Italo
Calvino
(1923-1985)
El jardín
encantado
Ultimo viene il corvo (1949)
también en Gli amori difficili (1970)
Giovannino y
Serenella caminaban por las vías del tren.
Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul
claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes
blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban.
Por las vías se caminaba bien y se podía jugar
de muchas maneras: mantener el equilibrio, él
sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar
tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente
a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras.
Giovannino y Serenella habían estado cazando
cangrejos y ahora habían decidido explorar las
vías, incluso dentro del túnel, jugar con
Serenella daba gusto porque no era como las otras
niñas, que siempre tienen miedo y se echan a
llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino
decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía
siempre sin discutir.
¡Deng!
Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco
de un poste de señales que se había movido.
Parecía una cigüeña de hierro que hubiera
cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un
momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no
haberlo visto! No volvería a repetirse.
—Está a
punto de llegar un tren —dijo Giovannino.
Serenella no
se movió de la vía.
—¿Por
dónde?—preguntó.
Giovannino
miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló
el agujero negro del túnel que se veía ya
límpido, ya desenfocado, a través del vapor
invisible que temblaba sobre las piedras del
camino.
—Por allí
—dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que
venía del túnel y vérselo venir encima,
escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose
los rieles implacablemente.
—¿Dónde
vamos, Giovannino?
Había, del
lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de
púas impenetrables. Del lado de la colina corría
un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores.
El tren aún no se oía: tal vez corría con la
locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de
pronto sobre ellos. Pero Giovannino había
encontrado ya un hueco en el seto.
—Por ahí.
Debajo de las
trepadoras había una vieja alambrada en ruinas.
En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de
una hoja de papel. Giovannino había desaparecido
casi y se escabullía por el seto.
—¡Dame la
mano, Giovannino!
Se hallaron en
el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas
en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de
tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una
hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella
dijo: “Sí”.
Había grandes
y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de
pedregullo. Giovannino y Serenella iban de
puntillas, atentos al crujido de los guijarros
bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los
dueños?
Todo era tan
hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas
hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que
sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no
era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en
un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un
arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones
alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el
silencio. ¿Sería un jardín abandonado?
Pero en cierto
lugar la sombra de los árboles terminaba y se
encontraron a cielo abierto, delante de unos
bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y
senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en
lo alto del jardín, una gran casa de cristales
relucientes y cortinas amarillo y naranja.
Y todo estaba
desierto. Los dos niños subían cautelosos por la
grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en
par y severísimos señoras y señores
aparecerían en las terrazas y soltarían grandes
perros por las alamedas. Cerca de una cuneta
encontraron una carretilla. Giovannino la cogió
por las varas y la empujó: chirriaba a cada
vuelta de las ruedas con una especie de silbido.
Serenella se subió y avanzaron callados,
Giovannino empujando la carretilla y ella encima,
a lo largo de los arriates y surtidores.
—Esa —decía
de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando
una flor.
Giovannino se
detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un
buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar,
tal vez tendría que tirarlas.
Llegaron así
a una explanada y la grava terminaba y el
pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de
la explanada se abría un gran rectángulo vacío:
una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules,
llena hasta el borde de agua clara.
—¿Nos
zambullimos? —preguntó Giovannino a Serenella.
Debía de ser
bastante peligroso si se lo preguntaba y no se
limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua
era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía
miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo.
Llevaban el bañador puesto: antes habían estado
cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde
el trampolín porque la zambullida hubiera sido
demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al
fondo con los ojos abiertos y no vela mas que
azul, y las manos como peces rosados, no como
debajo del agua del mar, llena de informes sombras
verdinegras. Una sombra rosada encima:
¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en
la otra punta, con cierta aprensión. No había
absolutamente nadie que los viera. No era la
maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese
fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo
aquello les pertenecía y de un momento a otro
¡fuera!, podían ser expulsados.
Salieron del
agua y justo allí cerca de la piscina encontraron
una mesa de ping—pong. Inmediatamente Giovannino
golpeó la pelota con la paleta: Serenella,
rápida, se la devolvió desde la otra punta.
jugaban así, con golpes ligeros para que no los
oyeran desde el interior de la casa. De pronto la
pelota dio un gran rebote y para detenerla
Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un
gong colgado entre los pilares de una pérgola,
produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos
niños se agacharon en un arriate de ranúnculos.
En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca
con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa
redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y
anaranjadas y se marcharon.
Giovannino y
Serenella se acercaron a la mesa. Había té,
leche y bizcocho. No había más que sentarse y
servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos
rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde
de la silla, movían las rodillas. Y no lograban
saborear los pasteles y el té con leche. En aquel
jardín todo era así: bonito e imposible de
disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo
de que fuera sólo una distracción del destino y
de que no tardarían en pedirles cuentas.
Se acercaron a
la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas
de una persiana vieron, dentro, una hermosa
habitación en penumbra, con colecciones de
mariposas en las paredes. Y en la habitación
había un chico pálido. Debía de ser el dueño
de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba
tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro
ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un
pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era
verano.
A los dos
niños que lo espiaban por entre las tablillas de
la persiana se les calmaron poco a poco los
latidos del corazón. El chico rico parecía pasar
las páginas y mirar a su alrededor con más
ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si
anduviese de puntillas, como temiendo que alguien
pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo,
como si sintiera que el libro, la mecedora, las
mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la
merienda y la piscina y las alamedas le fueran
concedidos por un enorme error y él no pudiera
gozarlos y sólo experimentase la amargura de
aquel error como una culpa.
El chico
pálido daba vueltas por su habitación en
penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus
blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio
consteladas de mariposas y se detenía a escuchar.
A Giovannino y Serenella el corazón les latió
aún con más fuerza. Era el miedo de que un
sortilegio pesara sobre la casa y el jardín,
sobre todas las cosas bellas’51 y Cómodas, como
una antigua injusticia.
El sol se
oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y
Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los
senderos, con paso rápido pero sin correr. Y
atravesaron gateando el seto. Entre las pitas
encontraron un sendero que llevaba a la playa
pequeña y pedregosa, con montones de algas que
dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron
un juego espléndido: la batalla de algas.
Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados,
hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella
nunca lloraba.
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