volvió a alzar la cara había llegado el cuervo. Encima de su cabeza, en el cielo, había un pájaro negro que volaba en lentos círculos, tal vez un cuervo. Ahora, sin duda, el muchacho le dispararía. Pero el tiro tardaba en dejarse oír. ¿Sería porque el cuervo estaba demasiado alto? Sin embargo había matado otros más altos y veloces. Por fin un disparo: ahora el cuervo caería; no, seguía girando lento, impasible. En cambio cayó una piña de un pino cercano. ¿Se ponía a apuntar a las piñas, ahora? Les acertaba, caían una por una con un golpe seco.
       A cada disparo el soldado miraba el cuervo: ¿caía? No, el pájaro seguía girando sobre su cabeza, cada vez más bajo. ¿Era posible que el chico no lo viese? Tal vez el cuervo no existiera, tal vez fuese una alucinación suya. Tal vez el que va a morir ve pasar todos los pájaros: cuando ve el cuervo quiere decir que le ha llegado la hora. Sin embargo, había que avisarle al chico que seguía disparando a las piñas. Entonces el soldado se puso de pie y señalando el pájaro negro con el dedo, «¡Ahí está el cuervo!», gritó en su lengua. El proyectil lo alcanzó en el centro de un águila con las alas desplegadas bordada en la chaqueta.
       El cuervo bajaba lentamente en círculos.



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