Italo Calvino
(1923-1985)


Ahorcamiento de un juez
Ultimo viene il corvo (1949)


      Aquella mañana el juez Onofrio Clérici notó un aire distinto en el ir y venir de las gentes. Atravesaba todos los días la ciudad en un carruaje frágil, desde su casa hasta el Palacio de Justicia, y allí la gente llenaba las aceras, con aquel dejar caer cansadamente los hombros, los amontonamientos alrededor de las morenas vendedoras de castañas, los gritos de ciegos: lotería… millones… Y los golpes sordos de los cuadernos en las carteras cuadradas de los escolares y las cestas rebosantes de berzas y apios roídos por las babosas.
       Hoy parecía que algo distinto movía a aquella plebe: en las comisuras de los párpados aparecía el blanco del ojo en fríos triángulos y, entre los labios, los dientes. Y los abrigos y los chales trazaban contornos angulosos más netos sobre los hombros caídos: y el borde de las barbillas sobresalía por encima de los cuellos de los jerséis y sobre las solapas; y el juez Onofrio Clérici tenía una sensación creciente de incomodidad.
       Hacía semanas que los signos trazados con tiza en las paredes de su casa se multiplicaban y crecían, dibujos de horcas y de hombres colgados de horcas, y los ahorcados llevaban siempre el birrete alto de juez, cilíndrico y ancho arriba, con un lazo redondo. Hacía tiempo que el juez Onofrio Clérici había comprendido que la gente lo odiaba y que murmuraba en la sala al oír la sentencia, y en las declaraciones las viudas gritaban más contra él que contra los acusados; pero él estaba seguro de lo que hacía, y también él los odiaba, odiaba a esa gentuza consumida, incapaz de responder en el tono justo en las declaraciones, que no sabía sentarse respetuosa del público, esa gentuza siempre cargada de hijos y de deudas y de ideas equivocadas: los italianos.
       Hacía tiempo que el juez Onofrio Clérici había comprendido quiénes son los italianos: mujeres siempre embarazadas con niños cubiertos de costras en los brazos, muchachos de mejillas azuladas que cuando no hay guerra sólo sirven para desempleados y para vender tabaco en las estaciones, viejos con asma y hernia y manos tan llenas de callos que no pueden sostener la pluma para firmar el acta: una caterva de descontentos, de llorones y de pendencieros, a quienes si no se les pone freno lo quieren todo para ellos y se instalarían por todas partes arrastrando a sus críos llenos de costras y sus hernias, y pisoteando cáscaras de castaña en el suelo.
       Por suerte estaban ellos, la raza de las personas decentes, una raza de piel lisa y floja, de pelos en la nariz y en las orejas, de nalgas estables como cimientos sobre sillones tapizados, una raza tintineante de distinciones, condecoraciones, collares, impertinentes, gafas, aparatos acústicos, dentaduras postizas; una raza crecida durante siglos sobre los sillones barrocos de las cancillerías de antiguos reinos; una raza que sabe hacer las leyes y aplicarlas y hacerlas respetar en la medida en que le conviene; una raza unida por un secreto entendimiento, por un descubrimiento común: que los italianos son una gentuza asquerosa y que en Italia se estaría mejor si no hubiera italianos, o por lo menos si no se hicieran notar tanto.
       El juez Onofrio Clérici llegó al Palacio de Justicia, que estaba viejo y medio desmantelado por los bombardeos, apuntalado por vigas podridas, con el revoque descascarado y los frisos barrocos del frontón derruidos. Como siempre en los procesos, se agolpaba delante del portón cerrado una multitud que los guardias metían en cintura. Se había hecho costumbre reservar el espacio del público a parientes y amigos del acusado y a personas en todo caso fiables y respetuosas; sin embargo, alguno de la multitud conseguía siempre introducirse en la sala y encontrar un lugar en los bancos del fondo, perturbando la audiencia con protestas y siseos. Los otros se quedaban afuera para alborotar con quejas y amenazas, y algunos llegaban a enarbolar carteles, y el jaleo llegaba por momentos a la sala, poniendo nervioso al juez Onofrio Clérici y confirmándolo en su odio hacia esos italianos tan petulantes e invasores en cosas que no conocen.
       Aquel día, sin embargo, la multitud estaba insólitamente callada y compuesta y no se alzó de ella un murmullo hostil al ver bajar al juez Onofrio Clérici del destartalado carruaje para entrar en el Palacio de Justicia por la puertecita lateral.
       Ya en el interior del Palacio de Justicia, la sensación de malestar se calmó un poco en el corazón del juez: allí todos eran personas amigas, jueces y procuradores y abogados, gente decente, con su sonrisa tragada en la comisura de los labios y ese latido, en los costados de la garganta, como de branquias de rana. Eran gentes moderadas y tranquilas: en el gobierno y en todos los altos cargos del Estado había gentes así, de párpados bajos y gargantas de rana, y poco a poco los petulantes italianos entrarían en razón y se resignarían a las costras y a las hernias que soportaban desde hacía siglos.
       Esperando el comienzo de la audiencia, mientras el tribunal se envolvía en las togas negras, un abogado con la cara llena de verrugas había sacado del bolsillo un periódico contra los italianos, y con grandes risas mostraba a los otros hombres de leyes grotescos dibujos donde los italianos eran representados como personas zafias y monstruosas, con gorras de visera y ridículos garrotes. Sólo uno de ellos no reía de los dibujos: era el nuevo secretario, un viejecito con la cabeza en forma de piña y apariencia afable y respetuosa: los magistrados, uno por uno, iban desplazando los ojos congestionados de risa hacia la cara triste y arrugada del secretario y la risa se ahogaba en aquellas gargantas de rana. «Ese tipo no es de fiar», pensó el juez Onofrio Clérici.
       Después entró el jurado. Los procesos que el juez Onofrio Clérici presidía en aquellos tiempos no eran los procesos habituales contra cuatro muertos de hambre, autores de robos con destrozos. Eran procesos contra gentes que habían hecho arrestar y fusilar a los italianos en tiempos de una guerra pasada, y el juez Onofrio Clérici, al oír el relato de sus casos, se había convencido de que eran gentes respetables, gentes que seguían sus propias ideas, gentes que todavía hacían falta para tener a raya a esos italianos palurdos, siempre demacrados y consumidos, siempre con el hambre en los huesos y sacando a relucir nuevas quejas.
       Pero el juez Onofrio Clérici dominaba las leyes, leyes hechas siempre por ellos, por los hombres de garganta de rana, aun cuando parecieran hechas para favorecer a esos pobres diablos italianos; sabía que a las leyes se les puede dar la vuelta como se quiera y hacer llamar blanco al negro y negro al blanco. Entonces los absolvía a todos, y después de los procesos la multitud se quedaba en la plaza desgañitándose hasta tarde, y mujeres de luto lloraban con altos gritos a sus hombres ahorcados.
       Mientras el juez Onofrio Clérici ocupaba su sillón, examinó al público: parecían todas gentes de fiar, gentes de dientes largos y salientes, de cuellos almidonados que cortaban la nuca, de cejas posadas en lo alto de las narices como pajarracos, y señoras de descarnados pescuezos amarillos que sostenían sombreros con velo. Pero ahondando la mirada el juez notó que toda la última fila de bancos estaba ocupada por una gentuza que se había entrometido a pesar de las disposiciones: pálidas muchachas de trenzas, mutilados con la barbilla apoyada en la muleta, hombres de ojos celestes rodeados de arrugas, ancianos de gafas remendadas con cordel, viejecitas arrebujadas en sus chales. Esta última fila de bancos estaba un poco separada de la penúltima y los intrusos estaban sentados inmóviles, de brazos cruzados, y lo miraban todos a la cara, a él, el juez.
       El malestar estrechaba cada vez más su cerco en torno al corazón del juez Onofrio Clérici. Había dos guardias a los lados del banco del tribunal que estaban allí sin duda para protegerles de las eventuales protestas de aquellos desesperados, pero tenían una cara diferente de la de los guardias habituales, una cara pálida y melancólica, con mechas de pelo rubio aplastadas por el borde del quepis. Y, además, ese secretario que parecía escribir por su cuenta, siempre inclinado sobre la mesa.
       El acusado ya estaba en la jaula, impasible, con un traje pulcro y bien planchado. Tenía el pelo de un gris opaco cuidadosamente peinado, un pelo que nacía cerca de los ojos y de los pómulos; y unas pupilas clarísimas que parecían apagadas en el contorno un poco enrojecido de los párpados sin pestañas ni cejas; los labios eran protuberantes, pero del mismo color que la piel; al separarlos mostraba unos incisivos grandes y cuadrados. Bajo la piel afeitada la barba había dejado una sombra como de mármol. Las manos, agarradas con gesto calmo a los barrotes, eran de dedos gruesos y chatos como sellos de correos.
       Empezó la audiencia. Los testigos eran los pobres diablos de siempre, gentecilla llena de quejas: gritaban, especialmente las mujeres, tendiendo el brazo hacia la jaula: «Es él… lo vi con mis propios ojos… dijo: “Ahí tenéis vuestro merecido, bandidos”… hijo único… mi Gianni… eso dijo: “No quieres hablar, perro, toma, ahí tienes”…».
       Gentes que no saben hacer declaraciones como Dios manda, pensaba el juez Onofrio Clérici, gente desordenada, indisciplinada e irrespetuosa: en realidad aquel hombre en la jaula había sido un superior, y ellos no le habían obedecido. Ahora les daba una lección de comportamiento, impasible en aquella jaula, mirándolos con sus pupilas incoloras, sin negar, con un leve aire de tedio.
       El juez Onofrio Clérici envidiaba esa calma. Su sensación de malestar iba en aumento. Afuera, los martillazos de los obreros que trabajaban en el patio del Palacio de Justicia le ponían nervioso. Sin duda estaban apuntalando el edificio siempre tambaleante: por las altas ventanas eclesiásticas de la sala se veían ejes y tablas transportados por brazos desnudos: «¿Por qué trabajarán mientras aquí se celebra una audiencia?», se preguntaba el juez Onofrio Clérici, y varias veces estuvo a punto de mandar al ujier para que les dijera que acabaran, pero cada vez algo lo contenía.
       Gracias a los testimonios iba reconstruyéndose la escena del cargo más importante: una matanza de hombres y mujeres y viejos en la plaza de un pueblo después incendiado. Poco a poco la visión del cúmulo de cadáveres en medio de la plaza iba presentándose claramente ante los ojos del juez Onofrio Clérici; y él interrogaba con meticulosidad y rigor para reconstruir la escena en sus detalles más ínfimos. Los muertos habían permanecido en la plaza un día y una noche, sin que nadie pudiera acercárseles; Onofrio Clérici pensaba en aquellos cuerpos amarillos y huesudos, en sus asquerosos trapos empapados de sangre grumosa, con grandes moscas negras que se posaban en los labios, en las narices. El público de la última fila seguía conservando la calma, quién sabe por qué; y el juez Onofrio Clérici, para vencer la turbación que le inspiraban, trató de imaginárselos, muertos y amontonados, con los ojos abiertos como agujeros y gusanos de sangre debajo de las narices.
       —Entonces él se acercó a nuestros muertos —dijo un viejo testigo barbudo y encorvado—, yo lo vi: y se detuvo delante de ellos y les hizo a nuestros muertos algo que a mí me da asco hacerle a él: escupió.
       El juez Onofrio Clérici veía a aquellos muertos italianos ya amarillos, los ombligos lívidos al aire, las faldas levantadas sobre las piernas huesudas, y sentía que la saliva subía también a sus labios. Miró los labios del acusado, hinchados y pálidos: sería magnífico ver asomar una perla de saliva entre aquellos labios, uno sentía casi la necesidad secreta de verlo. Y al recordarlo, el acusado separaba los labios, y sobre los dientes incisivos grandes y cuadrados aparecía una leve espuma; ah, cómo comprendía el juez Onofrio Clérici el asco del acusado, ese asco que le había hecho escupir a los muertos.
       El defensor pronunciaba su arenga: era el hombrecito bajo y panzudo, con la cara llena de verrugas, que se divertía tanto con los dibujos contra la pobre gente. Elogió los méritos del acusado, su actividad de funcionario celoso, enteramente dedicado a la salvaguardia del orden: considerando todos los atenuantes, pidió el mínimo de años de pena.
       El juez Onofrio Clérici no sabía dónde mirar durante la arenga. Si posaba los ojos en el público, enseguida le ponía nervioso la mirada de aquellos italianos del fondo, de ojos interminablemente abiertos hacia él. Y aquellos martillazos y aquellas tablas que no terminaban de pasar, afuera… Ahora, del otro lado de la ventana se veía una cuerda y dos manos que la desenrollaban como para ver cuán larga era. ¿Para qué podía servir aquella cuerda?
       Ahora hablaba el fiscal. Era un hombre de huesos largos, que se apoyaba en las aristas salientes de las caderas y separaba unas quijadas caninas atravesadas por cortinas de baba. Comenzó a hablar de la necesidad de hacer justicia a los muchos crímenes cometidos en aquellos tiempos y de castigar a los verdaderos culpables; después añadió que el acusado no era por cierto uno de ellos y que no pudo sino haber hecho lo que había hecho. Terminó pidiendo la mitad de la pena requerida anteriormente por el defensor del acusado.
       El público de las primeras filas aplaudió con un extraño ruido de huesos y nalgas. El juez Onofrio Clérici pensaba: ahora los del fondo gritarán. Pero seguían siempre inmóviles y atentos, váyase a saber qué les pasaba.
       El jurado se retiró a la salita contigua para deliberar. Por una ventana de la salita se veía bien el patio y finalmente el juez Onofrio Clérici pudo entender el trabajo que habían hecho afuera con aquellas vigas y aquella cuerda. Una horca: habían construido una horca justo en medio del patio; ahora estaba terminada y allí se quedaba enjuta y negra, con el nudo corredizo colgando; los obreros se habían marchado.
       «Estúpidos e ignorantes», pensó el juez Onofrio, «creen que el acusado ha sido condenado a muerte, por eso han levantado una horca. ¡Pero ya les enseñaré yo!». Y para darles una lección, propuso a la corte, empleando argucias jurídicas que sólo él conocía, que el acusado fuese absuelto. El Tribunal aprobó por unanimidad su propuesta.
       A la lectura de la sentencia el más emocionado era el juez. Nadie pestañeó, ni el acusado con sus dedos como sellos postales ciñendo los barrotes, ni el público decente, ni los intrusos. Las muchachas pálidas y trenzudas, los mutilados, las viejas con sus chales, estaban de pie, la cabeza alta, formando un coro de miradas llameantes.
       El secretario se acercó para hacer firmar la sentencia al juez; por la humilde tristeza con que le sometía las hojas parecía que le daba a firmar una condena de muerte. Las hojas: porque debajo de la primera, había una segunda cuyo margen inferior el secretario sólo descubrió cuando deslizó encima la otra. Y el juez firmó también ésta. Sentía sobre él las miradas llameantes de las gafas atadas con cordel, de los arrugados ojos celestes. Sudaba, el juez.
       He aquí que ahora el secretario quitaba la primera hoja y la siguiente: debajo, en la segunda hoja, el juez Onofrio Clérici leyó: Onofrio Clérici, juez, culpable de habernos insultado y escarnecido a nosotros, pobres italianos, es condenado a morir en la horca.
       Los guardias de tristes caras rubias se pusieron a su lado. Pero no lo tocaron.
       —Juez Onofrio Clérici —dijeron—. Ven con nosotros.
       El juez Onofrio Clérici se volvió. Los guardias, uno a un lado, el otro a otro, sin tocarlo lo sacaron por una puertecita al patio desierto, hasta el pie de la horca.
       —Sube a esa horca —dijeron.
       Pero no lo empujaban.
       —Sube —dijeron.
       Onofrio Clérici subió.
       —Mete la cabeza en el lazo —dijeron.
       El juez introdujo la cabeza en el lazo corredizo. Los otros casi no lo miraban.
       —Ahora, dale una patada al banco —dijeron y se fueron.
       El juez Onofrio Clérici volcó el banquito y sintió que la cuerda le apretaba el cuello, que la garganta se le cerraba como un puño, que los huesos se le rompían. Y los ojos como grandes gusanos negros le salían de la cuencas de las órbitas, como si la luz que buscaban pudiera convertirse en aire, y entretanto la oscuridad se iba espesando en las pilastras del patio desierto; desierto porque la gentuza italiana no había ido siquiera a verlo morir.



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