Italo
Calvino
(1923-1985)
¿Quién puso la mina en el mar?
Ultimo viene il corvo (1949)
En la villa del financiero Pomponio los invitados tomaban el café en la galería. Estaba el general Amalasunta explicando con las tacitas y las cucharillas la tercera guerra mundial y la señora Pomponio decía: «¡Espantoso!», sonriendo, como mujer de sangre fría que era.
Sólo la señora Amalasunta se hacía un poco la consternada y podía permitírselo dado que su marido era tan valiente que quería la guerra total enseguida, en cuatro frentes. «Esperemos que no dure mucho…», decía ella.
Pero el periodista Strabonio era escéptico: «Eh, eh, todo está previsto», decía. «¿Recuerda, excelencia, aquel artículo mío, ya el año pasado…?».
«Eh, sí», asentía Pomponio, porque aquel artículo Strabonio lo había escrito después de una conversación con él.
—Con todo, no debe excluirse… —dijo el senador Uccellini, que no había conseguido demostrar claramente la misión pacificadora del papado antes, durante y después del inevitable conflicto.
—Pero sí, sí, senador… —dijeron los otros en tono conciliador.
La mujer del senador era la amante de Pomponio y no se le podían dar tantos disgustos.
El mar se veía por las separaciones de la cortina a rayas, restregándose contra la playa como un tranquilo gato inconsciente que arqueaba el lomo al paso de la brisa.
Entró un criado y preguntó si querían mariscos. Había venido un viejo, dijo, con una cesta llena de erizos y de lapas. La discusión pasó del peligro de guerra al peligro del tifus, el general citó los episodios africanos, Strabonio citó episodios literarios, el senador les daba la razón a todos. Pomponio, que era un entendido, dijo que hiciera entrar al viejo con los mariscos y que él escogería.
El viejo se llamaba Bachí de los Escollos; discutió con el criado porque no quería que tocase las cestas. Las cestas eran dos, medio destejidas y mohosas: una la tenía apoyada en el flanco y, apenas entró, la dejó caer al suelo; la otra, que llevaba sobre el hombro, retorciéndose todo, debía de ser pesadísima y la depositó en el suelo con mucho cuidado. Estaba tapada con una tela de saco atada alrededor.
Cubría la cabeza de Bachí una lanosidad blanca, sin diferencia entre pelo y barba. La poca piel desnuda era roja como si desde hacía años el sol no consiguiera broncearla, sino sólo hervirla y desollarla; y los ojos eran sanguinolentos como si hasta las legañas se hubieran transformado en sal. Tenía un cuerpo corto, de muchacho, con miembros nudosos que asomaban entre los andrajos del traje vetusto, puesto sobre la piel, sin camisa siquiera. Los zapatos debía de haberlos pescado en el mar, tan deformados, dispares, acartonados estaban. Y de toda su persona brotaba un fuerte olor a algas podridas. Las señoras dijeron:
—Qué típico.
Bachí de los Escollos, destapada la cesta ligera, iba mostrando los erizos amontonados entre un rechinar de púas negras y brillantes. Con sus manos ajadas, por entero punteadas de negro por las espinas incrustadas, manejaba los erizos como si fueran conejos que se cogen por las orejas, y los volvía y mostraba la pulpa roja y blanda. Debajo de los erizos, sobre una tela de saco y más hacia el fondo, estaban las lapas, sus chatos cuerpos con zonas de color amarillo-marrón debajo de los caparazones barbudos y liquenosos.
Pomponio examinaba y olía:
—Por donde ustedes pescan, ¿no desembocan las cloacas?
Bachí sonrió en su pelosidad:
—Eh, no, yo estoy en la punta, las cloacas las tienen ustedes aquí, donde se bañan…
Los invitados cambiaron de tema. Compraron erizos, lapas y encargaron a Bachí otros más para los días siguientes. Más aún, cada uno le dio su tarjeta de visita, de modo que pudiera hacer el recorrido de las villas.
—¿Y qué lleva en esa otra cesta? —preguntaron.
—Eh —dijo el viejo con un guiño—, un animal grande. Un animal que no vendo.
—¿Qué hace con él, entonces? ¿Se lo come?
—¿Comerlo? Es un animal de hierro… Hay que encontrar a su dueño para devolvérselo. Que se las arregle él, ¿no?
Los otros no entendían.
—No sé si lo saben —explicó—, las cosas que el mar trae a la orilla yo las clasifico. Por un lado las latas, por otra los zapatos, los huesos por otra. Y ahora me llega esto. ¿Dónde lo meto? Lo veo acercarse, en alta mar, mitad bajo el agua, mitad encima, verde de algas y oxidado. Por qué echan al mar estas cosas, no lo entiendo. ¿Les gustaría encontrarlas debajo de la cama? ¿O en un armario? La he sacado y ahora busco al que la arroja y le digo: ¡tenla tú un rato, haz el favor!
Y diciendo esto se acercó con cautela a la cesta, desató el saco y mostró un objeto de hierro grande, monstruoso. Las señoras al principio no entendieron, pero lanzaron un grito cuando el general Amalasunta exclamó:
—¡Una mina!
A la señora Pomponio le dio un soponcio.
Hubo una gran confusión, unos se afanaban en abanicar a la señora, otros afirmaban: «Seguramente es inofensiva, tantos años así, a la deriva…», otros decían: «Hay que sacarla de aquí, hay que arrestar a ese viejo». Pero entretanto el viejo había desaparecido con la terrible cesta.
El dueño de casa llamó a los criados:
—¿Lo habéis visto? ¿Adónde ha ido? —nadie podía asegurar que hubiera salido—. ¡Buscad por toda la casa: abrid los armarios, las cómodas, vaciad el sótano!
—Sálvese quien pueda —gritó Amalasunta repentinamente pálido—. ¡Esta casa está en peligro, fuera todos!
—¿Por qué justamente la mía? —protestó Pomponio—. ¡Y la suya, general, piense en la suya!
—Tendré que ir a vigilar mi casa… —dijo Strabonio, que se había acordado de algunos artículos suyos de otros tiempos y de ahora.
—¡Pietro! —gritaba la señora Pomponio, que había vuelto en sí, arrojándose al cuello de su marido.
—¡Pierino! —gritaba la señora Uccellini, arrojándose ella también al cuello de Pomponio y tropezando con la legítima consorte.
—¡Luisa! —observó el senador Uccellini—. ¡Vámonos a casa!
—¿No creerá que su casa es más segura? —le dijeron—. ¡Con la política que hace su partido, usted corre más peligro que nosotros!
Uccellini tuvo una iluminación genial:
—¡Llamemos a la policía!
La policía se desencadenó por la pequeña ciudad del litoral en busca del viejo con la mina. En las villas del financiero Pomponio, del general Amalasunta, del periodista Strabonio y del senador Uccellini y otros más, se apostaron piquetes armados, y el Departamento de Desactivadores de Minas del Cuerpo de Ingenieros las inspeccionó del sótano a las buhardillas. Los comensales de villa Pomponio se dispusieron a acampar aquella noche al aire libre.
Entretanto, un contrabandista llamado Grimpante, que gracias a sus relaciones conseguía siempre saberlo todo, se había puesto a seguir las huellas de Bachí de los Escollos por cuenta propia. Grimpante era un hombrón con un gorrito marinero de tela blanca; los asuntos turbios que ocurrían en el mar y en la orilla pasaban todos por sus manos. Le fue fácil a Grimpante, recorriendo algunas tabernas del barrio de las Casas Viejas, toparse con Bachí, que salía achispado con la misteriosa cesta al hombro.
Lo invitó a la Taberna de la Oreja Cortada y mientras servía de beber empezó a explicarle su idea.
—Es inútil que devuelvas la mina al propietario —decía—, porque, apenas pueda, volverá a echarla donde la has encontrado. En cambio, si me haces caso a mí, cogeremos peces como para invadir los mercados de toda la costa y hacernos millonarios en pocos días.
Pero hete aquí que un granuja llamado Zefferino, que solía meter la nariz en todas partes, había seguido a los dos a la Taberna de la Oreja Cortada y se había escondido debajo de la mesa. Y, atrapando al vuelo lo que pretendía Grimpante, salió corriendo a pasar la noticia a los pobres de las Casas Viejas.
—Eh, ¿queréis comer pescado frito, hoy?
A las ventanas estrechas y torcidas se asomaban mujeres flacas y despeinadas con niños de pecho, viejos con su trompetilla, comadres que mondaban rábanos, jóvenes desempleados que se afeitaban.
—¿Y cómo? ¿Y cómo?
—Chss, chss, venid conmigo —dijo Zefferino.
Grimpante, que había ido en un salto hasta su casa, volvía con un estuche de violín y partió con el viejo Bachí. Tomaron por la calle que flanqueaba el mar. Detrás, de puntillas, venían los pobres de las Casas Viejas. Las mujeres con mandil, las sartenes al hombro, los viejos paralíticos en sus cochecitos, los mutilados con sus muletas y una bandada de chiquillos rodeando el grupo.
Al llegar a los escollos de la punta, la mina fue abandonada en la orilla, a una corriente que la llevaba mar adentro. Grimpante había sacado del estuche de violín uno de esos aparatos matacristianos que disparan ráfagas y lo había instalado detrás de un reparo de los escollos. Cuando la mina estuvo a tiro, comenzó a disparar: los disparos trazaban en el agua una huella de pequeños surtidores. Los pobres, cuerpo a tierra en la carretera del litoral, se taparon las orejas.
De pronto se alzó en el mar una gran columna de agua en el lugar donde antes estaba la mina. El fragor fue enorme: los cristales de las villas se hicieron añicos. La onda llegó hasta la carretera. Apenas se aquietaron las aguas, empezaron a aparecer flotando las panzas blancas de los peces. Grimpante y Bachí, que estaban preparando una gran red, fueron arrollados por la multitud que corría hacia el mar.
Los pobres se metieron en el agua vestidos, unos con los zapatos en la mano y los pantalones arremangados, otros con los zapatos puestos y todo, las mujeres con las faldas flotando en círculo: y todos agachados atrapando los peces muertos. Unos los pescaban con las manos, otros con el sombrero, otros con los zapatos; unos los metían en el bolsillo, otros en el bolso. Los chicos eran los más veloces pero no llegaban a las manos: todos estaban de acuerdo en dividirlos en partes iguales. Más aún, se ocupaban de ayudar a los viejos que de vez en cuando resbalaban y se caían en el agua y salían con las barbas llenas de algas y de cangrejitos. Las más afortunadas eran las beatas, que avanzaban de a dos con sus velos tendidos a ras de agua y rastreaban todo el mar. Las muchachas bonitas gritaban de vez en cuando: «Ii… ii…» porque un pez muerto les subía por debajo de las faldas y los muchachos se agachaban tratando de pescarlo.
En la orilla empezaron a encenderse fuegos de algas secas y aparecieron las sartenes. Cada uno sacó del bolsillo una botellita de aceite y se empezó a oler a frito. Grimpante se había escabullido para que la policía no lo pillase con aquel despachavivos en las manos. Bachí de los Escollos, en cambio, estaba en medio de los otros: pescados, cangrejos y gambas le asomaban por todos los desgarrones del traje, y de alegría se comía un salmonete crudo.
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