Italo
Calvino
(1923-1985)
La sangre misma
Ultimo viene il corvo (1949)
La noche en que los de las SS arrestaron a la madre, los muchachos subieron a cenar a casa del comunista. El comunista vivía a media colina; se subía por un sendero entre los olivos y las tapias. La noche se adensaba, gris, casi con prisa, como si quisiera borrarlo todo. De camino, los hermanos iban atentos al ladrar de los perros en el fondo del valle: podía querer decir que los de las SS venían a buscarlos a ellos, o que la madre volvía liberada ya, o el padre, o cualquiera que viniese a decir algo, algo que explicara. Pero los perros ladraban por la sopa, los niños en las casuchas del valle gritaban golpeando en las escudillas con la cuchara.
El ritmo de las cosas había cambiado, los sentidos eran demasiado lentos, los pensamientos demasiado rápidos. De un momento a otro había cambiado. Bajaban desde el bosque el hermano mayor y el comunista. Habían ido con el hermano menor al Roble del Fariseo a llevar medicinas para la banda del Lirio. Bajo el roble estaban esperándolos el Lirio y el Flaco, con la pistola escondida debajo de la chaquetilla. El Lirio estaba en las Rocas del Cuervo, actuaba por cuenta propia con pocos hombres, al servicio unas veces de esta banda, otras de aquélla, pero siempre según su conveniencia. Habían hablado, sentados debajo del roble, de la manera de curarse la erupción en las piernas que sale al dormir sobre la paja, y de la necesidad de que los partisanos dispersos de la zona se pusieran en regla con las formaciones y dejaran de dar vueltas por los bosques como ladrones. Después se habían hecho mostrar una cueva buena y oculta, donde podían dormir cinco hombres. Al regresar por el bosque habían encontrado a una muchachona que llevaba unas cabras y el hermano menor se quedó con ella. En todo el bosque siguieron oyéndolos cantar, saltando con las cabras por las cuestas de pinos.
Después, en la Bicocca, todos los habitantes de las siete casas a sus puertas. Estaba también Walter.
Dijo, agitado:
—¿Sabéis algo de abajo?
—¿Qué pasa abajo?
—Nada bueno. Los de las SS han arrestado a tu madre. Tu padre ha bajado para ver si la liberan.
Entonces el aire se puso tenso y cargado, como cuando subía la brigada negra y se oían las ráfagas de ametralladora entre los olivos. Un tropel de preguntas en los tímpanos, en la garganta. En la memoria aparecían y desaparecían caras verdes de espías, como burbujas que estallan. El hermano, que volvía muy satisfecho cantando la canción de la pastorcita, de pronto se enteró de la historia y calló.
Ahora había este hecho nuevo, y todas las cosas de antes habían cambiado, había dentro este hecho nuevo mezclado: los alemanes se habían llevado a la madre. Y era como si los muchachos volvieran a ser niños, muchachos grandes ya, con libros, con amigas, con bombas, y sin embargo niños otra vez, golpeados en su parte niña, golpeados en la madre. Ahora se hubieran tomado de la mano, caminarían perdidos, niños sin madre. Pero había tantas cosas que hacer: esconder las bombas, las pistolas, los cargadores, los fuelles, las medicinas, los impresos, esconderlos en el hueco de los olivos y detrás de las piedras de los muros, no fuera que los alemanes viniesen a registrar allí arriba, a buscarlos. Y preguntarse cómo y cuándo y por qué, preguntarse en voz alta y mentalmente, sin resolver nunca nada.
En la casa entre los olivos de donde habían salido, la abuela de noventa años, semiciega, era una gran pregunta negra a la espera. Había una larga historia de guerras en ella, en la memoria despiadadamente lúcida: estaba Custoza, estaba Mentana, guerras con trompetas, guerras con tambores: ahora había que explicarle lo de las SS, la guerra que se llevaba a las madres. Mejor farfullar una historia de toques de queda anticipados, de bloqueos de la ciudad por los alemanes que debieron de impedir el regreso de la hija, que habían obligado a su yerno a bajar para hacerle compañía.
Pero la casa era un bosque de preguntas y los hermanos preferían subir a cenar con el comunista. Aquel día el comunista había matado una ternera para la banda del Rubio y había cocinado el mondongo: los había invitado a comer con él. Los hermanos subían hablando de matar.
La casa del comunista consistía en una sola habitación baja; vista desde fuera, de noche, parecía un montón de piedras. A poca distancia colgaba de un olivo la ternera descuartizada. Dentro estaba a oscuras, sin velas. Los hermanos se sentaron a la mesa baja, mudos, sobre dos troncos. La mujer del comunista les llenó los platos de mondongo aderezado y aceitunas. Los hermanos metían la cuchara a ciegas en la comida espesa. Cerca del cielo raso hubo un roce, como un batir de alas: en la sombra de un nicho los hermanos distinguieron el halcón del comunista, Langán, apresado en los montes durante la primavera, recuerdo del gran campamento de Langán, fabuloso en la memoria de los viejos partisanos, de la gran batalla perdida en julio.
El niño, sentado en las rodillas de la mujer, se echó a reír del halcón: no era de ellos, era hijo de un carabinero prófugo y lo habían confiado al comunista. Entonces empezaron a hablar, primero de la oportunidad de esconder la ternera hasta que los del Lirio vinieran a buscarla, después, del porqué, del cómo, de quién había sido el espía.
El comunista era un hombre bajo, con una gran cabeza calva, que había andado por el mundo y sabía todos los oficios. Era alguien que conocía lo bueno y lo malo de la vida, veía que todo andaba mal pero sabía que un día andaría mejor, era un obrero que había leído libros, un comunista. Trabajaba como jornalero en los campos porque el aire de la ciudad ya no era bueno para él; y trabajaba bien, entendía de semillas, de hortalizas. Pero más le gustaba sentarse en los pretiles a hablar de las cosas que se pierden en el mundo, del café que se quema en el Brasil, del azúcar que se arroja al mar en Cuba, de las latas de carne que se pudren en los docks de Chicago. Y recuerdos suyos, de una vida amasada con miseria, emigraciones, guardias civiles: recuerdos de un hombre a quien la vida ha tratado a puntapiés, de un hombre que se interesa por todas las cosas, por el mal y el bien del mundo, y que las razona.
En sus vueltas por los campos, el hermano mayor con algún libro en la mano, escondiéndose en los torrentes por si subía la brigada negra, el menor siempre en busca de pistoletazos, de cargadores de metralleta, lo encontraban por el sendero de la mano de aquel hijo de carabinero, explicándole los nombres de las plantas: un hombrecito calvo con un traje negro muy arrugado. Y entonces empezaba a hablar: a discutir con el mayor sobre Lenin y Gorki, con el menor de calibres de pistola, de armas automáticas.
En torno a los hermanos había ahora un silencio henchido de sangre y rabia, y las palabras se hundían dentro. Sólo la mujer podía infundir un poco de calor en aquella oscuridad y trataba de dar ánimo: era una mujer joven todavía, un poco marchita, de esas mujeres cuya dulzura no se sabe si es de madre o de amante, como si en ellas no existiera esa diferencia; era una compañera de comunista, alguien que ha comprendido por qué se sufre y que va a la ciudad con el revólver en la cesta de la compra.
Después de comer los hermanos y el comunista tomaron el camino del bosque, las mantas al hombro, para ir a dormir en la cueva que les había indicado el Lirio. Iban por las viñas cuando oyeron unos pasos en la oscuridad y el menor gritó: «¡Alto! ¡Detente o disparo!», mientras los otros le daban puñetazos en la espalda para hacerlo callar. Pero era Walter que venía también a dormir con ellos en la cueva.
El hermano menor y Walter eran inseparables, siempre deambulando por los campos, armados de pistolas, siguiendo las pistas de los fascistas, haciéndose los prepotentes con los dispersos, los valientes con las muchachas. El hermano mayor era un tipo más trasoñado, como huésped de otro planeta, quizá ni siquiera capaz de cargar una pistola. Podía explicar qué es la democracia, el comunismo, sabía historias de revoluciones, poesías contra los tiranos, cosas que también era útil saber pero que había tiempo para conocer después, una vez terminada la guerra. Y el hermano y Walter, tras escucharlo un rato, volvían a discutir por una funda de pistola o por una chica.
Pero ahora los dos hermanos tenían una cosa en común, algo había cambiado en ellos, el interés por aquella vida que hacían, lo que estaba en juego, no algo fuera de ellos, sino en el fondo, en la sangre. La lucha, el odio contra los fascistas ya no eran como antes: para el mayor, algo aprendido en los libros, encontrado como por azar en la vida; para el menor, una bravata, un dar vueltas por los caminos de herradura cargado de bombas que espantaban a las chicas: ahora era la sangre misma, algo profundo en ellos como el sentido de la madre, algo decidido de una vez por todas, que los acompañaría toda la vida.
Era también el frío, cuando bajaron a la cueva, lo que les hizo acurrucarse uno junto al otro. Tenían ganas de dormir, con un sueño pesado que los sepultase, que borrase sus fantaseos, ese imaginar los hoteles donde los alemanes meten a los prisioneros, con los de las SS dando vueltas por los corredores iluminados toda la noche. De ahora en adelante guardarían esa ofensa en el fondo más niño del alma, vengándose, vengándose siempre aun cuando madre y padre volvieran, ofendidos en las raíces. Y lo que más miedo les daba era pensar en el momento de despertar al día siguiente, y recordar de pronto lo que había sucedido.
Al día siguiente el hermano mayor estaba sentado en los terrenos yermos entre los campos y el bosque cuando aparecieron en el mar los barcos y empezaron a bombardear la ciudad. Empezaban siempre a esa hora: primero se veía el disparo como una chispa en el barco, después se oía la salida del proyectil, después la llegada. Estaba esperando al hermano que no volvía, había bajado en busca de noticias: lo que se sabía hasta el momento no era tranquilizador: los alemanes retenían a la madre como rehén; el padre, por una crisis de su enfermedad, estaba internado en el hospital.
La ciudad se extendía bajo sus pies a orillas del mar, su ciudad, que ahora le estaba prohibida, que olía a muerte para él en los recodos de sus avenidas. Y en el corazón de la ciudad su madre prisionera, y los cañonazos como trompadas desde el mar estriado de azul tenso como desde el vacío, contra su ciudad, contra su madre.
Un polvorín debía de haber estallado en la ciudad: se veía una rápida sucesión de disparos que no venían del mar. Enseguida se levantó una nube sobre las casas, con puntos negros que giraban en lo alto; los estallidos llenaban el valle. Cuando el humo raleaba se distinguían las casas desmanteladas que se desmoronaban.
Entonces el muchacho pensó en sí mismo, andrajoso, errando por los bosques, acosado, el padre en el hospital, la madre prisionera, su ciudad, su casa que se le derrumbaban bajo sus ojos, y su hermano que no volvía y que tal vez había caído prisionero, y sin embargo se sintió casi tranquilo, como en lo justo, en lo normal, como si la vida fuera normal así, como era para él en aquel momento.
Llegó el hermano con una vasija llena de polenta y mejores noticias: el padre se hacía pasar por enfermo para que no lo apresaran y quería que lo arrestasen en el hospital para que dejaran libre a la madre; la madre era rehén y mandaba decir que se cuidaran y que no se preocuparan por ella; abajo las fuerzas de asalto de la decima-mas saltaban por los aires y destruían media región.
Con él había subido el Lirio que se entusiasmaba con el bombardeo, de tan bruto que era, y daba con el puño en la palma gritando:
—¡Dale! ¡Dale! ¡Dale fuerte! ¡No dejes nada en pie! ¡Mi casa primero! ¡Muerte a todos los fascistas! ¡Todos los otros a salvo! ¡Algunos heridos! ¡Dale fuerte! ¡Mi casa primero!
Al día siguiente fueron con el comunista al campamento del Rubio a llevar la carne de ternera. Los hombres estaban armados hasta los dientes, bajaban a la ciudad todas las noches a organizar tiroteos.
Cocinaron un cuarto de ternera en el asador y se pusieron a comerlo todos juntos alrededor del fuego. Hablaban de los compañeros muertos y torturados, de los fascistas ajusticiados y por ajusticiar, de los alemanes que hubieran podido eliminar.
—Pero —dijo el hermano mayor— es mejor que a los alemanes no los toquemos. Que entre los rehenes está mi madre y no es broma.
Sin embargo algo en las palabras dichas por él mismo no le convencía, como una renuncia, como si en aquel momento hubiese abandonado a su madre en manos de quien se la había llevado. Y se avergonzó del silencio que siguió a sus palabras.
Al volver, hablando con su hermano, dijo:
—Esta vida de rebeldes de lujo ya no me interesa. O hacemos la resistencia o no la hacemos. Uno de estos días habrá que tomar el camino de los montes y subir para unirnos a la brigada.
El hermano dijo que ya lo había pensado.
Después, de regreso, se detuvieron en las Rocas del Cuervo, para silbarle al Lirio. Y, mientras lo esperaban sentados al borde del barranco, el comunista iba preguntándose cómo se habían formado las rocas y los barrancos y las montañas, y cuántos años tenía la Tierra. Y todos juntos hablaban de los estratos rocosos, las eras de la Tierra, y de cuándo terminaría la guerra.
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