Italo Calvino
(1923-1985)


La casa de las colmenas
Ultimo viene il corvo (1949)


      Es difícil verla de lejos e incluso el que ha estado ya una vez no recuerda el camino de vuelta; había un sendero y lo destruí a golpes de azadón, cubriéndolo de zarzas que prendieran y borraran cualquier huella. Mi casa me la he elegido bien, perdida aquí arriba entre las retamas, de una sola planta para que no se la vea desde el valle, blanqueada con cal, corroída como un hueso por los agujeros de las ventanas.
       La tierra de alrededor hubiera podido trabajarla y no lo hice, me basta un almácigo cuadrado donde las babosas roen las lechugas y un pedazo de terraza donde a fuerza de azada hago crecer patatas germinadas y violáceas. No necesito trabajar más de lo que como, porque no tengo nada que compartir con nadie.
       No arranco las ortigas, ni las que suben al tejado de la casa ni las que ya caen sobre el huerto como una lenta avalancha; me gustaría que lo sepultaran todo, yo incluido. Las lagartijas han anidado en los intersticios de los muros, debajo de los ladrillos del pavimento las hormigas han excavado ciudades porosas y ahora salen en fila. Yo miro satisfecho cada día y observo que se ha abierto una nueva grieta; y pienso en el momento en que las ciudades del género humano se ahogarán tragadas por las plantas colgantes.
       Más arriba de mi casa hay franjas de hierba dura donde dejo pacer mis cabras. A veces al alba pasan unos perros que husmean las liebres; los echo a pedradas. Odio los perros, su servil fidelidad al hombre, odio a todos los animales domésticos, su manera de fingir que entienden al género humano para lamer los restos de sus platos engrasados. Sólo soporto las cabras, porque ni dan confianza ni la toman.
       No necesito perros encadenados que vigilen. Y tampoco tapias, vallas y cerrojos, monstruosas máquinas humanas. Mis campos están rodeados de colmenas, apoyadas en una tapia, y de un vuelo de abejas como un seto que sólo yo cruzo. Por las noches las abejas duermen en los cartílagos de los panales, pero a mi casa no se acerca ningún hombre; me tienen miedo y con razón. Con razón, digo, no porque ciertas historias que cuentan sobre mí sean ciertas; son mentiras dignas de ellos, pero hacen bien en tenerme miedo y es lo que quiero.
       Por la mañana, al otro lado de la cresta, abajo, veo el valle que desciende y el mar altísimo, todo en torno a mí y al mundo. Y a los pies del mar veo las casas del género humano apretadas, náufragas en su falsa fraternidad, la ciudad encalada y leonada, veo el relampagueo de sus cristales y el humo de sus fuegos. Un día zarzas y hierbas cubrirán sus plazas, y subirá el mar para transformar en rocas las ruinas de sus casas.
       Ahora sólo las abejas están conmigo: pululan alrededor de mis manos sin picarme cuando saco la miel de los panales, y se me posan encima como una barba viviente, amigas abejas con su saber antiguo y sin historia. Hace años que vivo con cabras y abejas en esta colina cubierta de retama: antes hacía una marca en la pared por cada año que pasaba; ahora las ortigas ahogan todas las cosas, ese absurdo tiempo humano. En el fondo, ¿por qué debería estar con los hombres y trabajar para ellos? Me dan asco sus manos sudadas, sus ritos salvajes, bailes e iglesias, la saliva ácida de sus mujeres. Pero esas historias, créanme, no son ciertas, siempre han contado historias sobre mí, raza de mentirosos.
       No doy ni debo nada: si de noche llueve, por la mañana grandes caracoles estrían la colina, los cocino y me los como; en el bosque los hongos blandos y húmedos perforan la tierra. El bosque me da todo lo que me hace falta: leña y piñas para quemar, y castañas; capturo animales con lazo, liebres y tordos, no crean que amo los animales salvajes, que soy un adorador idílico de la naturaleza, absurda hipocresía de los hombres. Sé que en el mundo hay que comerse unos a otros y que reina la ley del más fuerte: mato los animales que quiero comer, nada más, con trampas, no con armas, para no tener necesidad de perros ni de servidores que alcen la caza.
       A veces, si no atino a apartarme cuando oigo su lúgubre ruido, encuentro a hombres en el bosque, hachas que abaten los troncos uno por uno. Finjo no verlos. Los domingos los pobres vienen a buscar leña a los bosques que se pelan como cabezas manchadas de alopecia: los troncos arrastrados con cuerdas forman pistas abruptas que la lluvia excava durante los temporales provocando desmoronamientos. Ojalá todo se arruinara en las ciudades humanas, ojalá un día viera yo emerger de la tierra las cimas de las chimeneas, encontrara recodos de calles interrumpidas en medio de despeñaderos y, en el fondo de los bosques, claros erizados de rieles.
       Pero quizá también ustedes quieran saber si no siento nunca el peso de esta soledad, si alguna vez, en uno de esos largos ocasos, uno de los primeros largos ocasos de primavera, no he bajado sin una idea precisa hacia las casas del género humano. Bajé, era un atardecer tibio, hacia aquellas tapias que rodean los huertos, por encima de las cuales sobresalen las copas de los nísperos, bajé y oí aquellas risas de mujer, aquel llamar a un niño lejano, así fue como volví, la última vez, a subir aquí solo. Digo: a mí, como a cualquiera, me da de vez en cuando miedo de equivocarme. Y entonces, como cualquiera, continúo.
       Ustedes tienen miedo de mí y con razón. Pero no por aquello. Aquello, haya sucedido o no, ocurrió hace tantos años, yo en aquel entonces, pero ya no tiene importancia.
       Aquella mujer, yo había llegado poco antes, aquella mujer de negro había venido a la siega, yo todavía cargado de afectos humanos, vi segar a aquella mujer de negro en lo alto de la colina y me saludó y yo no la saludé y seguí andando. Y yo estaba cargado todavía de afectos humanos y de una vieja ira, me acerqué sin que ella me oyera, sentía una vieja ira, no contra ella, ni siquiera recuerdo qué cara tenía.
       Así que la historia tal como la cuentan ahora los otros es falsa porque era tarde y no había ningún ser humano en el valle y yo la tenía agarrada por la garganta y nadie la oyó. Porque yo tendría que contarles mi historia desde el principio y entonces ustedes entenderían.
       Bueno, no hablemos más de aquella noche, yo vivo aquí compartiendo mis lechugas con los caracoles que perforan las hojas y conozco todos los lugares donde crecen los hongos y distingo las especies buenas de las venenosas: ya no pienso en las mujeres, en sus venenos; ser casto no es más que un hábito.
       La última, la mujer de negro con la hoz. El cielo estaba cargado de nubes, recuerdo, nubes oscuras que corrían corrían. Así es: bajo el cielo que se mueve, en la colina roída por las cabras, las primeras bodas humanas, sé que en los encuentros humanos sólo puede haber espanto y vergüenza el uno del otro. Era lo que yo le pedía: espanto y vergüenza, nada más que espanto y vergüenza en los ojos, sólo por eso yo con ella, créanme.
       Nadie me ha dicho nunca nada, nunca: porque no pueden decirme nada, en aquel momento el valle estaba desierto. Pero cada noche, cuando las colinas se pierden en la oscuridad y no consigo seguir el razonamiento de un viejo libro a la luz de la lámpara, y la ciudad del género humano con sus luces y sus músicas está allá en el fondo, oigo las voces de todos ustedes acusándome.
       Y sin embargo no había allí en el valle nadie que me viera, la mujer ya no regresó a su casa, por eso dicen, pero no es cierto, que en las franjas de hierba que hay más arriba de mi casa está enterrado el cadáver de aquella mujer.
       Y si los perros que pasan se detienen a husmear siempre en el mismo lugar y aúllan y cavan la tierra con las patas, es porque hay una vieja madriguera de topos.



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